Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 10 de agosto de 2010

Juan Marichal In Memoriam



Ha muerto en Cuernavaca el historiador y crítico literario Juan Marichal (Canarias, 1922- México, 2010). La parte más conocida de la obra de Marichal es la que tiene que ver con los estudios literarios, que desarrolló en Harvard, donde fue Director del Departamento de Lenguas Romances, y otras universidades americanas, luego de su exilio. La contribución de Marichal a la historia de las ideas hispánicas, sin embargo, me parece tan valiosa como sus estudios literarios.
Una contribución, por cierto, que desde muy temprano, antes de que se difundiera el término en la historiografía contemporánea, dio con el estatuto de la “historia intelectual y política”. Una fórmula que aparece como subtítulo de varios de sus libros, no sólo del más conocido, El secreto de España. Ensayos de historia intelectual y política (1996), que rescató Taurus a mediados de la década pasada.
Moviéndose con lucidez y estilo entre la historia intelectual y la historia política, Marichal dejó algunos ensayos de consulta obligada que, significativamente, abarcan temas de los dos últimos siglos hispánicos. Por mencionar sólo dos, recuerdo su estudio sobre el origen del concepto “liberalismo” en el proceso parlamentario que desembocó en la Constitución de Cádiz de 1812 y los análisis de la obra de Manuel Azaña que acompañaron a su edición de las obras de este último.
En memoria de Marichal reproduzco esta foto, regalo del profesor Roberto Véguez, cubano, santiaguero por más señas, profesor de Middlebury College, en la que aparecen Juan Marichal y su hermano Carlos, pintor exiliado en Puerto Rico y tío del brillante historiador del mismo nombre, profesor de El Colegio de México, junto a Pedro Salinas, suegro de Juan, un hermano de Federico García Lorca, el importante pensador y ensayista cubano Jorge Mañach, el poeta Eugenio Florit y otros intelectuales reunidos en un curso de verano en Vermont.

domingo, 8 de agosto de 2010

Moonlight inVermont

En verano, las lunas llenas de Vermont alumbran como en pocos lugares de la tierra y hacen brillar las Green Mountains y el lago Champlain. La famosa canción “Moonlight in Vermont” de John Blackburn y Karl Suessdorf, que cantaron Ella Fitzgerald, Louis Armstrong, Frank Sinatra y Chet Baker, entre otros, tiene, como decían los viejos filósofos, un fundamento natural.
En vano he buscado en los cuadernos de Pedro Salinas un poema inspirado en Middlebury College. Por un momento pensé que su conocido poema “Luz de la noche” podía relacionarse con esa luminosidad nocturna que se siente en los veranos de Vermont. Pero es imposible, ya que el poema pertenece al cuaderno Fábula y signo, de 1931, y Salinas comenzó a dirigir los cursos de verano de Middlebury College, ya en el exilio, luego de la caída de la República.
Reproduzco el poema porque, a pesar de todo, trasmite esa claridad lunar de las noches de Middlebury y, también, porque anticipa algo del tono de la poesía exiliada de Salinas. Hay una certeza de estar lejos, en una parte del mundo donde es de noche, mientras en la otra es de día, muy similar a la que debieron sentir Salinas y todos los poetas exiliados españoles, cuando cruzaron el Atlántico y se refugiaron en América.


Luz de la noche

Estoy pensando, es de noche,
en el día que hará allí
donde esta noche es de día.
En las sombrillas alegres,
abiertas todas las flores,
contra ese sol, que es la luna
tenue que me alumbra a mí.

Aunque todo está tan quieto,
tan en silencio en lo oscuro,
aquí alrededor,
veo a las gentes veloces
—prisa, trajes claros, risa—
consumiendo sin parar,
a pleno goce, esa luz
de ellos, la que va a ser mía
en cuanto alguien diga allí
«ya es de noche».

La noche donde yo estoy
ahora,
donde tú estás junto a mí
tan dormida y tan sin sol
en esa
noche y luna del dormir,
que pienso en el otro lado
de tu sueño, donde hay luz
que yo no veo.

Donde es de día y paseas
—te sonríes al dormir—
con esa sonrisa abierta,
tan alegre, tan de flores,
que la noche y yo sentimos
que no puede ser de aquí.

viernes, 6 de agosto de 2010

Jay Parini y la vida del escritor

Conocí la obra de Jay Parini (Pittston, 1948) gracias a la invitación que me hizo Jacobo Sefamí a los cursos de verano de Middlebury College, en Vermont. Allí, en ese paisaje tan propicio para la escritura, a un lado de las Green Mountains y el lago Champlain, donde vivió y escribió Robert Frost, vive y enseña Jay Parini. Middlebury es lugar de escritores -la escuela española de los cursos de verano de esa universidad, fundada por Pedro Salinas, ha recibido a algunos maestros de la lengua, como Eugenio Florit, Jorge Mañach y Octavio Paz, y este verano dicta allí un curso sobre escritura el poeta exiliado cubano, José Kozer.
Parini comenzó escribiendo poemas y relatos y, en 1990, tras el éxito de The Last Station, una ficción sobre el último año de vida de León Tolstoy –llevada al cine el año pasado por Michael Hoffman, con actuaciones de Christopher Plummer, Helen Mirren, James McAvoy y Paul Giamatti- se especializó en biografías históricas o ficciones biográficas de grandes escritores. Escribió la de Gore Vidal, Writer Against the Grain, en 1992, la de John Steinbeck, en 1992, la de Robert Frost, en 1999, la de William Faulkner, One Matchess Time, en 2004, y entre 2000 y 2004 editó anuarios de escritores clásicos y contemporáneos americanos.
El propósito de Parini es distinguir el género biográfico propiamente dicho, como el que utiliza en sus estudios sobre Vidal, Steinbeck, Frost y Faulkner, de las biografías noveladas o ficciones históricas que caracterizan The Last Station o su maravilloso Benjamin´s Crossing (1997), un relato inspirado en los últimos días de la vida de Walter Benjamin, en el verano de 1940, antes del suicidio en Port Bou. Lo mismo que en la obra sobre Tolstoy, Parini aprovecha con mucha eficacia los diarios y la correspondencia de los escritores, como archivo de un universo afectivo que casi nunca emerge en las obras literarias.
A diferencia de otros biógrafos, Parini no oculta los textos de sus biografiados. En su estudio de Frost es notable el intento de insertar poemas en cada momento de la vida del poeta, narrado por el biógrafo. Al igual que en sus libros sobre Vidal, Steinbeck y Faulkner, hay aquí una búsqueda de reconciliación entre literatura y vida o un deseo de compensar la estetización de la vida producida por la literatura con un noticiario del día a día de los escritores. Ese día a día, que se hunde bajo los grandes poemas y las grandes novelas, es el documento que le interesa leer a Parini.

jueves, 5 de agosto de 2010

La fácil tristesse de la historia


El londinense Adam Thirlwell (1978) tiene solo 32 años y ya ha escrito dos novelas extraordinarias: Política (Anagrama, 2006), la historia de un triángulo sexual en la que se mezclan los devaneos de la identidad judía y las fiebres de la utopía socialista, y La huída (Anagrama, 2010), cuyos temas son casi los mismos -sexo, nazismo, comunismo, exilio…- pero encarnados por un protagonista muy distinto: el anciano Raphael Haffner. Banquero judío, que luego de perder a su esposa de toda la vida, quien lo abandona y luego muere, decide dedicar sus últimos años a recuperar una villa en Bohemia, propiedad de su familia, confiscada primero por los nazis, luego por los comunistas checos y, finalmente, puesta en venta tras la caída del Muro de Berlín.
La ancianidad de Haffner llega acompañada de una inusitada sexualidad. En el balneario de Bohemia, al pie de los Alpes, donde inicia los trámites para la recuperación de la villa, tiene relaciones con dos mujeres, una señora alemana y una joven checa. En medio de esas aventuras, rememora su vida de adúltero y, también, su experiencia de las grandes ideologías del siglo XX. Nacido en una familia de inmigrantes judíos en Londres, en los años 20, Haffner peleó contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, participó en la creación del estado de Israel, rompió con sus juveniles simpatías comunistas al conocer los crímenes de Stalin y se hizo rico durante la Guerra Fría, trabajando en bancos de Londres y Nueva York.
Por generación, Haffner responde un tanto al tipo heroico hemingwayano, aunque sus lecturas no son Hemingway, Faulkner o Fitzgerald sino Herodoto, Tucídides, Suetonio, Gibbon y Carlyle. Su obsesión es la historia del auge y la caída del imperio romano y, especialmente, las biografías de los Césares. Él mismo se asume como el pequeño emperador del microcosmos Haffner que, como el Peer Gynt de Ibsen, libra la epopeya personal de su vida. La travesía ideológica del siglo XX, con todas sus masacres, es el escenario público donde se libra esa epopeya privada. La conciencia de ser un hombre del siglo XX es tan aguda en Haffner como la pertenencia a un nuevo siglo que trasmite la prosa de Thirlwell.
Los suplementos literarios han emparentado a Thirlwell con Nabokov y con Kundera, por la sexualidad y la política, dos de las presencias más fuertes en sus ficciones. Pero en La huída también se siente la sombra de Saul Bellow, especialmente, el Bellow de Ravelstein, que logra reavivar la vieja tradición del héroe anciano. Salvo algunos momentos en que Thirlwell rejuvenece demasiado a Haffner, es admirable el tratamiento físico y psicológico de la vejez en esta novela. Vemos el cuerpo y la mente de Haffner en su último momento de fugaz esplendor, en esa breve revitalización que antecede la muerte.
¿Cómo logró este treintañero londinense meterse en la cabeza de un anciano? La clave tal vez se encuentre en el personaje de Benjamin, el nieto de Haffner, que vendría siendo un contemporáneo de Thirlwell. Uno de esos personajes que, como los protagonistas de Política, crecen en un mundo posterior a los nacionalismos y las ideologías y viven los problemas de identidad de sus padres y abuelos como dramas arqueológicos, no desprovistos de cierto encanto retro. En el raro fervor con que Benjamin asume su identidad judía y cuestiona el cosmopolitismo británico de su abuelo es posible leer un atisbo de la tensión entre los sujetos del siglo XX y el siglo XXI.
Hay en la prosa de Thirlwell y en la mentalidad del personaje de Benjamin una nostalgia por el siglo XX, como época, ya perdida, de grandes epopeyas políticas. La curiosidad de Benjamin por la personalidad de su abuelo tiene que ver con esa nostalgia. Pero, a la vez, la “huída” del anciano Haffner es un intento de escapar del siglo XX y camuflarse bajo la identidad de alguna criatura del siglo XXI. El nieto quiere ser el abuelo y el abuelo quiere ser el nieto. Con lo cual ambos terminan siendo víctimas de ese ineludible malestar del tiempo, esa fácil tristesse de la historia, que nos hace migrar a nuestro pasado o a nuestro futuro.

martes, 20 de julio de 2010

Ceci n´est pas une Révolution

Una de las ideas centrales del libro Populismos latinoamericanos. Los tópicos de ayer, de hoy y de siempre (Ediciones Nobel, 2010), del investigador del Real Instituto Elcano, Carlos Malamud, es que la llamaba “revolución bolivariana” en Venezuela no es una Revolución. Si revolución se entiende como un concepto que designa el cambio de un orden social por medio de la creación de un nuevo sistema institucional, que transforma el funcionamiento de la economía, la política y la sociedad de un país, ninguno de los países donde existe el “socialismo del siglo XXI” está siendo revolucionado.
Todas las revoluciones de los tres últimos siglos –la norteamericana, la francesa y las hispánicas, la rusa y la china, la mexicana y la cubana- destruyeron el antiguo régimen. Fuera éste colonial o feudal, oligárquico o capitalista, liberal o democrático, sus instituciones se vieron quebradas o reconstruidas por los nuevos Estados. En Venezuela, en Ecuador y en Bolivia, sin embargo, el antiguo régimen capitalista y democrático, es decir, el orden social creado por la economía de mercado y el gobierno representativo, se mantiene en pie.
Las constituciones de esos tres países –la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009- son documentos donde pueden leerse los límites ideológicos del “socialismo del siglo XXI”. Ninguna de esas constituciones desmantela la economía de mercado o la propiedad privada –la “bolivariana” ni siquiera proscribe el latifundio y la boliviana autoriza posesiones territoriales por 5000 hectáreas- y todas intentan introducir mecanismos de democracia directa sin deshacerse de las instituciones del gobierno representativo: elecciones legislativas y ejecutivas, división de poderes, libertad de asociación y expresión, pluripartidismo…
Aunque esos gobiernos reclaman el legado de la Revolución Cubana sus proyectos políticos deben mucho más a la Revolución Mexicana. Esta última, como sabemos, no fue una revolución socialista y, sin embargo, logró una importante desestructuración del antiguo régimen liberal por medio de la restitución y dotación de ejidos, el rol económico y cultural del Estado, la creación de una nueva sociedad civil y el establecimiento de un sistema presidencialista de partido hegemónico. Ni siquiera en Venezuela, Hugo Chávez ha logrado una transición política como la que vivió México en la primera mitad del siglo XX.
Curiosamente, el “socialismo del siglo XXI” que más ha avanzado en la transformación del orden social, que es el boliviano, es el que menos recurre al concepto de revolución. Morales habla menos de “revolución” que Chávez y Correa, pero su proyecto político sí ha logrado la reestructuración de una parte del antiguo régimen por medio de la descentralización y el multinacionalismo. Existe, sin embargo, en Morales y el MAS boliviano la misma ansiedad de declararse herederos de la izquierda comunista, cuando sus políticas públicas se inscriben, más bien, en el legado de izquierdas moderadas.
Como sugiere Malamud, esta discordancia entre los referentes ideológicos comunistas y las prácticas políticas populistas podría ser reveladora del malestar de las izquierdas radicales en el siglo XXI latinoamericano. Algunos sectores de esas izquierdas –no todos-, que no han roto con los totalitarismos del siglo XX, quisieran iniciar procesos de transición socialista, que rebasen las economías de mercado y las democracias representativas, pero sienten que "las condiciones no están dadas”. De ahí que recurran al populismo como mal menor o como “fase burguesa” de la verdadera revolución socialista, que tendrá lugar en algún momento del siglo XXI.

domingo, 18 de julio de 2010

Félix de Azúa sobre Walter Benjamin

Si no fuera porque mi prosa no llega a la suya, suscribiría, desde la primera mayúscula hasta el punto final, el artículo “Cada vez más crecidos” de Félix de Azúa en El País de ayer. Asegura este escritor catalán que Walter Benjamin (1892-1940) es el pensador más referido e interpelado por la filosofía contemporánea. “Fue el último en llegar –dice- pero tiene todo el aspecto de ser el que va a quedarse durante más años”.
Mientras otros filósofos e intelectuales del siglo XX se vuelven cada día más ajenos a lo que anuncia ser este siglo XXI, Walter Benjamin parece vivir y pensar entre nosotros: “desde el puerto del siglo XX los viejos filósofos nos despiden agitando los pañuelos. La nave del siglo XXI se aleja lentamente y sobre la cubierta nosotros, supervivientes efímeros, contemplamos el muelle. Vemos cómo van mermando las figuras y buscamos con la mirada a Sartre, a Russell, a Luckacs, a Scheler, a Dilthey, a Husserl”.
Los temas de Benjamin -tiempo, tecnología, guerra, ciudad, violencia, duelo, exilio, juventud, vejez, suicidio, lengua, traducción, cultura material, arte popular, juguetes, relojes, maletas, fin de la metafísica, literatura, pintura, música, religión, mar, academia, bibliofilia, drogas, sexo, símbolos, totalitarismo, terror, democracia...- son los nuestros.   
Sólo en un comentario lateral no coincido con Azúa. Cuando dice: “si Benjamin viviera en la actualidad, antes tomaría la senda de Zizek y sus análisis sobre las series televisivas que la de Eagleton y su episcopal excomunión de las masas”. Además de exagerado, este juicio sobre el autor de Terror santo (2008), basado en un artículo sobre el pasado Mundial de Fútbol en Sudáfrica, desdeña que la crítica de la violencia del británico –de la violencia comunista del siglo XX y de la violencia terrorista del XXI- está más cerca de Benjamin que las ponderaciones del legado de Lenin y Stalin sugeridas por Zizek.

sábado, 17 de julio de 2010

Sloterdijk y la ira

He leído con verdadero entusiasmo Ira y tiempo. Ensayo psicopolítico (Siruela, 2010), el último libro del filósofo alemán Peter Sloterdijk (Karlsruhe, 1947). Las dos obras más recientes de este pensador imprescindible, En el mundo interior del capital (2005) y esta, abren un horizonte de análisis, a medio camino entre la filosofía, la historia y la política, que resulta disonante dentro del campo del pensamiento neomarxista y, a la vez, precursor de una mirada realmente novedosa a los problemas del siglo XXI.
Leyendo Ira y tiempo se comprenden las razones por las que Sloterdijk carece del éxito mediático y académico de otros filósofos contemporáneos, como Agamben o Rancière. He aquí a un pensador que ha roto, a la vez, con los legados doctrinales del siglo XIX y con el saldo totalitario del siglo XX. Un pensador que lee a Hegel y a Nietzsche, a Marx y a Heidegger, sin ceder al chantaje acreedor de los grandes maestros alemanes. Un pensador, en suma, que conoce la tradición pero se relaciona secularmente con ella.
El último libro de Sloterdijk trata un viejo tema de la filosofía moral y política: la violencia. Pero en vano el lector encontrará aquí la más sutil estetización o moralización de la violencia: este es un libro que se coloca en las antípodas de las intervenciones recientes, sobre el mismo tema, de Zizek y Agamben, Rancière y Badiou. Si hubiera que encontrar algún parentesco en el pensamiento contemporáneo, la filosofía de la violencia de Sloterdijk estaría más cerca de libros como El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror (Anagrama, 2007) de Hans Magnus Enzensberger o Terror santo (Debate, 2008) de Terry Eagleton.
Como Enzensberger y Eagleton, Sloterdijk no teme establecer conexiones entre la violencia revolucionaria y la violencia terrorista. Ambas, dice, comparten orígenes históricos entre los siglos XVIII y XIX y recurren a justificaciones teóricas similares, ya sea bajo empaques teológicos, nacionalistas, raciales o redentoristas. Al final, todo ejercicio político de la violencia –el de un imperio, una mafia, un grupo anarquista o secesionista, una clase, una etnia, un cartel de la droga o un Estado fundamentalista- remite a la aniquilación organizada del otro y para llegar a ese estatuto no sólo se requiere una justificación ideológica sino una movilización afectiva y moral de la ira.
Sloterdijk va, entonces, a la visión de la ira de los antiguos, especialmente, de los griegos, quienes bajo el término de thymós intentaban designar el complejo mecanismo de activación de afectos y pasiones relacionados con el orgullo y el coraje, el resentimiento y la venganza, el yo y el nosotros. Existe un “mundo timótico”, desde la Ilíada hasta las Torres Gemelas, con reglas similares, al que apelaron, desde diversas premisas, Napoleón y Hitler, Lenin y Mao, Pol Pot y Bin Laden. No hay que temerle a una sistematización teórica de esos mecanismos afectivos y psicológicos de la violencia humana.
Los capítulos que Sloterdijk dedica a los que llama “banco mundial de la ira” y “mundo timótico” en el comunismo, específicamente en el periodo leninista, inauguran una perspectiva crítica, ajena al neomarxismo contemporáneo. Sloterdijk insiste en que fue Lenin el primer marxista en naturalizar teóricamente el exterminio del otro, como política de Estado. Esa novedad filosófica y práctica, que imponía una situación límite a la moral emancipatoria del comunismo, fue obra de Lenin, no de Stalin, quien la ejecutó sin las vacilaciones filosóficas del primero.

“Ya en 1918, Lenin se había confesado partidario del dogma de que la lucha contra la barbarie no debería retroceder ante métodos bárbaros. Con este giro aceptó la manifestación anárquica del terror en el comunismo. El hombre que en el momento del asalto al poder había escrito “la historia no nos perdonará si ahora no somos capaces de tomar el poder” o “vacilar en este momento sería un auténtico delito”, al parecer no estaba dispuesto a dejar pasar la ocasión por más que los rudos medios de conquista y de monopolización del poder estuvieran en decidido contraste con el noble fin de la empresa. Ya entonces se podía entrever que la revolución en realidad se estaba convirtiendo en un continuo golpe de Estado que exigía pretextos cada vez más grotescos para poder simular una fidelidad a su programa. Cuando el leninismo postuló el terror masivo como receta para la formación revolucionaria del Estado, hizo estallar la impulsiva y vitalista liasson de sublevación e idealismo que hasta 1917 había sido el privilegio de la utopía política de la izquierda”.

Y concluye:

“Esto tuvo amplias consecuencias para lo que posteriormente se llamó “suspensión política de la moral”. Cualquier contemporáneo de 1917 podía percatarse de que había sobrevenido una época de estados de excepción. También era cierto que en los tiempos de las convulsas y nuevas fundaciones ya no era suficiente la indignación de las almas bellas contra las situaciones desagradables. Igualmente, nadie estaba preparado para el extremado exterminismo revolucionario que casi desde el primer día de las luchas saltó con todas sus galas a la escena. Según Lenin, el primer deber del revolucionario era mancharse las manos… En cuanto primera supresión explícita del “no matarás” del quinto mandamiento, la doctrina de Lenin condujo desde la necesidad de la brutalidad revolucionaria hasta una abierta ruptura, aunque sólo provisionalmente editada, con la burguesa tradición moral judeo-cristiana de la vieja Europa”.