Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 16 de agosto de 2011

Boston, la viuda negra y el surrealismo





He vuelto a recorrer las calles de Boston, los barrios perfectos y marineros de North End y Charlestown, los pequeños edificios rojos de Beacon Hill. Atravesé el Boston Common de norte a sur y de este y oeste, pensando que esta vez no sentiría las mismas ganas de quedarme allí para siempre, sentado en un banco, cerca del Frog Pond o del laguito del Public Garden.
De regreso al Downtown, por una callejuela que sale de Tremont Street, reencontré una librería de libros viejos, muy cerca de donde debió estar la decimonónica de Carl Schoenhof. Recuerdo que la primera vez que entré en esta librería lo que más me impresionó no fueron los volúmenes de los siglos XVIII y XIX, en perfecto estado, sino los ejemplares, casi nuevos, con las páginas pegadas, de cuadernos de poesía de los años 40 y 50, de Wallace Stevens y T. S. Eliot.
Pensé entonces que esos cuadernos tan limpios e intocados relativizaban lo “nuevo” de la librería. Un ejemplar de Eliot o Stevens tan bien cuidado no podía ser “viejo”. Ahora he sentido esa relatividad con mayor fuerza. En los estantes de poesía, que se encuentran a la izquierda de la entrada, no había volúmenes de los años 40 y 50 sino ediciones recientes de Black Widow Press, una editorial bostoniana que se especializa en literatura surrealista.
Lo que más se vende en esa librería de libros viejos de Boston, en este verano del 2011, son volúmenes novísimos como Chanson Dada (2005) de Tristan Tzara, Poems (2006) de André Breton, Capital of Pain (2006) de Paul Éluard, Essential Poems (2008) de Joyce Mansour, The Caveat Onus (2009) de Dave Brinks, Preversities. A Jacques Prevert Sampler (2010) y la novedad de la temporada, The Big Game (2011) de Benjamin Péret.

sábado, 6 de agosto de 2011

Mañach en Middlebury





Paso este verano en la Escuela Española de Middlebury College, entre las verdes montañas de Vermont y el lago Champlain. Los viejos profesores de estos lares recuerdan las estancias de Eugenio Florit y Jorge Mañach en esta institución, de tan grata memoria para los estudios hispánicos. Revisando los boletines de los cursos de verano, de los años 40 y 50, encuentro varios textos de ambos no rescatados en sus obras editadas. En los próximos días reproduciré algunos. Por ahora me limito a recordar una alusión de Mañach a Middlebury, que demuestra la aproximación a la filosofía norteamericana que caracterizó los últimos años de su carrera.

El filósofo y ensayista cubano, Jorge Mañach (1898-1961), fue profesor de la Escuela Española de verano de Middlebury College en cinco ocasiones consecutivas, entre 1947 y 1951, y luego regresó, por última vez, en el verano de 1955. En su historia de las escuelas de verano, "The Middlebury College Foreign Language Schools, 1915-1970. The Story of a Unique Idea" (Middlebury College Press, 1975), Stephen A. Freeman refiere la alegría que le dio recibir a Mañach en su primer curso, en el verano de 1947, ya que el pensador cubano había sido compañero suyo en Harvard, entre 1918 y 1920, donde el autor de "Indagación del choteo" (1928) realizó sus estudios universitarios básicos. Luego de graduarse en Harvard y de una breve estancia en París, Mañach cursó la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana y el doctorado en Filosofía y Letras en la misma institución.


Es probable que Mañach haya llegado a Middlebury recomendado por cualquiera de los intelectuales republicanos españoles que asistían a los cursos de verano desde fines de los 30, como Pedro Salinas, Juan Marichal, Luis Cernuda o Jorge Guillén -estos dos últimos, en la foto- quienes eran sus amigos, o por el poeta cubano Eugenio Florit -también en la foto-, profesor del Barnard College de la Universidad de Columbia. El propio Mañach había enseñado varios semestres en esta última institución, durante sus exilios de la dictadura de Gerardo Machado y de la primera dictadura de Fulgencio Batista, que habían decidido su distanciamiento de la política profesional, la cual ejerció como Ministro de Educación y de Estado, como constituyente en 1940 y como senador de la República.


Los temas de los cursos enseñados por Mañach en Middlebury, durante aquellos seis veranos, revelan tanto el amplio registro de intereses de este intelectual caribeño como la propia evolución de su autoría. Poesía gauchesca y filosofía norteamericana, la generación del 98 y el modernismo hispanoamericano, José Martí y Miguel de Cervantes fueron algunos de los asuntos que desarrolló Mañach durante sus estancias en Vermont. No es difícil identificar dichos intereses en los libros que Mañach escribió por aquellos años: "Filosofía del quijotismo" (1950), "Para una filosofía de la vida" (1951), "El espíritu de Martí" (1952), "El pensamiento de Dewey y su sentido americano" (1953). No son muchas las alusiones a Middlebury que dejó escritas Mañach pero hay una, por lo menos, que refleja con bastante nitidez el valor que otorgó a dichas estancias veraniegas.


Una de las obsesiones de Mañach, a lo largo de toda su carrera intelectual, fue el diálogo entre la cultura hispanoamericana y la cultura norteamericana. Luego de un periodo ligeramente arielista, que puede detectarse en ensayos como "La crisis de la alta cultura en Cuba" (1924), "Indagación del choteo" (1928), la biografía "Martí, el apóstol" (1934) e, incluso, las prosas de "Historia y estilo" (1944) y "Pasado vigente" (1946), Mañach se internó en una ardua reflexión sobre las posibilidades de comunicación entre las tradiciones intelectuales hispánicas y anglosajonas. Resultado de esa deriva arqueológica fueron sus lecturas de los pensadores norteamericanos de fines del siglo XIX (Thoreau, Emerson, Alcott…), que había admirado José Martí y que tanto influyeron en el republicanismo de este, y de los filósofos pragmáticos de las primeras décadas del siglo XX: Charles Peirce, William James y, sobre todo, John Dewey.


A la obra del último filósofo de aquel linaje, John Dewey (1859-1952), dedicó Mañach el ensayo "El pensamiento de Dewey y su sentido americano", que se editó poco después de la muerte del pensador norteamericano, en La Habana, por la editorial de la UNESCO. En los años siguientes Mañach hizo algunos ajustes a su estudio, que se publicaría en forma definitiva por la editorial Taurus, en Madrid, en 1959, bajo el título de "Dewey y el pensamiento americano". La tesis central del escrito de Mañach era que el pragmatismo y el instrumentalismo no debían verse como corrientes contrarias al espiritualismo hispánico, ya que las mismas poseían un trasfondo moral y pedagógico, que aunque de inspiración puritana, entraban en diálogo con la tradición católica española. La defensa deweyana de la educación y de la democracia, como medios reproductores de la libertad humana, según Mañach, tenía desconocidos antecedentes en la obra de filósofos cubanos del siglo XIX como Félix Varela, José de la Luz y Caballero y Enrique José Varona, quienes, a su vez, se inscribían en las corrientes más reconocibles del pensamiento peninsular e hispanoamericano de aquella centuria.


Mañach tenía muy presente en su ensayo que John Dewey había nacido en Burlington, Vermont. Las dos fuentes de la filosofía del autor de "Experience and Nature" (1925) eran el puritanismo y el pionerismo, la ética protestante y el espíritu de frontera. Ambos, a su juicio, eran todavía reconocibles en el Middlebury de mediados del siglo XX, cuando la Escuela Española de Verano se llenaba de profesores peninsulares e hispanoamericanos. Mañach comenzaba su ensayo con una evocación de Middlebury College y llegaba a fabular con la posibilidad de haber visto al anciano Dewey, sentado en una banca de Burlington, fumando su pipa. Sirvan estas primeras páginas de "Dewey y el pensamiento americano" (1959), para constatar la importancia que los cursos de verano de la Escuela Española tuvieron para el ensayista cubano.




martes, 2 de agosto de 2011

Morir con Lichi


La muerte de Lichi, como llamamos sus amigos al escritor cubano Eliseo Alberto de Diego y García Marruz (La Habana, 1951-México D.F., 2011), produce un dolor seco y sordo. Un dolor que no cesa ni amaina, que parece instalarse para siempre en nuestro interior. Un dolor que nos cambia, que nos regresa distintos al mundo, luego de una terrible sacudida. Nadie que haya sido amigo de Lichi -y somos muchos los que nos dejamos tocar por la magia de su nobleza y su ingenio- será el mismo después del domingo 31 de julio de 2011.

Escribir sobre la persona o la obra de Eliseo Alberto ha tenido para mí la dificultad de no poder deslindar el afecto y la admiración. La admiración que sentí por su persona y por su obra fue, de hecho, el origen de una amistad que el exilio convirtió en hermandad. Quería a Lichi porque lo admiraba, porque era uno de esos escritores que, para conocerlo verdaderamente, no basta con leerlo. A Lichi había que leerlo, pero también escucharlo y observarlo, verlo respirar, reír o llorar. Sus novelas y sus crónicas comenzaban o terminaban fuera de las páginas, en una conversación, una mirada o un silencio.

A pesar de que mis juicios sobre su obra han tenido siempre un acento afectivo, puedo ubicar racionalmente dónde reside mi admiración por el autor de Informe contra mí mismo. Podría decirse, incluso, que la literatura, a pesar de lo central que fue en nuestra amistad, no era la fuente de esa admiración. Lo que admiré en Lichi fue la honestidad emocional, esa voluntad de ser leal a sus emociones, de darles salida con tanto humor y bondad, con tanta inteligencia y ternura.

Sólo alguien leal a sus emociones puede escribir libros como las memorias Informe contra mí mismo o las crónicas de Dos cubalibres y La vida alcanza o las novelas La eternidad por fin comienza un lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte o El retablo del Conde Eros. En la memoria, en la crónica o en la ficción, había un trasfondo espiritual que tomaba forma en la escritura por medio de la fidelidad a las pasiones. Una lealtad, con frecuencia agónica, que lograba hacerse visible luego de un forcejeo con demonios y fantasmas.

Es esa honestidad sentimental la que hizo del hijo de Eliseo Diego uno de los escritores más representativos de la nueva diáspora cubana. Lichi fue, junto con Jesús Díaz y Raúl Rivero, una de las voces más reconocibles de un tipo de crítica al sistema político de la isla, escrita desde la ausencia de rencor y revanchismo. Una crítica en la que la condición del exilio no se erigía en lugar de superioridad ideológica o pureza moral, sino en espacio de respetuosa discordancia.

Recuerdo los dos últimos años de Lichi, desde que le fue diagnosticada su crónica insuficiencia renal, en el verano de 2009, y el trasplante del pasado 18 de julio de 2011, y me percato de un aspecto de su personalidad, poco visible desde lejos: esa honestidad tenía un fuerte componente de valentía. Lichi, que se decía cobarde y que fue tan malcriado e irresponsable con su salud, enfrentó la enfermedad con un coraje que sólo se da en quienes tienen sus emociones a buen recaudo.

Luego de un breve periodo de melancolía, que como en su padre era atributo de su naturaleza, recuperó el ánimo y se puso a escribir su novela inconclusa. Se trata de una ficción que atravesaba las biografías de tres deportistas cubanos de las primeras décadas del siglo XX: el ajedrecista José Raúl Capablanca, el esgrimista Ramón Fonst y el boxeador Kid Chocolate. Lo que más le atraía de los tres personajes era la mezcla de arrojo, elegancia y tragedia. Tres tristes valientes, tres enamorados de la belleza y de la muerte.

No puedo dejar de asociar con esa valentía la resolución con que decidió someterse a un delicadísimo trasplante. Tampoco puedo dejar de advertir en esa fuerza de última hora lo que este maravilloso pecador logró preservar de la fe católica que le enseñaron sus padres. Él también, a su manera, creyó en el Dios hogareño y afectuoso de la calzada de Jesús del Monte. A Lichi no le gustaban las despedidas -"bueno, adió", decía cuando una conversación telefónica empezaba a aburrirlo- y se fue sin despedirse. Se fue con ganas de vivir, con la ilusión de una nueva novela y una nueva vida. Así será más fácil recordarlo.




jueves, 28 de julio de 2011

Pensar los fragmentos


En vano he buscado -en primera y rápida búsqueda, desde luego- un buen estudio sobre el poemario Fragmentos a su imán (1976) de José Lezama Lima para acompañar su relectura este verano. Existen sendos prólogos a las ediciones cubana y mexicana de ese cuaderno, de Cintio Vitier y Octavio Paz, y algunas observaciones aisladas de críticos como Roberto Tejada, el traductor al inglés. Sin embargo, a diferencia de otras obras poéticas, narrativas o ensayísticas de Lezama, como Muerte de Narciso, Paradiso o La expresión americana, Fragmentos a su imán no es un libro bien estudiado.

Este último cuaderno de Lezama posee una personalidad tan definida como cualquiera de los libros de prosa y ficción mencionados. No precisamente por ser el último, sino por el parcial abandono de la estructura lírica de poemarios previos y por la exploración de mundos afectivos que lo distingue,
Fragmentos a su imán podría ser el cuaderno más discernible de Lezama. Aquel en que la presencia del poeta y el sentido de su poesía dialogan con mayor fluidez.


A diferencia de
Enemigo rumor, La fijeza o Dador, Fragmentos a su imán es un poemario fechado. El tiempo histórico en que fueron escritos los poemas que lo integran -el periodo que va de 1971 a 1976-, que coincide, a su vez, con la mayor sovietización del socialismo cubano y con el mayor el ostracismo del poeta, es, de hecho, un personaje del propio cuaderno. Lezama debió haber escrito el año de escritura de cada poema con plena conciencia de que aquellas composiciones sólo podían ser hijas de aquellos años.


Los mundos afectivos que invoca Lezama en Fragmentos a su imán -la familia, los amigos, la guerra y la muerte- conforman las dos mitades de un final escindido. De un lado, la batalla cotidiana del escritor bajo la Cuba soviética, legible en poemas como "El suplente", "Aquí llegamos", "Atraviesas la noche", "Discordias" y Enemigos" o las varias imágenes de la muerte que se superponen en "Doble noche", "¿Y mi cuerpo?" o "El pabellón del vacío". Del otro, el aferrarse a la familia, su madre recordada, su esposa María Luisa, a quien está dedicado el cuaderno, su hermana Eloísa -"la hermana que se fue, la madre que se durmió en una nube frente a la ventana"- y a sus amigos: Fina García Marruz y José Triana, Reynaldo González y Reinaldo Arenas, Víctor Manuel y Juan David, Virgilio Piñera y Luis Martínez Pedro, Octavio Paz y María Zambrano.


No habría que forzar demasiado la lectura para encontrar en esa comunidad afectiva invocada por Lezama el gesto de quien desafía, con elegancia, el cerco de soledad que le tiende el poder. Algunas de aquellas personas, como Piñera, Paz o Arenas, eran, como el propio Lezama, marginados o enemigos. En la política de la amistad de ese último Lezama encontramos una forma de resistencia vital, aquella que no apela a la ideología o la moral sino a la libertad del afecto para defender su lugar en la literatura.


Fragmentos a su imán es el cuaderno que, poéticamente, anuncia la muerte de Lezama y, a la vez, el que verifica una renovación trunca de su escritura. Es inevitable asociar algunos desplazamientos hacia una poesía más narrativa, que se leen en "Una fragata, con las velas desplegadas…" o en "Dos familias", y el ejercicio conversacional del poema "Estoy", con el contacto de Lezama con las nuevas generaciones de poetas cubanos, de quienes aprendió a liberar su poesía de sí mismo, como sólo saben aprender los verdaderos maestros:




Estoy


Estoy en la primera esquina de la mañana,
miro a todas partes y comprendo que no es la nada

con su abrigo de escarcha.

Es la mañana de las espinas,

me detengo con la respiración entre dos piedras.

Contemplo un hombre saboreando una espina de pescado.

Brillan como la luna, las espinas, los dientes,

las uñas.

El pescado vuelve a hundirse en el bolsillo hundido.

¿Las espinas del pescado

serán la primera forma en que se hace visible la nada?

¿La espina tocada por la luna es la nada?



Paso a la otra esquina,

una muchedumbre de ciempiés va brotando en una oficina

destartalada. Las voces se confunden

y llegan al oído como una última ola.

Un gordezuelo se dirige a mi rincón.

No puedo decir si me habla.

La nada se agitaba en mi boca

como un bulto forrado,

como una papilla que crecía

como si quisiera salir por la nariz.

Mascar, el buey de nieblas, la nada…..

lunes, 25 de julio de 2011

Nicolás Guillén y la ilustración comunista





La crítica asocia tradicionalmente la entrada de Nicolás Guillén a la literatura cubana con la transcripción del habla de los negros y los mulatos habaneros a las formas clásicas de la versificación en castellano, que se opera en "Motivos de son" (1930) y "Sóngoro cosongo" (1931). En el prólogo a este segundo cuaderno, Guillén sugería, de hecho, que la "repugnancia" que sus poemas podían causar entre algunos lectores blancos -"espíritus puntiagudos", decía, que "han arribado a la aristocracia desde la cocina, y tiemblan en cuanto ven un caldero"- se originaba en esa infiltración de voces populares en el lenguaje culto de la poesía.

En ambos cuadernos y en el prólogo, Guillén defendía, como es sabido, la "mulatez" de su poesía como correlato de la propia "mulatez" de la nacionalidad cubana. Sin embargo, en los poemas de "Motivos de son" y "Sóngoro cosongo" y en el citado prólogo a este último, se establecía una constante distinción de negros, negras, mulatos y mulatas. En el prólogo, por ejemplo, afirma que el "espíritu de Cuba es mestizo" y, en una rearticulación del republicanismo martiano, dice que de ese espíritu saldrá el "color definitivo", el "color cubano". Más adelante, en cambio, insiste en que en Cuba aparecerá una "cabal poesía criolla" cuando se abandone el "olvido del negro".

En "Motivos de son" y en "Songoro cosongo" la distinción entre negros y mulatos -o entre lo negro y lo mulato- está puesta en función, en buena medida, de lo que podríamos llamar una ilustración comunista. Guillén regaña al "negro bembón" porque se pone bravo cuando así lo llaman, porque no trabaja, su mujer lo mantiene y anda vestido como dandy. En otro poema, un negro le reprocha a la mulata que se crea "tan adelantá", cuando su boca "e bien grande y su pasa, colorá". En otro, es la negra la que exige a su negro que busque trabajo y gane "plata" porque está "a arroz con galleta" y no puede comprar "sapato nuebo".

Hay aquí un poeta que dota de identidad a su comunidad, que la representa, pero que a la vez la critica en aquellos valores y costumbres que, a su juicio, no se avienen con la moral comunista: el ocio, la vagancia, la prostitución o la falta de conciencia nacional, como en el célebre "Tú no sabe inglé". No sería difícil encontrar en los elementos ilustrados de esa pedagogía poética algunos de los tópicos racistas que circulaban entre las élites blancas republicanas, aquellos falsos aristócratas que Guillén "no incluía en su temario lírico".

domingo, 24 de julio de 2011

La pirámide deshabitada



El poema "En el teocalli de Cholula", del poeta romántico cubano José María Heredia (1803-39), escrito durante su largo exilio mexicano, es un documento propicio donde leer las ambivalencias del primer republicanismo hispanoamericano. Heredia aplica en el mismo la habitual contraposición entre la "belleza del físico mundo" y el "horror del mundo moral", señalada en el "Himno del desterrado" y otros poemas suyos, y celebra, no la arquitectura de la pirámide sino el paisaje que la rodea: cañas, pinos, naranjos y plátanos y los volcanes nevados del valle, el Iztaccihuatl, el Popocatepetl y el Orizaba.

Ya enfocado en el teocalli, todas sus observaciones de la civilización mexica están referidas a la "barbarie" de la misma: guerra, sangre, violencia, superstición, sacrificios. Habla Heredia de "gritos", de "agonizantes víctimas", de "horrendos alaridos", de "impíos sacerdotes" y de "corazones sangrientos". La visión de Heredia de la cultura prehispánica, como se observa en ese y otros poemas y, acaso, en la novela "Xicoténcatl", de su autoría según Alejandro González Acosta y otros estudiosos, está más cerca de los ilustrados europeos que despreciaban el mundo prehispánico que de los padres jesuitas (Clavijero, Alegre, Viscardo Guzmán…) que defendieron el legado indígena.

El teocalli, casa de Dios en nahuatl, estaba deshabitado. El poeta romántico buscaba un idilio en el pasado, pero no lo encontraba. El paraíso perdido de Heredia carecía de localización histórica. Se acercaba, pero no eran las antiguas Grecia y Roma. Tampoco lo eran Egipto o Tenochtitlan. Su melancolía republicana tenía como fundamento la creencia en una época dorada, que era imposible asociar a un periodo histórico de la humanidad: "todo perece/ por ley universal. Aun este mundo/ tan bello y tan brillante que habitamos,/ es el cadáver pálido y deforme/ de otro mundo que fue…"

sábado, 23 de julio de 2011

Del símbolo a la alegoría




El segundo cuaderno de José Martí, “Versos sencillos” (1891), escrito en plena inmersión del líder político en la organización de una nueva guerra separatista en Cuba y luego de haber alcanzado una gran familiaridad con la cultura norteamericana, desde su exilio en Nueva York, apela a varios significantes distintos a los que predominan en “Ismaelillo” (1882).

El poema XXIX, por ejemplo, que dice “la imagen del rey, por ley,/ lleva el papel del Estado:/ el niño fue fusilado/ por los fusiles del rey./ Festejar el santo es ley/ del rey: y en la fiesta santa/ ¡la hermana del niño canta/ ante la imagen del rey!”, nos coloca frente al núcleo jurídico y teológico de las monarquías absolutas.

Si en aquel primer cuaderno eran recurrentes las imágenes monárquicas –castillos, reyes, príncipes, caballeros-, en este el republicanismo martiano no da tregua a cualquier forma de despotismo: monarquías, dictaduras o tiranías. El tirano –del que debe “decirse todo” y a quien se “clava con furia de mano esclava sobre su oprobio”- es un enemigo en “Versos sencillos”.

Junto al tirano, el otro rival que erige Martí en “Versos sencillos” es el obispo. Son varios los poemas anticlericales de este cuaderno y en alguno no es imposible encontrar rastros de la lectura que pudo haber hecho Martí de “The Bible in Spain” (1843), el hilarante libro del viajero inglés, George Borrow, en el que se narraban las extravagancias del dogmatismo católico en España.

Pero el mayor desplazamiento del significante tal vez haya que encontrarlo en algunos poemas enigmáticos en los que Martí pasa del símbolo a la alegoría. Desde una perspectiva simbólica, toda la poesía de Martí, como ha visto Iván Schulman en su gran estudio “Símbolo y color en la obra de José Martí” (1970), posee una notable coherencia. Sin embargo, en algunos poemas de “Versos sencillos”, al pasar del símbolo a la alegoría, Martí se interna en una zona exclusiva de la literatura del siglo XIX, transitada por Edgar Allan Poe, Herman Melville y otros escritores norteamericanos.

Pienso, por ejemplo, en el XII, donde Martí narra un paseo en bote en el que se topa con un “pez muerto, un pez hediondo” y, sobre todo, en el XIII y el XXXII, dos de los poemas más intrigantes de la poesía cubana. El primero reconstruye una visión nocturna en la que una iglesia newyorkina aparece en forma de búho, mientras graznan una cigarra y un búho. El segundo ofrece otra visión:

Por donde abunda la malva

Y da el camino un rodeo,

Iba un ángel de paseo

Con una cabeza calva.


Del castañar por la zona

La pareja se perdía:

La calva resplandecía

Lo mismo que una corona.


Sonaba el hacha en lo espeso

Y cruzó un ave volando:

Pero no se sabe cuándo

Se dieron el primer beso


Era rubio el ángel, era

El de la calva radiosa,

Como el tronco a que amorosa

Se prende la enredadera.


Martí parece referirse a una pareja, un ángel rubio, tal vez una mujer -como el "Angel of the Waters" del Central Park-, y un calvo, que se funden en un beso, al punto que en la última estrofa alude a ambos como una misma persona. El tono narrativo y enigmático es, sin embargo, el de relatos alegóricos como los que abundan en la literatura medieval francesa, italiana y española y que observamos todavía en “Laberinto de Fortuna” de Juan de Mena y “La Divina Comedia” de Dante Alighieri. Martí, quien en sus “Cuadernos de apuntes” hizo varios ejercicios de escritura alegórica, se familiarizó con ese tono leyendo a escritores norteamericanos del siglo XIX como Poe y Melville.