Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 14 de junio de 2014

Vuelta a la piel de Octavio Armand



Entre principios de los 70 y hoy, entre Piel menos mía (1976) y Clinamen (2013), la poesía Octavio Armand experimenta un viaje de vuelta a la literatura, que es también un viaje de regreso a la piel del poeta. El vanguardismo de los 70, en Nueva York, que forzó una exploración por los límites de lo literario, ha mutado, cuarenta años después, en una internación en el cuerpo de la literatura. Una internación que carga, sin embargo, con el extrañamiento de aquella vanguardia, con la marca de su extravío.
Algunos poemas de los 70 presentaban la crítica de lo literario como abandono o pérdida del cuerpo: “noche como todas. Ha muerto el párpado./ Ha muerto el ojo. Nada nos sostiene al/ borde de la carne. Es posible caer, caer,/ pisar las puertas tantas veces acumuladas,/ estas preguntas que mueren en silencio,/ erizándose. Viuda negra: ampolleta/ lígulas sobre mi aterrada superficie”. Otros asumían los límites del mundo literario como ocaso de la fe en el cuerpo: “Contienes los límites del mundo. Te muerdes las uñas,/ te tocas los dedos de los pies. Eres un círculo de carne,/ eres un niño. Te llamas como te llamo, sencillamente./ Solo entonces tienes un nombre material, necesario”.
Cuatro décadas después, en Clinamen (2013), la memoria ha hecho su trabajo y el regreso al sentido y a la literatura es también la anagnórisis, el reconocimiento de sí ante el espejo. En el soneto “Álbum”, por ejemplo, el poeta de 60 años ve una foto suya de niño, a los 6, en un patio de Guantánamo, y anota: “como en el espejo, veo el rostro/ del niño que busco. Sé que soy yo./ Lo llamo hasta que me mira/ fijamente a los ojos, como/ si en ellos leyera su nombre/ coloreado en grandes letras./ Luego sonríe, voltea y se va/ más de medio siglo hacia delante”.
En el poema “Autorretrato”, un tipo de composición lírica bastante frecuente en Octavio Armand, lo mismo que en José Kozer, reaparece el mismo dilema del reconocimiento del yo. Hay un afuera, un “ellos” indecible, que no reconoce la identidad pasada y futura del poeta: “Miro ciego/ en un espejo/ también ciego/ al que fui/ al que seré./ No me reconocen.”  Pero es el propio poeta, ya de vuelta a la literatura y a la piel, desde aquellos límites de lo literario y lo corporal, quien ahora no reconoce su identidad presente: “En el agua/ que se escurre/ entre mis dedos/ busco al que soy./ No está”.

jueves, 12 de junio de 2014

Jugando cubilete con Octavio Armand



Mientras el joven narrador cubano Jorge Enrique Lage mide el tiempo de la isla en “años de realismo”, el poeta exiliado Octavio Armand (Guantánamo, 1946), lo mide en “sones de ausencia”. Armand se sabe “borrado” y “ausente” de la literatura cubana desde que comenzó a escribir. Un sintomático ensayo, titulado “La partida de nacimiento como ficción”, escrito en 1979, justo cuando aparecía la segunda edición de su primer cuaderno Piel menos mía (1976), y publicado en la revista escandalar, que dirigió en su exilio de Nueva York a principios de los 80, proponía su acta de nacimiento, en Guantánamo, a mediados de los 40, como primer texto literario.
Esa condición fantasmal, que ha compartido Armand con otros escritores cubanos, como Lorenzo García Vega y José Kozer, atraviesa una obra de ya más de cuatro décadas, media docena de poemarios y varios libros de ensayos, Superficies (1980), El pez volador (1997), El aliento del dragón (2005) y Horizontes de juguete (2008), que se leen como una larga conversación con pintores (Miguel Ángel, Holbein o Malevich), escritores (Whitman, Rimbaud, o Kafka) y filósofos (Heráclito, Cicerón o Nietzsche). La obra de Armand pertenece al conjunto de poéticas exiliadas y vanguardistas, que estudiamos en La vanguardia peregrina (2013), aunque en una modalidad más impactada por la desarticulación del vanguardismo que produjo el momento postmoderno.
Tiene razón el estudioso venezolano, Johan Gotera, en su ensayo Octavio Armand, contra sí mismo (2012), cuando ubica la obra de este exiliado en la diatriba contra la “tradición del sentido” y en la propuesta de una reinvención del lector, que alentó el post-estructuralismo francés. Pero la obra de Armand parece, también, desarmar su vanguardismo juvenil y reconciliarse con  esa “tradición del sentido”,  en su más reciente Clinamen (2013), aunque con mayores distancias o frialdades, que las que podrían encontrarse en ejercicios similares de Severo Sarduy u Orlando González Esteva.
Las décimas de “Cubilete”, rescatadas hace poco en Diario de Cuba, serían un buen ejemplo de lo que digo. Hay ahí esa extraña mezcla de Zequeira y Lichtenberg, que Gotera ha observado desde los 80, cuando la poesía de Armand se acerca al neobarroco. Pero hay también una vuelta al juego de la escritura, a la dimensión lúdica y azarosa del texto, que también leemos en poemas como “Cuarteta”, “Canto rodado”, el soneto “Tirada”, “Tablero” y los “Viceversos” finales.

miércoles, 11 de junio de 2014

Iroqueses y cubanos: dos tribus



A fines de los años 50, Edmund Wilson escribió para The New Yorker una serie de artículos sobre los indios iroqueses, que reunió en su libro Apologies to the Iroquois (1959). A Wilson le interesaba el desafío que el nacionalismo de esa comunidad, alentado por Canadá, implicaba para Estados Unidos desde los años de la Guerra Civil, a mediados del siglo XIX.
Mientras escribía su reportaje, Wilson entró en contacto con Wallace Anderson, Mad Bear, un líder de la comunidad de Tuscarora, a donde viajó varias veces el crítico e historiador. A Wilson le impresionaba la forma en que Mad Bear había defendido la autonomía de su comunidad ante los proyectos de modernización y urbanización promovidos por Robert Moses y otros políticos y urbanistas newyorkinos. En su correspondencia con Dos Passos, ambos hablan de Mad Bear como un héroe anticolonial.
Justo en los meses en que concluía su reportaje sobre los iroqueses, se produjo el triunfo de la Revolución Cubana. A diferencia de otros intelectuales de Nueva York, de su misma generación, como Waldo Frank, C. Wright Mills o Carleton Beals, Wilson no pareció sentir fascinación alguna por ese evento del Caribe. Las pocas veces que se refiere a Castro, en su correspondencia, es para restarle importancia como enemigo de Estados Unidos.
En un momento, sin embargo, la historia de esas dos tribus, los iroqueses y los cubanos, se cruzan en el epistolario de Wilson. Su amigo Mad Bear, el líder iroquí, le envía una postal desde un hotel de la ciudad de La Habana, en agosto de 1959, donde le cuenta que ha sido recibido con honores, en la isla, por el entonces Primer Ministro, Doctor Fidel Castro.  Luego de recibir la postal, en Talcottville, Wilson escribe a Mary Meigs: “I don’t know what this means”.

lunes, 9 de junio de 2014

Nabokov y Lenin en las lecturas del crítico



Siempre me ha intrigado la admiración paralela que Edmund Wilson sintió por Lenin y Nabokov: el escritor exiliado y el caudillo bolchevique, el confiscador y el confiscado. La obra crítica de Wilson, entre To the Finland Station (1940) y A Window on Russia (1974), está llena de alusiones a Lenin como político, pensador y escritor. Wilson, como es sabido, aprendió ruso en su juventud y leyó en esa lengua a algunos de los escritores del siglo XIX que más admiró: Pushkin, Tolstoy, Chejov, Dostoievsky y Gogol.
Entre los rusos del siglo XX, las preferencias de Wilson estaban con Pasternak y Nabokov. A Solzhenitsyn lo leyó al final de su vida y, aunque a veces le resultaba “monotonous”, llegó a apreciarlo, en contra del juicio de Nabokov, para quien el autor de Archipiélago Gulag era “third rate”. Como ha estudiado Tomás Abraham, en su ensayo Situaciones postales, Wilson compartió siempre sus lecturas rusas con Nabokov y la académica y traductora Helen Muchnik, quien lo ayudaba con el “ruso-soviético”, que decía no comprender bien.
Nabokov fue uno de los grandes amigos de Wilson. Desde los años 40, sus familias pasaban fines de semanas juntas en Wellfleet, Cape Cod, donde los Wilson habían comprado una casa de veraneo.  Todavía en 1971, Wilson escribía a sus amigos “Valodia” y Vera, rivales en el ajedrez veraniego, con una confianza notable, bastante inusual para el estilo un tanto frío del epistolario de Wilson. ¿Qué habrá pensado Nabokov de la admiración que su amigo sentía por Lenin? En el libro de Andrea Pitzer sobre Nabokov se roza el tema y el citado Letters on Literature and Politics (1974) de Wilson ayuda a responder la pregunta.
A principios de los 60, en plena Guerra Fría, Wilson pensaba que Lenin era uno de los grandes estadistas de todos los tiempos, comparable con Lincoln y Bismarck. Cuando en 1971, Leonard Kriegel afirmó, en un libro sobre Wilson, que éste había aprendido ruso para poder leer a Lenin, el crítico sonrío y envió a su biógrafo una carta en la que afirmaba haber aprendido ruso para leer a Pushkin. Lenin podía ser un escritor “dull”, pero, como le reprocharía a Helen Muchnic, a propósito de su libro Russian Writers. Notes and Essays, la relación entre Lenin y Gorky y los propios juicios de Lenin sobre Tolstoy y Chejov eran ineludibles en el estudio de la literatura rusa.  

domingo, 8 de junio de 2014

Edmund Wilson y el triángulo de la crítica




Varias veces hemos comentado, en este blog, la obra del gran crítico norteamericano Edmund Wilson (1895-1972), quien actuó como un vórtice en el torbellino de la crítica, en la ciudad de Nueva York, entre los años 30 y 70 del pasado siglo. Junto a Alfred Kazin, Lionel Trilling e Irving Howe, Wilson integra una estirpe de críticos literarios de Nueva York dentro de la que personifica, tal vez, su tipo ideal.
A Wilson se le reconoce, sobre todo, por dos ensayos de gran resonancia, que marcaron la vida intelectual en el mundo anglosajón: Axel´s Castle (1931), un recorrido por las mayores figuras de una literatura que llamaba “imaginativa”, entre 1870 y 1930 (William Butler Yeats, T. S. Eliot, Marcel Proust, James Joyce, Paul Valery y Gertrude Stein), y por To the Finland Station (1940), una historia de las ideas revolucionarias modernas, entre la Revolución Francesa y la bolchevique, con tránsito en la Comuna de París.
O sea, un libro de crítica literaria y otro libro de historia intelectual. Pero el segundo, To the Finland Station (1940), era, además, un ejercicio de pensamiento político. Gran Bretaña, Estados Unidos y la Unión Soviética eran, entonces, aliados en la Segunda Guerra Mundial, y a Wilson, como a casi todos los críticos literarios de Nueva York, le interesaba contribuir al diálogo entre marxismo y liberalismo, entre socialismo y democracia. Desde entonces, Wilson desarrolló un interés por las ideas bolcheviques, especialmente de Lenin y Trotsky, que lo acompañará toda la vida, a pesar del ascenso del anticomunismo en Nueva York, durante la Guerra Fría.
Historia, política y literatura conformaban, para Wilson, el triángulo conceptual de la crítica. No es extraño, entonces, que en su ensayo The Triple Thinkers (1938), Wilson dedicara un texto a leer a Flaubert en clave política, otro a explorar las ventajas de una interpretación histórica de la literatura y otro más a las relaciones entre marxismo y literatura. En un libro posterior, Eight Essays (1954), que ya mencionamos aquí, aquel triángulo avanzaba sobre temas tan diversos como lo moral en Hemingway, el Marqués de Sade como revolucionario francés o la literatura escrita por presidentes de Estados Unidos, como Abraham Lincoln y Theodore Roosevelt.
La división social del trabajo es implacable y Wilson, que se consideraba a sí mismo más como escritor que como crítico, terminó siendo eso, un crítico literario profesional. Sus poemas y novelas juveniles, como I Thought of Daisy (1929), han sido olvidados. Todavía al final de su vida, Wilson se quejaba, en alguna de las últimas reediciones de sus relatos Memoirs of Hecate County (1946), de que quienes se interesaban en su obra no valoraran tanto sus libros de ficción, a pesar de las críticas y censuras que suscitaron en los 40 y 50.
¿Qué escritores interesaron más a Wilson en su larga carrera de reseñista y articulista, en The New Yorker o The New Republic? Es difícil afirmarlo con precisión, dado el amplísimo y estéticamente heterogéneo registro de autores y obras que comentó. Un recorrido por el índice onomástico de su correspondencia, editada por Elena Wilson con el título de Letters on Literature and Politics (1977), arroja que algunos de los escritores sobre los que más escribió Wilson fueron Pushkin, James, Shaw, Joyce, Eliot, Scott Fitzgerald, Hemingway, Nabokov, Jon Peale Bishop y John Dos Passos. Este último, Dos Passos, un escritor virtualmente olvidado, es, probablemente, el escritor norteamericano con más entradas en la correspondencia de Wilson.
El triángulo conceptual de historia, política y literatura marca a toda la estirpe de críticos newyorkinos del siglo XX y su influjo llega hasta nuestros días, como puede comprobarse leyendo, tan sólo, The New Yorker. Hay una gran ausencia en este campo referencial y es la filosofía. A diferencia de la crítica literaria francesa, por ejemplo, que hace de la filosofía un género más de la literatura, la crítica literaria newyorkina privilegia el diálogo con la historia y la política. Es un triángulo escaleno, donde la la línea más extensa es la literatura, pero un triángulo al fin.