Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 22 de agosto de 2013

¿Conversan los poetas?




¿Cuándo comenzaron a dialogar los poetas cubanos y norteamericanos? ¿Cuándo dejaron de hacerlo? ¿Lo hacen aún? Hay una conversación documentable entre José María Heredia y William Cullen Bryant o entre José Martí y Walt Whitman o entre Nicolás Guillén y Langston Hughes o entre José Lezama Lima y Ezra Pound o T. S. Eliot o entre Virgilio Piñera y Wallace Stevens o entre Gastón Baquero y William Carlos Williams o Dylan Thomas o, incluso, entre Allen Ginsberg y José Mario.
¿Se interrumpió alguna vez esa conversación? ¿Cambió de sentido, de intensidad, de frecuencia? Dos o tres generaciones de poetas cubanos afincados en Estados Unidos, entre Juana Rosa Pita y Magaly Alabau, entre Lorenzo García Vega y Gustavo Pérez Firmat, entre José Kozer y Orlando González Esteva, ofrecen diversas modalidades de conversación con la gran poesía norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Sólo falta reconstruirlas.
La historia de ese diálogo, que atraviesa la frontera de dos lenguas y dos siglos, está por hacer. Sólo quisiera anotar, por ahora, que dicha historia no sucede únicamente dentro de la poesía exiliada sino que tiene lugar, a su manera, dentro de la poesía escrita en la isla en las últimas décadas. Pienso, por ejemplo, en las consonancias –reconocidas o no- que se advierten entre la poesía de Robert Lowell y de Heberto Padilla, de Rita Dove y Nancy Morejón o, incluso, de Sylvia Plath, Anne Sexton y Reina María Rodríguez.   

miércoles, 14 de agosto de 2013

Estado de la poesía cubana en 2013



Cuando se escriba un ensayo que trate de entender qué rayos pasa con la poesía cubana en el siglo XXI, además de releer todo lo que han escrito en estos años José Kozer, Orlando González Esteva y Reina María Rodríguez, habrá que remitir a dos poemas que, por lo menos, interrogan el asunto. No es algo exclusivo de la literatura cubana, es algo global: desde hace décadas se tiene la impresión de que los poetas escriben sin acompañamiento de la crítica, sin prosas a la mano que, como las de Eugenio Florit, ayuden a situar su lugar en la tradición. Cada quince o veinte años, casi todas las literaturas esbozaban un “estado de la poesía” por medio de antologías o ensayos: ahora parece que se escribe poesía sin estado.
Los dos poemas a los que me refiero son el, precisamente, titulado “Estado de poesía” e incluido en el volumen Crítica de la razón puta (2010) de Omar Pérez (1964), que ganó el Premio Nicolás Guillén en la isla. Cuando el diario Juventud Rebelde reprodujo este poema, la publicación evitó mencionar el título del libro, supongo porque consideró de mal gusto el adjetivo con que el poeta enmendaba la "razón pura" de  Kant. Aquella autocensura replicaba la situación de ese poeta “ventrílocuo” que, al decir de Omar Pérez, “calla cuando habla y habla cuando su propio muñeco lo escucha”. La poesía es, según el poeta,

… un idioma que se expresa en dialectos nacionales,
para la mayoría es un dialecto que se expresa en idiomas nacionales.
La frase vulgar, «tener el estómago encharcado», define lo contemporáneo en poesía: exceso de ingestión, falta de ritmo digestivo.
Deportistas del lenguaje: enviados especiales a las olimpiadas de la ignorancia.
Libro: traje a la medida de la industria.
Poemas: postales del ego entre paisajes.
La única relación espiritual ocurre en sí mismo, las otras pertenecen
al orden de lo físico.
Poeta, comparable al ventrílocuo que pretende callar cuando habla
y hablar cuando su propio muñeco lo escucha.
Actuar y decir teniendo al corazón como pivote: fundamento ético de la belleza. Proclamar hoy el derecho a la frivolidad es comportarse como ángel
que reclama  descanso retribuido.
Al poeta sus vacaciones y su trabajo al ángel.



El otro poema que habría que tomar en cuenta en el esbozo de un estado de la poesía cubana en 2013 sería el “Soneto escrito en España o donde les digo ¡alerta! a todos los poetas cubanos” de Gleyvis Coro Montanet (1974), que acaba de dar a conocer la publicación electrónica Diario de Cuba. Coro también nos habla de una mudez y del agotamiento de un rol público, en la isla o en el exilio, que la poeta cree encontrar en un “fatum” nacional y que Omar Pérez ubicaba antes en la trampa de entender la poesía, un “idioma que se expresa en dialectos nacionales”, como “dialecto que se expresa en idiomas nacionales”:


Que nada quede de Baquero aquí,

me grita que esta España dislocada

también demolerá lo que escribí

y no solo en la arena, sino en cada

omnímodo formato. Tanto así,

tan poco queda de Baquero aquí,

que el árbol, finalmente, se ha secado.

Y si a Gastón Baquero le ha pasado,

resulta una verdad de enciclopedia.

Por eso la pregunta: ¿qué hago aquí?

constante en su goteo, como Pi,

con su golpe de horror, con su tragedia,

como un fatum, que viene desde Heredia,

y sin piedad alguna, llega a mí.

jueves, 8 de agosto de 2013

Resaca del paraíso





Hay en la poesía de Reina María Rodríguez de los 90 tanta conciencia de una escritura producida a fines del siglo XX como impulso de colección de reliquias de un mundo perdido. Celebración y duelo del naufragio de la utopía, que se manifiestan por medio de una extravagante memorabilia: miniaturas de la Atlántida, muñecas egipcias, retratos de Durero, esculturas de Zadkine, tablillas de terracota, polvo verde del Taj Mahal, flores insectívoras, un vidrio de mar en la ventana.
Podría hacerse una lectura de esa poesía como relicario o museo de la resaca de algún paraíso perdido. Una escritura de la memoria que presta más atención a ciertos desechos del pasado que a la cultura material, archivable y refuncionalizable, heredada del antiguo régimen. No sería imposible leer esa poesía como un discurso de sutil cuestionamiento a las narrativas turísticas e ideológicas que se tejieron en torno a aquella Habana, que se presentaba como escenario de la "muerte real de un pasado imaginario".

miércoles, 7 de agosto de 2013

Lo que sobra de un gesto





Releo este verano, con mis alumnos de Middlebury College, poemas escritos por Reina María Rodríguez en los años 90. Me interesa hacer preguntas a esos poemas y a la poeta que los escribe, que ayuden a leer no sólo la poesía sino aquello que se le oculta y la rebasa. El contorno de la historia que constituye el silencio de la poesía o lo que el texto calla y el territorio donde se mueve la figura pública del poeta: los otros lugares de su enunciación.
            Lo primero que llama la atención de aquellos poemas, reunidos en cuadernos como En la arena de Padua (1991), Páramos (1993), Travelling (1995), La foto del invernadero (1998) o Te daré de comer como a los pájaros (2000), escritos en el momento más nítidamente asociable a la decadencia de La Habana socialista, es su deliberado, a veces cándido, cosmopolitismo. Un deseo del afuera que hacía del viaje, más que una experiencia testificable, la fuente primordial de cada escena.
            La poesía de Rodríguez era entonces –o ha sido siempre- eso: un registro de escenas. Dos jóvenes amantes jugando al escondite en un campo mediterráneo –entre ciruelos y pacas de heno-; la poeta mirando fijamente la foto del Che de Korda y retratando a su hijo, su amigo, el también poeta Omar Pérez; un anochecer en Madrid; una pieza dorada encontrada en un cofre de ébano junto al sarcófago de Tutankamón; una visita al museo de Dresde; una anciana de negro en la Plaza de España -¿de Madrid, de Barcelona, de Sevilla?-; una chica de la isla de Wight; una escultura de Ossip Zadkine; una foto en el invernadero; un vidrio en la ventana.
            Las escenas recorrían un territorio desplazado –desde el Taj Mahal hasta el Báltico- y la propia poeta se presentaba como sujeto “nómada”. Pero los viajes de Rodríguez desde aquella ruinosa Habana tenían muy poco que ver con los de Bruce Chatwin o Paul Bowles, que acuñaron el nomadismo desde un oasis civilizado. Viajar para Rodríguez era, en realidad, ausentarse de aquellas paredes carcomidas por el salitre y de aquellas aceras que los poetas pisaban con sus sandalias cuarteadas. Era el viaje al revés.
            Había también en aquellos poemas una extremada conciencia de su localización temporal. Algunos estaban fechados –“6 de junio de 1995”, “12 de agosto de 1995”, “9 de marzo de 1995”-, pero otros que no lo estaban hacían explícito su lugar en el tiempo: “era finales de siglo y no había escapatoria/ la cúpula había caído, la utopía/ de una bóveda inmensa sujeta a mi cabeza,/ había caído” o “tú vivirás en el 2000/ y verás árboles cosmódromos mariposas/ esa fauna y flora diferente que estamos creando/ y vivirás como todos los niños/ dentro de un hombre”.
            Viajes de fin de siglo, con La Habana al fondo, sería otra manera de condensar aquella poética. Una exploración de los límites de la ciudad y de las fronteras de la utopía. En el estremecedor poema “Al menos así lo veía a contraluz” (1998), esa perspectiva queda al descubierto, cuando la poeta reacciona contra el interlocutor que le “exige todavía alguna fe” y constata la “muerte real de un pasado imaginario”. Los viajes de fin de siglo permitían conocer la amarga verdad de lo ilegítimo, el reverso monstruoso de los íconos: “un simple clic del disparador/ y la historia regresa como una protesta de amor (Michelet)/ pero vacía y seca como la fuente del Parque Central”.
            En otro poema, el de la anciana de negro en el Parque de España, que da de comer a las palomas –“el alpiste blanco que los pájaros vuelven sucio”-,  Reina María Rodríguez formula una poética o, más discretamente, enuncia una de las funciones del poeta: “recoger lo que sobra de un gesto”. Buena fórmula para significar aquella poesía de fin de siglo, que se empeñaba en inventariar los residuos del paraíso, los restos del ademán de la Historia.     
    

martes, 6 de agosto de 2013

Réquiem por los vivos



La  muy elogiosa nota de Edmund White, en el Book Review del pasado domingo, sobre la versión en inglés de la novela El ruido de las cosas al caer del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, es una confirmación más del buen momento que vive la literatura colombiana. Ya comentamos, alguna vez aquí, sobre la revitalización de la literatura de ese país latinoamericano que están produciendo autores como Héctor Abad Faciolince, Santiago Gamboa o el propio Vásquez. Una revitalización que, paradójicamente, tiene como telón de fondo la violencia y la muerte, generadas por el triángulo siniestro de las guerrillas, el narcotráfico y los paramilitares, en la Colombia de los 80 y los 90.
Como en otros contextos -la Primera Guerra Mundial, los totalitarismos, el holocausto, la Guerra de Viet Nam, las dictaduras latinoamericanas- es el duelo la fuente principal de esta literatura. White capta muy bien esa condición de "réquiem" en su nota, pero exagera lo que la misma implica en términos de ruptura o interpelación del realismo mágico y, en particular, de la obra de Gabriel García Márquez. Como ha observado Ignacio Echevarría, el distanciamiento explícito con aquellas poéticas del boom de la novela latinoamericana es bastante anterior a esta narrativa. Tan anterior como Roberto Bolaño o, en el caso colombiano, como Fernando Vallejo.

jueves, 1 de agosto de 2013

Padilla y la guerra nuclear




En uno de los capítulos de Tumbas sin sosiego (2006), dedicado a Heberto Padilla, comenté la postulación de la Historia, con mayúscula, como personaje central de una imposible tragedia cubana, expuesta en el poemario Fuera del juego (1968). Una relectura del cuaderno de Padilla, en estos días, me advierte que otro de los personajes centrales de esa poesía fue la guerra o, específicamente, la guerra nuclear.
Padilla escribió casi todos los poemas que reunió en ese libro a mediados de los 60, luego de su regreso de Moscú. Sin embargo, sus múltiples alusiones a la guerra nuclear tenían como trasfondo histórico no sólo la carrera armamentista entre Estados Unidos y la Unión Soviética sino la mayor aproximación a un escenario de conflagración atómica mundial, vivido en aquellas décadas, que fue la crisis de los misiles de octubre de 1962.
Como muchos otros escritores de su generación, Padilla vivió de cerca aquel conflicto. En el otoño del 62 era corresponsal de prensa en la Unión Soviética y debió haberse familiarizado con los detalles diplomáticos y militares de la tensión. En varios poemas del cuaderno, como “El discurso del método”, “La sombrilla nuclear” –una áspera conversación imaginaria con Roberto Fernández Retamar-, “Estado de sitio” o “El abedul de hierro”, Padilla refiere la posibilidad o la realidad de una guerra nuclear.
En ninguno de esos poemas, la decisión de ir a ese tipo de guerra, que no sólo destruiría a Cuba sino al hemisferio occidental, se atribuye a alguien en específico. El apocalipsis era, para Padilla, una realidad de la Guerra Fría, tan posible como la llegada del primer cosmonauta a la Luna. Aún así, un lector atento a todo el cuaderno podía saltar de alguno de esos poemas al titulado, por ejemplo, “Sobre los héroes”, y derivar sentidos sumamente peligrosos. 
En cualquier caso, Padilla, a diferencia de la mayoría de los escritores de su generación, comprendió que la guerra nuclear implicaba un dilema moral, toda vez que con la elección racional de la misma se estaba decidiendo la desaparición, ya no de un pueblo entero, sino de buena parte de la humanidad ¿Podía jugarse de manera inconsulta con esa posibilidad? ¿Quiénes arbitraban ese juego que, como el gran juego del poder, dejaba fuera al poeta?
Cualquier lector poco ingenuo llegaría a la interpretación de que los héroes, esas criaturas que “no dialogan”, que “planean con emoción la vida fascinante de mañana”, que “nos ponen delante del asombro del mundo”, que “nos otorgan incluso su parte de Inmortales”, que “batallan con nuestra soledad y nuestros vituperios” y que “modifican a su modo el terror”, podían también “imponernos la furiosa esperanza” de la guerra nuclear.