Libros del crepúsculo

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jueves, 9 de enero de 2014

La carta del exiliado


En 1915, Ezra Pound reunió en el volumen Cathay  –el nombre que Marco Polo dio a la China y que Colón imaginó como Las Indias, o sea, América- versiones al inglés del poeta chino Li Bai (o Li Po, traducido por Pound como Rihaku, del nombre del poeta en japonés) elaboradas a partir de las notas que sobre esas composiciones de la época de la dinastía Tang había redactado el orientalista Ernest Francisco Fenollosa, hijo de malagueño e india, que estudió filosofía y sociología en Harvard a fines del XIX.
Uno de los poemas se titula “Exile’s Letter”, que se conoce en español como “Carta del exiliado”. Hay varias traducciones al castellano del poema de Li Bai/ Pound, una composición fácil de traducir por su tono narrativo y lenguaje llano. La versión que más me ha gustado es la José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal, a la que he hecho pequeños ajustes, a partir, sobre todo, del uso de conjunciones, signos de puntuación y separación entre secciones del poema que hizo Pound en el original.
Una vez que Fenollosa y Pound intervinieron el texto, se abrió un juego de infinitas posibilidades para el viaje de Li Bai a las lenguas occidentales. Un viaje en el que se borran fronteras, se desmantelan aduanas y la autoría se transfiere, del creador original, a sus múltiples traductores. Al fin y al cabo, la historia que cuenta el poema no podría ser más familiar: la amistad entre un funcionario y un exiliado, bajo un régimen despótico, que, en el lapso de una vida, pasa de la “ebriedad”, “sin pensar en el rey y los príncipes”, a la terrible separación de los cuerpos y los afectos.    

Carta del Exiliado
 A So-Kin de Racuyo, mi viejo amigo y Canciller de Gen

Recuerdo cuando me hiciste un bar particular
En el extremo sur del puente de Ten-Shin.

Con oro reluciente y transparentes gemas pagábamos los cantos y las risas
Y pasábamos ebrios un mes tras otro, sin pensar en el rey ni los príncipes

Hombres inteligentes venían por el mar y la frontera occidental

Y con ellos, contigo sobre todo,

Nos entendíamos perfectamente

Y nada para ellos era cruzar el mar o las montañas

Con tal de estar en nuestra compañía,

Y hablábamos de todo, sin ocultarnos nada, y sin pesares

Después fui confinando a Wei del Sur,
Encerrado en un bosque de laureles,

Y tú hacia el norte de Raku-hoku

Hasta no haber entre nosotros más que añoranzas y memorias comunes

Y luego, cuando era ya insufrible continuar separados,
Volvimos a encontrarnos y fuimos a Sen-Go,
Siguiendo las mil vueltas y remolinos de las sinuosas aguas,

Hasta un lugar resplandeciente con millares de flores,
Que era el primero de los valles,

Y luego otros mil valles llenos de voces y del rumor del viento en sus pinares.

Y con sillas de plata y riendas de oro
Salió a encontrarnos el capitán Kan del Este y su comitiva.

Y vino allí también el verdadero mandamás de Shi-yo,
 a darme a mí la bienvenida
Sonando un órgano de boca incrustado de piedras preciosas

Y en las casas de dos y más pisos de San-Ko nos obsequiaron más música Sennin,

Con muchos instrumentos, como en un coro de Pichones de Fénix.

El mandarín de Kan Chu, ebrio, bailaba, 
porque sus largas mangas no conseguían estar 
inmóviles

Con la charanga de aquella música.

Y yo, cubierto de brocados, me quedé dormido en su regazo,

Con el espíritu tan encumbrado que me hallaba en el séptimo cielo,

Y antes del fin del día nos dispersamos como estrellas
 o lluvia.

Yo me tenía que marchar a So, muy lejos todavía aguas arriba,

Tú regresaste a tu puente del río.


Y tu padre, que era valiente como un leopardo,
 Gobernaba en Hei-Shu, y sometió a los bárbaros.

Y un mes de mayo te mandó a traerme,
 a pesar de la enorme distancia.

Y con las ruedas rotas y lo demás, fue un viaje duro, sobre caminos retorcidos como tripas de chivo,

Y yo que caminaba todavía a finales de año 
bajo el viento cortante que soplaba del norte,

Y pensaba qué poco te preocupaba el gasto
 y tú te asegurabas lo suficiente para pagarlo.

Y ¡qué recibimiento!
 Copas de jade oro, platos bien arreglados en una mesa azul toda enjoyada

Y yo borracho, y sin pensar en el regreso,

Y tú caminabas conmigo hasta el extremo occidental del palacio

Hasta el templo dinástico, rodeado de agua, un agua transparente como jade azul claro,

Con canoas bogando, y el son de las armónicas y tamboriles,

Y las ondas parecidas a las escamas de los dragones, remedando el verdor de la yerba en el agua,

El placer prolongado en compañía de las cortesanas, yendo y viniendo sin estorbos,
Con las pelusas de los sauces cayendo como nieve,

Y las chicas pintadas con bermellón, emborrachándose por fin al caer la tarde

Y el agua, de cien pies de hondo, reflejando sus cejas verdes,

-Unas cejas pintadas de verde que son para verse bajo la luna tierna,

Lindamente pintadas-

Y las muchachas cantando y respondiéndose con cantos las unas a las otras

Bailando en trajes transparentes,

Y el viento alzando el canto, interrumpiendo,

Y zarandeando bajo las nubes.

Pero todo esto tiene fin.

No se vuelve a encontrar otra vez.

Me fui a la corte a presentar examen,

Probé la suerte de Layú, ofrecí el canto Choyo,

Sin lograr promoción

Y regresé a las montañas del Este
con la cabeza blanca.

Y más tarde, otra vez, nos encontramos en el puente
 del sur,
Y luego el grupo se deshizo, tú partiste hacia el Norte, para el palacio San,

Y si tú me preguntas cómo es que siento tu partida:
Tal como caen las flores al terminar la primavera,
Confusamente, en agitado remolino.
¿De qué sirve hablar? -y hablar no tiene fin,
No tienen fin las cosas del corazón.


Llamo al muchacho,

Lo hago sentarse en los talones aquí a mi lado
A sellar esto,
Y te la envío hasta mil millas de distancia, mientras quedo pensando.

sábado, 4 de enero de 2014

Los dos sonetos a Washington de Gertrudis Gómez de Avellaneda

Este 2014 -específicamente el 23 de marzo- se cumplen doscientos años del nacimiento, en Camagüey, de la escritora cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda. Poeta, narradora y dramaturga, La Avellaneda fue una de las primeras escritoras profesionales de Cuba y España, donde residió desde 1836 hasta su muerte en 1873, con un intervalo de regreso a la isla, entre 1859 y 1864.
Se escribirá mucho este año sobre La Avellaneda, para bien o para mal. No faltarán, como cuando el bicentenario de José María Heredia en 2003, quienes intenten encapsular el patriotismo lírico de La Avellaneda en un nacionalismo grave, ajeno a su relación con Cuba.
Se escribirá mucho sobre la literatura de La Avellaneda, pero poco sobre su política, tan interesante como aquella. La camagüeyana fue una católica, admiradora de las tradiciones pactistas y contractuales de la monarquía española. Una católica liberal, no absolutista, como la mayoría de sus contemporáneos en la península, que respaldó la Constitución de Cádiz y, luego de la rebelión de La Granja, el orden constitucional de 1837. En una biografía en romance de Alfonso el Sabio, reunida en su obra poética, La Avellaneda resumió su visión positiva sobre la monarquía liberal española, en tanto modalidad del gobierno representativo.
También estuvo cerca La Avellaneda del reformismo criollo cubano, como puede leerse en sus novelas abolicionistas. Pero a diferencia de otros reformistas cubanos (Arango, Saco, Del Monte) o de sus contemporáneos y amigos en la literatura peninsular (Quintana, Espronceda, Zorrilla), y al igual que su maestro Heredia, La Avellaneda fue una gran admiradora de los Estados Unidos. Los versos finales del poema "A vista del Niágara", escritos durante el viaje de varios meses que hizo a Estados Unidos, en 1864, exponen esa admiración:


Tu ambiente aspira, ¡oh pueblo americano!
Que si tienes –cantando tu grandeza-
Prodigios como el Niágara en el suelo,
Cimentarte supiste instituciones
Que el genio liberal como modelo
Presenta con orgullo a las naciones!

Otra muestra de la admiración de La Avellaneda por Estados Unidos puede leerse en las dos versiones del soneto a George Washington que dejó escritas. La primera, de 1841, fue incluida en el primer volumen de sus Poesías, editado en Madrid con prólogo del crítico peninsular Juan Nicasio Gallego, quien, naturalmente, no dio mayor importancia estética o política a esta composición:

No en lo pasado a tu virtud modelo
Ni copia al porvenir dará la historia
Ni el laurel inmortal de tu victoria
Marchitarán los siglos en su vuelo

Si con rasgos de sangre guarda el suelo
Del coloso del Sena la memoria
Cual astro puro brillará tu gloria
Nunca empañada por oscuro velo

Mientras la fama de las virtudes cuente
Del héroe ilustre que cadenas lima
Y la cerviz de los tiranos doma

Alza gozosa, América, tu frente,
Que el Cincinato que formó tu clima
Lo admira el mundo, y te lo envidia Roma.

La segunda versión, escrita en 1864, luego de aquel viaje a Estados Unidos con su hermano, en que, además de peregrinar a las cataratas del Niágara, visitó la tumba de Washington en Mount Vernon, mantiene los dos primeros versos de la estrofa inicial y altera el resto del soneto. Vale la pena releer ambas versiones para comprender las razones de la reescritura:

No en lo pasado a tu virtud modelo
Ni copia al porvenir dará la historia
Ni otra igual en grandeza a tu memoria
Difundirán los siglos en su vuelo

Miró la Europa ensangrentar su suelo
Al genio de la guerra y la victoria
Pero le cupo a América la gloria
De que el genio del bien le diera cielo

Que audaz conquistador goce en su ciencia;
Mientras al mundo en páramo convierte
Y se envanezca cuando a siervos mande;

¡Mas los pueblos sabrán en su conciencia
Que el que los rige libres sólo es fuerte
Que el que los hace grandes sólo es grande!

Como Heredia, Olmedo, Bello y otros escritores hispanoamericanos de la primera mitad del XIX, La Avellaneda intentaba una contraposición entre Washington y Napoleón, favorable el primero. Mientras el corso representaba la ambición, el despotismo y el imperio, el norteamericano personificaba el civismo republicano del presidente que se retira a la vida privada luego de su segundo mandato. Washington era el nuevo Cincinato y Napoleón el nuevo César. 
Uno de los cambios más notables entre una y otra versión del soneto es la fórmula que usa La Avellaneda para referirse a Napoleón. Si en el primero habla de un "coloso del Sena", en el segundo hablará de un "genio de la guerra y la victoria", que no es específicamente francés sino europeo. Lo que intentó la poeta fue actualizar históricamente el sentido de su soneto de 1841, en medio de la Guerra de Secesión de 1864, para contraponer el republicanismo de Washington -transferible a Lincoln- al imperialismo de Napoleón III, Bismarck o cualquier otro monarca europeo de la época.