Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 7 de julio de 2011

Verano de Vallejo







Buscando poemas al verano, doy con este extraño canto de César Vallejo, que alguna vez musicalizó el trovador cubano Noel Nicola. Aquí están los tres grandes temas que el estudioso colombiano Rafael Gutiérrez Girardot reconoció en la obra de Vallejo: el amor, la muerte y Dios. Sombrío cristianismo, sin duda, el del mayor poeta peruano.




Verano


Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
Verano! Y pasarás por mis balcones
con gran rosario de amatistas y oros,
como un obispo triste que llegara
de lejos a buscar y bendecir
los rotos aros de unos muertos novios.
Verano, ya me voy. Allá, en setiembre
tengo una rosa que te encargo mucho;
la regarás de agua bendita todos
los días de pecado y de sepulcro.
Si a fuerza de llorar el mausoleo,
con luz de fe su mármol aletea,
levanta en alto tu responso, y pide
a Dios que siga para siempre muerta.
Todo ha de ser ya tarde;
y tú no encontrarás en mi alma a nadie.
Ya no llores, Verano! En aquel surco
muere una rosa que renace mucho…

martes, 5 de julio de 2011

Estado de la poesía cubana a mediados del siglo XX







Entre 1940 y 1964, el poeta cubano Eugenio Florit, quien era profesor del Barnard College de la Universidad de Columbia, en Nueva York, publicó notas y reseñas sobre novedades editoriales hispanoamericanas en la Revista Hispánica Moderna, que editaba el Instituto de las Españas de esa universidad, fundado por Federico de Onís. Pueden leerse en esas notas una política literaria o un estado de la poesía cubana a mediados del siglo XX.
Un modo fácil de reconstruir la visión de la literatura cubana –o más específicamente de la poesía cubana- de Florit, en aquellas décadas, es recorrer las reseñas que dedicó a libros editados en la isla. Lo primero que llama la atención de aquellas reseñas es el interés de Florit en libros que, a su juicio, condensaban la cultura histórica cubana, como la selección de textos de Carlos Manuel de Céspedes, De Bayamo a San Lorenzo (1944), preparada por Andrés de Piedra Bueno y editado por los Cuadernos de Cultura del Ministerio de Educación de la isla, o los poemarios de Julián del Casal y Bonifacio Byrne, sin exceptuar estudios martianos como Martí, escritor (1945) del mexicano Andrés Iduarte.
Céspedes y Martí, Casal y Byrne colocaban la visión de la literatura y la historia cubanas de Florit bajo un linaje criollo, fundacional, que entrelazaba modernismo y republicanismo. Sin embargo, los otros libros cubanos reseñados en la Revista Hispánica Moderna remiten a una imagen sumamente plural e, incluso, vanguardista de la literatura de mediados del siglo XX. Florit reseñó dos poemarios de Nicolás Guillén, la edición de la Verónica de Sóngoro cosongo (1942) y El son entero (1947). En la nota sobre el primero de aquellos cuadernos, decía Florit, no sin cierto paternalismo:



“Nos sigue gustando Nicolás Guillén aunque ya no nos gusten los demás, los que se pusieron a bailar al son que les tocaban –esa música de maraca y botijuela que amenazaba con inundar a su ritmo una gran parte de la poesía antillana de aquel momento. Porque en Nicolás Guillén la música está dentro –y no en la orquesta improvisada por los amantes de “color local”; porque en su verso hay tragedia honda y verdadera; porque en ellos el pueblo es el pueblo y no espectáculo de comparsa de carnaval”


En la reseña sobre El son entero (1947), Florit recurría al tópico de la “cubanía” de Guillén para insistir en el sentido “trágico” de la poesía negra:


“Es totalmente cubano, auténticamente cubano, y por serlo, resulta universal. Su obra poética, que comenzó con aquellos Motivos de son tan llenos de gracia, ligeros en la apariencia tipicista de lo popular ciudadano, fue alzándose poco a poco de ese tono de mulatería simpática y algo picaresca; cada nuevo libro de Guillén iba entrando más, con mayor seriedad, en lo más hondo de la tragedia antillana o simplemente humana; ya no se trataba de “color local”, sino de color cubano, y a medida que se le iba ensanchando el círculo donde la piedra del poeta había caído, el mundo literario hispánico se percataba de este nuevo caso: el del mulato cubano que se salía de su estrechez insular para darse a los vientos con una palabra sincera, profunda, nueva, dolorosa, con gracia a veces y otras con ira; con misterio y folklore, o con protesta social alta y vibrante”.


Además de a Guillén, Florit reseñó a los poetas de Orígenes, con quienes tenía una mayor afinidad y quienes lo consideraban un precursor. Comentó elogiosamente la antología Diez poetas cubanos (1948) de Cintio Vitier y dedicó palabras de aprecio a los Poemas (1938) de éste último. Pero la idea de la literatura cubana de Florit estaba muy lejos de ceñirse, únicamente, a las poéticas de Orígenes. Ya en la nota sobre la antología de Vitier, Florit destacaba la obra del poeta villareño Samuel Feijóo, del que reseñaría Camarada celeste (1944) y las prosas de Diarios de viajes, que publicó la Universidad Central de Las Villas en 1958 y que comparó con el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos de Martí.


Florit también habló con admiración de los poemas de Pulso y onda (1944) y La tierra herida (1944) de Manuel Navarro Luna -suscribiendo los juicios de Juan Marinello sobre este último-, de los cuentos de Carlos Montenegro en Los héroes (1941) e, incluso, de los primeros ensayos de José Juan Arrom, reunidos en Certidumbre de América (1959). Pero nunca esa admiración llegó al tono de resuelto entusiasmo con que Florit escribió sobre Feijóo:



“En Samuel Feijóo no hay, por fortuna, nada “querido” ni nada “hecho”. La gran poesía sale sola, sola se expresa, desnuda de todo afeite que no sea propia y natural compostura. Poesía que a lo largo de este libro –Camarada celeste- permanece en presencia indudable. Y presencia que es, no solo de tono, de ambiente, de aire, sino de expresión verbal, de modos originalísimos de decir que no buscan lo original y que, sin buscarlo, lo hallan en todo momento. Poesía atormentada, porque así ha de ser la que sale del alma que en tormentas humanas y divinas lucha”.

sábado, 2 de julio de 2011

Los dos horrores de Jorge Semprún

No he leído todo Jorge Semprún (1923-2011) y me arriesgo a la injusticia afirmando que sus dos libros fundamentales, los que articulan el sentido último de su obra, son El largo viaje (1963) y Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Él mismo pareció compartir este juicio cuando, en varias entrevistas, insistió en que el origen de su escritura debía encontrarse en la voluntad de testimonio que siguió a la experiencia de los dos totalitarismos del siglo XX: el fascismo y el comunismo. Ambos, sufridos en carne propia: como recluso del campo de concentración de Buchenwald en los 40 y como disidente del comunismo español en los 60.
Todo escritor que comienza tarde su carrera –Semprún publicó su primer libro a los 40 años- otorga al origen de su escritura un significado misterioso y, a la vez, inteligible. La explicación que él diera y que han reiterado, con menor claridad, decenas de críticos, biógrafos y psicoanalistas, es que, tras sobrevivir a Buchenwald, se sumergió en la lucha clandestina de los comunistas españoles contra el franquismo. Su función en esa lucha fue, inicialmente, más ideológica y propagandística, lo cual liberaba su vocación literaria por otros medios. Luego Federico Sánchez –su nombre clandestino- pasaría a la acción subversiva contra el régimen franquista, traduciendo la memoria de una víctima del fascismo en conspiración y violencia antiautoritaria.
Hasta 1962, Semprún experimentó con diversos tipos de escritura (poesía, cuentos, novelas, teatro, periodismo, ensayo…), pero ninguno le satisfizo. Ese año, cuando la ruptura con el liderazgo del Partido Comunista Español se precipita luego de su destitución al frente de la clandestinidad y de sonadas divergencias con Santiago Carrillo, las notas sobre Buchenwald, que ha acumulado durante veinte años, comienzan a tomar forma. Meses después de la aparición de El largo viaje (1963), el estremecedor relato sobre la vida en aquella institución nazi, se produce la reunión del Comité Central del PCE en la que Dolores Ibárruri (la “Pasionaria") pide la expulsión de Federico Sánchez y Fernando Claudín y los condena al “infierno de las tinieblas exteriores”, como dirá Semprún en la Autobiografía (1977).
La muerte de Federico Sánchez como militante del PCE representó el nacimiento de Jorge Semprún como autor. Una autoría que se desplegó en la memoria de los dos grandes horrores del siglo XX, el fascismo y el comunismo, como si la literatura misma requiriera de ese testimonio para poder existir. La célebre tesis de Theodor W. Adorno de que la poesía después de Auzchwitz podía constituir un acto de barbarie lograba un mentís frontal en la obra de Semprún, al afirmar no sólo la literatura sino, específicamente, el testimonio de la barbarie nazi como acto de civilización. Lo curioso es que, en Semprún, ese testimonio iba de la mano del otro, el de la barbarie comunista, inadmisible para la mayoría de los propios críticos del fascismo. Esa ruptura con el comunismo, en tanto sublimación del antifascismo, hacía de Semprún una mezcla de Primo Levi y Alexander Solzhenitsyn.
No fue Semprún, desde luego, una víctima del comunismo como Solzhenitsyn, Mandelshtam o Shalámov. Los dolores de su memoria no provenían del gulag sino de las noches sin sueño de Buchenwald, del pesadillesco vaivén de la lealtad y la traición, de las mañanas de domingo en aquella triste biblioteca de varios miles de volúmenes donde descubrió ¡Absalón, Absalón! de William Faulkner y no quiso salir de sus páginas. El sufrimiento de la familia Sutpen, en el Sur norteamericano del siglo XIX, era un alivio en aquellos días de hambre y trabajo en las afueras de Weimar. Pero aunque Semprún no estuvo en un campo de concentración de Stalin hizo de sus libros conjuras contra el olvido de ambos horrores.
Entre 1964 y 1968, luego de su expulsión del PCE, se elaboró intelectualmente la disidencia de Semprún. Ya en 1969, cuando aparece La segunda muerte de Ramón Mercader, dicha disidencia posee todos sus elementos constitutivos. La crítica de Semprún al comunismo era doble: por un lado, dicho sistema, en los países en que se había establecido como poder, anulaba las libertades públicas modernas que defendió el propio Marx; por el otro, los comunistas, donde eran oposición –legal o clandestina, pacífica o violenta- o donde gobernaban, como la Unión Soviética o Cuba, se desentendían del objetivo principal del bolchevismo originario, que era transferir todo el poder a los consejos obreros, y creaban una estructura burocrática de dirección a la que debían subordinarse los militantes, bajo criterios de lealtad doctrinal y política similares a los de la Iglesia católica.
En La segunda muerte de Ramón Mercader (1969), un relato sobre la ficticia ejecución del asesino de Trotski en Amsterdam –como es sabido, Mercader moriría en la Habana, en los 70, protegido por Fidel Castro- que le sirvió de pretexto para historiar críticamente el estalinismo y el entendimiento de los comunistas españoles con el mismo, y, sobre todo, en la Autobiografía de Federico Sánchez (1977), esos son los dos argumentos básicos: la analogía del Partido Comunista y la Iglesia Católica y el cuestionamiento de la falta de autonomía individual y comunitaria bajo el comunismo. Evidentemente, Semprún ya había conformado esta disidencia antes de 1968, algo excepcional para la izquierda europea de entonces, que comenzó a distanciarse públicamente de Moscú y de La Habana a partir de aquel año.
Las críticas de Semprún al socialismo cubano son, en este sentido, ejemplares –por raras- dentro de la izquierda iberoamericana de los años 60 y 70, tan dada a disculpar el totalitarismo habanero desde la legítima oposición a la política de Estados Unidos hacia la isla. Ya en La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) se leía el rechazo a la invasión soviética a Checoslovaquia e, indirectamente, se aludía a la estalinización del socialismo cubano. Dos años después, Semprún sería, junto con los hermanos Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente y otros cuantos escritores españoles más, uno de los firmantes de la Primera Carta a Fidel Castro (1971) en contra del encarcelamiento, en La Habana, del poeta Heberto Padilla.
Para 1975, cuando se celebra el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, Jorge Semprún confirmaba la sovietización institucional del socialismo cubano. Sus juicios sobre ese proceso en la Autobiografía (1977) siguen siendo irrebatibles más tres décadas después. Decía entonces Semprún que la coronación de Fidel Castro al frente del Estado y del Partido Comunista en Cuba no hacía más que reproducir la misma estructura autocrática, diseñada por Stalin en la Unión Soviética y por Mao en China: “el Partido es su ego y su superego. El Partido lo resume todo y en Él el Partido se consume, o sea, es consumido y consumado”. Fidel, agrega, rinde culto a sí mismo a través del Partido, pero, a diferencia de Santiago Carrillo o Maurice Thorez o Jacques Duclos, que hablan el lenguaje de la política moderna, se expresa en “la lengua de la burguesía colonial española”.
Quien esto escribía era un intelectual al que era imposible escamotear su lucha a muerte contra el fascismo desde las filas del comunismo. Un intelectual, para colmo, que seguía afirmando su posición pública en la izquierda y que, en contra de los tantos prejuicios acumulados por la ortodoxia prosoviética, tenía el coraje de vindicar una filiación socialdemócrata. Semprún no sería el primero ni el último de los comunistas del siglo XX en desplazarse a la socialdemocracia, pero tal vez uno de los que experimentó dicho desplazamiento con mayor coherencia. Su principal reproche al comunismo es que había hecho de la institución del partido único lo que los fundadores del marxismo no habían propuesto: un doble de la Iglesia Católica e, incluso, un doble del Estado absolutista. Al salvar el legado libertario del marxismo y de todos los socialismos de los dos últimos siglos –sin excluir al anarquista- Semprún supo llegar a la socialdemocracia sin renunciar a las ideas y valores de su juventud antifascista.

Letras Libres (julio y 2011)

miércoles, 29 de junio de 2011

Badiou y el honor del siglo XX





No hace mucho glosábamos aquí el magnífico libro del escritor mexicano, Christopher Domínguez Michael, El XIX en el XXI (Sexto Piso, 2010), en el que se juntan ensayos sobre los grandes intelectuales decimonónicos de Europa. Domínguez Michael tomaba prestada una observación de Julien Gracq, a propósito de que la “naturaleza del siglo XIX había sido pítica y profética”, con mayores “profundidades adivinatorias” que el siglo XVIII.
La contraposición que le interesaba a Gracq era la de ese XIX profético y aquel XVIII racionalista. Domínguez Michael, sin embargo, trasladaba la tensión al siglo XX, saltándolo, y colocando al XIX en diálogo con el XXI. El XX aparecía en esa galería de personalidades seculares como el siglo de las ideologías y de los totalitarismos, de la burocratización y los crímenes de Estado. Ese siglo breve, narrado por Eric Hobsbawm en The Age of Extremes (1994), que compensa su cortedad temporal con un gran gasto de sangre.
En el fulminante ensayo El Siglo (Buenos Aires, Manantial, 2005) del pensador neomarxista francés, Alain Badiou, se sostiene la idea contraria. Para Badiou el XX fue “el siglo” por antonomasia. Su brevedad (1917-1989) sería ficticia, ya que esa centuria es inconcebible sin los antecedentes y las confrontaciones de la Primera Guerra Mundial, cuando se forman los últimos imperialismos, y sin el desenlace de la postguerra fría, que pone fin a muchos de los conflictos generados desde fines del XIX y, a la vez, crea las bases de la nueva era global.
Para Badiou, el XX no fue el siglo de las utopías sino el siglo de la realidad, incluida dentro de esta última la realidad del crimen de los estados totalitarios. “La pasión del siglo XX –dice- no fue en modo alguno la pasión por lo imaginario o las ideologías. Y menos aún una pasión mesiánica. La terrible pasión del siglo XX fue, contra el profetismo del siglo XIX, la pasión de lo real. La cuestión era activar lo verdadero, aquí y ahora”.
Según Badiou, el honor del siglo XX se salva en las primeras décadas del mismo, injustamente adjudicadas al XIX por una periodización, como la de Hobsbawm, obsesionada con el fenómeno comunista. Con Freud y Mallarmé, Picasso y Braque, Proust y Joyce, Conrad y James, Frege y Russell, Hilbert y Wittgenstein, Poincaré y Cantor, Griffith y Chaplin –más que con Lenin- nace el siglo XX. Un siglo signado por la misma pasión de “lo real” y “lo verdadero”, que lo llevó, en buena medida, al genocidio y la guerra.

domingo, 26 de junio de 2011

Últimos versos




Releyendo poetas cubanos para un curso de verano me encuentro con algo que, seguramente, muchos estudiosos de José Martí ya han señalado. Los poemas finales de los dos cuadernos publicados por Martí en vida -además de Ismaelillo- terminan con artes poéticas. Versos libres cierra con “Mi poesía” y Versos sencillos con “Vierte, corazón, tu pena”, dos poemas sobre la poesía.
No se trata, desde luego, de finales azarosos. Martí debió ser un poeta que pensaba con cuidado el orden de los versos en un poema y de los poemas en un cuaderno. Tan relevante es que ambos cuadernos concluyan con esos poemas como que los poemas mismos cierren con los versos “¡Vuelan las flores que del cielo bajan/ Vuelan, como irritadas mariposas,/ Para jamás volver las crueles vuelan!” -Versos libres- y “Verso, nos hablan de un Dios/ Adonde van los difuntos:/ Verso, o nos condenan juntos,/ O nos salvamos los dos!” -Versos sencillos.
Los signos de admiración reforzaban aquel tono mayor, de grand finale, que Martí quería imprimirle al cierre del poema. No todos los poetas poseen esa conciencia del final y terminan sus cuadernos como mismo los habrían iniciado. Nicolás Guillén, por ejemplo, pone punto final a Motivos de son con “No te enamore ma nunca,/ Bito Manué,/ si no sabe inglé/ si no sabe inglé” y a Sóngoro cosongo con “carretón;/ carretón de cuatro ruedas,/ carretón; carretón de sol y tierra,/ ¡carretón!”.
Otro poeta muy cuidadoso con sus finales fue José Lezama Lima. Su primer cuaderno propiamente dicho –después de Muerte de Narciso-, Enemigo rumor, terminaba con “Un puente, un gran puente” y Fragmentos a su imán, su último cuaderno, concluía con el estremecedor poema “El pabellón del vacío”. Es imposible que Lezama no reparara en el hecho de que los versos que ponían fin a su último libro conformaran esta perfecta alegoría de la muerte:

Araño en la pared con la uña,
La cal va cayendo
Como si fuese un pedazo de la concha
De la tortuga celeste.
¿La aridez en el vacío
Es el primer y último camino?
Me duermo, en el tokonoma
Evaporo el otro que sigue caminando.

sábado, 25 de junio de 2011

Martí y el haschisch

Creo habérselo leído a Jorge Luis Camacho en algún número de La Habana Elegante, pero ahora que el gobierno cubano ha establecido que la legalización de la marihuana es una “irresponsabilidad histórica”, recuerdo la experiencia de José Martí con el haschisch en el México de 1875. Experiencia intelectual o narcótica, da igual, pero que, a juzgar por el poema que le dedicó, publicado en la Revista Universal, carecía de cualquier enjuiciamiento moral o legal del consumo de esa droga. Escribía entonces Martí estos versos que recuerdan, sobre todo en la idea sensorial –específicamente musical o sonora- de la “fiesta en el cerebro”, las reflexiones de Walter Benjamin sobre el haschisch.

El árabe, si llora,
Al fantástico haschisch consuelo implora.
El haschisch es la planta misteriosa,
Fantástica poesía de la tierra:
Sabe las sombras de una noche hermosa
Y canta y pinta cuanto en ella encierra.

El ido trovador toma su lira:
El árabe indolente haschisch aspira.

Y el árabe hace bien, porque esta planta
Se aspira, aroma, narcotiza, y canta.

Y el moro está dormido,
Y el haschisch va cantando,
Y el sueño va dejando
Armonías celestes en su oído.

Muchos cielos ha el árabe, y en todos,
En todos hay amor –pues sin amores,
¿Qué azul diafanidad tuviera un cielo?
¿Qué espléndido color las tristes flores?

Y el buen haschisch lo sabe,
Y no entona jamás cántico grave

Fiesta hace en el cerebro
Despierta en él imágenes galanas;
Él pinta de un arroyo el blando quiebro,
Él conoce el cantar de las mañanas,
Y esta arábiga planta trovadora
No gime, no entristece, nunca llora…

Varios estudiosos de la cultura mexicana de fines del siglo XIX, como Carlos Monsiváis y Juan Pablo García Vallejo –autor, junto con Noemí García Luna de La disipada historia de la marihuana en México (2010)- sostienen que en el círculo intelectual de la Revista Universal y otras publicaciones literarias de la República Restaurada y el Porfiriato, se consumía mucho canabis, además de que las colonias de inmigrantes chinos y árabes, en la ciudad de México, poseían sus fumaderos de opio y sus expendios de hasch.
Es sabido que el poeta modernista Manuel María Flores (1840-85) fue un leal fumador de marihuana en los mismos años que Martí vivió en México. Flores tuvo una amistad tormentosa con Manuel Acuña, otro poeta de la misma generación modernista, quien se suicidó a los 25 años. Martí, Flores y Acuña, cuenta la leyenda, se enamoraron en México de la misma mujer, Rosario de la Peña, y los poemas que los tres le dedicaron a esta misteriosa dama probablemente no hubieran sido escritos sin algunos trances de haschisch, opio o marihuana.