Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 10 de noviembre de 2009

Hito incomprendido


Las celebraciones de ayer en Berlín y el cúmulo de mensajes que suscitó en el mundo demuestran lo lejos que estamos de una verdadera comprensión de ese hito de la historia global. Slavoj Zizek dijo en The New York Times que había que recomenzar la revolución y purgar a las élites eurorientales por excomunistas y neocapitalistas. Adam Michnik, más prudente, dijo en The Wall Street Journal que aunque el espíritu cívico del 89 había desaparecido no era como para renegar de las libertades alcanzadas.
Mijaíl Gorbachov lamentó que se asociara la caída del Muro de Berlín, sólo, al “colapso del comunismo”, sin reconocer lo que la Unión Soviética había aportado al equilibrio mundial. Lech Walesa reprochó a Gorbachov su timidez y aseguró que “el 50% de la caída del muro corresponde a Juan Pablo II, el 30% a Solidaridad y el 20% al resto del mundo”. La disputa por el crédito de un acontecimiento tan complejo, como advirtiera días antes Timothy Garton Ash, empaña la comprensión del mismo.
Si conmemorar no es lo mismo que celebrar, el silencio de Moscú y la Habana dice mucho del trauma que el 89 representa, todavía, para ambos poderes. Medvedev asistió a la fiesta de Berlín y días antes declaró que, aunque se ponderara el papel de la Unión Soviética en la caída del nazismo, los crímenes de Stalin no podían ser desconocidos ni justificados. Pero la plana mayor mediática y política de Rusia, como la de Cuba, no se posicionó ante al vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín.
En el caso de Rusia, tal vez, por diferencias de percepción sobre el pasado comunista entre Putin y Medvedev. Pero en el caso de Cuba por el amplio consenso de las élites de ese país en torno a la idea de que el colapso del bloque soviético es una tragedia para la causa del comunismo mundial. En el único artículo publicado en medios oficiales cubanos, “¿Qué se festeja en Berlín?”, firmado por Oliver Zamora Oria, y aparecido en Cubadebate, portal del Partido Comunista de Cuba, se presentan los últimos veinte años como un retraso histórico y se habla de la “humillación del vencido por el vencedor”.
Esa percepción, afín a la minoría comunista que queda en el planeta, converge, una vez más, con las derechas anticomunistas que todavía presentan la caída del Muro de Berlín como un triunfo de Occidente sobre el Este o de Estados Unidos sobre la Unión Soviética. Ambos enfoques parten de la falsa premisa de que la democracia -fin del partido único, de la ideología marxista-leninista y del control del Estado sobre la economía, la sociedad civil y los medios de comunicación- fue una idea importada, sin verdadero arraigo en la población del antiguo bloque soviético.
Unos y otros prefieren imaginar aquel proceso como una conjura del Vaticano y Washington, en la que quedó entrampado un ingenuo Gorbachov, antes que como una revolución civil protagonizada por disidentes y reformistas, que puso en jaque a las nomenclaturas y las obligó a negociar la transición. En el fondo, unos y otros siguen pensando que los totalitarismos son capaces de extirpar de raíz la idea democrática y que los cambios en un régimen de ese tipo sólo pueden llegar desde afuera.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Michnik y el sentido perdido

El intelectual polaco Adam Michnik personifica la idea de que los cambios políticos y económicos que transformaron la Unión Soviética y Europa del Este, en los años 80, y que desembocaron en la caída del Muro de Berlín y las transiciones de los 90, fueron obra, fundamentalmente, de la presión de las disidencias, las sociedades civiles y los líderes reformistas de los países del bloque soviético.
Quienes insisten en subestimar esos cambios prefieren poner el énfasis en la autodestrucción –el “suicidio”, dicen - de las nomenclaturas o la “mano del imperialismo”, los manejos de Roma, Reagan, la Thatcher y Wojtyla. Michnik, en cambio, que lo vivió, asegura que aquello fue una revolución civil que derivó en una serie de pactos políticos entre las disidencias y las nomenclaturas.
Veinte años después, Michnik lamenta que el sentido de aquella revolución se ha perdido, en la propia realidad política de Europa del Este y, sobre todo, en la memoria de sus protagonistas. En un artículo recogido por el último número de Letras Libres (Año IX, Núm. 98, noviembre, 2009), Michnik observa, con tristeza, una fuerte  e inevitable tendencia a la desmitificación de Solidaridad, donde predomina el cuestionamiento de las credenciales opositoras de sus líderes y el curioseo por los archivos de la policía secreta:




“En agosto de 1980 Polonia respiró aire fresco y limpio. Hoy mancillar la revolución de Solidaridad y a sus héroes, partiendo de los archivos del Servicio de Seguridad, es para unos un acto heroico, y para otros, como tirar una granada en una sentina: a algunos los mata, a otros los hiere y a todos los impregna del hedor. Y ahora todos –los heridos, los salpicados- vamos a festejar el vigésimo aniversario ¿Será posible que aprendamos a hablar con sensatez de lo que nos atrevimos a hacer?”

domingo, 8 de noviembre de 2009

Nuevo 89




Mañana 9 de noviembre se cumplen veinte años de la caída del Muro de Berlín. En todos los países del mundo se celebrará la fecha. Incluso en los cuatro países que gobierna un partido comunista -China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba- habrá quienes, desafiando las efemérides oficiales, festejen ese hito global. En recientes artículos para The New York Review of Books, The Guardian y El País, Timothy Garton Ash lo ha escrito de manera rotunda: “1989 fue el mejor año de la historia contemporánea”.
La caída del muro y la transición a la democracia en la Unión Soviética y Europa del Este inauguraron, en ese simbólico 89, otro tipo de revolución: aquella que de manera pacífica y a través de las pequeñas grietas de una esfera pública cerrada produce una gran movilización civil contra un régimen totalitario. Esa revolución no sólo transformó el mapa europeo, al decidir la integración alemana y el regreso del Este a la comunidad europea, sino que cambió las reglas del juego político dentro y fuera de casi todas las naciones del planeta.
Las transiciones a la democracia en América Latina, África y Asia, el ascenso de potencias emergentes como Brasil e India, la consolidación económica de China, el poder de las nuevas izquierdas latinoamericanas y hasta un fenómeno como Barack Obama son inexplicables sin el 89. Como toda revolución, aquella produjo su propia contrarrevolución, en la que podrían ubicarse Osama Bin Laden y George W. Bush, Fidel Castro y Hugo Chávez, el talibán y la guerra preventiva, el derribo de las Torres Gemelas y la carrera armamentista iraní, la derecha neocomunista rusa y los nacionalismos neofascistas europeos.
A pesar del terrorismo y el unilateralismo de la última década, el mundo posterior a la caída del Muro de Berlín está más cerca de una democratización de las políticas domésticas e internacionales que el anterior. La bipolaridad de la Guerra Fría, además de garantizar la existencia de una comunidad de regímenes totalitarios, produjo, en Estados Unidos, América Latina y Europa, el secuestro del liberalismo y la democracia por las derechas anticomunistas. Ese binarismo retrasó la modernización de las izquierdas y las derechas occidentales.
Quienes no festejan el 89 son aquellos que, como el Partido Comunista cubano, se resisten a admitir los crímenes de Stalin o aquellos que, como el Partido Comunista chino, inauguraron en 1989, no un nuevo tipo de revolución, sino un nuevo tipo de represión: la masacre de Tiananmen. Un gobierno como el cubano, que detiene y golpea a jóvenes blogueros, por asistir a una manifestación en favor de la no violencia, es emblemático de la reacción contrarrevolucionaria de las dos últimas décadas.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Mann apolítico




Son días de Alemania y se piensa en Thomas Mann. Casi siempre que aparece el tema de las relaciones de Mann con la política se pone el énfasis en el período antifascista del autor de La montaña mágica (1924). Ese Mann que se exilia desde el triunfo electoral nazi, en 1933, primero en Suiza y luego en Estados Unidos, desde donde trasmite sus famosas alocuciones radiofónicas “Oíd, alemanes” contra Hitler.
Pero antes de ese Mann hubo otro, que ha rescatado recientemente Rob Riemen en su ensayo Nobleza de espíritu (México D.F., DGE Ediciones, 2008), prologado por George Steiner. Se trata del Thomas Mann que escribe Consideraciones de un apolítico, durante el último año de la Primera Guerra Mundial. El nacionalismo, que luego le parecerá un componente esencial de la barbarie hitleriana, entonces le parecía un elemento patrimonial de la bildung de un escritor.
El joven Mann entendía el nacionalismo, no como una ideología, sino como un sentido emocional de pertenencia a una tradición, sin el cual el arte y la moral serían inconcebibles. La idea de que el arte debía desembarazarse de toda ideología no era nueva, pero la comprensión de la moral como un conjunto de valores no regidos por la noción de “virtud”, tan central en la ética o en la religión, seguía siendo audaz para la época, a pesar de Nietzsche.
El arte y la moral que le interesaban a ese Mann debían estar abiertos a representaciones del mal, la perversión y el pecado. La religión civil, la moral pública y las ideologías políticas, en cambio, imponían visiones idílicas de la sociedad y el hombre, sobre las que se edificaban quimeras peligrosas. La bildung era la epopeya personal de formación de un escritor, enfrentada al mundo de los “literatos de la civilización moderna”.
Ese mundo en que literatura se confunde con ideología, según Mann, había producido dos entelequias: la democracia liberal –“uniforme, tosca, estúpida”- y la dictadura del proletariado, que en algún momento llama “dictadura de la barbarie”. La doble crítica, al comunismo y la democracia, colocaba a Mann muy cerca de las fuentes intelectuales del nazismo que, pocos años después, comenzarían a atacar la República de Weimar con argumentos similares.
Pero como sugiere Riemen, ese Mann apolítico, que nunca, ni siquiera en los momentos de mayor militancia “humanista”, desapareció del todo, estaba muy cerca de una concepción individual o, más bien, personal de la soberanía que a principios del siglo XXI recobra fuerza. No sólo son soberanos el Estado y la ciudadanía, el pueblo o el gobierno: existe una soberanía previa e inviolable, que es la de la persona humana.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El festín de Esopo

El martes falleció a los 101 años el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss. Más de un siglo vivió el estudioso de las estructuras elementales del parentesco. Una larga vida para un pensador de la vida. Este último aspecto, el del pensamiento de la vida, fue el que más llamó la atención del poeta mexicano Octavio Paz, quien en 1967 dedicó al autor de Tristes trópicos (1955) y El pensamiento salvaje (1962), un ensayo titulado Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, reeditado el año pasado con motivo del centenario del antropólogo.
Paz contaba que había conocido la obra de Lévi-Strauss a través de George Bataille. El interés del mexicano por la antropología francesa era un hábito heredado de las vanguardias, especialmente, del surrealismo, al que estuvo vinculado en su juventud. México, por otro lado, era un tema ineludible de la antropología y del surrealismo, por lo que la lectura de Lévi-Strauss por Paz estaba predestinada. Sólo que Paz leía como poeta: pocos, antes que él, leyeron la prosa de Lévi-Strauss como una marca de Bergson, Proust y Breton y pocos habían colocado al antropólogo en la tradición del “moralismo” francés.
Aunque Paz suscribía entonces la “crítica de las instituciones occidentales” que proponía Lévi-Strauss, no entendía ésta, únicamente, a partir de sus conexiones con el estructuralismo de Saussure sino de una mixtura entre Marx y Freud que, por momentos, recuerda algunas ideas de Deleuze y Guattari. Paz vendría siendo un postestructuralista avant la lettre, para quien la antropología era literatura y el estudio de las comunidades primitivas formaba parte de una reubicación del sujeto en la naturaleza, similar a la que trasmitían las fábulas de Esopo.
Cuando Paz insiste en colocar a Lévi-Strauss en las tradiciones de la filosofía fenomenológica y del moralismo francés está tratando de rebasar la tensión entre “civilización” y “barbarie”, planteada por la antropología, e intentado reconciliar esa forma del saber con la tradición ilustrada. Paz ve al antropólogo del siglo XX como un descendiente del viajero y el naturalista ilustrado del siglo XVIII. Pero el “moralismo” del antropólogo, a diferencia del de los naturalistas, no le parece “imperial” sino dialógico.


“Lévi-Strauss desconfía de la filosofía pero sus libros son un diálogo permanente, casi siempre crítico, con el pensamiento filosófico y, especialmente, con la fenomenología. Por otra parte, su concepción de la antropología como parte de una futura semiología o teoría general de los signos y sus reflexiones sobre el pensamiento (salvaje o domesticado) son en cierto modo una filosofía: su tema es el lugar del hombre en el sistema de la naturaleza. En un sentido más reducido, aunque menos estimulante, su obra de “moralista” tiene un interés filosófico: Lévi-Strauss continúa la tradición de Rousseau y Diderot, Montaigne y Montesquieu”.

martes, 3 de noviembre de 2009

El tiempo multiplicado por la ausencia

En El hombre desplazado (Taurus, 2008), Tzvetan Todorov recuerda su poco conocido viaje a Bulgaria en 1981. Todorov había nacido en Sofía en 1939 y había vivido en esa capital comunista de Europa del Este hasta 1963, cuando, a sus 24 años, se fue a estudiar a París. En Francia se convirtió en una de las figuras centrales del pensamiento estructuralista y postestructuralista, alternando ensayos sobre teoría literaria (Teoría de los géneros literarios), antropología (La vida en común), filosofía e historia (Frágil felicidad, su estudio sobre Rousseau, o Pasión por la democracia, su extraordinaria biografía de Constant).
Luego de sus primeros dieciocho años de exilio, Todorov viajó a la Bulgaria comunista de Todor Zhivkov. Y no en un viaje privado, a visitar a su madre, sino para asistir a una conferencia sobre las ciencias sociales búlgaras. Todorov relata que escribió una ponencia en que criticaba el nacionalismo como una ideología asfixiante, pero al imaginar el auditorio que lo esperaría en su ciudad natal, pensó que era mejor matizar algunas frases, ya que en la vida intelectual búlgara, antes de la caída del Muro de Berlín, el nacionalismo era una corriente intelectual antisoviética y potencialmente antitotalitaria.
El viaje de Todorov a Sofía, en 1981, habla de algunas diferencias entre los comunismos del siglo XX. El totalitarismo búlgaro era más rígido aún que el checo o el húngaro, pero más flexible, por ejemplo, que el cubano. En la Habana de los años 80 habría sido inconcebible que el Ministerio de Cultura o la Universidad de la Habana invitaran a Severo Sarduy a impartir una conferencia sobre el neobarroco cubano. Seguramente el propio Sarduy no habría aceptado una invitación de esas instituciones.
Podría imaginarse que el gesto de Todorov de viajar a su patria comunista va acompañado de una visión relativista o académicamente “neutral” sobre Europa del Este. No es así. En el capítulo “La experiencia totalitaria”, Todorov ofrece una de las visiones más críticas de aquellos regímenes que se han escrito en los últimos años. Según él, las tres características de esos sistemas son “la ideología de Estado”, el “uso del terror para orientar la conducta de la población” y la “mezcla de la defensa del interés particular y el reino ilimitado de la voluntad de poder”.
En este último aspecto, el del “reino del interés particular y el poder ilimitado”, Todorov incluye una pertinente reflexión sobre las formas de exclusión y odio hacia el que vive y piensa de manera diferente, que, a su juicio, acercan el comunismo al fascismo. El comunismo vendría siendo, según Todorov, una curiosa síntesis entre el materialismo de Helvetio y la “servidumbre voluntaria” de La Boetie, bajo condiciones de una precariedad económica que impone al ciudadano la prioridad de la subsistencia diaria.
Y sin embargo, este hombre, con esas ideas, viajó a la Bulgaria de Zhivkov. Aquella experiencia le enseñó a Todorov que era un sujeto "duplicado" o “desplazado”. Las frecuentes pesadillas kafkianas en las que aparecía en Sofía, no en París, sin poder salir de la ciudad, se le quitaron después del viaje. El encuentro con su madre le demostró que el tiempo, en el exilio, no se mide cronológicamente. 15, 20, 40, 50 años de exilio son mucho más que quince, veinte, cuarenta o cincuenta años de vida. El tiempo del exiliado, como decía Max Aub, se multiplica con la ausencia.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Ideología y pereza



En su última entrega semanal a Babelia, Antonio Muñoz Molina se queja de que no exista una buena biografía de Santiago Carrillo. Encuentra la razón en que sobre un personaje así, ubicado en el centro de la Guerra Fría, se superponen las visiones más ideológicas de la historia. Los biógrafos comunistas no le perdonan su distancia de Moscú en los años 70. Los biógrafos anticomunistas no le perdonan que se haya opuesto a Franco desde el estalinismo. “La ideología, dice Muñoz Molina, es una forma de pereza, una coartada para no molestarse en aprender”.
Por eso es tan frecuente que unos y otros se acusen mutuamente de olvido. Quienes confunden la historia con el derecho y practican la memoria para “hacer justicia” piensan que recordar la parte criminal o cercana al crimen del pasado de una figura pública es recordarlo todo. Quienes evocan el otro lado, aunque sea para compensar un estereotipo histórico, terminan siendo acusados de “olvidadizos”. Esas guerras de la memoria abortan, entonces, la posibilidad de biografiar a Carrillo como un estalinista que tuvo el coraje de cambiar y convertirse en uno de los fundadores de la democracia española.
En una biografía ideal, dice Muñoz Molina, no podría ocultarse la “tenebrosa historia” de que, consumada la derrota frente a Franco, Carrillo se viera “viviendo en Moscú, en otro mundo, el de los funcionarios comunistas que tenían que aprender los mecanismos tortuosos de la supervivencia en la Unión Soviética, bajo la sombra homicida de Stalin”. Pero en esa misma biografía tampoco debería “desdibujarse la grandeza que los comunistas españoles tuvieron: elegir muy pronto la concordia y la reconciliación, desprenderse de la esclerosis soviética para contribuir con tanta inteligencia y generosidad a la conquista de la democracia”.