Libros del crepúsculo

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domingo, 23 de febrero de 2014

Cómo se construye una oposición leal en Cuba




En días pasados, los editores de la revista Espacio Laical, Roberto Veiga y Lenier González, publicaron sendos artículos sobre el importante tema de la construcción de una oposición leal en Cuba. Los textos de Veiga y González fueron comentados críticamente, en Havana Timespor Haroldo Dilla y Armando Chaguaceda, dos reconocidos académicos cubanos, radicados fuera de la isla. Aunque las críticas de Dilla y Chaguaceda adelantaron mis reparos a las intervenciones de Veiga y González, agrego las siguientes observaciones, que podrían servir para completar más las aristas de un debate crucial en Cuba, como el que intenta abrir Espacio Laical. Sin debate sobre la oposición, no hay, de hecho, debate sobre la democracia. Aún cuando se entienda que esa “oposición leal” está por construir, es evidente que en Cuba existe una “oposición real”, que no puede ser borrada del presente o del futuro de la isla.  
Coincido con los cuatro autores mencionados y, sobre todo, con los últimos párrafos del escrito de Roberto Veiga, que intentan definir el proceso de construcción de una oposición leal, en Cuba, desde una perspectiva amplia, que se abre, simultáneamente, a mecanismos representativos y participativos de la democracia. Ese enfoque es irrenunciable en estos días, cuando vemos en todos lados, en Estados Unidos y Europa, Egipto y Siria, Venezuela y Ucrania, Rusia y China, una crisis de la representación política que afecta tanto a las modalidades clásicas del liberalismo democrático como a las nuevas variantes –autoritarias o no-, más afirmativas de un rol hegemónico del Estado en la economía, la sociedad y la política. La crisis actual de la democracia sólo puede enfrentarse, con un mínimo de coherencia global, por medio de una articulación de elementos representativos y comunitarios, institucionales e independientes, parlamentarios y participativos.
Mi mayor objeción proviene, como en los textos de Dilla y Chaguaceda, de la exposición teórica e histórica del concepto de "oposición leal" que propone Lenier González. La historia reciente de ese concepto en medios académicos e intelectuales cubanos es mucho más compleja y rica y se remonta a los años 90, cuando, a partir de las experiencias de Europa del Este, España, Portugal y América Latina, se instala la idea de una transición pacífica a la democracia en Cuba. Bastaría, por ejemplo, revisar algunos cuadernos editados por el Instituto de Estudios Cubanos, en Miami, o los primeros números de la revista Encuentro, entre 1996 y 1998, para encontrar un uso del concepto de “oposición leal”, referido a la obra de Juan Linz, y aplicable a Cuba, en tanto país que, de acuerdo con trabajos de Jorge Domínguez, Haroldo Dilla, Carmelo Mesa Lago, Marifeli Pérez Stable, Damián Fernández o Eusebio Mujal León, transitaba de un régimen totalitario a uno autoritario o postotalitario. Esas ideas fueron manejadas en Encuentro o Cuban Studies con quince o veinte años de antelación al uso que le han dado más recientemente otros autores, citados por Veiga y González.
Lo que más me interesa no es, sin embargo, la primicia en el uso de un concepto sino la mayor o menor profundidad con que lo aplicamos a la experiencia cubana y las formas de inclusión política que podrían desprenderse de dicha aplicación. La idea de una “oposición leal”, en los teóricos de las transiciones de los 90, estaba relacionada con las posibilidades de vertebración de una cultura jurídica bajo un orden no democrático, que permitiera llegar a consensos en torno a las rutas legales y pacíficas del conflicto político. Aunque esas teorías, como observa Armando Chaguaceda, están siendo revisadas hoy, no estaría de más, en un contexto tan desabastecido de debate teórico como el cubano, regresar a las mismas para observar los aciertos y limitaciones con que la oposición real cubana ha intentado asimilarlas. 
Creo que coincidimos en que una oposición leal, además de aceptar las reglas del juego político establecidas por un régimen, debe respetar la soberanía nacional del país, los métodos pacíficos de resolución de conflictos, el reconocimiento de la legitimidad del gobierno y el Estado de Derecho. Ahora bien, ¿cuál sería, entre todas esas premisas -por no hablar de valores humanos universales, sobre los que es imposible detentar monopolio alguno, como la libertad, la igualdad, la justicia, el bienestar, la felicidad, el progreso...- la que determinaría la lealtad última dentro de la vida política de una comunidad? En cualquier proceso de transición democrática, inclusive en un proceso de transición democrática en un país, como Cuba, sometido a diversas formas de acotación de sus soberanías, la lealtad última, no es al "nacionalismo revolucionario" -que al fin y al cabo es una doctrina gubernamental, derivada de un corpus ideológico y, sobre todo, un relato histórico, bastante específico dentro de la cada vez mayor pluralidad de hoy-, sino al orden constitucional. Con más razón en el caso de Cuba, porque su Constitución vigente, la de 1992 reformada en 2002, establece de manera explícita y hasta reiterativa el principio de la soberanía nacional. En Cuba, quien es leal a la Constitución es leal a la soberanía.
La idea de una oposición leal al orden constitucional y a las leyes vigentes en la isla implicaría extender el concepto de lealtad más allá de ideologías y afectos, creencias y doctrinas, partidos u asociaciones, preferencias o no por unos líderes u otros, captando la pluralidad real de la sociedad cubana. Además de establecer límites precisos para el consenso, como los que podrían relacionarse con el uso de métodos pacíficos o con la inviolabilidad de la soberanía, una comprensión de lo leal, referida a la Constitución, permitiría fomentar la cultura cívica y el respeto a las leyes, que Espacio Laical y otras publicaciones académicas de la isla han demandado en los últimos años. Esta idea de una lealtad a la Constitución no está, por supuesto, reñida con la legítima apuesta de la oposición real por la reforma o el abandono de esa Constitución. Como sabemos, sin la reforma de algunos capítulos de esa Constitución y del Código Penal vigente, es imposible hablar, ya no de una oposición leal sino de algo anterior a ella: una oposición legal y despenalizada. Sin el reconocimiento de la legalidad de una oposición, en Cuba, difícilmente se podrá asegurar el marco jurídico de consenso que se requiere para institucionalizar el nuevo pluralismo político.



jueves, 20 de febrero de 2014

El imperio intraducible




Desde José Martí, los poetas cubanos parecen haber leído la poesía norteamericana como “poesía de imperio”. Una poesía que, al brotar del corazón del imperio, no podía ser otra cosa que sublime diatriba. Antes de Martí, en José María Heredia o, incluso, en Gertrudis Gómez de Avellaneda, este tipo de relación con la literatura norteamericana –como prueba el caso de la relación entre Heredia y Bryant, que alguna vez comentamos aquí- no era tan perceptible, ya que Estados Unidos era visto más como república que como imperio, y la gravitación de los escritores cubanos hacia metrópolis europeas como España o Francia era mayor.
Después de Martí, los grandes interlocutores de la literatura norteamericana en Cuba –Mañach y Avance, Rodríguez Feo y Orígenes, Lino Novás Calvo o Eugenio Florit- siguieron leyendo esa poesía como “poesía de imperio”. Los traductores cubanos, además de hacer versiones de esa literatura, asimilables desde Cuba, interponían resistencias raciales, religiosas o ideológicas a los textos traducidos. En Avance, por ejemplo, con ayuda de Waldo Frank y otros intelectuales de aquella época, se echó mano del gentilicio de lo hispánico para criticar, no sólo la literatura “sajona” de New England o el Midwest, sino la literatura negra del Harlem Renaissance.
La idea de que la gran cultura norteamericana es una denuncia del orden social y político de Estados Unidos se arraigó en Cuba, desde Martí. Mañach, Rodríguez Feo y Florit reiteraron esa idea de diversas maneras. Entre los 50 y los 60 se produce, sin embargo, una exacerbación religiosa e ideológica del nacionalismo cubano que llega a formular la idea de lo “intraducible”. Max Henríquez Ureña se refería, en Orígenes, a la dificultad de plasmar en español el “alcance esotérico” y las “misteriosas sugerencias” de los poemas de Dylan Thomas, y Enrique Berros, en uno de los primeros números de Lunes de Revolución, dice que es “imposible rendir en castellano la gracia y ligereza de algunos fragmentos” de Auden, porque “nuestra lengua no lo admite”.
 Estas primeras versiones de lo “intraducible” eran todavía coquetas, por ceñirse a lo lingüístico, pero en algunos pasajes de Cintio Vitier y Humberto Piñera Llera, en Orígenes, se llega a formular la idea de lo “intraducible”, desde un punto vista cultural: a una cultura “hispana y católica”, como la cubana, le eran ajenos la “ironía”, el “descreimiento” y el “escepticismo” de una cultura sajona y protestante como la norteamericana.
En Lunes de Revolución veremos otra modalidad, ya plenamente ideológica, del argumento de lo “intraducible”. En el número 55, del 18 de abril de 1960, titulado “U.S.A vs. U.S.A”, un editorial dirá: “el mismo sistema –un sistema político absolutamente errado- que ha creado en Estados Unidos  una sociedad uniforme, tan homogénea como las botellas de Coca Cola, ha incubado grandes y pequeños rebeldes”. Rebeldes que no había que buscar en el modernismo americano (Eliot, Stevens, Pound, Williams…), que, como su variante cubana (Lezama y Orígenes), finalmente quedaba atrás, por “intraducible”. Como también "quedaba atrás" la gran narrativa norteamericana del siglo XX (James, Anderson, Hemingway, Faulkner, Fitzgerald…), estancada en su “esteticismo”, su “enajenación”, su “conformismo” o sus “soluciones intermedias”, como dirá un revolucionario Guillermo Cabrera Infante.
Lo interesante, lo traducible de la literatura norteamericana, para Lunes, serán los testimonios de la decadencia del imperio, que sus editores creían leer en Truman Capote y Norman Mailer, Dwight Macdonald y Henry Miller, John O’Hara y Jack Kerouac, Allen Ginsberg y Robert Bly, más casi toda la literatura afroamericana, producida entre el Harlem Renaissance y los Black Panthers, entre Langston Hughes y James Baldwin, entre Countee Cullen y Leroi Jones. Lo que no habían podido lograr las culturas y las religiones, finalmente lo conseguía la ideología: crear, dentro de Estados Unidos, una literatura antimperial, perfectamente traducible desde la Cuba revolucionaria. Ahora sabemos que ese proyecto de traducción, como los anteriores, duró muy poco.   

martes, 18 de febrero de 2014

¿Eliot o Pound?



En marzo de 1954, el poeta cubano Eugenio Florit, profesor de Barnard College, envió a la imprenta  de la Unión Panamericana de Washington una antología de la Poesía norteamericana contemporánea, que se imprimió al año siguiente en México. Florit hizo traducciones de unos 38 poetas de Estados Unidos, en la primera mitad del siglo XX, entre Edgar Lee Masters y Edwin Arlington Robinson, los dos mayores, nacidos 1869, y Robert Lowell y Richard Wilbur, nacidos en 1917 y 1921, respectivamente.
Aunque Florit concibió su mapa de la poesía norteamericana para un público hispanoamericano –no en balde el libro fue editado por la que entonces funcionaba como la Secretaría General de la OEA, fundada en 1948- sus discernimientos y preferencias reflejaban en buena medida la política de traducción emprendida, desde La Habana, por la revista Orígenes. En algún momento de su prólogo, Florit se enfrenta al dilema de establecer quién es la figura central del modernismo norteamericano. Y lo hace a la manera de Orígenes, aunque sin otorgar tanta importancia a Wallace Stevens y a William Carlos Williams.
A Williams y a Stevens, Florit los ubicaba en la estela del imaginismo impulsado por Pound, si bien Stevens, “el hombre de negocios y el más puro aventurero de lo subjetivo, que logra la poesía por concentración, en ambigüedad, medios tonos y sordina”, se apartaba de aquella corriente, “porque su interés en el mundo de la realidad y en el poder de la imaginación para transformarlo, le ha llevado a especulaciones poéticas sobre religión o sobre estética” y porque su contacto con los poetas más jóvenes le imprimía una “actualidad de primera clase”.
Las dos figuras centrales del modernismo, según Florit, eran Eza Pound y  T. S. Eliot y su valoración de los mismos se basaba, en lo esencial, en el ensayo de Edmund Wilson, Axel’s Castle (1931), y en las opiniones sobre la poesía norteamericana del poeta irlandés William Butler Yeats, recogidas por Wilson en aquel volumen. Sobre Pound, quien había sido secretario de Yeats, pero que tras el respaldo del primero al fascismo italiano, había sido rechazado por su mentor, dice Florit:

“Ezra Pound, a quien vimos al comienzo del imaginismo como su primera fuerza motriz, es, al decir de Yeats, quien tiene una influencia “tal vez mayor que cualquiera de sus contemporáneos excepto Eliot; y es él probablemente el origen de esa carencia de forma que es el principal defecto de Auden, C. Day Lewis y su escuela”, escuela que por otra parte afirma el gran irlandés que admira mucho. Lo que ocurre a Pound es que, a mi parecer, carece de dominio propio. Es una fuerza poética desatada tan egocéntrica y egoísta que le llevó a la más antipática posición política, como todos sabemos, y a su estado actual de vida al margen de la ley en un hospital de dementes”.

La semblanza de Eliot es mucho más amable:

“En 1914 la poesía de habla inglesa llevaba treinta años de retraso. Y fue T. S. Eliot quien la puso al día, asimilando con mayor eficacia que los demás el simbolismo. Su papel es semejante al que desempeñaron Peguy y Claudel en Francia, Rilke y Hofmannstahl en Alemania; D’Anunzio en Italia; Rubén Darío y, después, Juan Ramón Jiménez, con años de anticipación, en poesía castellana. En contraste con Pound, hay en Eliot lo metafísico de los poetas ingleses del siglo XVII y un acento religioso peculiar, aunque, para mi gusto, falto de una verdadera emoción, gris, frío y seco”.

Como en los años finales de Orígenes, el anglicanismo de Eliot y, en general, el protestantismo de la poesía norteamericana, molestaba a Florit, por su carga de ironía y escepticismo:

“El mismo Yeats, gran observador de sus contemporáneos, dijo en 1936, en el excelente prólogo ya citado (por Wilson en Axel’s Castle), que, por ser Eliot protestante de la Nueva Inglaterra y descendiente de protestantes, “hay poca entrega en su relación personal con Dios y con el alma”. Lo innegable –y de ahí su éxito- es que Eliot ha logrado expresar en la poesía la impotencia y el fracaso del mundo moderno… Eso no nos parecería mal, desde luego, si Eliot hubiese mantenido la humildad necesaria. Pero en él la cultura, por el sueño y el éxtasis mismo, se hace pedante, y toca todo con su varita inmágica convirtiéndolo a su propia actitud mundana, pero poco humana, de hombre elegante y culto que también es poeta”.



   

jueves, 13 de febrero de 2014

Capa en colores



La exposición Capa en Color, que se muestra actualmente en el International Center of Photography de Nueva York, capta el sentido más perdurable del proyecto visual del gran fotógrafo húngaro Robert Capa (1913-1954). Cuando se piensa en Capa, lo primero que viene a la mente es su fotografía de la Guerra Civil española y, en especial, “Muerte de un miliciano”, el escorzo del soldado que cae baleado, con su fusil en la mano derecha, en la cima de una colina.
En esta muestra está ese Capa, fotógrafo de soldados de la República española y de pilotos de la Fuerza aérea norteamericana, durante la Segunda Guerra Mundial. Pero hay otro Capa, el más rutinario aunque menos conocido, que es el de las fotos de la paz en la guerra, de los marineros boxeando en la cubierta de un acorazado, de los burgueses y los obreros europeos, las celebridades y los campesinos del Mediterráneo, la vida privada de Hemingway y Picasso, de Truman Capote y Peter Lore, de los sets de Welles y Rossellini, de Ana Magnani en Bellissima y de Ava Gardner en The Barefoot Contessa.
El Capa a color describe mejor que el de blanco y negro, el vertiginoso itinerario de ese artista de la mirada, entre los años 40 y 50. Un itinerario que deja como testimonio una estela de imágenes de todos los estratos de aquella Europa: magnates de Biarritz, Deauville y Roma y aldeanos noruegos, campesinas italianas y alta sociedad parisina y romana. Las fotos a color de Capa para las revistas Holiday, Look, Life, Ilustrated Ladies Home Journal o Colliers ofrecen un mapa de la subjetividad europea, en el tránsito de la guerra a la postguerra.
Como en todo viaje al corazón social de Europa, Capa, criatura del imperio austro-húngaro, no podía dejar de indagar en los confines de su mundo. El viaje a Marruecos y, sobre todo, el viaje a la URSS, en 1948, junto al escritor norteamericano John Steinbeck, con el fin de armar el gran reportaje literario y fotográfico que puede leerse en A Russian Journal (1948), son una evidencia de aquella exploración iconográfica en los lindes de Europa. Como apéndice de aquel viaje, Capa se desvió a Budapest, su ciudad natal, y envió a la revista Colliers un reportaje sobre la naciente Hungría comunista, que observamos como un ensayo autográfico.
Robert Capa vivió, en sus últimos años, de aquellas fotografías a color. Vino a morir, sin embargo, en blanco y negro. La muestra exhibe muy pocas fotos de su trabajo en Indochina, durante la guerra de 1954, que daría lugar a la larga y espantosa saga militar de Viet Nam, Laos y Cambodia. El glamour de la Postguerra, que Capa vivió intensamente en el Mediterráneo, comenzaba a empañarse con las bombas de la descolonización y la naciente Guerra Fría. Fue demasiado pronto para la vida de Capa, pero, justo a tiempo, para el retrato de una época.