Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 21 de septiembre de 2012

Viento a favor


Reproduzco a continuación el prólogo del periodista y escritor cubano, Rubén Cortés, a la edición póstuma de las crónicas de Eliseo Alberto, bajo el título Viento a favor, por la mexicana Cal y Arena.







¡Queremos tanto a Lichi!

En una ocasión, Lichi llegó al aeropuerto de la ciudad de México para tomar un avión a Italia. Pero la empleada del mostrador de la aerolínea le informó que no podía volar porque el boleto estaba a nombre de Eliseo Alberto y el que aparecía en el pasaporte que él le acababa de entregar era Eliseo Alberto de Diego García-Marruz.
--Muy bien. Muchas gracias.- respondió Lichi y se dispuso a marcharse.
--Oiga, pero ¿se va así nomás? ¡Así nomás!- exclamó la mujer, sorprendida ante la única persona del mundo que no insistía en subir a un avión.
--Usted dice que no puedo viajar. Le agradezco mucho.- Insistió Lichi con su voz apagada de asmático sin asma.
Otro, habría increpado a la empleada, llamado al gerente de la línea aérea o se habría puesto a reclamar sus derechos. Yo, por ejemplo, podría haberle apretado el cuello. Hombre ¡Italia! Comerme una verdadera pizza Margarita en la tratoría al Fontanone, del Trastevere, o extraviarme entre las serpenteantes y oscuras callejuelas de Capri, para hallarme de pronto delante de un patio con emparrados de uvas aterciopeladas y salpicado de tomates rojos, con sábanas blancas tendidas al sol argentado del Mediterráneo.
Sin embargo, Lichi dio vuelta y se alejó del mostrador hasta que la mujer, atónita, corrió a buscarlo, vencida ante el sometimiento de aquel hombre extraño. En sus dos décadas de operaria del aeropuerto jamás había conocido a alguien que aceptara con mansedumbre su descarga de rigor burocrático. “Disculpe mi actitud, señor. Puede usted pasar. Por favor”, le rogó.
Sólo entonces, el mejor novelista cubano del exilio, Premio Alfaguara de 1998 y autor de Informe contra mí mismo, accedió, muy a su pesar, a avanzar a la sala de espera y disponerse a volar 12 horas sobre el Océano Atlántico.
¿Por qué Eliseo Alberto admitió, sin más, el argumento de la empleada? ¿Por disciplina social? ¿Por qué tenía miedo a volar en avión? ¿Porque no quería viajar a Italia?
Nada de eso. Sólo es una persona para quien toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz, el legado martiano que mamó en Villaberta, su casa de profunda raigambre cubana en Arroyo Naranjo, en las afueras de La Habana, la misma donde su tío abuelo Eliseo conversaba con el Generalísimo Máximo Gómez, quien llegaba hasta allí, ya muy anciano, atravesando a caballo los potreros, desde su residencia en la Quinta de Los Molinos.
Y porque escogió un mundo propio donde vivir, un entorno alejado de los cabildeos políticos de Cuba y Miami, de las cofradías culturales y de los compadreos literarios… un universo transparente como un vaso de agua fresca y que resulta el único en el que se siente feliz.
Porque todo lo que deseaba aquella tarde brumosa de la ciudad de México era regresar a su departamento de la sureña colonia Del Valle, justo frente al Parque Hundido, para continuar una escena donde la había dejado para irse a Europa: Luna, su perrita Cocker Spaniel, dormida sobre sus costillas y él sesteando en un sofá después de dar cuenta de un tamal en cazuela con manteca de puerco, que había cocinado ese día para el pintor Pedro Luis Rodríguez Peyi, el musicólogo Carlitos Olivares, su hija María José y para mí.
“La patria es un plato de comida”, solía decir. “Yo me como mi país todos los días. Sus frijoles negros, su yuca con mojo, y una cosa que se come san Pedro en el cielo: tamal en cazuela”.
-- ¿Por qué come eso san Pedro?- le preguntó una vez el novelista español Juan Cruz.
--Porque sabe... Porque tiene buen gusto, y porque ése es un plato que une a la familia.
En otra ocasión, debía de volar a Tenerife, vía Madrid, para impartir un curso sobre guiones cinematográficos y presentar su novela El retablo del Conde Eros. Debía de estar en el aeropuerto a las cinco de la tarde, pero a las cuatro y media aún se encontraba en su departamento -con Luna en su regazo—en el entresueño del sofá, Peyi dándole masajes en su pie accidentado años atrás, Carlitos y yo leyendo por turnos, para él y en voz alta. Hasta que todos, menos él, reparamos en que era tardísimo.
--Lichito, se te va el avión.
--Lichi, dale viejo.
--Salvaje, coño.
Pero no quería irse. Salir de su casa significaba darse de bruces con lo que él llama “la soledad más espantosa del mundo”, aquella que combate “con una espada y acompañado de una tropa de amigos: es decir, cuatro o cinco. Suficientes”.
Porque Lichi es dueño, como pocos, de esa condición tan particularmente cubana de ser amigo de sus amigos, para quienes empieza a preparar desde la madrugada y con delectación de artista, unos platos laboriosos, como el tamal en cazuela de sus delicias, que lo obliga a quitarle las hojas a 15 mazorcas, picar 12 tomates, una cebolla, un ají, dos dientes de ajo y moler media cucharadita de pimienta, además de tener a punto casi dos libras de manteca y una de carne de puerco y una naranja agria.
Después ralla las mazorcas, pone las tuzas en una cazuela con agua, las exprime bien para sacarles la leche, añadirles el maíz rallado y pasarlo por un jibe. Luego, calienta la manteca en una paila, sofríe la carne hasta dorarla, rociarle el jugo de la naranja agria, revolverla bien, ponerla a escurrir y reservarla en una fuente; embutir en la manteca los tomates, las cebollas, el ají, los dientes de ajo y sofreírlos; echarle el maíz rallado y la carne de puerco, cocinarlo todo con mucha candela hasta que hirviera, y entonces volver a reducirle el fuego para sazonarlo con la pimienta molida y un poco de sal, revolver con una paleta de madera y cocinar hasta que quede bien cuajado.
Lichi lo prepara por el gusto de disfrutar, a mediodía, la manera en que sus amigos se lo comen, con una rara mezcla de paladar rumboso y ojos tristes. Porque son platos felices, pero condimentados con una nostalgia de sabores idos, que sólo existen en el ánfora mitológica de sus manos de cubano de la tradición más pura: embocaduras que te remueven las lágrimas con un sentimiento de vergel extinguido, acunados por el alma fabulante de su cocinero, que contaba y contaba historias, mientras mira cómo se los devoran, pues él casi siempre tiene apetito de gorrión.
Pero aquella tarde en que debía de volar a Tenerife, vía Madrid, fue sólo después de mucha insistencia que decidió vestirse, cepillarse los dientes, echarse colonia… todavía tardó un rato en llamar un taxi para que lo llevara al aeropuerto. Pero no habría problemas. Nadie tiene su buena fortuna: es la única persona por quien aguardan los aviones. Mientras todo el mundo debe llegar tres horas antes de abordar la nave, él llega cuando quiere y siempre lo esperan.
Durante el vuelo, le tocó sentarse junto a una niña de cinco años.
--Hola.- lo saludó ella.
--Hola, corazón.
--Tienes sueño.
--Sí, corazón.
--Duérmete, que yo te voy a cuidar. Pero tienes que taparte la cabeza con la manta. ¿Quieres que te despierte cuando lleguemos a España?
--Muy bien.- aceptó, cubriéndose según le pedía la niña, pero a sabiendas de que no pegaría las pestañas durante todo el viaje. Jamás había podido dormir en los aviones.
--Despierta. Ya despierta.- escuchaba que le hablaban, como desde el fondo de una botella, y le tocaban suavemente una mejilla.
Abrió los ojos y vio la cara risueña de la niña. El avión carreteaba por la pista en el aeropuerto de Barajas. Había dormido 12 horas seguidas. La primera oportunidad en que conciliaba el sueño entre las nubes.
De hecho, uno de los párrafos mejor logrados de El retablo del conde Eros tiene qué ver con el sueño:
 “Durmió en paz, arrullado por un sonido que en la vigilia del entresueño lo aquietaba con la delicadeza de una canción de cuna. Había olvidado que en plena oscuridad, cuando la brisa sacude la fronda de un aguacate, las hojas pegan unas contra otras y entonces suenan como castañuelas de hojalata.”
El retablo…, una comedia humana de la Cuba anterior al comunismo: 225 páginas escritas en un español bello y cuidado, que encarnaba una cualidad esencial exigida en toda escritura, desde una carta de novios hasta una solicitud de empleo: que el goce de escribir sea gozoso al ser leído.
Lichi es un buen ajedrecista que, incluso, ha enfrentado grandes maestros: la tarde del 10 de febrero de 2006 jugó contra el búlgaro campeón mundial Vaselin Tupalov, durante una simultánea en el Zócalo de la ciudad de México, en la que participaron otros 39 jugadores, entre ellos sus amigos escritores Vicente Leñero, Homero Aridjis y Daniel Sada.
Ser ajedrecista le dio la clave para lanzar el resto en aquella novela, con una arriesgada apertura estilo Reti, pues al igual que el afamado jugador húngaro cuando venció a Capablanca en el torneo de Nueva York en 1924, en El retablo… Lichi  descubre desde el arranque su estrategia al lector, y lo alerta, sin enroques, acerca de lo que viene: un actor vuelve a Cuba tras 25 años de ausencia para cumplirle una promesa a su hijo, estrenar una obra de teatro y ahorcarse al final.
¿Funcionaba el riesgo? Sí. Lichi ya lo había demostrado antes en Caracol Beach y en su texto insignia, Informe contra mí mismo, que decía en su histórica primera línea: “El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978”.
Pero la advertencia de El retablo… atrapa al lector en una suma de casualidades, como si en lugar de leer observe a través de un caleidoscopio para descubrir un inventario de personajes que viven contra la pared y apegados a la mentira: Julián Dalmau, un actor exitoso reconocido por las marcas de viruela en el rostro y no por sus cualidades histriónicas; Zamorinni, un ponchero aficionado a la ópera y que sólo cantaba en el patio de su taller… individuos lastimados, vendidos cuando eran niños, violados, abandonados.
Pero ¿vale la pena leer tanta tragedia en medio de una realidad, ya de por sí tormentosa? Por supuesto que sí.
Alejo Carpentier hizo un estilo literario de la erudición, Guillermo Cabrera Infante de la exploración de las posibilidades de la manera de hablar “en cubano”, y Pedro Juan Gutiérrez de la sordidez de la vida en Centro Habana. Lichi lo consiguió con la tristeza, desde que, en La eternidad por fin comienza un lunes, Asdrúbal el mago nunca se sintió más viejo que el domingo en que murió el león de la Metro Goldwyn Mayer.
Sin embargo, en Lichi no se lee la melancolía como un sentimiento débil, sino como algo que puede mover a grandes acciones, como el conde Eros, que advierte que, entre la espada y la pared, hay que escoger la espada. Y con la espada se combate, aunque sea desde la pena, frente “a la soledad espantosa del mundo”.
Lo reafirmó más tarde con Esther en alguna parte, una novela de 198 páginas, en la que Lino Catalá le confiesa a Maruja Sánchez que la quiere tanto que le gusta hasta verla envejecer.
Pero el mérito de su escuela literaria consiste en describir una tristeza inteligente, que mueve a la reflexión, no al sentimiento aciago y vacío, que en otros autores conduce a los personajes a la lástima. O a pegarse un tiro.
Esther… se enmarca en una Habana sombría – pero sin jineteras, pingueros o calamidades políticas--, habitada por gente digna dentro de su pobreza, empeñada en querer ser mejor cada día y amar en medio de la miseria, personificada en Lino Catalá y Larry Po, dos viejos acabados, pero con unas ganas locas de empezar otra vez, aun cuando a uno se le murió la mujer y el otro es un fracasado extra de televisión, a dos semanas de morir de un infarto en el rellano de una escalera lóbrega.
Lino, quien usa pañales de papel periódico porque sufre de incontinencia urinaria y carece de dinero para comprar pañales industriales, y Larry, con sus pantalones de rombos y tirantes, enseñan, sin aspavientos, que existe la amistad a primera vista y que, también, puede ser un romance.
Lichi lo consigue con una armonía de la palabra escrita que parece sonar a arpegios de guitarra y que se inspira en las vivencias más variadas, como la de una plaga de hormigas que se comía las arecas de su departamento. Muchas veces llegamos mi hijo Santino y yo para escuchar de su viva voz los párrafos más recientes de Esther… y debimos esperar a que Lichi terminara de observar el ir y venir de los bichos: aquello lo distraía al igual que su padre, el gran poeta Eliseo Diego, las legiones de soldaditos de plomo con las que solía jugar hasta que lo sorprendió la muerte, a los 70 años, el 1 de marzo de 1994 en su casa de la Ciudad de México.
Una tarde fumigué la planta a escondidas y las hormigas murieron. Pero después tuve un rapto de miedo: me alarmó imaginar que ya, con las arecas saludables y abrillantadas por los soles del mediodía, Lichi dejara de ser el escritor de la tristeza. Y de la dignidad de los cubanos.
                                                     ***
A veces lo que sucede en un único día puede cambiar el curso de una vida. A Lichi le sucedió una tarde de finales de los años ochentas, en su casa de la barriada habanera de El Vedado. Estaba acodado en una ventana, mirando a su hija María José con unas amiguitas, la negrita Másica y la mulatica Nievecita. Jugaban a la escuelita y se alternaban para hacer de maestra y alumnas. Las tres tenían cinco años.
En su turno, Másica la emprendió contra María José:
-A ver tú, blanquita desteñida, siéntate bien carajo.- gritó enfurecida y, de corrido, le espantó un par de bofetadas por “mal portada”.
María José soportó la andanada, que era parte del divertimiento, y esperó su oportunidad.
-Tú, negrita cabeza de fósforo, estás castigada por no hacer la tarea.- le abroncó a Másica, para inmediatamente aporrearla como si fuera una boxeadora.
Espantado, Lichi no esperó la tanda de Nievecita y detuvo el juego. Más tarde, todavía acodado en la ventana, tomó una decisión de vida: quería cambiar de aires, asentarse en otro lugar, hacer, a fin de cuentas, lo que a lo largo de un par de siglos hicieron, por diferentes causas, algunos de los grandes intelectuales cubanos, desde el Maestro José Martí, hasta el novelista Alejo Carpentier, pasando por el poeta Nicolás Guillén, el pintor Wifredo Lam, los escritores Guillermo Cabrera Infante, Jesús Díaz, el músico Ernesto Lecuona y decenas más.
Lo decidió antes de que viniera la noche: él era de quienes, con la caída del sol, perdían toda fuerza para decidir sobre asuntos importantes. “No tomes decisiones por las noches”, le aconsejaba su abuela paterna, que era una anciana sabia y sorda.
Nadie como él ama a Cuba, pero no es de quienes la idealizan. Su explicación más básica de lo que era la isla resulta todo menos mítica: “Cuba es una pequeña isla del Caribe llena de negros y de blancos, que tocan maraca, que juegan beisbol, les gusta el boxeo, juegan dominó, donde hace mucho calor, la gente está en la playa y les gusta comer fruta, eso es Cuba, no se hagan más ilusiones, y qué bueno que sea así".
Llegó a México, donde encontró todo lo que necesita: otra ventana. Porque Lichi debe tener delante una ventana para sentarse a escribir, temprano en la mañana, aún a oscuras. Frente a la que encontró, surgió la obra más rica de cualquier escritor cubano de la diáspora que siguió a la caída del Muro de Berlín: La eternidad por fin comienza un lunes. México, Ediciones del Equilibrista, 1992; Caracol Beach. Madrid, Alfaguara, 1998; La fábula de José. México, Alfaguara, 2000;  Esther en alguna parte (2005), Espasa. Finalista Premio Primavera de Novela; El retablo del conde Eros (2008), Planeta Mexicana, El Aleph; Informe contra mí mismo, Editorial Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara; Dos cubalibres (2004, Península); Una noche dentro de una noche (2006, Cal y Arena); Breve historia del mundo (Santillana México, Literatura Infantil); Del otro lado de los sueños (Santillana México, Literatura Infantil); En el jardín del mundo (Santillana México, Literatura Infantil).
Tampoco ha sido profeta en su tierra. Cristalizó como escritor en México. En Cuba sólo había escrito los poemarios Importará el trueno (1975, La Habana, UNEAC), Las cosas que yo amo (1977, La Habana, Ediciones Unión) y Un instante en cada cosa (1979, La Habana, Ediciones Unión); la novela juvenil La fogata roja (La Habana, Gente Nueva, 1985) y, eso sí, muchísimos guiones de cine y televisión, entre otros el de la película Guantanamera (1997), dirigida por Tomás Gutiérrez Alea.
Por lo mismo, Cuba fue volviéndose cada vez más para él un estado de ánimo, una masa reconocible casi solamente en sus letras, sus guayaberas blancas, azules y oscuras, en el olor del orégano y el culantro de sus frijoles negros, en el estallido de colores de las santabárbaras de Zaida del Río que cuelgan de las paredes de su departamento.
Alguna vez lo explicó: “Confieso, no sin tristeza, que cada día pienso menos en Cuba, cada día los problemas mexicanos me ganan más... Está bien que así sea porque también soy mexicano desde el año 2000. El lío va a ser cuando muera, porque como fantasma me la pasaré volando de la isla a México, voy a ser un fantasma en medio del Golfo de México”.
Pero no dice toda la verdad. Si un escritor habanero ha sabido tomarle el pulso a su ciudad, ése es él, a diferencia, por ejemplo, de Cabrera Infante, quien transmitió una Habana elegante, de una noche eterna y rutilante de cabarés y steak texanos que venían de Camagüey; que tenía el salario por cabeza más alta de América Latina, con 550 dólares y era, junto con Viena y Londres, la mayor capital en proporción de habitantes; que contaba con 18 diarios, 32 emisoras de radio y cinco canales de TV. A su lado, las otras capitales del Caribe parecían aldeas. Una Habana que, sin embargo, representaba la desigualdad más atroz de la Cuba anterior a la revolución de 1959, pues tenía 600 de los mil dentistas que había en todo el país; 400 farmacéuticos de 660; 650 enfermeras de 900 y 130 veterinarios de 200.
Lichi, en cambio, evocó una Habana que lo cala hasta los huesos, un sitio que lo colma de amores, pero donde el salitre del mar corroe los picaportes de las puertas, la humedad desconcha la pintura de las paredes, el calor deslava el color de las fotografías hasta transfigurarlas en sepia aunque hayan sido tomadas en colores con una Leica V-Lux 20;  y las calles y las casas ofrecen un paisaje asolado.
Una ciudad poblada de una tropa absolutamente Lichiana, de sus seres “malolientes gozadores dadivosos atomistas intrigantes virulentos pitonisas mercenarios panteístas aprendices presumidos caraduras altaneros botarates criticones lechuguinos alfeñiques proxenetas vitalicios prestamistas comemierdas litigantes anarquistas comunistas vocalistas papanatas holgazanes perspicaces delirantes cometrapos atorrantes remolones nauseabundos dictadores cabecillas asesinos ventajistas vergonzosos casasolas pelagatos adivinos vendepatrias ermitaños mandamases meretrices prostitutas vivarachos mataperros fatalistas vacilantes clericales demagogos miserables circunspectos testarudos cascarrabias buscavidas burlamuertes compañeros compatriotas”: Ellos, mi manada, decía, van conmigo a todas partes.
Porque escribe sobre La Habana, como si lo hiciera sentado en el muro del Malecón: viendo de un lado pasar la vida y del otro pasar los barcos. Y con un equilibrio raro en un cubano, justo como según él, se prepara un buen Cubalibre, ese trago hecho con dos productos emblemáticos, uno de Cuba y otro de Estados Unidos, en el que si se te va la mano con el ron, es una mierda; y si se te pasa de Coca, de la dependencia, es la misma mierda.
Una Habana que en sus letras parece una mujer bellamente vestida que, sin embargo, va desnuda. O una mujer bellamente desnuda que, sin embargo, va vestida.
                                                        ***
Una noche del arranque de 2009 me acosté temprano porque no tenía mucho qué hacer. Andaba en busca de trabajo, pero eso era de día y sin suerte. En la alta madrugada, me levanté al baño y vi un parpadeo en la pantalla del teléfono: marcaba una llamada de Lichi a las 9:25. Raro, pues casi no usaba el teléfono y jamás a esa hora. Fui a verlo muy temprano en la mañana, después de dejar a Santino en la escuela. Entré a la penumbra matinal del departamento y vi a Lichi de pie en medio de su estudio, llevaba una guayabera azul de mangas cortas. Al instante, un resorte inmemorial de nuestra raza me hizo intuir la tragedia: una consulta médica reveló que sus riñones apenas funcionaban y necesitaba un trasplante con carácter de urgente. Para contarme eso era la llamada de la noche anterior.
Recordé entonces aquel vuelo a Madrid junto a la niña que le cuidó el sueño interoceánico: porque Lichi no se quedado había dormido sólo en ese avión, sino que en los últimos años también en restaurantes, frente a los semáforos mientras esperaba en el coche el cambio de luces, en el cine, en la cola del mercado, en el Metro, en su casa en medio de los gritos de sus amigos tras la comida y después de aquel vuelo a Madrid, desde donde viajó a Tenerife a presentar El retablo del conde de Eros y se amodorró en los comentarios, y un médico que estaba allí le dijo que padecía “apnea del sueño”… buscando ese diagnóstico a aquellos síntomas silenciosos, fue luego a una clínica en México y supo que, en realidad, sus riñones se habían cansado para siempre.
Pero La vida alcanza: eso advierten y eso demuestran los textos que forman este hermoso libro, una prosa que se va de corrido (aunque no siempre toque el mismo tema), engarzada apenas por unos títulos certeros, lacónicos, que él llamaba “balazos” y que es el término que usa también para contar cómo le va en las tres diálisis semanales a las que se somete en el Hospital General de la ciudad de México. En una ocasión nos escribió una nota a sus amigos: “Ahora debo dializarme lunes, miércoles y viernes, de 10 AM a 2 PM, algo muy parecido a lo que le hacen al conde Drácula en su ataúd, allá en los sótanos de su castillo rumano: una infusión de sangre para seguir vivo –sólo que sin chupadas ni colmillos ni vampiresas. Esto es duro, hermanos, muy duro. Es como si te metieran un balazo en el pecho cada 48 horas. Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable de no tenerme”.
Quiero, debo, necesito, me hace falta repetir la última línea: “Yo resisto por ustedes, para no darles la tristeza enorme e inconsolable de no tenerme”.
La repito porque cada uno de esos balazos ha sido un cuchillo de hielo entrando en mi alma y, nadie me dejará mentir, en las almas de todos nosotros, que queremos tanto a Lichi.
                                                          

Rubén Cortés
Colonia Condesa
6 de septiembre de 2010

lunes, 17 de septiembre de 2012

Corrigiendo a Martí

La obra de José Martí es una de las más intervenidas de la historia intelectual hispanoamericana. Intervenciones que operan en un rango amplio de posibilidades hermenéuticas, que van desde el plano elemental de los usos políticos del texto hasta las correcciones pedestres de sus editores. Basta un recorrido superficial por las ediciones de las Obras completas (1952) de Lex, la de la Editora Nacional de Cuba/ Editora del Consejo Nacional de Cultura/ Editora del Consejo Nacional de Universidades, entre 1963 y 1965, y la de la Editorial de Ciencias Sociales del Instituto Cubano del Libro, en 1975, para encontrar numerosas contradicciones en la paleografía de los manuscritos de Martí o en la transcripción de sus textos editados.
Pongo, entre muchos a la mano, uno de los menos graves ejemplos. En una de sus primeras crónicas para la Revista Universal de México, en marzo de 1875, Martí, que había pasado por París a fines del año anterior, escribe sobre la muerte del escritor Paul-Henri Foucher, cuñado de Víctor Hugo. La versión publicada de la crónica dice: "Foucher era activo, tanto como inteligente, y tanto como creador de obras parisienses. Criado al calor de Víctor Hugo, de él tuvo los reflejos, y el poeta vigoroso quedó siempre el sol". Los editores de las Obras escogidas en tres tomos, del Centro de Estudios Martianos, en 1992, decidieron que la última frase contenía una errata en un artículo y la cambiaron por "y del poeta vigoroso quedó siempre el sol". En la última versión electrónica de las Obras completas, del mismo Centro de Estudios Martianos, se ha producido una nueva corrección de la frase, que queda como "y al poeta vigoroso quedó siempre el sol".
No sé si esta última corrección corresponde a una observación paleográfica, pero, realmente, la versión de la frase que apareció en la Revista Universal puede ser la correcta. En ese pasaje Martí está reaccionando contra quienes acusaban a Foucher de ser un mero imitador de Hugo, quien, a juicio del cubano, era inimitable. "Nadie más que otro Miguel Ángel copiará a Miguel Ángel. Y Víctor Hugo a Víctor Hugo". De ahí que el poeta vigoroso (Hugo) siga siendo el sol, el astro rey del firmamento literario francés. Al final de la crónica Martí lo deja claro cuando escribe: "Así Víctor Hugo es una montaña coronada de nieves, de la que a montones se escapan rayos que recibe del mismo Padre Sol". La frase "y el poeta vigoroso quedó siempre el sol", tal vez sea la correcta, mientras que las otras dos contendrían erratas, no de Martí, sino de sus editores.

viernes, 14 de septiembre de 2012

El lacrimómetro de Bella

La otra noche se presentó en el museo Casa del Risco de San Ángel, en la ciudad de México, un libro póstumo de Eliseo Alberto, titulado Viento a favor (Cal y Arena, 2012), que recoge, como otros dos anteriores en la misma editorial, Dos cubalibres (2006) y La vida alcanza (2010), crónicas escritas por Lichi en sus más de veinte años de vida y periodismo en México.
Escuchando a los presentadores, el periodista Rubén Cortés -cuyo prólogo reproduciré en los próximos días-, el escritor mexicano Rafael Pérez Gay, la hermosa e inteligente hija de Lichi, María José, y la actriz Blanca Guerra, me percaté de que algunas de las crónicas de Viento a favor salen de pasajes de libros que el autor de Caracol Beach había proyectado en sus últimos años.
Casi todos los textos dedicados a su padre, el poeta Eliseo Diego, a su madre Bella García Marruz, a la hermana de ésta, la poeta Fina García Marruz y a su esposo, Cintio Vitier, recogidos en este volumen, formaban parte de un libro inédito de Lichi, que llevaría por título La novela de mi padre. Una suerte de biografía intelectual de Eliseo Diego y, a la vez, de cuaderno de memoria familiar, concebido como tributo del hijo.
Una de esas crónicas, la titulada "Las cosas que yo amo", que leyó Blanca Guerra la otra noche, narra un episodio del romance entre Eliseo Diego y Bella García Marruz. Esta, según su hijo, expresaba el gusto por la buena poesía llorando. Cuando un poema le gustaba, rompía en llanto. Los poetas de Orígenes le leían poemas en voz alta, buscando una aprobación que se medía por la cantidad de lágrimas de Bella, a quien llamaban "el Lacrimómetro".
Asegura Lichi que el poema de su padre que enamoró a su madre fue "Nostalgia de por la tarde", incluido en el cuaderno En la Calzada de Jesús del Monte y dedicado a ella. Los últimos versos del mismo son, en efecto, una declaración de amor, en la que se habla de un "llanto ajeno por la cara". Luego de releer ese poema se entiende porqué Bella García Marruz podía decir frases como ésta a su hijo Rapi: "¡Qué lindo día pasé ayer, en casa de Carlitos: me lo pasé llorando!"


He visto al pez de indestructible púrpura,
en la mañana arde como criatura perpetua de la llama,
olvida los trabajos mugrientos de su sangre,
yace perfecto y la madera sagrada lo levanta.

Pero quién vio jamás
el ruedo misterioso de tu falda
mientras cortas las rosas en la tarde
ni el roce y la tristeza de la lluvia
como un ajeno llanto por mi cara.

Porque quién vio jamás las cosas que yo amo.

lunes, 10 de septiembre de 2012

Ortografía y totalitarismo










Hace algunos años Gerardo Muñoz observaba en su blog que en los diarios tempranos de Susan Sontag, traducidos recientemente en Mondadori, bajo el título de Renacida (2011), podía rastrearse una conexión cubana a través de amigos y amantes de la isla, que conoció en París, entre fines de los 50 y principios de los 60, como Ricardo Vigón, Germán Puig y María Irene Fornés. Las notas de Sontag revelan un aprovechamiento intelectual de aquellas experiencias afectivas y sexuales, con el fin de perfilar ideas sobre el nexo entre una sexualidad liberada y la democracia política.

Hay, sin embargo, otra zona donde la conexión cubana es rastreable, aunque de un modo menos evidente. Me refiero a los comentarios de Sontag sobre la lectura marxista de Weber por Wright Mills, tan importante para la posición de éste sobre Cuba, y, sobre todo, a la especulación sobre el vínculo entre caligrafía y dictadura. En un momento se pregunta Sontag si existe alguna relación entre la ortografía cirílica de Stalin y Lenin y la construcción del totalitarismo comunista en Rusia. Esa relación, evidente en el diseño gráfico por ejemplo, ¿no se extendería también al diseño de las instituciones y las leyes?

martes, 4 de septiembre de 2012

El socialismo como fe secular

Uno de los ensayos más disfrutables del intelectual checo Ivan Klíma, en su volumen El espíritu de Praga (2010), que editó Acantilado hace un par de años, es el dedicado a la literatura del realismo socialista. Líder intelectual de la Primavera de Praga y de la Revolución de Terciopelo, Klíma fue lo suficientemente flexible o sabio como para reconocer el valor de buena parte de la literatura soviética o prosoviética (Mayakovsky, Bábel, Reed, Sholojov...) Fue, en cambio, implacable con Maxim Gorky.
Recuerda Klíma que Gorky escribió unos reportajes sobre los campos de concentración en las islas Solovetsky, en los que el autor de La madre decía haber visto "establos de caballos y vacas en un estado de tal limpieza que el fuerte hedor que suele emanar de esos lugares era inexistente". Los contrarrevolucionarios que allí vio le parecieron a Gorky del "tipo emocional, monárquicos, aquellos que antes de la Revolución se llamaban los Cientos Negros, exponentes del terrorismo, espías económicos y todas las malas hierbas que la justa mano de la historia ha arrancado del campo".
Había, según Gorky, un "lirismo" en el gulag, que "despertaba un anhelo casi tortuoso de trabajar con más rapidez y más fervientemente para la creación de una nueva realidad". A esta capacidad para ver con los ojos de la religión cristiana el totalitarismo comunista le llama Klíma "fe secular". Una buena variante de esta última la lee en el poeta checo S. K. Neumann, que había sido vanguardista en los 20, amigo y editor de Franz Kafka, pero que en 1936, cuando aparece el Regreso de la URSS de André Gide, le responde al escritor francés desde Praga, con un Anti-Gide en checo.
Neumann llamaba a los críticos occidentales de Moscú, como Gide, "ruinas lamentables de sanguijuelas, esponjas y parásitos, teóricos quisquillosos, románticos que, en su vanidad y odio, son incapaces de reconocer los logros". Se refería naturalmente a los logros del paraíso soviético. La fe secular no sólo llevaba a Neumann a decretar impoluto el comunismo soviético sino a demandar la regulación de la libertad de prensa, con el fin de impedir la publicación de calumnias contra Stalin. Un Tribunal del Santo Oficio para aquella Iglesia del Socialismo Científico:

"El socialismo no puede permitir que nadie diga todo lo que se le ocurre. No puede permitir que cualquiera cree un partido y una organización alrededor de cualquier cosa. El socialismo es un plan y un orden que debe ser observado por todo el mundo. El socialismo no es libre competencia, no puede apoyar el individualismo en la producción de ninguno de los elementos de la superestructura. El socialismo reconoce sólo la personalidad que entiende el significado y la necesidad de que todo el mundo se adhiera al plan, y que se adhiera a él realmente".

domingo, 2 de septiembre de 2012

Despertares de la historia

Por azar, o no, he leído en las últimas semanas dos libros que no podrían ser más opuestos en estilo e idea. La novela Liberación del escritor húngaro Sándor Márai (1900-1989), que, aunque escrita en el verano de 1945, acaba de ser vertida al español por primera vez en ediciones Salamandra. Y el libro El despertar de la historia (Clave Intelectual, 2012) del filósofo francés, Alain Badiou, en versión espléndida de Begoña Moreno-Luque.
Ambos libros, una novela y un ensayo, hablan de despertares de la historia, luego de dos pesadillas diferentes: el fascismo de principios del siglo XX y el neoliberalismo de fines de la misma centuria. Para Márai el despertar de la historia, que trajo la liberación soviética del nazismo en Europa del Este, no fue más que un sueño que abrió las puertas a otra pesadilla. Para Badiou, la primavera árabe, el 15/M y Occupy Wall Street son un despertar equivalente al triunfo de la Revolución de Octubre en 1917: un regreso a la revuelta y a la "Idea"
La lectura de ambos libros deja la sensación de que la joven Erzsébet Sós, protagonista de Liberación, podría dar algunas lecciones al anciano Badiou sobre esos despertares de la historia. Hija de un científico humanista, crítico del nazismo y con algunas simpatías por el bolchevismo, esta joven aprende en un sótano de Budapest, en el verano de 1945, que a la hora de mancillar al otro no había demasiadas diferencias entre fascismo y comunismo.
La joven Erzsébet, como los indignados de hoy, se rebela ideológicamente contra el fascismo y vive clandestina en los sótanos de Buda y Pest, atravesando furtiva los puentes entre las dos orillas del Danubio. Ella misma se resiste a las estigmatizaciones del bolchevismo, que predominaban entre la burguesía húngara. Al fin y al cabo, se dice, los comunistas son seres humanos y quienes los siguen son millones. El final de la novela le depara, sin embargo, una experiencia límite, en la que sufrirá en carne propia la barbarie de la "liberación" soviética: su despertar a la historia.


sábado, 25 de agosto de 2012

Escrito en las Indias Occidentales




Varios estudiosos de la obra del poeta cubano José María Heredia (1803-1839) han reparado en los equívocos que rodearon el origen y la identidad de este escritor a mediados del siglo XIX, sobre todo en países anglófonos y francófonos. Las traducciones de Heredia al inglés, reunidas por Ángel Aparicio Laurencio en Selected Poems (Miami, Universal, 1970), produjeron algunos de aquellos equívocos.
Uno de los traductores de Heredia, el cónsul James Kennedy, que hizo versiones en inglés de los poemas “A mi esposa”, “A mi caballo” y “A la estación de los nortes”, presentó a Heredia al público anglosajón como un “poeta moderno de España” y le atribuyó su traducción al español de un poema de Lord Byron. Lo mismo hizo Gertrudis F. de Vingut, la esposa del políglota, filólogo, traductor y editor Francisco Javier Vingut, quien tradujo “A la estrella de Venus”, de uno “de los mejores poetas españoles”.
Otros traductores de poemas de Heredia al inglés y al francés en el siglo XIX lo difundieron como un poeta mexicano, lo cual no es incierto. El equívoco mayor, sin embargo, es el de la traducción que hiciera de “En una tempestad” el poeta norteamericano William Cullen Bryant, quien también tradujo la oda “Niágara”. La primera traducción de “En una tempestad” apareció, en 1828, bajo el justificado título de “The Hurricane” –Heredia hablaba, en realidad, de un huracán y no de una tempestad- con una inscripción que decía “written in the West Indies”.
Bryant incluyó la traducción de Heredia en su libro The Talisman (1828), sin aclarar que el poema original había sido escrito por el poeta cubano. Por varios años el poema se atribuyó, pues, a Bryant, ya que los lectores suponían que el poeta norteamericano lo había escrito durante un viaje por el Caribe. Lo cierto fue que Bryant tomó “En una tempestad” de la edición newyorkina de los poemas de Heredia que hizo el padre Varela.
En una edición posterior de la poesía de Bryant, en Londres, el autor de The Death of the Flowers reconoció que “The Hurricane” no era una composición suya: “this poem is merely a translation from one by José María Heredia, a native of the island of Cuba, who published at New York, six or seven years since, a volumen of poems in the Spanish Language”.