Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 30 de octubre de 2010

Contra la justicia trascendental



Quien sepa disfrutar la lectura de clásicos de la filosofía política como Aristóteles y Santo Tomás, Hobbes y Locke, Montesquieu y Rousseau, Constant y Tocqueville o Burke y Stuart Mill, encontrará poco refinados la exposición y el argumento de Amartya Sen, en su último libro, La idea de la justicia (2010). Me temo, sin embargo, que este libro, aunque menos sofisticado y con pocas posibilidades de construir un paradigma teórico tan influyente, puede ser más útil que el clásico Teoría de la justicia (1979) de John Rawls, con quien se mide.
Sen comienza distinguiendo dos actitudes filosóficas ante el concepto de justicia. La de los contractualistas (Hobbes, Locke, Montesquieu, Rousseau, Kant…), que desemboca en Rawls, y que parte de una definición de la justicia como ideal, alcanzable o inalcanzable, pero ideal al fin. Frente a esa célebre y variopinta tradición, que Sen llama del “institucionalismo trascendental”, se articularía otra, que opta por un enfoque comparativo, en el que la justicia es más lo menos injusto que lo perfectamente justo.
Esa tradición, igualmente distinguida y plural, a la que pertenecerían Adam Smith, Condorcet, Jeremy Bentham, Mary Wollstonecraft, Karl Marx y John Stuart Mill, es en la que Sen se reconoce. Si la primera desemboca en el maestro Rawls, la segunda desemboca en el discípulo Sen. Pero no hay aquí mera construcción de genealogías intelectuales sino un resuelto empeño de colocar la justicia entre las prioridades de las políticas públicas y privadas del siglo XXI.
Sen, como sabemos, es filósofo y, a la vez, economista. Esa dualidad es tan excepcional como efectiva a la hora de diagnosticar un problema social y recomendar sus posibles soluciones. Este libro es un buen ejemplo de dotación de sentido práctico al pensamiento político. Las reglas de la recepción intelectual funcionan, sin embargo, de otra manera. No por útil el libro de Sen tendrá mejor fortuna académica que el clásico de Rawls.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Lezama fastidia a Hegel

Entre la polvareda de invisibilidades, lugares comunes, folklorismos e instrumentaciones turísticas o políticas que está produciendo José Lezama Lima en su centenario, una idea, ayer, de Ottmar Ette -el gran crítico alemán, autor del mejor estudio con que contamos sobre la recepción de José Martí en el siglo XX cubano y estudioso de figuras tan hurañas como Humboldt, Barthes y Arenas- en el homenaje al autor de Paradiso, organizado por El Colegio de México, el CIDE, la UNAM, la UAM y el Claustro de Sor Juana.
Dice Ette que algunos pasajes de La expresión americana (1957), como aquellos que hablan del “pesimismo de los alimentos de Hegel” o invita a los “sibaritas ingleses a hundirse en el argentino bife” o protesta contra la españolización de Picasso, contra tantas y tantas maniobras para “extraerlo de la tradición francesa” y “desamericanizarlo”, remitiéndolo obsesivamente a los toros y las caras malagueñas, deben ser leídos como carcajadas, risas, burlas de Lezama contra los estereotipos nacionalistas e identitarios.
El propio Lezama lo dice a propósito de la representación del mundo americano en la Filosofía de la historia de Hegel: “si vuelvo a él, es un tanto con el propósito de burlarlo, señalando para su fastidio, una de las veces en que la idea no coincidió con la realidad, pues en ese soberano espíritu, parece como si los hechos y lo empírico domesticados siguieran su ideograma previo, las irritadas exigencias de su mando conceptual”.
Aquí Lezama, dice Ette, es un criollo, un republicano, un heredero de Fray Servando Teresa de Mier, José Martí, Walt Whitman y Herman Melville, un americano –más que un latino, un hispano o un “nuestroamericano”- que defiende su Nuevo Mundo, su Hemisferio, su continente, su orilla atlántica de los clichés de la vieja Europa, especialmente de la que quedó aturdida por los excesos del racionalismo neoclásico.

martes, 26 de octubre de 2010

El periódico de la lengua

Un amigo que siempre me discute que El País es el mejor periódico de la lengua, quedó sin argumentos este fin de semana cuando le dije que sólo en ese diario podía leerse una página de opinión de Slavoj Zizek contra las políticas antiinmigrantes en Europa y, al día siguiente, otra de Mario Vargas Llosa criticando los elementos más reaccionarios del Tea Party -aunque reconociendo que algunos reclamos de ese movimiento, como la dilatación del Estado y la burocracia, son genuinos.
Lo importante no es, desde luego, la pluralidad por la pluralidad. El mérito de El País es haber logrado esa pluralidad, en la que un marxista y un liberal pueden ser vecinos, por medio del rigor intelectual. Si algo hay en esas dos cuartas páginas, “Barbarie con rostro humano” de Zizek, el sábado, y “Las caras del Tea Party” de Vargas Llosa, el domingo, es rigor. Ambos, cada uno en su estilo, escriben bien, manejan el género, pero, sobre todo, colocan sus juicios en una perspectiva intelectual de la mayor sofisticación.
La ventaja que El País le saca a los demás periódicos de la lengua tiene que ver con ese rigor plural y, también, con una privilegiada visión espacial. Ese diario madrileño es, tal vez, el más plenamente atlántico que existe en el mundo. A sus editores les interesa Europa y Estados Unidos, España y América Latina, en proporciones más equitativas que a los editores de The New York Times o Le Monde, por ejemplo. Los otros medios impresos iberoamericanos son demasiado nacionales o demasiado continentales, raras veces se mueven entre una y otra orilla con esa agilidad mercurial.

viernes, 22 de octubre de 2010

La interpretación histórica de la literatura

Releyendo algunos de los primeros libros de poesía y narrativa del escritor cubano Lorenzo García Vega –Suite para la espera (1948), Espirales del cuje (1952) y Cetrería del títere (1960)- he recordado la defensa que hiciera Edmund Wilson de la “interpretación histórica de la literatura” en The Triple Thinkers (1948). Allí Wilson cuestionaba la mirada ahistórica de la crítica literaria, que persiste en contraponer Literatura e Historia, y demandaba estudios mal vistos por puristas y filólogos como “las ideas políticas de Flaubert”.
Estamos acostumbrados a leer a críticos literarios que nos dicen que las primeras obras de García Vega son “ecos de las vanguardias” o “subsistencias del surrealismo” en Cuba. ¿Es eso suficiente? No, hay muchas más cosas en aquella literatura: una deuda con la lectura de Lezama de las vanguardias literarias (Joyce, Kafka, Borges y Vallejo, por ejemplo) que ha sido demasiado negada, en buena medida, por las propias poses retóricas de Lezama contra la generación de Avance; una apelación a la novela familiar que es síntoma de casi todas las poéticas origenistas; un cuestionamiento radical de la tradición intelectual cubana, rural y urbana, moderna y tradicional, martiana y casaliana, varoniana y mañachiana…
Me temo que la única manera de llegar más a fondo y comprender algunas claves de la literatura del joven García Vega es por medio de la historia intelectual. Para muchos, García Vega es sólo el autor de Los años de Orígenes, Rostros del reverso y El oficio del perder. Es ese el registro, en clave de confesión, memoria o diario, que interesa no sólo porque es ahí donde se encuentra la crítica más explícita al origenismo sino porque se trata de textos en los que la “interpretación histórica de la literatura”, de que hablaba Wilson, es más fácil. Digamos que es ahí donde el crítico tiene menos que hacer, donde es menos ardua su tarea.
Más complicado y, a la vez, más interesante, me parece leer la historia allí donde se oculta, donde debe ser exhumada de la superficie del texto. Pienso ahora no sólo en los tres libros juveniles de García Vega sino también en su primera obra poética en el exilio, como Ritmos acribillados (1972) por ejemplo. El prólogo que escribió Mario Parajón a la primera edición de este cuaderno sigue siendo, a mi entender, lo mejor que se ha escrito sobre García Vega, precisamente, porque escucha las preguntas del escritor a su tiempo y a su ciudad y no se pierde en la ubicación de García Vega en alguna categoría intemporal de la lírica.

jueves, 21 de octubre de 2010

El joven poeta lector




Releí la Suite para la espera (1948) de Lorenzo García Vega en busca de algunas imágenes de creía recordar: un buitre tras las rejas, flamencos desnucados, tumbas rojas, niños semidesnudos disfrazados de vikingos, un buey henchido, las insoportables campanas de los predicantes, noches de Matanzas, delfines de algodón, heliotropos, focas, caracoles…
Encontré, sin embargo, un joven poeta, de apenas 22 años, que afirma sus lecturas. “Sí, he sido lector de Lautréamont” –dice-, como si confesara una culpa o se defendiera de quienes le reprochan algún desvío. Y luego, la “frente estrujada de Blake”, y Conrad y Verlaine y Vallejo y Whitman. Los libros juveniles son un tema clave de ese poemario de García Vega.
En “Conjuros del lector”, por ejemplo, se entabla el diálogo entre lectura y dispersión, entre el libro y sus fugas. El lector parece conversar con el libro, pedirle disculpas por perder la concentración, a ratos: “Ya vuelvo, libro. Invernadero, ventana, han desplazado nuca/ Han dicho que tedioso horizonte, y que frente de rebuscados espejos/ tiene el lago/ He vuelto al libro; digo que vuelvo el mascoteo de mis manos/ Que orla, parla, y tarde se han vencido”.

martes, 19 de octubre de 2010

El imposible Libro Negro



Habíamos leído la novela Vida y destino (1980) del gran escritor ucraniano Vasili Grossman (1905-1964). Sabíamos que su autor había sufrido toda clase de infortunio bajo el régimen estalinista y que aquella inmensa novela, que tantos lectores le ganó, había sido publicada, en Suiza, dos décadas después de su muerte. Sabíamos, pues, que Grossman fue un desgraciado.
Lo que no sabíamos, hasta la edición de La vida y el destino de Vasili Grossman (Madrid, Encuentro, 2010), la espléndida biografía de John y Carol Garrard, reseñada en Babelia por L. F. Moreno Claros, era que aquella desgracia había comenzado cuando Grossman, respaldado por el escritor estalinista, también ucraniano, Iliá Erenburg, había propuesto a Stalin la redacción de un Libro Negro de las matanzas de judíos en la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial.
Para Grossman era evidente que los principales responsables de ese capítulo del holocausto eran los nazis, en campos como Treblinka o Sobidor. Pero a él le parecía también importante documentar la colaboración de antisemitas ucranianos y lituanos en aquellas masacres. Aunque aquellos antisemitas eran enemigos de Stalin que se aliaban con la invasión nazi, la propuesta del Libro Negro molestó tremendamente a Stalin ya que ofrecía una imagen bárbara de algunos ciudadanos soviéticos.
Ahí comenzó el infortunio de Grossman. Ni el apoyo del oficialista Erenburg, ni la prosa tolstoyana o el resuelto antifascismo salvaron a Grossman de la furia de Stalin. Rechazada su propuesta, quedaba el propio Grossman como testigo incómodo de aquella protección del mito soviético, capaz, ya no de controlar la información, sino de eliminar físicamente a quien la utilizase para defender los propios valores comunistas.

lunes, 18 de octubre de 2010

Maalouf, el exilio y las estatuas


Juan Cruz viajó a la isla de Yeu, en el Atlántico francés, donde murió el mariscal Petain y donde vive su exilio el escritor libanés Amin Maalouf. El autor de Identidades asesinas y Orígenes, reciente Premio Príncipe de Asturias, habló con Cruz, para El País Semanal, sobre los temas de su último libro de ensayos, El desajuste del mundo, y, naturalmente, sobre el exilio, uno de los focos principales de su obra.
Maalouf es el caso raro de exiliado sin nostalgia. Él se siente un extraviado. Se imagina como un “vagabundo doméstico”, que se olvida de sí mismo, “que siempre está alejándose del centro”. No de otra manera podría explicarse su crítica paralela a los nacionalismos del Medio Oriente y al racismo de Occidente o la búsqueda de su doble en Cuba, donde vivió por un tiempo su abuelo, para luego regresar al Líbano, donde nacieron su padre y él.
Sobre Cuba, país que visitó mientras investigaba la trama de su libro, Orígenes, o más específicamente sobre Fidel Castro, habló Amin Maalouf con Juan Cruz:

“Fidel es, por supuesto, muy autócrata; eso lo sabía antes de ir, y lo tenía presente cuando estaba allá, pero lo que yo no sabía antes de ir a Cuba es que él no tiene el hábito de poner su nombre a las calles o a las avenidas, ni de erigir estatuas suyas o publicar sus fotos en carteles. Inevitablemente, todos los autócratas de la historia son expulsados algún día. La última estatua que vimos derribar fue la de Saddam Husein en Irak, pero hay otros ejemplos, como Stalin, Lenin… En Cuba, sin embargo, cuando se vayan los dos hermanos Castro, no habrá estatuas que destruir. No tendrán que rebautizar avenidas, porque allí se llaman Che Guevara o Allende, pero no hay ninguna llamada Fidel Castro”.

Antes, en Orígenes, Maalouf había anotado:

“Cuando sus sucesores se rebelen contra sus recuerdos, no encontrarán ninguna cerca que tirar abajo ni ninguna gran obra que inaugurar”.