Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 8 de noviembre de 2017

Dos revoluciones o ninguna




Hubo razones para suponer que Vladimir Putin haría del centenario de la Revolución de 1917 una ceremonia de afianzamiento simbólico de su poder en Rusia y el mundo. Algo parecido a lo que hicieron Sadi Carnot y la Tercera República francesa, en 1889, con la Exposición Universal de París, o Porfirio Díaz con el centenario de la independencia de México, en 1910. Pero no lo hizo. En vez de una gran celebración, Putin optó por levantar un monumento a las víctimas de la represión soviética y por llamar a “pasar la página” de una historia trágica.
En varias ocasiones Putin ha reaccionado contra la pérdida de influencia mundial que experimentó Rusia tras la la caída del Muro Berlín y ha llamado a no renegar de todo el pasado soviético, especialmente, del papel de Moscú en la Segunda Guerra Mundial y la victoria sobre el nazismo. Sus simpatías estaban con los momentos de mayor reconocimiento internacional del estalinismo y no con el periodo bolchevique o con el de la decadencia de Moscú, en tiempos de Leonid Brezhnev, donde él mismo se formó como agente del KGB.
La desideologización de la historia que propone el actual gobierno ruso es un componente de su nueva modalidad autoritaria. El Kremlin advierte que una identificación marcada con la Revolución de Febrero, por su liberalismo, o con la Revolución de Octubre, por su bolchevismo, supondría una interpretación política del pasado que puede volcarse sobre el presente. La juventud rusa podría reconocerse en Kérenski y Miliukov o en Lenin y Trotski y concluir que hace falta una revolución en el siglo XXI, que derroque la nueva versión del zarismo.
Frente a la calculada neutralidad del Kremlin, la historiografía occidental y la propia opinión pública rusa, se dividen y polarizan en torno al legado de las dos revoluciones de 1917. La vieja escuela de la derecha anticomunista de la Guerra Fría, aunque maltrecha, sigue aferrada a una estigmatización del proceso revolucionario, que equivocadamente identifica, en bloque, con el ascenso del comunismo. Su némesis, la historiografía neocomunista, persiste en no reconocer que las bases institucionales y jurídicas del estado totalitario soviético fueron creadas durante los primeros gobiernos de Lenin y Stalin.
Algunos de los libros más recientes sobre la Revolución rusa, como The Russian Revolution. A New History (2017) de Sean McMeekin, aprovechan la rica historiografía sobre aquel evento producida desde la caída del Muro de Berlín. Críticos y partidarios coinciden en reconocerle al libro de Richard Pipes, aparecido en 1990, un papel inaugural en el revisionismo histórico de las últimas décadas. Pero McMeekin y el propio Pipes, en algunas entrevistas, simplifican o distorsionan la tesis central de la gran obra del profesor de Harvard. Por ejemplo, cuando aseguran que no hubo tal revolución sino un golpe de estado, por el cual la minoría bolchevique se hizo de todo el poder del antiguo imperio zarista.
Esa podía ser una explicación de lo que sucedió en octubre, pero la Revolución rusa, de acuerdo con las primeras páginas del libro de Pipes fue un largo proceso de transformación radical de Rusia, que comenzó en 1905 y concluyó a fines de los años 1930, cuando se consolidó el estalinismo. Después de la toma del poder por los bolcheviques en octubre del 17, de la guerra civil, del comunismo de guerra, de la Nueva Política Económica y la muerte de Lenin en 1924, decía Pipes, la “revolución se reanudó en 1927-28 y se consumó diez años más tarde, después de espantosos cataclismos que cobraron la vida de millones de personas”.
Además de la despolitización autoritaria, otra razón del desinterés del Kemlin en la celebración de la Revolución de Octubre podría ser la certeza historiográfica y el consenso mediático de que la toma del poder por los bolcheviques es apenas un capítulo importante de la Revolución, pero no el único ni el más decisivo para la destrucción del antiguo régimen y la construcción del nuevo. En Rusia, como en cualquier otro país revolucionado, dice McMeekin, no hubo nada “inevitable”. De la “revolución” de febrero no se derivaba mecánicamente el “golpe” de octubre, como les llama Pipes. Y de las contradictorias etapas del bolchevismo leninista, a pesar del partido único, la represión y el terror, no se desprendía automáticamente la constitucionalización estalinista de 1936.
La negativa de Putin a celebrar ninguna de las dos revoluciones, ni la democrática de febrero ni la comunista de octubre, ilustra a la perfección el grado cero de la política en el siglo XXI. Los nuevos autoritarismos se caracterizan por una elusión paralela de la democracia y el totalitarismo. Ese atajo les permite instrumentar elementos de los sistemas rivales de la Guerra Fría, sin tener que reproducir plenamente aquellos regímenes. Para lograr sus fines tienen a su favor una esfera pública nacional o global todavía atrapada en la inercia simbólica de las viejas confrontaciones del mundo bipolar.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Nabokov y el liberalismo


 Cierta imagen de Vladimir Nabokov lo presenta como un aristócrata, cuando no como un monarquista, fervorosamente opuesto a la Revolución rusa y el comunismo soviético. Sus reyertas con los intelectuales de Nueva York, que en los años de la Guerra Fría intentaron abrir un flanco de crítica liberal al totalitarismo comunista, sin desdeñar la posibilidad de un socialismo democrático, reforzaron esa imagen. Su incomprensión del pensamiento de la Nueva Izquierda lo llevó a asumir como pro-soviéticos a muchos marxistas, críticos del estalinismo, que defendieron la solidaridad con los disidentes de Europa del Este en los años 50 y 60.
En la reciente antología de entrevistas, cartas y artículos, Opiniones contundentes (2017), editada por Anagrama, se lee con más claridad la política de Nabokov. En mayo de 1962 el Festival Internacional de Edimburgo anunció un encuentro de escritores. El London Times publicó la lista de invitados, dentro de la que figuraban Vladimir Nabokov, Jean Paul Sartre, Bertrand Russell y, por si fuera poco, Iliá Ehrenburg, uno de los mayores propagandistas de la Unión Soviética en Occidente, que había recibido de manos de Stalin el Premio Lenin de la Paz en 1952. Al leer la noticia, Nabokov escribió una carta al London Times en la que decía que “jamás accedería a participar en ningún festival ni congreso” con esos colegas y que “sentía una suprema indiferencia hacia los problemas del escritor y el futuro de la novela”, tema del debate en Edimburgo.
Pero en 1967 se publicó en The Sunday Times un artículo que acusaba al padre de Nabokov, Vladimir Dimitrievich Nabokov, y a todos los emigrados rusos de reaccionarios y conservadores. El escritor envió una carta de protesta al diario londinense en la que recordaba que las investigaciones realizadas en Berlín, tras el asesinato de su padre, en 1922, concluyeron que el atentado había sido obra de monarquistas rusos, de extrema derecha, coordinados por Vasily Biskupky y Piotr Shabelsky-Bork, quien luego se asociaría con el ideólogo del nazismo Alfred Rosenberg. Nabokov padre murió intentando salvar la vida de Pavel Miliukov, verdadero blanco del atentado, que había sido Primer Ministro del Gobierno Provisional en 1917.
Luego de establecer que “a su padre le disparó un monárquico porque sospechaba que era demasiado izquierdoso”, Nabokov hacía una defensa vehemente del liberalismo ruso de la Revolución de febrero y, en especial, del Partido Constitucional Democrático de Rusia, los llamados kadetes. Agregaba que la ideología de su padre era el “liberalismo clásico de Europa Occidental” y recordaba que en su larga trayectoria como abogado y periodista, en publicaciones como Rech y, luego, Rul, durante el breve exilio alemán, había actuado siempre a favor de los derechos de asociación y expresión, contra la censura y contra el antisemitismo, en ascenso en Rusia y toda Europa a principios del siglo XX.
La carta de Nabokov sobre su padre, en el Sunday Times, en enero del 67, adelanta algunos pasajes de su autobiografía, Habla, memoria, aparecida ese mismo año. En ambos textos reitera Nabokov que el liberalismo de la Revolución de febrero constituyó lo mejor del exilio antibolchevique en Berlín y París. Un exilio que, a su juicio, no se podía confundir con el “monarquismo de los reaccionarios recalcitrantes, los grupos de las Centurias Negras, los incondicionales de nuevos y mejores dictadores, turbios periodistas que afirmaban que el nombre verdadero de Kerenski era Kirschbaum, nazis en ciernes, fascistas auténticos, progromistas y agents-provocateurs”.


jueves, 2 de noviembre de 2017

Nabokov sobre Sartre: una opinión contundente



En la más reciente edición de entrevistas, cartas y artículos sueltos de Vladimir Nabokov, en Anagrama, se incluye la ácida reseña de La náusea de Jean Paul Sartre, que el gran novelista ruso publicó en The New York Times Review of Books en 1949. El desprecio de Nabokov había empezado por la filosofía de Sartre, como se desprende de las primeras oraciones: "tengo entendido que el nombre de Sartre se asocia con un tipo de filosofía de café muy a la moda, y puesto que por cada así llamado existencialista uno encuentra a unos cuantos succionalistas..." La aparición de la traducción al inglés de la primera novela de Sartre puso al filósofo francés en el cuadrilátero del novelista ruso.
Nabokov comenzaba inventariando las pifias de la traducción de Lloyd Alexander para New Directions, en una implacable exhibición de su manejo del inglés y el francés, y luego entraba en la denuncia propiamente literaria. Los personajes y las tramas de Sartre le parecían tediosos e intrascendentes: la vida de Roquentin, entre el café y la biblioteca y las insulsas conversaciones sobre la sexualidad, el vacío o la muerte, era aburrida. Según Nabokov, para lograr lo que se propuso Sartre -"infligir su fantasía filosófica descabellada y arbitraria sobre una persona desamparada a la que ha inventado para ese propósito-, se necesitaba demasiado talento.
"No es que discrepe especialmente de Roquentin cuando éste decide que el mundo existe. Pero la tarea de conseguir que el mundo exista como obra de arte queda fuera de la capacidad de Sartre", concluía Nabokov. Más que la conclusión, que por su rotundidad es inapelable, me interesa la tradición literaria en la que Nabokov ubica a Sartre. Una tradición cuya nómina presenta de manera imprecisa, con un "etc", pero que le sirve para liberar prejuicios, mezclando a Dostoievski y Céline con Eugène Sue y Henri Barbuse: "otra cuestión es, si desde el punto de vista literario, valía la pena traducir La Nausée. Pertenece a esa clase de escritura de aspecto tenso, pero en realidad muy laxa, que han popularizado muchos autores de segunda fila: Barbuse, Céline, etc. Detrás de todos ellos asoma lo peor de Dostoievski, y aún más atrás encontramos al bueno de Eugène Sue, a quien el melodramático ruso tanto debía".

sábado, 28 de octubre de 2017

Gaitán: tumba y escatología



Hemos visitado la Casa Museo de Jorge Eliécer Gaitán en el barrio de Santa Teresita en Bogotá. Muchas cosas impresionan del recinto: las lecturas positivistas del joven abogado penal, la religiosidad de sus discursos, la intensa relación con su hija Gloria, el gimnasio improvisado en el baño, la fachada del edificio donde estaba el despacho del popular político hasta el 9 de abril de 1948, día del "bogotazo"... Pero nada como la historia de la tumba del líder del Partido Liberal colombiano.
Días después del asesinato de Gaitán por Juan Roa Sierra, su viuda, Amparo Jaramillo, enterró al político en la sala de la casa y ocultó el hecho a la policía del gobierno de Mariano Ospina, que, sin embargo, allanó la residencia, extrajo el cadáver y lo sepultó en una fosa común. En 1988, durante la celebración de los cuarenta años de la muerte de Gaitán, el presidente Virgilio Barco facilitó la exhumación del cadáver de Gaitán y su traslado al patio izquierdo de la casa de Santa Teresita.
La tumba de Gaitán se encuentra en medio de un magnífico y fantasmal edificio, que nunca llegó a terminarse, llamado "Exploratorio Nacional". En un jardín interior, que lleva el no menos rimbombante nombre de "Patio de la Tierra", está Gaitán enterrado, de pie, pero sin el corazón y el cerebro que, según la familia, se preservan en un lugar oculto. En la tarja, incrustada en una de las paredes, junto a las oraciones "por los humildes" y "por la paz", dos de sus célebres discursos, se dice que Gaitán "está enterrado de pie, mirando hacia San Pedro Alejandrino, en tierra proveniente de todos los municipios de Colombia, regada con agua del Canal de Panamá, del río Magdalena y de nuestros mares Pacífico y Atlántico".Y concluye: "porque es semilla y no cadáver, fue sembrado el cuerpo del caudillo popular".
En la tumba circular, rodeando el rosal, los años de vida de Jorge Eliécer Gaitán van de 1903 al símbolo de infinito. Una declaración de eternidad que se ve refutada por las ruinas del edificio inconcluso del "Exploratorio Nacional". Los guías de la Casa Museo atribuyen al presidente Álvaro Uribe la negativa a continuar y culminar las obras de la institución, pero, a juzgar por la historia política colombiana más reciente, el desinterés tal vez no sea sólo de Uribe y sus partidarios. En todo caso, la escatología del gaitanismo, su grandilocuencia mortuoria, llega a extremos poco persuasivos y atenta contra el propio culto al héroe populista.

jueves, 26 de octubre de 2017

Hombres de sobretodo en las plazas de Bogotá


En el conocido libro El Bogotazo. Memoria del olvido (1983), del periodista colombiano Arturo Álape, asistimos a una de las tantas escenificaciones del culto a la personalidad de Fidel Castro en las visiones históricas de América Latina durante la Guerra Fría. Un culto que una parte de la izquierda colombiana, respetuosa del legado del líder populista Jorge Eliécer Gaitán, reprodujo mecánicamente, hasta el punto de inscribir, en la Casa Museo del político, en Bogotá, el mito de que el elocuente abogado del Partido Liberal fue ejecutado el 9 de abril de 1948 antes de entrevistarse con Fidel Castro.
En 1948 Castro tenía 22 años y era estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Había viajado a Bogotá como parte de la delegación cubana al Congreso Latinoamericano de Estudiantes, promovido por jóvenes peronistas y militantes del Partido Justicialista argentino, como Antonio Cafiero y Diego Luis Molinari, que visitaron La Habana en marzo de ese año para hacer los preparativos de aquella reunión.
Los jefes de la delegación cubana al congreso estudiantil de Bogotá eran Enrique Ovares, Presidente de la FEU, y Alfredo Guevara, Secretario de la misma organización. Sin embargo, en la visión retrospectiva de Castro, copiada por una franja del gaitanismo, el líder no sólo del grupo cubano sino de toda la juventud latinoamericana reunida en Bogotá era el propio Fidel, quien decía lo siguiente a Álape: "yo estaba de organizador del congreso y en todas partes aceptaron el papel que desempeñaba..., prácticamente de manera unánime los estudiantes me apoyaron..., de hecho yo estaba presidiendo la reunión..., los estudiantes aplaudieron mucho cuando yo hablé y apoyaron la idea de que yo continuara en el papel de organizador del evento".
Hay suficiente información histórica para refutar esa imagen. El congreso estudiantil fue organizado por el gobierno de Juan Domingo Perón para contrarrestar la Conferencia Panamericana en la que intervendría el entonces Secretario de Estado norteamericano, George Marshall. El programa político que Castro se atribuye a sí mismo, incluida la demanda de soberanía del canal de Panamá o la lucha contra dictaduras como la de Trujillo o los Somoza, era compartido por el aprismo, el peronismo, el priismo mexicano, el figuerismo costarricense, Acción Democrática venezolana e, incluso, el Partido Auténtico cubano, que formaron parte de la Legión del Caribe.
En los diarios de Gaitán se habla de dos reuniones con representantes del congreso estudiantil. Una informal antes del asesinato del líder colombiano y otra programada, efectivamente, para unas horas luego del atentado de Juan Roa Sierra. Fidel Castro no fue la figura central de aquel capítulo sino uno más, cuyo rol es agrandado, luego, por él mismo y sus adoradores en América Latina, a razón del poder que ejerció en la izquierda regional desde su condición de jefe perpetuo del Estado cubano.
En todas las biografías oficiales de Fidel Castro, desde la de Antonio Núñez Jiménez hasta la más reciente de Katiushka Blanco, se presenta al entonces dirigente estudiantil de la Juventud Ortodoxa en la Facultad de Derecho de la Universidad de la Habana como un socialista en ciernes. El aporte del propio Castro a esa visión mítica es documentable. No sólo por la alabanza de sí mismo sino por la sutil transmisión de un clima de conspiración comunista en Bogotá, en abril de 1948, que en su memoria se proyecta a través de la escena de los misteriosos hombres de sobretodo en la Plaza Bolívar. Esos mismos hombres que hoy se ven en la Plaza Gonzalo Jiménez de Quesada, donde se erige, como la de Francisco Pizarro en Lima, una estatua a un conquistador español en una capital latinoamericana, y que no hacen más que vender esmeraldas.

lunes, 23 de octubre de 2017

Bolívar sin caballo




Dos de las principales estatuas de Bolívar en Bogotá, a diferencia del Bolívar caraqueño al que rindió respeto el viajero José Martí, sin sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se comía o dónde se dormía, muestran al Libertador sin caballo. Palomo, el pinto de cola hasta el suelo, que acompaña, casi siempre relinchando, a Bolívar, en cuanta imagen suya hemos visto en la pintura y la estatuaria latinoamericana, ha desaparecido.
El héroe de la Plaza Bolívar, esculpido en Roma por Pietro Tenarani, está parado con la espada en el brazo derecho hacia el suelo. La hora de las armas ha pasado y ha llegado el momento de las leyes, los decretos y las reformas en la paz. El documento que enrolla en la mano izquierda alude a la importante obra constitucional y legislativa del caraqueño en la Gran Colombia.
El Bolívar del Templete en el Parque de los Periodistas, obra de otro italiano, Pietro Cantini, avecindado en Colombia, es también un héroe civil, un estadista honrado en el centenario de su nacimiento. Un Bolívar más claramente romano o republicano, que marcó con su pensamiento político todo el proceso de fundación de las nuevas naciones latinoamericanas.
Esta elección deja ver un ángulo del culto a Bolívar en Colombia, muy diferente al venezolano o, más específicamente, al chavista, que tiene que ver con la pluralidad del panteón heroico en este país. En la entrada del Museo Nacional, el antiguo panóptico de la penitenciaría, están dos bustos, frente a frente, de Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar, como si establecieran un contrapunto que impide la monarquización del panteón, a la manera del bolivarismo venezolano o el martianismo cubano. Ese equilibrio se percibe en toda la monumentalística del espacio público de la ciudad: Bolívar y Santander, Pedro Nel Ospina y Jorge Eliécer Gaitán.

domingo, 15 de octubre de 2017

Tzvetan Todorov y el problema de la criminalización del comunismo




En su libro póstumo, El triunfo del artista: la revolución y los artistas rusos, 1917-1941 (Galaxia Gutenberg, 2017), Tzvetan Todorov vuelve a contar las armonías y conflictos entre los poetas y narradores, músicos y pintores soviéticos con el Estado, primero bolchevique y luego estalinista, construido en Rusia. Regresa Todorov a los dramas familiares de Ajmátova y Mandelshtam, Malévich y Bunin, Pasternak y Bulgakov. El importante pensador búlgaro-francés hace un apunte sobre las simplificaciones y escamoteos históricos que produce la criminalización del comunismo, que me parece válido no sólo para la historia de la URSS o los socialismos reales de Europa del Este sino para la historia china, vietnamita o cubana del siglo XX:

"El hundimiento de los regímenes comunistas en Europa del Este y Rusia, en 1989-1991, supuso el debilitamiento, cuando no el declive, de una ideología en el mundo, pero no deberíamos pasar esta página de la historia reciente sin haberla leído con atención. Como la doctrina y los regímenes que se inspiraron en ella generaron incalculables víctimas, los han denunciado como criminales y han quedado señalados por el oprobio. Ahora bien, aunque no podemos pasarla por alto, esta perspectiva criminológica, que a lo largo de toda la historia del comunismo se centra en las víctimas y en su sentimiento, no basta para describir todas las dimensiones del cambio radical que trajo consigo esta revolución. El sentido de un acontecimiento de tanto alcance no puede reducirse a una simple condena moral, política o jurídica. Sus diferentes aspectos merecen un análisis más detallado, tanto para entenderlo mejor como para extraer enseñanzas para nosotros hoy, cien años después del acontecimiento inaugural".