Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 6 de diciembre de 2014

Un Empire State en La Habana

Por casi cinco décadas la esfera pública oficial cubana y la propia izquierda latinoamericana han hecho de la carta de despedida del Che Guevara a Fidel Castro, en 1965, una suerte de fetiche documental y, a la vez, testamento político, que explicaría la decisión del político argentino de involucrarse a partir de ese año en dos proyectos guerrilleros, el del Congo y el de Bolivia, donde moriría dos años después. Hay, sin embargo, otra carta de Guevara a Castro, de abril de 1965, que ha circulado menos y que podría ser leída, más claramente, como testamento político.
Me refiero a la larga carta que se conoce con el título de "Algunas reflexiones sobre la transición socialista" (1965), que encabeza el volumen Apuntes críticos a la economía política (Ocean Press, 2006). El momento de escritura de esa carta es el mismo que el de El socialismo y el hombre en Cuba (1965), el más conocido ensayo del Che, que muchos -especialmente en los estudios culturales universitarios de Estados Unidos- leen desconociendo el contexto en que fue escrito y las coordenadas ideológicas de Guevara en ese momento.
Ambos textos fueron escritos luego de la polémica sobre la política económica, que generó el proyecto de financiamiento presupuestario y empresas consolidadas de Guevara dentro del gabinete económico cubano y, en alguna medida, dentro, también, de una parte de la comunidad económica internacional, incluida la soviética, involucrada en el debate sobre el socialismo cubano. Además de esa discusión, en ambos textos pesa el creciente involucramiento de Guevara con los movimientos de descolonización africana, especialmente en Ghana, Guinea, Argelia, Tanzania, el Congo y Egipto, países que visitó, varias veces, entre fines del 64 y principios del 65.
En febrero del 65, Guevara había participado en un Seminario de Solidaridad Euroasiática en El Cairo, que en buena medida daría lugar a los proyectos de la Tricontinental y la OSPAAAL, donde hizo algunas de las críticas más frontales al socialismo real en Europa del Este. Durante el debate sobre la "ley del valor" y los "estímulos materiales", en los dos años anteriores, Guevara había viajado, también, con frecuencia, a los países socialistas y había madurado una crítica a lo que consideraba la errónea rearticulación de la NEP leninista, como punto de partida de una economía socialista de mercado.
En una entrevista con el periódico El-Taliah, de la izquierda norafricana, que había defendido las tesis de Jean Paul Sartre y Frantz Fanon, Guevara cuestionó el principio "taylorista" de aumentar la productividad a partir del premio salarial al mayor esfuerzo, que los soviéticos aplicaban desde la época del "stajanovismo". A partir de esas críticas, llegó a la conclusión de que la única manera de eludir, a la vez, la vía capitalista occidental y la vía socialista soviética de desarrollo, era por medio de una mezcla bizarra entre estimulación moral y apropiación salvaje de la alta tecnología de la modernidad avanzada.
La carta a Castro es una exposición detallada y, a la vez, diáfana, de ese proyecto. Guevara comienza contraponiendo al Marx de la Crítica del Programa de Gotha con el Lenin de la NEP: si el primero decía que en el periodo de transición socialista ya se suprimían algunas categorías mercantiles, el segundo propondrá el reforzamiento de los mecanismos capitalistas. De hecho, hay un momento que Guevara contrapone el Lenin de El Estado y la Revolución, que lo sigue inspirando, y el Lenin de la NEP, a quien achaca todo el conservadurismo y el burocratismo del socialismo real, y sugiere que entre uno y otro debió haber un Lenin intermedio, que sería el ideal para pensar la transición cubana.
En otro pasaje de la carta, el propio Guevara se da cuenta de que su solución -articular una economía moral de "hombres nuevos", que producen por un ideal, más que por incentivos materiales, y una transferencia agresiva de los mayores avances científico-técnicos, que coloque la producción bajo patrones de alta racionalidad instrumental- puede ser percibida como fantasiosa. La manera en que trasmite esa duda a Fidel Castro -el tono didáctico que Guevara usa siempre en su carta retrata mejor al destinatario que al remitente- no tiene desperdicio y podría servir para ilustrar el extraño proyecto de modernidad de quien tal vez sea la figura central de la izquierda latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX:

"Se nos puede decir que todas estas pretensiones nuestras equivaldrían a pretender tener aquí, porque los Estados Unidos lo tienen, un Empire State y es lógico que nosotros no podemos tener un Empire State pero, sin embargo, sí podemos tener muchos de los adelantos que tienen los rascacielos norteamericanos y técnicas de fabricación de esos rascacielos aunque los hagamos más chiquitos. No podemos tener una General Motors que tiene más empleados que todos los trabajadores del Ministerio de Industrias en su conjunto, pero sí podemos tener una organización, y, de hecho, la tenemos, similar a la de la General Motors. En este problema de la técnica de administración va jugando la tecnología; tecnología y técnica de administración han ido variando constantemente, unidas íntimamente a lo largo del proceso de desarrollo del capitalismo, sin embargo, en el socialismo se han dividido como dos aspectos diferentes del problema y uno de ellos se ha quedado totalmente estático. Cuando se han dado cuenta de las groseras fallas técnicas en la administración, buscan en las cercanías y descubren el capitalismo".

martes, 2 de diciembre de 2014

El gran debate

Ignorada por los estudios culturales, subestimada por los biógrafos del Che Guevara -en la mejor biografía, Jon Lee Anderson, la menciona de pasada, en un par de páginas, con algunos errores- y reducida por los economistas a un embrollo técnico, la polémica sobre la política económica, en Cuba, entre 1963 y 1965, es de una relevancia inexcusable para entender la historia del socialismo cubano y de buena parte de la izquierda latinoamericana.
Hace más de diez años, las editoriales Ocean Press y Ocean Sur, la rescataron, en inglés y en español, en El gran debate. Sobre la economía en Cuba. 1963-1964 (Ocean Sur, 2003)  y ha comenzado a ser estudiada por marxistas latinoamericanos, como el argentino Néstor Kohan, o por algunos académicos de la isla, como Teresa Machado Hernández y Ángel Alberto Alberteris González, aunque desde un enfoque integrador, puesto en función del consenso, que resta dramatismo y polarización a aquel choque de ideas.
Es cierto que los que intervinieron en ese debate eran todos marxistas, pero lo que debatían era, en buena medida, la elección entre dos modelos excluyentes de comprensión de la sociedad y el Estado. Los estudiosos advierten que, en contra de una idea bastante extendida, la polémica no fue entre el Che Guevara, defensor del "sistema presupuestario de financiamiento" de las empresas, y Carlos Rafael Rodríguez, partidario del "cálculo económico" y la autogestión empresarial.
Rodríguez no intervino directamente en la discusión, aunque las ideas que esgrimieron los críticos de Guevara habían sido planteadas por él, desde 1960, en ensayos como "La clase obrera y la Revolución", "Planificación y Revolución", "La Revolución en su aspecto económico" y "La defensa de la economía nacional". En todos esos ensayos, Rodríguez defendía una industrialización subordinada a una economía agraria enfocada a la independencia, por medio de la integración al mercado socialista, que no perdiera de vista lo que llamaba "la presión del consumo".
La idea que intentó desarrollar Guevara, tras su profunda decepción con la URSS luego del Pacto Kennedy-Kruschev de 1962, que, a su juicio, había humillado a Cuba, era una crítica a ese concepto de planificación, inscrito al patrón soviético. Guevara pensaba que, en las condiciones subdesarrolladas de Cuba, no había que seguir el esquema de la transición socialista propuesto por Lenin con la NEP, a partir de un capitalismo de Estado, sino construir a la vez, como sugerían trotskystas y maoístas, el socialismo y el comunismo, saltando la primera etapa de la transición.
El proyecto de Guevara fue rechazado por otros miembros del gabinete, como el Ministro de Comercio Exterior, Alberto Mora, que defendió la vigencia de la ley del valor en la economía cubana de los 60. La respuesta de Guevara a Mora, en la que exponía abiertamente su crítica al Lenin de la NEP y al capitalismo de Estado, fue apoyada, con matices, por el escritor Miguel Cossío Woodward, por el Ministro de Hacienda, Luis Álvarez Rom, por el economista trotskysta, judío-alemán, Ernest Mandel, y por el también economista Alexis Codina, colaborador de Guevara en el Ministerio de Industrias.
Del otro lado, el de la defensa de mecanismos de mercado en la economía socialista y de la crítica al predominio de los "estímulos morales" de Guevara, se colocaron, además de Mora, el Presidente del Banco Marcelo Fernández Font, el economista Joaquín Infante Ugarte y el marxista francés, Charles Bettelheim. Las intervenciones de Bettelheim y Mandel en el debate proyectaron la polémica, que se libraba en las revistas Nuestra Industria Económica, Comercio Exterior y Cuba Socialista, en el horizonte de la Nueva Izquierda occidental, por medio de resonancias en publicaciones como la parisina Partisans y la newyorkina Monthly Review.
Los biógrafos de Guevara coinciden en que los proyectos guerrilleros del Congo y Bolivia se produjeron en medio de un creciente cuestionamiento de sus tesis económicas dentro de la clase política cubana. En una carta sobre el tema que envió Guevara a Castro, conocida con el título de "Algunas reflexiones sobre la transición socialista", en abril de 1965, predomina un tono testimonial, de derrota o de soledad, ante la alternativa de cualquier proyecto de política económica, en Cuba, que aspirara a demarcarse plenamente del modelo soviético.
Guevara decía a Castro que el "sistema presupuestario" aspiraba a "eliminar las categorías capitalistas: mercancías entre empresas, interés bancario, interés material directo como palanca, y, a la vez, tomar los últimos adelantos administrativos y tecnológicos del capitalismo". Pero reconocía que fallaban "los dos pilares del sistema: la creación del hombre comunista y la creación del medio material comunista". El proyecto parecía, al propio Guevara, tan fantasioso como que el hombre nuevo edificara, en La Habana socialista, un Empire State y una General Motors.
En el largo plazo, el modelo de cálculo económico venció, ya que la planificación de la economía socialista en Cuba ha respondido, desde principios de los 70, a esas premisas. En los últimos años, con la entronización del capitalismo de Estado, esa orientación llega a un punto irreversible. Pero entre 1967 y 1968, durante la Ofensiva Revolucionaria, la idea guevariana tuvo su momento, y algunas secuelas de la polémica pueden leerse, todavía, en colaboraciones de Humberto Pérez y Jorge Gómez Barranco en Pensamiento Crítico. Como admite Néstor Kohan, luego de la Ofensiva Revolucionaria, nunca más, ni siquiera durante la llamada "Rectificación" de los 80 o el "periodo especial" de los 90, se experimentó en Cuba con aquellos extremos del anticapitalismo.


  

sábado, 29 de noviembre de 2014

El comandante Mora y sus amigos escritores

Hay personajes de la Revolución Cubana que, por muy comandantes y ministros que hayan sido, son borrados de la historia oficial de esa misma Revolución, con un celo perdurable, que se trasmite de una generación a otra de historiadores y periodistas oficiales. Entre muchos otros, es el caso de Alberto Mora Becerra, hijo del héroe del asalto a Palacio Presidencial, Menelao Mora, quien formó parte del Directorio Revolucionario y de la lucha de esta organización contra el régimen de Fulgencio Batista, entre 1957 y 1959, desde el exilio, la sierra de El Escambray o la clandestinidad habanera.
Mora llegó a ser el comandante del Directorio mejor ubicado en el gobierno revolucionario en la primera mitad de los 60. Uno de los pocos que por entonces formó parte del gabinete como Presidente del Banco de Comercio Exterior y como Ministro de Comercio Exterior. Desde esa posición, el político ayudó a varios de sus amigos escritores, especialmente a Guillermo Cabrera Infante y Heberto Padilla, colocándolos en oficinas comerciales del gobierno cubano en Europa, luego del cierre de Lunes de Revolución y el primer ciclo de ortodoxia cultural y ideológica a principios de los 60.
La amistad de Mora con esos escritores, como narraron Cabrera Infante en Mea Cuba (1993), Cuerpos divinos (2010) y Mapa dibujado por un espía (2013) y, antes, Padilla en La mala memoria (1989), databa de fines de los 50, cuando el joven revolucionario se asomaba a los ambientes de la cultura y la farándula habanera. Ambos, Cabrera Infante y Padilla, describen a Mora como un "político intelectual", con una notable cultura filosófica, literaria y musical. El comandante Mora vendría siendo una figura equivalente a Carlos Franqui, Alfredo Guevara, Armando Hart o Haydée Santamaría, un político que intervenía en la cultura como protector, mediador, traductor y, a la vez, embajador del poder.
¿Cómo y cuándo cayó en desgracia Mora? Probablemente, como muchos otros líderes del Directorio, el Movimiento 26 de Julio o el viejo PSP, alrededor de 1965, cuando se crea el nuevo Comité Central del Partido Comunista de Cuba y se funden los pocos medios de comunicación que quedaban dispersos. Todavía entre 1963 y 1964, Mora, como Ministro de Comercio Exterior, intervino en el debate sobre la política económica cubana, que enfrentó a los partidarios del modelo de "financiamiento presupuestario" y "estímulos morales" del Che Guevara y a los seguidores del "cálculo económico"y la "autogestión empresarial", que había defendido Carlos Rafael Rodríguez desde principios de la década en Cuba socialista y algunos ensayos. Mora fue, de hecho, quien desató la polémica al publicar, en la Revista Comercio Exterior, una refutación de la idea del Che Guevara de que la ley del valor no funcionaba plenamente bajo una economía socialista. Guevara reprodujo el artículo de Mora en la revista de su propio ministerio, Nuestra Industria, con una réplica suya.
La posición de Mora en aquel debate era favorable a la corriente pro-soviética de la dirigencia cubana, que era la que pareció predominar en la reorganización del Partido Comunista en 1965. Sin embargo, en los años siguientes, con la Ofensiva Revolucionaria, en la coyuntura de la muerte del Che Guevara en Bolivia, Fidel Castro reorientó la política económica hacia el guevarismo. Es muy probable que entonces, Mora, un crítico declarado de esa estrategia de desarrollo, perdiera soporte dentro de la clase política de la isla.
¿Qué fue de Mora entre fines de los 60 y 1972, cuando se suicida? Cabrera Infante afirma en Mea Cuba que su amigo, "condecorado con exes -ex comandante, ex ministro, ex diplomático", fue enviado a una granja de trabajo, en 1971, por defender a Heberto Padilla. Según Cabrera Infante, el suicidio fue la respuesta a esa humillación. En cambio, Padilla, en La mala memoria sugiere que el suicidio de Mora se debió al profundo desencanto con la Revolución que sentía desde mediados de los 60, cuando en un encuentro que tuvieron en París, junto a Guillermo Cabrera Infante y Pablo Armando Fernández, sufrió un colapso nervioso.
En sus memorias, Padilla describe a Mora como un intermediario entre él y Fidel Castro en los meses posteriores al encarcelamiento del poeta. Es Mora quien le trasmite mensajes e impresiones directas de Castro, sobre la forma en que encara su juicio y su castigo, y quien le aconseja siempre moderar sus posiciones para evitar la cólera del régimen. Estos testimonios, a veces contradictorios, hacen del comandante un personaje de ficción. Un político, amigo de escritores que, al ser expulsado del panteón oficial del Estado, sobrevive, no en la historia oficial o en las enciclopedias electrónicas del poder, sino en la memoria de la literatura.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Todos los muertos (la otra mitad de la foto)

La foto del post anterior, que con frecuencia se atribuye al fotógrafo cubano Osvaldo Salas, pudo haber sido una de las varias tomas de la misma marcha del Consejo de Ministros del gobierno revolucionario, que hizo otro fotógrafo, Venancio Díaz, el 5 de marzo de 1960, al día siguiente de la explosión del carguero francés La Coubre, en el puerto de La Habana. Fue ese un día de fotos, ya que en otro momento, mientras Fidel Castro hablaba desde un balcón, Alberto Korda captó la imagen del Che Guevara que ha dado la vuelta al mundo en 54 años.
En esa foto aparecen, de izquierda a derecha, en primera o en segunda fila, Fidel Castro, Primer Ministro, Raúl Roa, Ministro de Relaciones, Osvaldo Dorticós, Presidente, el Che Guevara, Presidente del Banco Nacional, Regino Boti, Ministro de Economía, Augusto Martínez Sánchez, Ministro del Trabajo, Antonio Núñez Jiménez, Director Ejecutivo del INRA, el comandante del Segundo Frente del Escambray, William Morgan, detrás, el Presidente del Banco de Comercio Exterior, Alberto Mora, y, por último, el también comandante del Segundo Frente, Eloy Gutiérrez Menoyo.
Morgan y otro comandante del Escambray, Jesús Carreras, serían arrestados pocos meses después, acusados de traición y fusilados en La Cabaña, en marzo de 1961, más o menos por los mismos días en que fue fusilado, también en La Cabaña, otro comandante y ministro del primer gobierno revolucionario, Humberto Sorí Marín. Gutiérrez Menoyo se exiliaría brevemente y desembarcaría por Baracoa a fines de 1964. Semanas después era capturado y condenado a veinte años de cárcel. Martínez Sánchez, como decíamos, intentaría suicidarse en 1964, siendo eliminado de la vida pública desde entonces y Albero Mora se quitó la vida en 1972. Lo mismo haría el presidente Dorticós diez años después.
Otra foto de aquella marcha, de Venancio Díaz, tomada desde un ángulo más hacia el centro y la derecha, muestra al dirigente sindical David Salvador, con camisa a cuadros, de los brazos del comandante Luis Crespo y Fidel Castro. Detrás, entre Castro y Salvador, Osmani Cienfuegos, que había sustituido a Manuel Ray como Ministro de Obras Públicas, por haberse opuesto Ray al encarcelamiento de Huber Matos. Quien aparece vestido de miliciano, entre Crespo y Salvador probablemente sea Luis M. Buch, Secretario de la Presidencia y del Consejo de Ministros.
La foto de Díaz está incluida en el reciente libro Cuba in Revolution (2013) de la Arpad A. Busson Foundation. La imagen más difundida es la que reproducíamos en el post anterior, en la que la hilera arranca, de izquierda a derecha con Fidel Castro y termina, por lo general, con Núñez Jiménez, para evitar a Morgan, Mora y Gutiérrez Menoyo. Pero entre todos esos muertos, tal vez, el más borrado haya sido David Salvador, precisamente por ir del brazo de Castro. Salvador era entonces Secretario General de la Confederación de Trabajadores de Cuba, elegido, en el X congreso de esa asociación, en noviembre de 1959, a pesar de la oposición de los comunistas.
Apenas dos meses después de la foto, en mayo de 1960, Salvador renunció a su cargo, bajo la presión comunista, en perfecta coordinación con el Ministro del Trabajo, Martínez Sánchez, quien, junto con Lazaro Peña, unificará todo el movimiento sindical bajo la nueva Central de Trabajadores de Cuba. Poco después, Salvador se involucra con la organización opositora "30 de Noviembre", es arrestado en La Cabaña y condenado a 30 años de prisión. Salvador murió, exiliado en Estados Unidos, en 2007. En la enciclopedia oficial Ecured aparece definido como "traidor" y "contrarrevolucionario", a pesar de su papel fundamental en la política obrera del Movimiento 26 de Julio, entre 1957 y 1960.

martes, 25 de noviembre de 2014

Cuatro suicidas

Las filosofías del suicidio que leemos en autores como Nietzsche, Cioran o Camus son afirmaciones de la muerte por mano propia como acto supremo de la voluntad y la libertad. Si el primero afirmaba que la idea del suicidio era una "fuente de consuelo", el segundo dirá que el suicidio es tanto una acción contra la vida como contra la muerte, lo que le confiere un sentido redentor, mientras que el tercero hablará del suicidio como el "único problema filosófico verdaderamente serio".
La religión y la moral, el psicoanálisis y la sociología, Levinas y Maritain, Freud y Durkheim, intentaron, de distinta manera, confrontar esa tradición del suicidio filosófico. Pero ninguno de ellos, a pesar de ser contemporáneos del fenómeno en el siglo XX, atisbó la forma en que la condena del suicidio, heredada del cristianismo, adquiría un nuevo aliento bajo el comunismo. La ética del trabajo y el sacrificio, de la lealtad y el compromiso, llegaba, en el comunismo, a postular el derecho natural del Estado sobre la propia vida y a considerar al suicidio, no sólo como cobardía, sino como traición. En el discurso médico del comunismo, el suicidio sólo puede estar justificado como un desvío de la enajenación o la locura.
En el caso de Cuba, país con el más alto índice histórico de suicidios en América, el tema ha llamado la atención de autores como Louis A. Pérez Jr. y Pedro Marqués de Armas. En la segunda mitad del siglo XX, se produce en la isla una experiencia única en la historia -o por lo menos más pronunciada que en otros sitios- de transición entre una cultura católica y una cultura comunista. La resistencia del Estado cubano y sus líderes a entender el suicidio como un acto soberano o liberador se manifiesta en las reacciones oficiales a la muerte por suicidio de líderes de la Revolución, como Augusto Martínez Sánchez y Alberto Mora, Osvaldo Dorticós y Haydée Santamaría, que paradójicamente fueron figuras clave de la transición al socialismo.
Martínez Sánchez, un abogado de Holguín, que se sumó al 26 de Julio en 1958, subió a la Sierra y bajó de allí con el grado de Comandante, fue uno de los principales artífices de los "tribunales revolucionarios" en los primeros meses de 1959. Fidel Castro lo designó fiscal en el segundo juicio contra los 43 pilotos batistianos, que habían sido exonerados por un primer tribunal, uno de cuyos miembros, el comandante Félix Lugerio Pena, se quitó la vida, luego de la condena a 30 años de cárcel y trabajo forzado contra los aviadores. Ya en 1959, Martínez Sánchez era Ministro del Trabajo, una posición desde la que, en conexión con la dirigencia comunista sindical, echará a andar la refundación de la Central de Trabajadores de Cuba.
En el momento del gran debate sobre la política económica en Cuba -"financiamiento presupuestario" defendido por el Che Guevara, Ministro de Industrias, y por Luis Álvarez Rom, Ministro de Hacienda, o "cálculo económico y autogestión empresarial", defendido, entre otros, por Alberto Mora, Ministro de Comercio Exterior, y Marcelo Fernández Font, Presidente del Banco-, Martínez Sánchez cae en desgracia y es acusado de corrupción. Es difícil ubicar a Martínez Sánchez en aquella discusión y discernir con precisión las razones de su caída. El caso es que el comandante y ministro se pega un tiro, pero no muere. A nombre del gobierno cubano, el presidente Dorticós y el Primer Ministro Castro, destituyeron a Martínez Sánchez, con una declaración que, más o menos, decía -traduzco de To Die in Cuba (2005), de Pérez Jr:

"De acuerdo con los principios revolucionarios fundamentales, pensamos que esta conducta es injustificable e impropia de un revolucionario, y creemos que el compañero Martínez Sánchez no debió haber estado plenamente consciente cuando tomó esa decisión porque todo revolucionario sabe que no tiene derecho a disponer de su propia vida, que no le pertenece y que sólo puede ser legítimamente sacrificada enfrentando al enemigo".

No conozco una reacción oficial al suicidio de Alberto Mora, hijo del importante líder del autenticismo radical, Menelao Mora, organizador del asalto a Palacio Presidencial en 1957. Mora, también Comandante de la Revolución, había sido director del Banco de Comercio Exterior y luego Ministro de Comercio Exterior, en el periodo de la integración de la economía cubana al campo socialista. Su papel, como el de Martínez Sánchez, en la construcción del comunismo insular, fue decisivo. Mora se suicidó en 1972, cuando ya no era ministro, por lo que el gobierno pudo ahorrarse la declaración.
Cuando Haydée Santamaría, directora de la Casa de las Américas, se suicida el 26 de julio de 1980, en medio de los "actos de repudio" y las "marchas del pueblo combatiente" contra los refugiados del Mariel, la declaración era inevitable. Juan Almeida, a nombre del gobierno, reiteró la reprobación oficial del suicidio, pero pidió que, en el caso de Santamaría, se ponderara el "deterioro de su condición física y psicológica", por causa de las enfermedades y de un accidente de tránsito. A pesar de esta salvedad, Almeida decía:

"Por principio, los revolucionarios no aceptamos la decisión del suicidio. La vida de los revolucionarios pertenece a la causa de la Revolución y al pueblo, y debe ser dedicada a ambos hasta el último átomo de su energía y el último segundo de su vida. Pero no podemos juzgar fríamente a la compañera Haydée. Todos los que la conocimos comprendemos que las heridas del Moncada nunca cicatrizaron del todo en ella".

En junio de 1983, se suicidó el ex presidente Osvaldo Dorticós, un abogado de Cienfuegos, formado por los jesuitas, que, por un tiempo estuvo cerca del Partido Socialista Popular y a fines de los 50 se sumó a la Resistencia Cívica y al Movimiento 26 de Julio, en su ciudad. Desde la reorganización del gobierno en 1976, Dorticós había quedado fuera de la jefatura del Estado. Para principios de los 80, estaba gravemente enfermo, de dolencia en la médula espinal y, además, había perdido a su esposa, María Caridad Molina. La explicación oficial del suicidio de Dorticós, quien, a su vez, había reprobado el suicidio de Martínez Sánchez en los 60, la dio, a nombre del Buró Político del PCC, José Ramón Machado Ventura, médico:

"Nunca fue más él mismo… Con su muerte, el compañero Dorticós nos deja además la pena de una muerte producida por su propia mano, una decisión incompatible con los valores y las convicciones revolucionarias a las que dedicó toda su vida. La agonía del dolor físico y la profunda depresión en que cayó después de la muerte de su compañera lo llevaron a una crisis de tales magnitudes que perdió el control de sí mismo".








viernes, 21 de noviembre de 2014

Tres relatos sobre el origen del comunismo en Cuba

En el verano de 1961, parecían circular dentro de la nueva clase política revolucionaria cubana, dos relatos sobre el origen del comunismo en Cuba. Desde los debates de fines de 1957, entre dirigentes de la Sierra y el Llano, el Che Guevara había dicho que no consideraba a Fidel Castro como un líder comunista sino como un nacionalista revolucionario, "burgués", aunque por encima de su clase, dada su radicalidad. Lo que se desprendía de esa observación de Guevara -que reiterará ocho años después, en su carta de despedida a Castro, leída por éste ante el nuevo Comité Central del Partido Comunista de Cuba, en 1965- era que el comunismo en Cuba fue el resultado de una máxima radicalización del nacionalismo revolucionario, que, con las leyes revolucionarias de 1959 y 1960, desembocaba en una lucha de clases y un antiimperialismo de tipo socialistas.
Este relato fue, en esencia, el que desarrolló, con un empaque teórico y retórico más afín al marxismo soviético, Carlos Rafael Rodríguez, en una serie de artículos aparecidos en Cuba socialista, en 1961. Rodríguez admitía que la Revolución no había sido obra de un liderazgo comunista, ni viejo ni nuevo, sino de una corriente revolucionaria radical que, sobre la marcha y respondiendo a conflictos internos y externos, había llegado al socialismo desde otra ideología. Como es sabido, Guevara y Rodríguez se enfrentarían luego de la Crisis de los Misiles o, específicamente, a partir de 1963, por cuestiones como la ley del valor bajo el socialismo, el financiamiento presupuestario de las empresas, el cálculo económico o la valoración del socialismo real en Europa del Este, pero hasta 1961, estaban de acuerdo en lo esencial.
Un relato alternativo aparece desde entonces, a nivel del discurso público y no tanto de la fundamentación teórica o ideológica, y es formulado por el presidente Osvaldo Dorticós en aquel acto en el MINFAR, en junio de 1961. Es un relato más fantasioso, conspirativo y, en el fondo, antimarxista del comunismo cubano, que presenta a éste como la creación de un pequeño grupo de marxistas-leninistas, desde 1953, que asalta el cuartel Moncada, se exilia en México, desembarca en el Granma, organiza la insurrección, entra en La Habana e implementa las primeras leyes revolucionarias, seguros de lo que querían hacer y convencidos de que para lograrlo no sólo debían ocultar sus objetivos sino declarar insistentemente que no eran comunistas, que querían restaurar la Constitución del 40, convocar a elecciones y nacionalizar, en todo caso, algunos servicios públicos y sectores estratégicos de la economía.
Dado que ese "liderazgo" no se limitaba, únicamente, a Fidel y a Raúl Castro, sino que se extendía al núcleo dirigente del Movimiento 26 Julio, como aseguraba Dorticós y como se lee en la Plataforma Programática del PCC, en 1975, entonces habría que suponer que, según ese relato, no sólo ambos Castros sino, también, Abel y Haydée Santamaría, Juan Manuel Márquez, Frank País, René Ramos Latour, Faustino Pérez o Armando Hart, eran marxistas-leninistas que, deliberadamente, aparentaban ser demócratas. A pesar de ser, como decíamos, más místico o conspirativo, o precisamente por eso, este relato fue el que se arraigó con mayor fortuna en los aparatos ideológicos del Estado cubano hasta los años 90. Fidel Castro lo declarará en diciembre de 1961 y luego lo repetirá a toda clase de entrevistadores y biógrafos.
Era por lo visto más consistente, a los ojos de Castro, presentarse como un comunista que, tácticamente, no asume su doctrina, que como un político que se radicaliza ideológicamente sobre la marcha. La radicalización podría ser interpretada como conversión o como oportunismo y no como una verdadera concientización. Lo curioso era que ese mecanismo, el de la concientización o el adoctrinamiento, no era mal visto en relación con la ciudadanía, que según Dorticós y los documentos posteriores del PCC, estaba deformada por la cultura burguesa del antiguo régimen. Se debía reconocer que el pueblo había heredado una cultura burguesa, pero no se podía admitir que los propios dirigentes preservaban algo de esa misma cultura.
Primero con discreción, en los 90, y luego abiertamente, en los últimos años, un tercer relato ha comenzado circular en medios intelectuales y políticos cubanos. Según ese relato, el comunismo no fue un proyecto preconcebido, como aseguraba Osvaldo Dorticós, ni la obra de una radicalización ideológica del gobierno revolucionario, entre 1959 y 1960, como sostenía Carlos Rafael Rodríguez. Fue, en realidad, una respuesta geopolítica al intento de Estados Unidos de derrocar la Revolución desde antes de que ésta triunfara. Este último relato tiene a su favor la buena recepción de ciertas izquierdas metropolitanas, sobre todo en Estados Unidos y Europa, que acostumbran a entender la historia de Cuba en clave del conflicto nación/ imperio y subestiman el papel de las ideas y las instituciones en la construcción del Estado cubano, sobre todo, entre los años 60 y 70.
Según este último relato, el comunismo cubano no ha sido tanto, como aseguran los propios documentos del PCC, un proyecto de transición de una sociedad capitalista a otra socialista -que, a su vez, transitará al orden comunista-, como un mecanismo de defensa de la soberanía nacional contra el imperialismo yanqui, cuya finalidad histórica es la anexión de la isla. La eternidad que esos documentos confieren a "la Revolución" está dada, de hecho, por ese propósito de alcanzar el comunismo. Como el advenimiento del comunismo es un proceso mundial y perpetuo, la "Revolución Cubana", confundida con ese mismo proceso, no puede ser sino eterna. El tercer relato sería, por tanto, una refutación -consciente o no- de la documentación oficial del PCC, ya que supondría que, en caso de normalizarse las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, acabaría la Revolución.

martes, 18 de noviembre de 2014

El presidente Dorticós y la trama oculta del comunismo en Cuba

Osvaldo Dorticós, presidente de Cuba durante los primeros diecisiete años del gobierno revolucionario, aunque bajo el poder real de un Primer Ministro autorizado a "dirigir" el país y sin contrapeso legislativo alguno, es una figura desdibujada en los estudios cubanos. La equivocada identidad entre Revolución, fidelismo o castrismo, en la opinión pública de la isla o el exilio y en los estudios cubanos de ambos lados, ha impedido una comprensión mejor de la arquitectura de la entonces llamada "transición socialista". Además de Dorticós, Ernesto Che Guevara, Raúl Castro, Carlos Rafael Rodríguez, Armando Hart y Antonio Núñez Jiménez, serían algunos de los artífices de ese tránsito.
Dorticós fue el único miembro del Partido Socialista Popular que formó parte del primer gobierno revolucionario, como Ministro Encargado de la Ponencia y Estudio de las Leyes Revolucionarias. Luego del ataque público de Fidel Castro contra Urrutia, que motivó la renuncia de éste en julio de 1959, la jefatura máxima del gobierno debatió si era conveniente entregar la presidencia al ex primer ministro, Miró Cardona, pero finalmente se decidió por Dorticós. La elección demostró ser adecuada para los objetivos del gobierno en los meses siguientes. Luego de las nacionalizaciones de mediados del 60, que en tres meses pusieron el 80% de la economía cubana bajo control del Estado, Dorticós fue uno de los primeros en ofrecer una explicación y un relato de la radicalización comunista del gobierno.
Una fuente clave donde leer la justificación teórica e histórica de aquel giro al comunismo, entre 1960 y 1961, que a principios de este año había provocado, naturalmente, la ruptura de relaciones con Estados Unidos, es la revista Cuba socialista. Desde 1960, dirigentes del PSP, como Carlos Rafael Rodríguez y Aníbal Escalante, comenzaron a publicar análisis que caracterizaban lo que sucedía en Cuba como un "tránsito socialista" o como la entrada de la Revolución en su "fase socialista". Lo que hicieron Castro, Hart, Núñez Jiménez y otros dirigentes, a partir de abril de 1961, fue, en buena medida, importar esa argumentación en los círculos no comunistas del Movimiento 26 de Julio.
Quedaba, sin embargo, el antecedente incómodo de todas las declaraciones anticomunistas del propio Castro, desde los tiempos del Moncada y que, entre 1957 y 1959, se habían intensificado en su permanente contacto con la prensa de Estados Unidos, especialmente, con la de Nueva York. Fue entonces que se fabricó la tesis de que Fidel Castro y sus seguidores más cercanos, en el Movimiento 26 de Julio, eran marxista-leninistas desde antes del asalto al cuartel Moncada, pero que ocultaron sus objetivos por el anticomunismo reinante en la opinión pública de la isla. Osvaldo Dorticós fue uno de los primeros en formular esa tesis, que en 1975 se naturalizó en la documentación programática del Partido Comunista de Cuba.
Pero la tesis de una minoría comunista, de nuevo tipo, que oculta su finalidad para llegar al poder y que coincide, por cierto, con el discurso oficial del régimen de Batista desde 1953, llevaba aparejada otra, sobre la incapacidad del pueblo cubano para asimilar las ideas marxistas. Ese pueblo estaba apto comprender el "tránsito socialista" como un hecho consumado, pero no para traducirlo doctrinalmente como voluntad general. No creo que antes -o después- se haya producido una idea tan clara de la Revolución Cubana como un proceso de adoctrinamiento de las masas a través de los hechos, similar al despertar de un sueño. En junio de 1961, dos meses después de la declaración del carácter "socialista" de la Revolución, esto decía Dorticós:

"En efecto, para gran parte de nuestra población -digámoslo con absoluta franqueza- aún para gran parte de nuestros trabajadores, las ideas socialistas, que son las ideas revolucionarias de la actual época histórica, solo por el nombre asustaban. La gran propaganda tradicional, totalizadora, de que habíamos sido víctimas, esa gran conjura de la mentira que el imperialismo había impuesto en nuestro país, impedía, inclusive, que aquellos que nada tenían que perder con una Revolución de naturaleza socialista, y tenían todo por ganar, tuvieran hasta cierto punto temor y muchos prejuicios frente a la palabra, frente al término y frente a la calificación, no frente a los hechos. Tan es así, que los hechos ocurrieron en Cuba, se nacionalizaron las industrias, se nacionalizó la banca, se estableció el monopolio estatal del comercio exterior, es decir, se socializó la parte principal de nuestra economía, y el pueblo y la clase trabajadora entera aplaudió aquella transformación. El pueblo se solidarizó con esa transformación revolucionaria de nuestra economía, y un buen día descubrió o confirmó que eso que aplaudía, era una Revolución socialista".