Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 21 de octubre de 2011

Tres novelas violentas








En los últimos años han llegado a mis libreros tres novelas colombianas: El olvido que seremos (2005) de Héctor Abad Faciolince, El país de la canela (2008) de William Ospina y El ruido de las cosas al caer (2011) de Juan Gabriel Vásquez. Sus lecturas me han confirmado la impresión de que la narrativa colombiana es una de las más virtuosas y ricas de la literatura hispanoamericana actual. El lector que se deja llevar a mundos tan distantes como la conquista del Amazonas por Pizarro, los orígenes del narco-imperio de Pablo Escobar y la violencia política en la Medellín de fines del siglo XX, sale de la lectura agradecido con sus cicerones.
Abad (1958), Ospina (1954) y Vásquez (1973) son escritores muy distintos, aunque relacionables más allá de que los tres hayan nacido en Colombia. La diferencia más notable, desde un punto de vista poético, sería aquella que describe a Ospina como un autor cercano a las tradiciones canónicas del boom, especialmente de Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier, mientras localiza a Abad y Vásquez en una deriva del realismo, más deudora de Fernando Vallejo que de cualquier otro novelista colombiano contemporáneo. No es imposible, sin embargo, distinguir las fuentes del realismo de estos dos narradores, a pesar de sus temáticas vecinas.
Al margen del cúmulo de distinciones estéticas o intelectuales que puedan hacerse, estas tres novelas aventuran nuevas maneras de narrar la violencia latinoamericana. La vieja violencia de la conquista española del Amazonas, especialmente cuando ésta llega a los Andes y choca con el imperio incaico, alcanza en la mirada de Ospina una reconstrucción tan lírica como angustiosa. Pero la muerte en las calles de Bogotá o de Medellín, a manos de un par de sicarios en motocicleta –escena atroz que se reitera en las novelas de Abad y Vásquez, con el triste detalle de que en el primer caso alude al asesinato del padre del autor- coloca la violencia fuera de cualquier estetización histórica.
A la manera de Russell Jacoby, en su más reciente ensayo Bloodlust. On the Roots of Violence from Cain and Abel to the Present (2011), podríamos distinguir la violencia en Ospina de la violencia en Abad y Vásquez. La primera sería, en plena continuidad con las estrategias intelectuales del realismo mágico, la violencia de la civilización europea contra el "otro" latinoamericano. La segunda, en cambio, es la violencia de los latinoamericanos contra sí mismos: los narcotraficantes, en el caso de Vásquez, y las bandas paramilitares, enemigas de los activistas de los derechos humanos, en el caso de Abab Faciolince.
Cualquier jerarquía moral o medición temporal entre esas violencias es inútil e injusta. Para algunas comunidades de la región, la conquista sucedió ayer. Sus pérdidas están tan vivas en la memoria como las de cualquier víctima de la violencia latinoamericana actual. En todo caso, como advierte Jacoby, la violencia entre semejantes agrega al dolor una cotidianidad o una intimidad aterradoras. Por ser más familiar, esa violencia tiende a naturalizarse con más facilidad que la violencia entre extraños. Lamentablemente, en la América Latina de hoy, donde son infrecuentes los conflictos internacionales y las invasiones foráneas, este segundo tipo de violencia, el cainita y doméstico, se naturaliza año con año.





domingo, 16 de octubre de 2011

25 slogans de la indignación







La Jornada, Público y El País de hoy ofrecen una buena antología de los slogans que se corearon ayer en las manifestaciones de los “indignados” en varias capitales de Europa y América. Reproduzco 25 de ellos con el ánimo de avanzar en una comprensión de la ideología –o las ideologías- de este movimiento pacífico de ciudadanos globales. Sólo adelanto que no es azaroso que las protestas se hayan producido en ciudades, como Madrid, Barcelona, Roma, París, Berlín, Londres, Nueva York, México D.F., Sao Paulo, Bogotá o Buenos Aires, con esferas públicas abiertas y una ciudadanía involucrada en los asuntos de su comunidad.

“Queremos escuelas y hospitales. No queremos militares. Ser soldado o policía, vida de porquería”
“El que la hace la paga. Banqueros a la cárcel”
“Europa de gentes, no de mercaderes”
“Derecho a techo. Justo precio”
“Está claro quién se ha llevado mi queso”
“Me sobra mes al final de sueldo”
“Así, no”
“Rebeldes sin casa”
“Lo llaman democracia y no lo es”
“Democracia real, ya”
“Recortad a los banqueros y al clero”
“No hay pan para tanto chorizo”
"Dictadura de los mercados, no”
“We are the 99%”
“How about a maximum wage?”
“Break the chains. From Liberty abolish”
“The End is Nigh”
“0% interest in people”
“Indignez Vous!”
“I am 99% human”
“Chase! Give our money back. 92.7 billion!.
“No standardized education”
“Shame on Treasure Island”
“Capitalism is organized crime”
“People of the world, rise up!”

Las últimas consignas tienen ecos de la tradición comunista, pero este movimiento parece promover otro tipo de anticapitalismo –o, lo que es lo mismo, otro tipo de capitalismo. Lo que rechaza la mayoría de los indignados no es la economía de mercado en sí sino la reducción del Estado de Bienestar por obra de las políticas económicas monetaristas y desreguladoras, que han predominado a nivel global en las dos últimas décadas. El grito de “democracia real ya” no es la solicitud de un partido único sino la demanda de combinación virtuosa de elementos representativos y participativos en las democracias actuales.
Hace unos días lo decía Slavoj Zizek en Manhattan: la intervención ciudadana de Wall Street es símbolo de una lucha pacífica contra las prácticas inhumanas del capitalismo financiero, no la antesala de una nueva toma del Palacio de Invierno, que conducirá a la repetición del fracaso comunista. Quienes impugnan ese capitalismo financiero son sujetos que aprendieron la lección histórica de los totalitarismos del siglo XX. El sustrato afín a un malestar tan diverso no es la demanda de una economía planificada sino la exigencia de un Estado que no se desentienda de las necesidades básicas de la mayoría de la población.

sábado, 15 de octubre de 2011

El soneto 29 de Shakespeare por Rufus Wainwright y Robert Wilson



When, in disgrace with fortune and men's eyes,
I all alone beweep my outcast state
And trouble deaf heaven with my bootless cries
And look upon myself and curse my fate,
Wishing me like to one more rich in hope,
Featured like him, like him with friends possess'd,
Desiring this man's art and that man's scope,
With what I most enjoy contented least;
Yet in these thoughts myself almost despising,
Haply I think on thee, and then my state,
Like to the lark at break of day arising
From sullen earth, sings hymns at heaven's gate;
For thy sweet love remember'd such wealth brings
That then I scorn to change my state with kings.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Más allá de la estación de Finlandia



Decíamos, hace unos días, que algo que une a Mariátegui, Benjamin y Gramsci, es la importancia que estos tres marxistas dieron a las vanguardias literarias y la autonomía intelectual. Esa actitud debió enfrentarlos, inevitablemente, con la filosofía del marxismo-leninismo y con la política cultural del estalinismo, ya que estos últimos, al sostener la institución del partido único y la ideología de Estado, eliminaban las condiciones de posibilidad del arte vanguardista y de la sociabilidad independiente entre artistas y escritores.
No por gusto, en sus ensayos, Mariátegui celebraba que los ultraístas se sirvieran tan libremente de la tradición y hasta se proclamaran herederos del Martín Fierro, que Jorge Luis Borges, un “escritor saturado de occidentalismo y modernidad, adoptara frecuentemente la prosodia popular” o que elogiara la “independencia” de Manuel González Prada, José María Eguren, César Vallejo, Alberto Hidalgo, Magda Portal y casi todas las grandes figuras del modernismo y la vanguardia peruana. Para Mariátegui, el marxismo tenía que ver con la autonomía estética e ideológica, no con la dirección política de la cultura desde la burocracia de un partido comunista.
Benjamin, Gramsci y Mariátegui serían sólo algunos de los primeros marxistas del siglo XX que entendieron de esa manera la literatura. Luego de ellos vendrían escritores entrañables como el norteamericano Edmund Wilson, lector de Valéry y Eliot, Proust y Joyce, Hemingway y Faulkner, Scott Fitzgerald y Nabokov, quien idealizó la llegada de Lenin a la estación de Finlandia como el arribo de toda la tradición redentorista de la filosofía moderna, que acompañaría el cambio cultural emprendido por la Revolución de Octubre.
Después de Wilson, las mejores aproximaciones del marxismo a la teoría literaria han provenido de escritores antiestalinistas o críticos del totalitarismo comunista. La obra del marxista británico Raymond Williams, ligado a la Escuela de Birmingham, hace palidecer, por ejemplo, a su admirado maestro, el húngaro Georg Lukács, quien apostó todo al realismo o a la “peculiaridad de lo estético”. Lo mismo podría decirse de la ventaja que Jacques Rancière le saca, hoy en día, a Jean Paul Sartre, en estudios literarios como La palabra muda (1998).
Mientras más lejos está, ideológicamente, del marxismo-leninismo, más recursos críticos posee el marxismo occidental para pensar el arte literario. Mientras más consciente es de la importancia de la autonomía intelectual para el logro de una literatura de vanguardia, más eficaz es su aprovechamiento de la teoría de la historia desarrollada por Marx. Para que el marxismo lograra esa plenitud crítica, deseada por Mariátegui, fue preciso que el noble sueño de la estación de Finlandia se trocara en la pesadilla del gulag.

jueves, 6 de octubre de 2011

Retrato del marxista latinoamericano

Una buena prueba del atractivo intelectual del marxismo como teoría de la historia social y del capitalismo moderno es que, a pesar de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre América Latina, esta región se convirtió, en el último siglo, en una de las zonas del mundo con más marxistas per cápita. Lo que Marx y Engels pensaron sobre Bolívar, Haití, México o la expansión territorial de Estados Unidos fue relativizado o desconocido –los textos de Marx y Engels sobre América Latina no circularon plenamente hasta la edición de los mismos en las editoriales mexicanas Siglo XXI y Cuadernos del Pasado y el Presente en los 70- por varias generaciones de comunistas latinoamericanos.
Un siglo de marxismo latinoamericano es tiempo suficiente para observar las luces y sombras de esa tradición. Podemos recorrer con la vista los nombres fundamentales del marxismo en cada nación latinoamericana (Juan B. Justo, Luis Emilio Recabarren, Aníbal Ponce, Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Ernesto Guevara, Roque Dalton, Nahuel Moreno, Fernando Martínez Heredia…) y, más allá de cualquier preferencia doctrinal o política, se hace difícil cuestionar la creatividad y el refinamiento que, dentro de esa tradición, distinguieron al peruano José Carlos Mariátegui (1895-1930). No hay otro marxista latinoamericano que haya alcanzado tal mezcla de originalidad y autonomía.
En Mariátegui, a diferencia de tantos discípulos de Moscú, el marxismo no era una terminología impostada sino un lenguaje incorporado y recreado. Como el escritor de vanguardia que fue, este ensayista peruano sumó el marxismo como un referente más de una escritura que pocas veces se ve colonizada por la jerga del materialismo histórico o dialéctico. Para Mariátegui esa autonomía no fue, únicamente, una cuestión de estilo, fue, ante todo, un asunto de independencia intelectual. Esa asunción del marxismo desde un lugar vanguardista y autónomo se produjo durante su estancia en Europa, entre 1918 y 1923, cuando recorrió Italia, Alemania, Francia, Austria, Checoslovaquia y Bélgica y, sintomáticamente, no visitó la Unión Soviética.
La elegancia estilística e ideológica del marxismo de Mariátegui se lee en las primeras páginas de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928). El exergo que escoge es nada menos que de ese demonio del irracionalismo burgués que, según Moscú, fue Friedrich Nietzsche, en Der Wenderer und sein Schatten (El caminante y su sombra), que lo conecta con la defensa del sentido fragmentario de la escritura, que también podríamos encontrar en otros dos marxistas europeos, contemporáneos suyos, Antonio Gramsci y Walter Benjamin: “ya no quiero leer a ningún autor en el que se advierta su intención de hacer un libro, sino a aquellos cuyos pensamientos se convirtieron espontáneamente en un libro”.
Luego, en la “Advertencia”, la autonomía intelectual de Mariátegui vuelve a sorprendernos. Cita de nuevo a Nietzsche y dice que, como este, “quiere meter toda su sangre en sus ideas” y se defiende del cargo de “europeizante” que algunos le levantan. Su defensa no se inspira en José Martí o en José Enrique Rodó sino ¡en Domingo Faustino Sarmiento!, el gran liberal argentino, admirador de Estados Unidos: “he hecho en Europa mi mejor aprendizaje. Y creo que no hay salvación para Indo-América sin la ciencia y el pensamiento europeo u occidentales. Sarmiento, que es todavía uno de los creadores de la argentinidad, fue en su época un europeizante. No encontró mejor modo de ser argentino”.
A tono con esta entrada, el debate con el liberalismo latinoamericano que sostiene Mariátegui en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928) es de una cortesía asombrosa. En los temas centrales, que son los de la tierra y el indio, el marxista peruano apuesta por un reparto agrario radicalmente distinto al liberal, ya que propone el reconocimiento de la propiedad comunal, en la línea constitucional abierta por la Revolución Mexicana. Pero aún en medio de su polémica con el liberalismo no desprecia nunca lo que éste avanzó en materia de educación laica y hasta admite que una reforma agraria de tipo liberal, basada en la pequeña o la mediana propiedad, que limite el latifundismo, no carece de ciertas ventajas.
El ejemplo que tiene en mente es el de las reformas agrarias liberales y “antibolcheviques” que se emprendieron en algunos países de Europa del Este –Checoslovaquia, Rumanía, Hungría, Polonia-, luego de la Revolución de Octubre, y que él conoció durante sus viajes. Sin embargo, Mariátegui contrapone esas experiencias de reparto agrario, no a la colectivización soviética, sino a la restitución y dotación de ejidos demandadas por Emiliano Zapata y los revolucionarios mexicanos, con las que él simpatiza y que son las que considera adecuadas para las comunidades indígenas y campesinas del Perú. Tan sólo este pasaje de los Siete ensayos es suficiente para retratar la herejía marxista de Mariátegui:

“Para quienes se mantienen dentro de la doctrina demoliberal –si buscan de veras una solución al problema del indio, que redima a éste, ante todo, de su servidumbre- pueden dirigir la mirada a la experiencia checa o rumana, dado que la mexicana, por su inspiración y su proceso, les parece un ejemplo peligroso. Para ellos es aún tiempo de propugnar la fórmula liberal. Si lo hicieran, lograrían, al menos, que en el debate del problema agrario provocado por la nueva generación, no estuviese del todo ausente el pensamiento liberal, que, según la historia escrita, rige la vida del Perú desde la fundación de la República”.

lunes, 3 de octubre de 2011

Releer a Kautsky





En el valiente libro La imagen de América en el marxismo (2005), Arturo Chavolla se interna en el delicado tema de las visiones eurocéntricas de Marx y Engels sobre Latinoamérica y lo hace, a diferencia de José Aricó y otros estudiosos del asunto, sin ese exceso de ponderaciones y llamados al contexto que tienden, por lo general, a disculpar a Marx y a Engels por sus juicios. Las conclusiones de Chavolla son tajantes:

“Para Marx, los pueblos latinoamericanos no tenían ni dirección ni destino ni historia, todo lo cual los convertía de alguna manera en pueblos “inmóviles”, donde no acontecía nada importante, y donde sólo podían nacer hombres superficiales e incapaces que, según Engels, fueron hechos a partir de los “residuos de los pueblos”, sin futuro, sumergidos en un mundo irracional”.

Esa visión eurocéntrica de América Latina, por parte de los fundadores del marxismo, según Chavolla, demostraba su mayor limitación a la hora de comprender el problema colonial. Un tema que, junto con el de los nuevos imperialismos, se debatió con intensidad en el seno de la Segunda Internacional y, especialmente, durante el Congreso de Stuttgart, en 1907. La percepción que trasmite Chavolla de los mismos es muy distinta a la que construyeron Lenin y Trotski y que luego vulgarizaría Stalin.
Lenin, como es sabido, se enfrentó a las ideas del socialdemócrata germánico Karl Kautsky, nacido en Praga en 1854 y muerto en Ámsterdam en 1938, quien había estado muy cerca de Engels durante su estancia en Londres y había redactado el Programa de Erfurt, que estableció las posiciones de la socialdemocracia alemana durante la Segunda Internacional. Pero las críticas teóricas de Lenin a Kautsky –siempre fue así en Lenin, la teoría, máscara de la práctica- tenían como telón de fondo las diferencias entre ambos líderes sobre la actuación del movimiento obrero ante la Primera Guerra Mundial, la democracia parlamentaria y la dictadura del proletariado.
En varios textos, “El imperialismo, fase superior del capitalismo” (1916), El Estado y la Revolución (1917) y, finalmente, en “La revolución proletaria y el renegado Kautsky" (1918), respuesta a su vez al folleto de Kautsky, “La dictadura del proletariado” (1918), que resumía las críticas de este último al proyecto bolchevique, Lenin calificó al líder socialdemócrata como “social-imperialista” –entre tantos epítetos menos elegantes- y relacionó su equivocada comprensión de la Revolución de Octubre y la dictadura del proletariado con una interpretación difusa de fenómenos históricos contemporáneos como el imperialismo y los procesos coloniales.
Sin embargo, en su libro, Chavolla nos cuenta otra historia. En el Congreso de Stuttgart, por ejemplo, fue Kautsky quien se enfrentó a los que él mismo -no Lenin- bautizó como “social-imperialistas” (Van Kol, David, Bernstein…), quienes, a pie juntillas, seguían el eurocentrismo de Marx y Engels para sostener que los procesos de liberación nacional en las colonias tenían poco valor para la causa comunista por la escasa industrialización de las mismas. En trabajos como “La vieja y la nueva política colonial” (1907) y “Socialismo y política colonial” (1907), escritos al calor de los debates de Stuttgart, Kautsky anotaba:

“Si la moral capitalista estableció que es en beneficio de la civilización y de la sociedad que las clases y las naciones atrasadas sean sometidas, la moral proletaria afirma, por el contrario, que es en aras de la civilización y de la sociedad que todos los oprimidos se liberen de las cadenas que les han sido impuestas. El proletariado, por ser la clase más oprimida, no puede romper sus cadenas sin destruir todo tipo de dominación, sin poner fin a todas las formas de dominación clasista”.

Y concluía:

“Es suficiente saber que para el triunfo completo del proletariado y la expansión del socialismo no es en lo absoluto necesario que el capitalismo llegue a los países atrasados… Sería tremendamente monstruoso que el proletariado se plantee como obligación contribuir al camino del capitalismo en su acceso a otros países, cuando éste lo combate con tanta intensidad”.

No era Kautsky, por tanto, un “social-imperialista”, como con un golpe bajo intentaba Lenin presentarlo, ni era insensible a la lucha anticolonial, como tantos de sus contemporáneos en la socialdemocracia alemana. Chavolla recuerda que en la correspondencia entre Kautsky y Engels, después de la muerte de Marx, el primero le insistía al segundo sobre lo importante que era que el marxismo desarrollara una teoría de los procesos coloniales y se identificara con las luchas de los pueblos colonizados.
Lo que Kautsky objetaba del proyecto bolchevique era la concepción de la “dictadura del proletariado” que, a su juicio, había sido mencionada pero no desarrollada por Marx. Lenin no sólo le ripostaba que Marx sí había desarrollado dicha teoría –a pesar de reconocer a regañadientes que no había nadie que conociera mejor la obra de Marx que Kautsky- sino que le atribuía el argumento de que el socialismo no podía triunfar en un país atrasado. Esto último sería cuestionable a la luz de los textos comentados.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Martí, crítico del nacionalismo alemán


Recepción tras recepción, uso tras uso, en el último siglo José Martí se ha convertido en un símbolo nacional más de los cubanos. Como la bandera o el himno, a este poeta y político del siglo XIX se le adjudican los contenidos de un nacionalismo que, sin embargo, no es legible en su obra. Martí fue, desde luego, un partidario de la soberanía nacional de la isla y un crítico del expansionismo norteamericano, pero, por su relación distante con el positivismo y el arraigo de su visión republicana de la cultura, no fue un nacionalista romántico o esencialista.
Una nota que envió a La Nación de Buenos Aires, en junio de 1885, da cuenta del rechazo de Martí por el nacionalismo romántico a la alemana que desde fines del XVIII y , sobre todo, mediados del XIX, se desarrollaba en la antigua Prusia. El punto culminante de ese nacionalismo, según Martí, podía encontrarse en las políticas impulsadas por el canciller Otto von Bismarck desde los años previos a la guerra franco-prusiana de 1871. Además del proteccionismo comercial, una de esas políticas fue la no admisión de la doble nacionalidad que, unida a una aplicación rigurosa de la leva militar, provocó que muchos jóvenes de padres alemanes emigrantes, nacidos fuera de Alemania, fueran retenidos en territorio alemán durante viajes familiares y estancias temporales en la tierra de sus antepasados.
En el pasaje que reproduzco a continuación, Martí critica tanto el proteccionismo comercial como el control, por parte del Estado prusiano, de la emigración alemana:

“¿Los alemanes naturalizados, y sus hijos en los Estados Unidos, caen de nuevo en la ciudadanía alemana? Parece que sí caen: y que tan oscuro anda el asunto, que Alemania ha sostenido como soldado a un joven hijo de alemán, nacido y educado en San Luis (Saint Louis, Misuri), que por la Constitución americana pudiera ser elegido a la Presidencia de los Estados Unidos. Bismarck gruñe, y da con la bota de hierro en el suelo, cada vez que los vapores de inmigrantes se le llevan a América, con sus gabanes de lana y sus cachuchas, la pipa en los labios, y en la mano la jarra de cerveza, a una barcada de soldados futuros, y de espaldas anchas y corazón bueno. Bismarck aborrece a los Estados Unidos. Ayer, cerraba a la carne de cerdo americana sus mercados, so pretexto de que iba enferma y dañina, cuando era la verdad que los que de comer cerdo morían, morían de haber comido el mal cerdo alemán; hoy, ya trabaja por cerrar la Alemania a los granos y el petróleo de los Estados Unidos. Y como ve con ojos hondos, y muy en las entrañas de los pueblos, desafía al norteamericano sin ningún embarazo, y vuelve a desafiarlo al día siguiente, siendo raro que, si puso la mano en un alemán, naturalizado en los Estados Unidos, o en su hijo, ablande el modo huraño y consienta en devolver a los cautivos: antes parece que se goza en negarlo de una manera brusca”.

Esta crónica de Martí debió ser leída con entusiasmo en la Argentina de Sarmiento, Mitre y Roca, donde vivían tantos inmigrantes europeos. La crítica al nacionalismo conectaba a Martí, además, con los primeros socialistas latinoamericanos (Juan B. Justo, Plotino C. Rhodakanaty, Diego Vicente Tejera…), los de fines del XIX, que rechazaron, a la vez, las formulaciones nacionalistas que provenían, tanto, de la eugenesia o el evolucionismo positivista como del espiritualismo o el modernismo hispanoamericano. Una vez más, en aquella Babel ideológica finisecular, Martí aparece como un republicano neoclásico.