Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 29 de enero de 2025

Una guerra religiosa



El último libro del historiador Jean Meyer recuerda lo que, no por evidente, olvidan quienes entienden el mundo desde perspectivas exclusivamente geopolíticas. Las guerras de nuestro tiempo siguen siendo fenómenos religiosos, incluso aquellas que tienen lugar en Occidente, como la desatada tras la invasión rusa de Ucrania. 
 En Una guerra ortodoxa (Bonilla Artigas, 2024) Meyer argumenta que el Estado soviético, constitucionalmente definido como ateo, desarrolló una política religiosa que limitaba a la Iglesia Ortodoxa en su labor pastoral, pero reportaba no pocos beneficios como el control de la expansión de otras religiones y el avance de las corrientes prooccidentales dentro de la URSS. 
 Buena prueba de aquel entendimiento fue la colaboración represiva entre la KGB, el PCUS y la Iglesia, que se evidenció en el caso Gleb Yakunin y Nikolai Eishliman, dos sacerdotes acusados de “rebelión religiosa” y “sedición cívica” en 1965, por una carta enviada al patriarca Alexei en que denunciaban el “servilismo” del Santo Sínodo con las violaciones de la legislación religiosa del Estado soviético. 
  Las leyes promovidas por Mijaíl Gorbachov durante la perestroika y las glasnost flexibilizaron el ateísmo, pero abrieron el mapa religioso a Occidente. La de 1988, que celebró el milenio de la Rus de Kiev, tras el bautizo de Volodimir en el año 988, reconoció más de 2000 congregaciones ortodoxas y de otras confesiones, como el budismo, el islam y el judaísmo. Número que se multiplicaría por diez durante toda la década de los 90. La de 1990 disolvió el Consejo de Asuntos Religiosos, controlado por el PCUS y el Soviet Supremo, y proclamó la Ley de Libertad de Conciencia y de Organizaciones. 
  La ley fue una más, entre tantos intentos de Gorbachov y los últimos líderes soviéticos, por establecer una sintonía entre las normas marxistas-leninistas y el liberalismo occidental, plasmado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU en 1948. Entre 1990 y 1997, Boris Yeltsin recibió todo tipo de presiones de parte de la Iglesia, encabezada por el Patriarca Alexei, para que reformara la ley de 1990, ya que el clero ortodoxo consideraba que había sido concebida bajo el paradigma americano del “libro de mercado de servicios religiosos”, lo cual promovía el ecumenismo, el avance de otras confesiones cristianas como las protestantes, facilitaba la promoción de doctrinas nihilistas y paganas y abría la puerta a los servicios de espionaje extranjeros. 
  La nueva Ley Religiosa de 1997, establecida en tiempos de Yeltsin en la Federación rusa, preservaba algunas premisas de la de 1990, pero introducía una clara preferencia por la hegemonía de la Iglesia Ortodoxa, en tanto confesión nacional. El patriarca Alexei acompañó el cambio legislativo con un fuerte acento a favor del predominio de la Roma moscovita de la Iglesia Ortodoxa. 
  Con todas sus limitaciones, aquellas leyes produjeron una enorme expansión de las parroquias y congregaciones ortodoxas: si en 1988 había 6893, en 1998 pasaban de más de 15 000, una tercera parte de ellas en Ucrania. A partir del tránsito de mando de Yeltsin a Putin, ese proceso se aceleró, con una peculiaridad. Ahora el jefe de Estado se presentaba como cristiano, a diferencia de sus predecesores, y transfería a la Iglesia el rol articulador del nacionalismo ruso. La sucesión entre Alexi y Kiril reforzó la identidad confesional del nuevo imperio ruso. 
  Aquel proceso tuvo como reacción el aumento del nacionalismo ucraniano tras la destitución de Victor Yanukovich en 2014 y el ascenso de líderes proeuropeos como Petro Poroshenko y Volodimir Zelensky. Durante casi diez años consecutivos, entre 2013 y 2022, la Iglesia ortodoxa autocéfala de Ucrania avanzó a la par del nacionalismo ucraniano antiruso y el prooccidentalismo. Putin respondió a ese desafío, primero, con la anexión de Crimea en 2014, y luego con la invasión de 2022.

domingo, 19 de enero de 2025

Beatriz Sarlo y los enemigos del ensayo






Fue una estudiosa de la literatura de Jorge Luis Borges y de la filosofía de Walter Benjamin y escribió sendos libros sobre ellos. Fue observadora y protagonista del cambio urbano de Buenos Aires, entre fines del siglo XX e inicios del XXI, y de los múltiples registros culturales de esa mutación. Escribió muchos libros, pero también artículos en la prensa, fundó y dirigió revistas, asumió por décadas una cátedra universitaria. 
 Beatriz Sarlo (1942-2024), ensayista argentina, archiconocida, venerada y a veces odiada en su país, lamentablemente poco leída en México y otros países latinoamericanos, acaba de fallecer y su ausencia ya se siente y molesta. Hasta hace muy pocos meses, quienes seguimos la realidad latinoamericana, sabíamos que ahí estaba ella, desafiando cualquier cliché ideológico. 
 Hablamos de una intelectual, término que ella reclamaba para sí sin vacilación, que en su juventud fue una militante marxista contra la última dictadura militar, que luego cuestionó los silencios y las deudas de la transición democrática, que desconfió de los triunfalismos liberales tras la caída del Muro de Berlín y que criticó directamente, sin tapujos, cada uno de los gobiernos argentinos del siglo XXI: los de los Kirchner y Fernández, pero también los de Macri y Milei. 
 El tipo de escritura que practicó Beatriz Sarlo tiene un nombre, ensayo, y una brillante y nutrida tradición en América Latina. Sus libros se publicaron en editoriales que se dedicaban, centralmente, a ese género, como Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI, que por motivos inquietantes hoy parecen darle la espalda en el mercado del libro iberoamericano. 
 Todos sus ensayos, incluso los más profesorales, tienen esa tesitura, que tal vez provenga de cercanías, vivencias y estudios sobre dos prosistas de su generación como Juan José Saer y Ricardo Piglia. Tan sólo algunos títulos, Una modernidad periférica (1988), Escenas de la vida postmoderna (1994), La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu (2003), dan una idea de las dimensiones del proyecto intelectual de Sarlo. 
 No sólo aquellos libros, también su pertinaz intervención pública en los periódicos, la radio, la televisión y los medio digitales, en las últimas décadas, hicieron de Beatriz Sarlo un rarísimo caso de sobrevivencia del viejo intelectual público, en este caso personificado por una mujer, en el nuevo planeta digital. 
 Con la muerte de Sarlo se repite en Argentina algo que hemos escuchado antes en muchos países latinoamericanos. En México, es inevitable asociar una figura como Sarlo con Carlos Monsiváis, quien compartió no pocos intereses con la escritora argentina. Es raro encontrar en otros ensayistas latinoamericanos un interés y un conocimiento tan bien repartido entre la literatura, el cine, las artes, la cultura popular y la política. 
 Con frecuencia ella decía que sus dos grandes pasiones eran la literatura y la política, pero se quedaba corta. Lo que sí resulta indudable es que en las dos últimas décadas se ubicó en el centro de los debates políticos argentinos. Cuando una parte de la intelectualidad de ese país giró a favor de los gobiernos de Néstor Kirchner y Cristina Fernández, ella se opuso con lucidez. Pero cuando vino el reflujo favorable a la derecha, también se opuso, con igual lucidez. 
 Molestaba a los políticos y a los empresarios, pero también al sector intelectual plegado a los gobernantes de turno. Sus enemigos fueron los enemigos del intelectual y del ensayo, que crecen en el siglo XXI. Enemigos que provienen de múltiples poderes, incluido el académico y el editorial, aunque parezca contradictorio. Proliferan los puristas de la argumentación fría o imparcial, los ideólogos que demandan compromiso con el partido gobernante o el líder histórico y los censores de siempre, que con frecuencia se confunden con los promotores de una literatura vendible.