Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 26 de octubre de 2017

Hombres de sobretodo en las plazas de Bogotá


En el conocido libro El Bogotazo. Memoria del olvido (1983), del periodista colombiano Arturo Álape, asistimos a una de las tantas escenificaciones del culto a la personalidad de Fidel Castro en las visiones históricas de América Latina durante la Guerra Fría. Un culto que una parte de la izquierda colombiana, respetuosa del legado del líder populista Jorge Eliécer Gaitán, reprodujo mecánicamente, hasta el punto de inscribir, en la Casa Museo del político, en Bogotá, el mito de que el elocuente abogado del Partido Liberal fue ejecutado el 9 de abril de 1948 antes de entrevistarse con Fidel Castro.
En 1948 Castro tenía 22 años y era estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Había viajado a Bogotá como parte de la delegación cubana al Congreso Latinoamericano de Estudiantes, promovido por jóvenes peronistas y militantes del Partido Justicialista argentino, como Antonio Cafiero y Diego Luis Molinari, que visitaron La Habana en marzo de ese año para hacer los preparativos de aquella reunión.
Los jefes de la delegación cubana al congreso estudiantil de Bogotá eran Enrique Ovares, Presidente de la FEU, y Alfredo Guevara, Secretario de la misma organización. Sin embargo, en la visión retrospectiva de Castro, copiada por una franja del gaitanismo, el líder no sólo del grupo cubano sino de toda la juventud latinoamericana reunida en Bogotá era el propio Fidel, quien decía lo siguiente a Álape: "yo estaba de organizador del congreso y en todas partes aceptaron el papel que desempeñaba..., prácticamente de manera unánime los estudiantes me apoyaron..., de hecho yo estaba presidiendo la reunión..., los estudiantes aplaudieron mucho cuando yo hablé y apoyaron la idea de que yo continuara en el papel de organizador del evento".
Hay suficiente información histórica para refutar esa imagen. El congreso estudiantil fue organizado por el gobierno de Juan Domingo Perón para contrarrestar la Conferencia Panamericana en la que intervendría el entonces Secretario de Estado norteamericano, George Marshall. El programa político que Castro se atribuye a sí mismo, incluida la demanda de soberanía del canal de Panamá o la lucha contra dictaduras como la de Trujillo o los Somoza, era compartido por el aprismo, el peronismo, el priismo mexicano, el figuerismo costarricense, Acción Democrática venezolana e, incluso, el Partido Auténtico cubano, que formaron parte de la Legión del Caribe.
En los diarios de Gaitán se habla de dos reuniones con representantes del congreso estudiantil. Una informal antes del asesinato del líder colombiano y otra programada, efectivamente, para unas horas luego del atentado de Juan Roa Sierra. Fidel Castro no fue la figura central de aquel capítulo sino uno más, cuyo rol es agrandado, luego, por él mismo y sus adoradores en América Latina, a razón del poder que ejerció en la izquierda regional desde su condición de jefe perpetuo del Estado cubano.
En todas las biografías oficiales de Fidel Castro, desde la de Antonio Núñez Jiménez hasta la más reciente de Katiushka Blanco, se presenta al entonces dirigente estudiantil de la Juventud Ortodoxa en la Facultad de Derecho de la Universidad de la Habana como un socialista en ciernes. El aporte del propio Castro a esa visión mítica es documentable. No sólo por la alabanza de sí mismo sino por la sutil transmisión de un clima de conspiración comunista en Bogotá, en abril de 1948, que en su memoria se proyecta a través de la escena de los misteriosos hombres de sobretodo en la Plaza Bolívar. Esos mismos hombres que hoy se ven en la Plaza Gonzalo Jiménez de Quesada, donde se erige, como la de Francisco Pizarro en Lima, una estatua a un conquistador español en una capital latinoamericana, y que no hacen más que vender esmeraldas.

lunes, 23 de octubre de 2017

Bolívar sin caballo




Dos de las principales estatuas de Bolívar en Bogotá, a diferencia del Bolívar caraqueño al que rindió respeto el viajero José Martí, sin sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se comía o dónde se dormía, muestran al Libertador sin caballo. Palomo, el pinto de cola hasta el suelo, que acompaña, casi siempre relinchando, a Bolívar, en cuanta imagen suya hemos visto en la pintura y la estatuaria latinoamericana, ha desaparecido.
El héroe de la Plaza Bolívar, esculpido en Roma por Pietro Tenarani, está parado con la espada en el brazo derecho hacia el suelo. La hora de las armas ha pasado y ha llegado el momento de las leyes, los decretos y las reformas en la paz. El documento que enrolla en la mano izquierda alude a la importante obra constitucional y legislativa del caraqueño en la Gran Colombia.
El Bolívar del Templete en el Parque de los Periodistas, obra de otro italiano, Pietro Cantini, avecindado en Colombia, es también un héroe civil, un estadista honrado en el centenario de su nacimiento. Un Bolívar más claramente romano o republicano, que marcó con su pensamiento político todo el proceso de fundación de las nuevas naciones latinoamericanas.
Esta elección deja ver un ángulo del culto a Bolívar en Colombia, muy diferente al venezolano o, más específicamente, al chavista, que tiene que ver con la pluralidad del panteón heroico en este país. En la entrada del Museo Nacional, el antiguo panóptico de la penitenciaría, están dos bustos, frente a frente, de Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar, como si establecieran un contrapunto que impide la monarquización del panteón, a la manera del bolivarismo venezolano o el martianismo cubano. Ese equilibrio se percibe en toda la monumentalística del espacio público de la ciudad: Bolívar y Santander, Pedro Nel Ospina y Jorge Eliécer Gaitán.

domingo, 15 de octubre de 2017

Tzvetan Todorov y el problema de la criminalización del comunismo




En su libro póstumo, El triunfo del artista: la revolución y los artistas rusos, 1917-1941 (Galaxia Gutenberg, 2017), Tzvetan Todorov vuelve a contar las armonías y conflictos entre los poetas y narradores, músicos y pintores soviéticos con el Estado, primero bolchevique y luego estalinista, construido en Rusia. Regresa Todorov a los dramas familiares de Ajmátova y Mandelshtam, Malévich y Bunin, Pasternak y Bulgakov. El importante pensador búlgaro-francés hace un apunte sobre las simplificaciones y escamoteos históricos que produce la criminalización del comunismo, que me parece válido no sólo para la historia de la URSS o los socialismos reales de Europa del Este sino para la historia china, vietnamita o cubana del siglo XX:

"El hundimiento de los regímenes comunistas en Europa del Este y Rusia, en 1989-1991, supuso el debilitamiento, cuando no el declive, de una ideología en el mundo, pero no deberíamos pasar esta página de la historia reciente sin haberla leído con atención. Como la doctrina y los regímenes que se inspiraron en ella generaron incalculables víctimas, los han denunciado como criminales y han quedado señalados por el oprobio. Ahora bien, aunque no podemos pasarla por alto, esta perspectiva criminológica, que a lo largo de toda la historia del comunismo se centra en las víctimas y en su sentimiento, no basta para describir todas las dimensiones del cambio radical que trajo consigo esta revolución. El sentido de un acontecimiento de tanto alcance no puede reducirse a una simple condena moral, política o jurídica. Sus diferentes aspectos merecen un análisis más detallado, tanto para entenderlo mejor como para extraer enseñanzas para nosotros hoy, cien años después del acontecimiento inaugural".

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Roberto González Echevarría sobre el modernismo del béisbol



En prólogo a El juego galante. Béisbol y sociedad en La Habana (1864-1895), La Habana, Letras Cubanas/ Ediciones Boloña, 2016, de Félix Julio Alfonso López, escribe el profesor de Yale:


"Lo atávico del béisbol se aloja precisamente en la metáfora bélica que lo constituye y que comparte con otros deportes, pero de manera muy especial. Lo que predomina en el juego es la manera en que el contacto físico es soslayado y la metáfora sublima su carácter combativo. Esa sublimación se produce mediante metáforas subordinadas de exquisita complejidad que, sorpresiva y tal vez no fortuitamente, aproximan el béisbol al modernismo, el movimiento artístico y literario que emerge precisamente en la época en que el juego llega y se implanta en Cuba. Eso, me parece, explica la convergencia del deporte con la literatura en ese momento, más allá del trasfondo político, en el que el béisbol se erige en una actividad antiespañola por ser algo moderno y extranjero, es decir, norteamericano, elemento ampliamente documentado (con loable cautela) en El juego galante.

La primera de esas metáforas accesorias la constituye el terreno de juego. En la mayoría de los deportes modernos, los juegos que llamo "de aquí p'allá y de allá p'acá", la metáfora guerrera es burda y su significado chocante por lo obvio -me refiero al fútbol en todas sus variantes, al baloncesto, al hockey, al lacrosse, y otros tantos. La cancha de estos deportes es un rectángulo en que cada equipo defiende su mitad y trata de penetrar la del contrario para anotar goles, puntos, tantos, o lo que sea. La guerra con sus invasiones, ocupaciones, cambios de frontera, asedios, bloqueos, sitios y sus barricadas, baluartes y bastiones no está muy lejos de la superficie. Si se llevara a un marciano acabado de apearse de su nave a un juego de fútbol, pienso que no sería difícil explicarle lo que pasa en el terreno. Pero llevado a un juego de béisbol, no ya un marciano sino un chileno o argentino, las palabras, los gestos, los esbozos trazados en urgentes servilletas, no alcanzan para hacerle comprender en qué consiste la actividad que tiene delante. Entre los muchos contrasentidos del béisbol está que el equipo a la defensiva ¡está en posesión de la bola! Pero la cancha misma, el terreno, es de una enigmática, poética complejidad".

viernes, 22 de septiembre de 2017

Terremoto, duelo y poesía




Dentro de la enlutada tradición mexicana de literatura y terremoto, en prosa o en verso (Rulfo, Monsiváis, Poniatowska, Huerta, Villoro...), que tanto resuena desde el último 19 de septiembre, estos cuatro momentos del arranque de Miro la piedra (1986), inspirados en el sismo del 85, de José Emilio Pacheco, uno de los mayores poetas de esta gran ciudad.
Poesía de duelo, como nunca fue su prima hermana, la poesía volcánica de Heredia, Santos Chocano o el Dr. Atl, no hay aquí rastro de esa estetización de las ruinas, tan frecuente en otros testimonios literarios. El derrumbe es el derrumbe y la muerte, la muerte. La única belleza pronunciable es la del rescate de una vida. Por eso, como apunta hoy Juan Villoro en Reforma, el gesto de estos días es el puño en alto llamando al silencio, y, luego, con suerte, la celebración de alguien salvado de los escombros.



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De aquella parte de la ciudad que por derecho
de nacimiento y crecimiento, odio y amor
puedo llamar la mía (a sabiendas
de que nada es de nadie),
no queda piedra sobre piedra.

Esta que aquí no ves, que allí no está
Ni volverá a alzarse nunca, fue en otro mundo
La casa en que abrí los ojos.
La avenida que pueblan damnificados
Me enseñó a caminar.
Jugué en el parque
Hoy repleto de tiendas de campaña.

Terminó mi pasado.
Las ruinas se desploman en mi interior.
Siempre hay más, siempre hay más.
La caída no toca fondo. 


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Ruego que me perdonen porque nunca encontraron
su rostro verdadero en el cuerpo de tantos
que ahora se desintegran en la fosa común
y dentro de nosotros siguen muriendo.

Muerto que no conozco, mujer desnuda
Sin más cara que el yeso funeral,
el sudario de los escombros, la última
cortesía del infinito desplome:
tú, el enterrado en vida; tú, mutilada;
tú que sobreviviste para sufrir
la inexpresable asfixia: perdón


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Para los que ayudaron, gratitud eterna, homenaje.
Cómo olvidar –joven desconocida, muchacho anónimo,
anciano jubilado, madre de todos, héroes sin nombre-
que ustedes fueron desde el primer minuto de espanto
a detener la muerte con la sangre
de sus manos y de sus lágrimas;
con la certeza
de que el otro soy yo, yo soy el otro,
y tu dolor, mi prójimo lejano,
es mi más hondo sufrimiento


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Jamás aprenderemos a vivir
en la epopeya del estrago.
Nunca será posible aceptar lo ocurrido
hacer un pacto con el sismo,
olvidar a los que murieron.

Con piedras de las ruinas ¿vamos a hacer
otra ciudad, otro país, otra vida?
De otra manera seguirá el derrumbe.




jueves, 14 de septiembre de 2017

Literatura y Revolución (Alfonso Reyes subraya a Bernardo Ortiz de Montellano)



Los bibliotecarios de la Capilla Alfonsina, la biblioteca residencia de Alfonso Reyes, en La Condesa, entre 1939 y 1959, aseguran que, fuera de la gran colección de novela policiaca, instalada en una esquina del recinto, y algunas revistas de la época, queda aquí muy poca cosa del acervo original del gran escritor mexicano. Juran, sin embargo, que la colección de la revista Contemporáneos, ubicada en una de las cuatro alas del segundo piso, fue la misma que Reyes recibió y leyó durante sus embajadas en Argentina y en Brasil.
He revisado todos los números de la revista, que llegaron a manos de Reyes, entre 1928 y 1932, y he reparado en algunas pocas marcas o pasajes subrayados. Una de ellas, una marca, no un subrayado, es del siguiente pasaje del artículo, "Esquema de la literatura mexicana", de Bernardo Ortiz Montellano, por entonces director de la revista, en el número 37 de junio de 1931: "En lo futuro podemos desconfiar de nuevas obras con temas de la revolución, como desconfiamos de las últimas obras anecdóticas de la guerra europea. Hay temas en la literatura que no resisten la insistencia cuando un escritor ha logrado realizarlos bien. Uno de ellos es la anécdota del hecho histórico. ¡Permanecen inéditos tantos temas descubiertos por la revolución!”.
La marca de Reyes es una línea vertical en el margen izquierdo, al final de la página 206, y que continúa en las primeras líneas de la 207. Reyes, hijo de un mártir de la contrarrevolución mexicana, primero exiliado y luego contratado por el servicio exterior de los gobiernos post-revolucionarios, tenía sobradas razones para suscribir la desconfianza de Ortiz de Montellano. Desconfianza que también sintieron algunos de los mayores escritores que vivieron revoluciones en Rusia o en Cuba, como Vladimir Nabokov o José Lezama Lima.
Pero si se lee con cuidado se observará que el pasaje de Ortiz de Montellano, interesado en registrar dentro de la literatura mexicana a narradores de la Revolución de 1910 como Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, no cancelaba la posibilidad de una inscripción del tema revolucionario en la nueva narrativa. Lo que cancelaba era lo "anecdótico", es decir, el reemplazo de la historia a través de la ficción. Al igual que Reyes, el director de Contemporáneos estaba lejos de decretar la Revolución como fenómeno inenarrable, como sí se atreverían a postular y, sobre todo, a practicar Nabokov y Lezama.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Patti Smith, Sam Shepard y el azul de Yves Klein




Patti Smith estuvo en México, cantó en la Casa del Lago, recitó en la galería Kurimanzutto, protestó contra Trump, contra la desaparición de los 43 de Ayotzinapa y recordó a su admirado Roberto Bolaño, a quien dedicó el poema Hecatombe, que leyó en versión castellana un Juan Villoro que pronunciaba cuidadosamente "bueyes", y a Sam Shepard, su amigo y amante, actor y escritor. Hoy sábado, El Cultural de La Razón, trae una excelente (ana)crónica de Rogelio Garza sobre el concierto en la Casa del Lago y una traducción a cargo Roberto Diego Ortega de la maravillosa cronológica que Smith dedicó a Shepard en el New Yorker hace una semana, y que arranca así:

"Me podía llamar tarde en la noche desde algún punto del camino, un pueblo fantasma en Texas, una estación de descanso cerca de Pittsburgh, o desde Santa Fe, donde se estacionaba en el desierto y escuchaba el aullido de los coyotes. Pero con mayor frecuencia, me hablaría desde su casa en Kentucky, en una noche quieta y fría en la que uno podía oír la respiración de las estrellas. Sólo una llamada telefónica a media noche, surgida de un azul tan sorprendente como una tela de Yves Klein; un azul para perderse en él, un azul que podía conducir a cualquier parte. Yo despertaba feliz, me preparaba un Nescafé y platicábamos de cualquier cosa. Sobre las esmeraldas de Cortés, sobre las cruces blancas de los Campos de Flanders, sobre nuestros hijos o la historia del Derby de Kentucky. Pero sobre todo, hablábamos de escritores y sus libros. Los escritores latinos. Rudy Wurlitzer. Nabokov. Bruno Schulz..."