Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 5 de agosto de 2010

La fácil tristesse de la historia


El londinense Adam Thirlwell (1978) tiene solo 32 años y ya ha escrito dos novelas extraordinarias: Política (Anagrama, 2006), la historia de un triángulo sexual en la que se mezclan los devaneos de la identidad judía y las fiebres de la utopía socialista, y La huída (Anagrama, 2010), cuyos temas son casi los mismos -sexo, nazismo, comunismo, exilio…- pero encarnados por un protagonista muy distinto: el anciano Raphael Haffner. Banquero judío, que luego de perder a su esposa de toda la vida, quien lo abandona y luego muere, decide dedicar sus últimos años a recuperar una villa en Bohemia, propiedad de su familia, confiscada primero por los nazis, luego por los comunistas checos y, finalmente, puesta en venta tras la caída del Muro de Berlín.
La ancianidad de Haffner llega acompañada de una inusitada sexualidad. En el balneario de Bohemia, al pie de los Alpes, donde inicia los trámites para la recuperación de la villa, tiene relaciones con dos mujeres, una señora alemana y una joven checa. En medio de esas aventuras, rememora su vida de adúltero y, también, su experiencia de las grandes ideologías del siglo XX. Nacido en una familia de inmigrantes judíos en Londres, en los años 20, Haffner peleó contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, participó en la creación del estado de Israel, rompió con sus juveniles simpatías comunistas al conocer los crímenes de Stalin y se hizo rico durante la Guerra Fría, trabajando en bancos de Londres y Nueva York.
Por generación, Haffner responde un tanto al tipo heroico hemingwayano, aunque sus lecturas no son Hemingway, Faulkner o Fitzgerald sino Herodoto, Tucídides, Suetonio, Gibbon y Carlyle. Su obsesión es la historia del auge y la caída del imperio romano y, especialmente, las biografías de los Césares. Él mismo se asume como el pequeño emperador del microcosmos Haffner que, como el Peer Gynt de Ibsen, libra la epopeya personal de su vida. La travesía ideológica del siglo XX, con todas sus masacres, es el escenario público donde se libra esa epopeya privada. La conciencia de ser un hombre del siglo XX es tan aguda en Haffner como la pertenencia a un nuevo siglo que trasmite la prosa de Thirlwell.
Los suplementos literarios han emparentado a Thirlwell con Nabokov y con Kundera, por la sexualidad y la política, dos de las presencias más fuertes en sus ficciones. Pero en La huída también se siente la sombra de Saul Bellow, especialmente, el Bellow de Ravelstein, que logra reavivar la vieja tradición del héroe anciano. Salvo algunos momentos en que Thirlwell rejuvenece demasiado a Haffner, es admirable el tratamiento físico y psicológico de la vejez en esta novela. Vemos el cuerpo y la mente de Haffner en su último momento de fugaz esplendor, en esa breve revitalización que antecede la muerte.
¿Cómo logró este treintañero londinense meterse en la cabeza de un anciano? La clave tal vez se encuentre en el personaje de Benjamin, el nieto de Haffner, que vendría siendo un contemporáneo de Thirlwell. Uno de esos personajes que, como los protagonistas de Política, crecen en un mundo posterior a los nacionalismos y las ideologías y viven los problemas de identidad de sus padres y abuelos como dramas arqueológicos, no desprovistos de cierto encanto retro. En el raro fervor con que Benjamin asume su identidad judía y cuestiona el cosmopolitismo británico de su abuelo es posible leer un atisbo de la tensión entre los sujetos del siglo XX y el siglo XXI.
Hay en la prosa de Thirlwell y en la mentalidad del personaje de Benjamin una nostalgia por el siglo XX, como época, ya perdida, de grandes epopeyas políticas. La curiosidad de Benjamin por la personalidad de su abuelo tiene que ver con esa nostalgia. Pero, a la vez, la “huída” del anciano Haffner es un intento de escapar del siglo XX y camuflarse bajo la identidad de alguna criatura del siglo XXI. El nieto quiere ser el abuelo y el abuelo quiere ser el nieto. Con lo cual ambos terminan siendo víctimas de ese ineludible malestar del tiempo, esa fácil tristesse de la historia, que nos hace migrar a nuestro pasado o a nuestro futuro.

martes, 20 de julio de 2010

Ceci n´est pas une Révolution

Una de las ideas centrales del libro Populismos latinoamericanos. Los tópicos de ayer, de hoy y de siempre (Ediciones Nobel, 2010), del investigador del Real Instituto Elcano, Carlos Malamud, es que la llamaba “revolución bolivariana” en Venezuela no es una Revolución. Si revolución se entiende como un concepto que designa el cambio de un orden social por medio de la creación de un nuevo sistema institucional, que transforma el funcionamiento de la economía, la política y la sociedad de un país, ninguno de los países donde existe el “socialismo del siglo XXI” está siendo revolucionado.
Todas las revoluciones de los tres últimos siglos –la norteamericana, la francesa y las hispánicas, la rusa y la china, la mexicana y la cubana- destruyeron el antiguo régimen. Fuera éste colonial o feudal, oligárquico o capitalista, liberal o democrático, sus instituciones se vieron quebradas o reconstruidas por los nuevos Estados. En Venezuela, en Ecuador y en Bolivia, sin embargo, el antiguo régimen capitalista y democrático, es decir, el orden social creado por la economía de mercado y el gobierno representativo, se mantiene en pie.
Las constituciones de esos tres países –la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009- son documentos donde pueden leerse los límites ideológicos del “socialismo del siglo XXI”. Ninguna de esas constituciones desmantela la economía de mercado o la propiedad privada –la “bolivariana” ni siquiera proscribe el latifundio y la boliviana autoriza posesiones territoriales por 5000 hectáreas- y todas intentan introducir mecanismos de democracia directa sin deshacerse de las instituciones del gobierno representativo: elecciones legislativas y ejecutivas, división de poderes, libertad de asociación y expresión, pluripartidismo…
Aunque esos gobiernos reclaman el legado de la Revolución Cubana sus proyectos políticos deben mucho más a la Revolución Mexicana. Esta última, como sabemos, no fue una revolución socialista y, sin embargo, logró una importante desestructuración del antiguo régimen liberal por medio de la restitución y dotación de ejidos, el rol económico y cultural del Estado, la creación de una nueva sociedad civil y el establecimiento de un sistema presidencialista de partido hegemónico. Ni siquiera en Venezuela, Hugo Chávez ha logrado una transición política como la que vivió México en la primera mitad del siglo XX.
Curiosamente, el “socialismo del siglo XXI” que más ha avanzado en la transformación del orden social, que es el boliviano, es el que menos recurre al concepto de revolución. Morales habla menos de “revolución” que Chávez y Correa, pero su proyecto político sí ha logrado la reestructuración de una parte del antiguo régimen por medio de la descentralización y el multinacionalismo. Existe, sin embargo, en Morales y el MAS boliviano la misma ansiedad de declararse herederos de la izquierda comunista, cuando sus políticas públicas se inscriben, más bien, en el legado de izquierdas moderadas.
Como sugiere Malamud, esta discordancia entre los referentes ideológicos comunistas y las prácticas políticas populistas podría ser reveladora del malestar de las izquierdas radicales en el siglo XXI latinoamericano. Algunos sectores de esas izquierdas –no todos-, que no han roto con los totalitarismos del siglo XX, quisieran iniciar procesos de transición socialista, que rebasen las economías de mercado y las democracias representativas, pero sienten que "las condiciones no están dadas”. De ahí que recurran al populismo como mal menor o como “fase burguesa” de la verdadera revolución socialista, que tendrá lugar en algún momento del siglo XXI.

domingo, 18 de julio de 2010

Félix de Azúa sobre Walter Benjamin

Si no fuera porque mi prosa no llega a la suya, suscribiría, desde la primera mayúscula hasta el punto final, el artículo “Cada vez más crecidos” de Félix de Azúa en El País de ayer. Asegura este escritor catalán que Walter Benjamin (1892-1940) es el pensador más referido e interpelado por la filosofía contemporánea. “Fue el último en llegar –dice- pero tiene todo el aspecto de ser el que va a quedarse durante más años”.
Mientras otros filósofos e intelectuales del siglo XX se vuelven cada día más ajenos a lo que anuncia ser este siglo XXI, Walter Benjamin parece vivir y pensar entre nosotros: “desde el puerto del siglo XX los viejos filósofos nos despiden agitando los pañuelos. La nave del siglo XXI se aleja lentamente y sobre la cubierta nosotros, supervivientes efímeros, contemplamos el muelle. Vemos cómo van mermando las figuras y buscamos con la mirada a Sartre, a Russell, a Luckacs, a Scheler, a Dilthey, a Husserl”.
Los temas de Benjamin -tiempo, tecnología, guerra, ciudad, violencia, duelo, exilio, juventud, vejez, suicidio, lengua, traducción, cultura material, arte popular, juguetes, relojes, maletas, fin de la metafísica, literatura, pintura, música, religión, mar, academia, bibliofilia, drogas, sexo, símbolos, totalitarismo, terror, democracia...- son los nuestros.   
Sólo en un comentario lateral no coincido con Azúa. Cuando dice: “si Benjamin viviera en la actualidad, antes tomaría la senda de Zizek y sus análisis sobre las series televisivas que la de Eagleton y su episcopal excomunión de las masas”. Además de exagerado, este juicio sobre el autor de Terror santo (2008), basado en un artículo sobre el pasado Mundial de Fútbol en Sudáfrica, desdeña que la crítica de la violencia del británico –de la violencia comunista del siglo XX y de la violencia terrorista del XXI- está más cerca de Benjamin que las ponderaciones del legado de Lenin y Stalin sugeridas por Zizek.

sábado, 17 de julio de 2010

Sloterdijk y la ira

He leído con verdadero entusiasmo Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico (Siruela, 2010), el último libro del filósofo alemán Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947). Las dos obras más recientes de este pensador imprescindible, En el mundo interior del capital (2005) y esta, abren un horizonte de análisis, a medio camino entre la filosofía, la historia y la política, que resulta disonante dentro del campo del pensamiento neomarxista y, a la vez, precursor de una mirada realmente novedosa a los problemas del siglo XXI.
Leyendo Ira y tiempo se comprenden las razones por las que Sloterdijk carece del éxito mediático y académico de otros filósofos contemporáneos, como Agamben o Rancière. He aquí a un pensador que ha roto, a la vez, con los legados doctrinales del siglo XIX y con el saldo totalitario del siglo XX. Un pensador que lee a Hegel y a Nietzsche, a Marx y a Heidegger, sin ceder al chantaje acreedor de los grandes maestros alemanes. Un pensador, en suma, que conoce la tradición pero se relaciona secularmente con ella.
El último libro de Sloterdijk trata un viejo tema de la filosofía moral y política: la violencia. Pero en vano el lector encontrará aquí la más sutil estetización o moralización de la violencia: este es un libro que se coloca en las antípodas de las intervenciones recientes, sobre el mismo tema, de Zizek y Agamben, Rancière y Badiou. Si hubiera que encontrar algún parentesco en el pensamiento contemporáneo, la filosofía de la violencia de Sloterdijk estaría más cerca de libros como El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror (Anagrama, 2007) de Hans Magnus Enzensberger o Terror santo (Debate, 2008) de Terry Eagleton.
Como Enzensberger y Eagleton, Sloterdijk no teme establecer conexiones entre la violencia revolucionaria y la violencia terrorista. Ambas, dice, comparten orígenes históricos entre los siglos XVIII y XIX y recurren a justificaciones teóricas similares, ya sea bajo empaques teológicos, nacionalistas, raciales o redentoristas. Al final, todo ejercicio político de la violencia –el de un imperio, una mafia, un grupo anarquista o secesionista, una clase, una etnia, un cartel de la droga o un Estado fundamentalista- remite a la aniquilación organizada del otro y para llegar a ese estatuto no sólo se requiere una justificación ideológica sino una movilización afectiva y moral de la ira.
Sloterdijk va, entonces, a la visión de la ira de los antiguos, especialmente, de los griegos, quienes bajo el término de thymós intentaban designar el complejo mecanismo de activación de afectos y pasiones relacionados con el orgullo y el coraje, el resentimiento y la venganza, el yo y el nosotros. Existe un “mundo timótico”, desde la Ilíada hasta las Torres Gemelas, con reglas similares, al que apelaron, desde diversas premisas, Napoleón y Hitler, Lenin y Mao, Pol Pot y Bin Laden. No hay que temerle a una sistematización teórica de esos mecanismos afectivos y psicológicos de la violencia humana.
Los capítulos que Sloterdijk dedica a los que llama “banco mundial de la ira” y “mundo timótico” en el comunismo, específicamente en el periodo leninista, inauguran una perspectiva crítica, ajena al neomarxismo contemporáneo. Sloterdijk insiste en que fue Lenin el primer marxista en naturalizar teóricamente el exterminio del otro, como política de Estado. Esa novedad filosófica y práctica, que imponía una situación límite a la moral emancipatoria del comunismo, fue obra de Lenin, no de Stalin, quien la ejecutó sin las vacilaciones filosóficas del primero.

“Ya en 1918, Lenin se había confesado partidario del dogma de que la lucha contra la barbarie no debería retroceder ante métodos bárbaros. Con este giro aceptó la manifestación anárquica del terror en el comunismo. El hombre que en el momento del asalto al poder había escrito “la historia no nos perdonará si ahora no somos capaces de tomar el poder” o “vacilar en este momento sería un auténtico delito”, al parecer no estaba dispuesto a dejar pasar la ocasión por más que los rudos medios de conquista y de monopolización del poder estuvieran en decidido contraste con el noble fin de la empresa. Ya entonces se podía entrever que la revolución en realidad se estaba convirtiendo en un continuo golpe de Estado que exigía pretextos cada vez más grotescos para poder simular una fidelidad a su programa. Cuando el leninismo postuló el terror masivo como receta para la formación revolucionaria del Estado, hizo estallar la impulsiva y vitalista liasson de sublevación e idealismo que hasta 1917 había sido el privilegio de la utopía política de la izquierda”.

Y concluye:

“Esto tuvo amplias consecuencias para lo que posteriormente se llamó “suspensión política de la moral”. Cualquier contemporáneo de 1917 podía percatarse de que había sobrevenido una época de estados de excepción. También era cierto que en los tiempos de las convulsas y nuevas fundaciones ya no era suficiente la indignación de las almas bellas contra las situaciones desagradables. Igualmente, nadie estaba preparado para el extremado exterminismo revolucionario que casi desde el primer día de las luchas saltó con todas sus galas a la escena. Según Lenin, el primer deber del revolucionario era mancharse las manos… En cuanto primera supresión explícita del “no matarás” del quinto mandamiento, la doctrina de Lenin condujo desde la necesidad de la brutalidad revolucionaria hasta una abierta ruptura, aunque sólo provisionalmente editada, con la burguesa tradición moral judeo-cristiana de la vieja Europa”.

miércoles, 14 de julio de 2010

La cruda memoria del poeta rumano esclavo

En Todo lo que tengo lo llevo conmigo (Siruela, 2010), Herta Müller cuenta la historia de las decenas de miles de rumanos que, por órdenes de Stalin, fueron trasladados como esclavos y encerrados en campos de trabajo para la reconstrucción de la Unión Soviética, luego de la Segunda Guerra Mundial. Müller, nacida en 1953, no sufrió aquella deportación pero su madre sí.
A partir de recuerdos de su madre y de conversaciones con otro sobreviviente, el poeta Oskar Pastior (1927-2006), Müller pudo reconstruir el diario virtual de un esclavo rumano en los campos de concentración estalinistas. Sólo que ese rumano esclavo era poeta y su memoria debía conciliar la precariedad de la vida en el campo y el lirismo incontenible de la escritura.
No deja de haber momentos líricos en este libro, alejados del testimonio del dolor, pero la mayor parte del mismo refleja la colonización de la poesía por el horror. Los temas de este poeta esclavo que recuerda son el frío, el hambre, los piojos, las chinches, el pan, el carbón, las papas, la suciedad y el tedio. Müller se las arregla, sin embargo, para que la poesía, como el propio poeta, sobreviva en aquella memoria infernal.
Habla, por ejemplo, del “envenenamiento por luz diurna”, de “mujeres de cal”, del “ángel del hambre”, de “besos de hojalata”, de “variantes del tedio” y de la “ligereza del heno”. En cautiverio el cuerpo se vuelve más importante, como si fuera el último espectáculo accesible, por lo que el cautivo logra discernir funciones corporales que el libre no advierte. Por ejemplo, discernir entre la suerte de la boca y la suerte de la cabeza.

“La suerte de la boca desea estar sola, es muda y echa raíces por dentro. Pero la suerte de la cabeza es sociable y anhela a otras personas. Es una suerte errabunda, también rezagada. Dura más de lo que tú eres capaz de resistir. La suerte de la cabeza puede tener los ojos húmedos, el cuello torcido o los dedos temblorosos. Pero todas ellas alborotan dentro de la frente como una rana en una lata”.

martes, 13 de julio de 2010

El fideísmo comunista


Finalmente han aparecido, reunidas en volumen compilado por Analía Hounie, las ponencias que, en la primavera del 2009, presentaron en el Birkbeck Institute de Londres los más importantes filósofos neomarxistas de las dos últimas décadas: Alain Badiou, Jacques Rancière, Slavoj Zizek, Antonio Negri, Michael Hardt, Terry Eagleton, Susan Buck-Morss, Gianni Vattimo, Wang Hui y otros.
La diversidad ideológica es un elemento tan característico de nuestra época que hasta en una comunidad intelectual como la neomarxista, que habla la misma lengua, se manifiesta. No es fácil encontrar una plataforma común, ni teórica ni política, en los autores de Sobre la idea del comunismo (Paidós, 2010). Pero sí podemos percibir una serie de premisas compartidas que, sintomáticamente, no son pensadas como tales.
Con mayor o menor énfasis todos estos neomarxistas entienden el comunismo como idea y no como experiencia política concreta, asociada a los totalitarismos de izquierda del siglo XX. La idea comunista, creada por Marx, tiene para ellos cada vez menos que ver con cualquier modalidad histórica del socialismo real. En cuanto a la propia posibilidad de realización de esa idea, las divergencias entre ellos son irreductibles.
Todos, como los primeros marxistas y a diferencia de los líderes del comunismo real (Lenin, Stalin, Mao, Castro…), comparten la crítica paralela del Mercado y el Estado. Ambas entidades, dicen, no están contrapuestas, como suponía el viejo liberalismo, sino que son complementarias. Pero dichas entidades constituyen las instituciones y los valores, las prácticas y los discursos de los sujetos del siglo XXI.
Badiou lo dice sin vacilación: no existe nada, ni siquiera la propia idea comunista, fuera del capitalismo y del Estado. Sin embargo esa idea remite a la necesidad de encontrar un más allá del capitalismo y del Estado, tal y como los primeros cristianos se empeñaban en encontrar un más allá de la tierra y los hombres. La teoría neomarxista resume todas las ambivalencias metafísicas del período postcomunista.
El callejón sin salida planteado por Badiou no implica la renuncia a políticas emancipatorias, opuestas a las injusticias del mundo, pero los límites de esas políticas tampoco rebasan las diversas modalidades de democracias representativas y participativas que acompañan al capitalismo global. Algunos, como Zizek, intentan resolver la paradoja neomarxista por medio de una retórica fideísta: la posibilidad de la idea comunista, dice, reside en su imposibilidad.
La estructura del planteamiento es similar al credo quia absurdum (“creo porque es absurdo”) de Tertuliano. Otros, más racionalistas, preferirán la vieja solución del historicismo: el hecho de que la idea del comunismo haya surgido en los albores del capitalismo global indica que existe una necesidad humana –una “subjetividad latente” dicen- de construir un mundo fuera del capitalismo y del Estado.
Bien pensada, esta salida historicista tampoco se aparta totalmente del fideísmo de los primeros cristianos. Marx y su idea comunista terminan siendo entendidos en clave de “revelación”, como anunciantes de la buena nueva. El sentido crítico que sobra a estos filósofos neomarxistas, sobre todo en materia cultural, con frecuencia deja intacta la religiosidad que subyace a la empresa ideológica que, sin muchas ganas, tratan de impulsar.

jueves, 1 de julio de 2010

Utilidad de la historia principesca


El escocés David Hume (1711-1776) no ha sido el único caso en que filósofo e historiador se funden en una misma autoría, pero sí uno de los que con mayor claridad demostró la utilidad del pasado como fuente teórica. Como es sabido, Hume comenzó a tomar notas para su monumental Historia de Gran Bretaña mientras escribía los Ensayos de moral y política (1744). La correspondencia entre esta obra de filosofía aplicada –por decirlo así- con su trabajo historiográfico posterior es tan evidente como que la que existe entre este último y sus grandes investigaciones antropológicas y epistemológicas: el Tratado de la naturaleza humana y la Investigación sobre el entendimiento humano.
Sería fácilmente demostrable que Hume llegó a algunas conclusiones de su filosofía moral y política mientras repasaba las dinastías de York y Lancaster, Tudor y Estuardos, o los reinados de Enrique VIII e Isabel I. Ese conocimiento principesco de familias reales y tronos regionales, de guerras, matrimonios y sucesiones dinásticas es uno de los grandes archivos de sus ideas sobre el gobierno representativo o el papel de las facciones parlamentarias en las monarquías y de su crítica a la tradición contractualista de Hobbes y Locke y a la doctrina de los derechos naturales.
La historia principesca (Suetonio, Maquiavelo, Ranke…) fue, desde la antigüedad, la principal modalidad de la historia política. Con el surgimiento del género biográfico moderno en el siglo XIX, que arranca con Carlyle y Emerson, aquella manera de pensar y escribir la historia, a partir de la persona y el poder de los reyes, los papas o los emperadores, fue incorporada y, a la vez, renovada por una narrativa heroica en la que el protagonista podía ser lo mismo un “príncipe nuevo”, como Napoleón, que un prócer anticolonial como Washington o Bolívar.
Para desazón de tanto pronóstico marxista o estructuralista, la historiografía del siglo XX, en vez de abandonar el género biográfico, lo ha convertido en una de sus prácticas más habituales y fecundas. En México, por ejemplo, a mediados de la pasada centuria, surgió una corriente historiográfica que cuestionaba la “historia de bronce” heredada del siglo XIX. Pero los primeros críticos de esa tradición (Daniel Cosío Villegas o Luis González y González) y algunos discípulos de estos últimos (Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín o Jean Meyer) entendieron que la crítica a la “historia de bronce” no implicaba el abandono sino la renovación del género biográfico.
Esa idea de la utilidad del viejo saber principesco ha pasado intacta, por lo visto, a la última generación intelectual mexicana. La mejor biografía escrita en México en los últimos años –a mi juicio, la de Fray Servando Teresa de Mier de Christopher Domínguez Michael- da cuenta de ello. Los sujetos y los protagonistas de la historia son, desde luego, múltiples y heterogéneos, pero, como bien sabía Hume, sin buenas biografías de personajes centrales no se avanza en la historiografía profesional ni en la intelección filosófica o teórica del pasado.