Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 22 de febrero de 2018

Cuando Haya de la Torre conversaba con Anatoli Lunacharski sobre literatura soviética

Como han estudiado Victor y Lazar Jeifets, en tres meses de 1924 la actividad de Haya de la Torre en la URSS fue febril. Participó en el famoso congreso del Comintern, en el Kremlin, pero también en el IV Congreso de la Internacional de la Juventud Comunista y se entrevistó con la viuda de Lenin, Nadiezhda Krupskaia, y otros líderes bolcheviques como Bujarin, Stirner, Frunze y Radek. Entre todas sus semblanzas de aquellos dirigentes, la más favorable fue, sin duda, la que dedicó a León Trotsky. En algún momento del viaje, Haya se enfermó de los bronquios, se trasladó a un balneario en Crimea y luego se fue a Suiza, a encontrarse con Romain Rolland. Allí, en Leysin, en diciembre de 1924, escribió aquel retrato de Trotsky, que puede leerse como un vislumbre de la pugna con Stalin y de la futura disidencia del marxista ucraniano.
            La misma tarde que Haya llegó a Moscú conoció a Trotsky en el lobby del hotel Lux. Allí el peruano constata el entusiasmo que el líder despierta entre los más jóvenes revolucionarios rusos y advierte que, a diferencia de otros dirigentes, que comienzan a remedar el rancio burocratismo zarista, Trotsky tiene un trato accesible y franco. Llega a decir Haya que ya en 1924 “Trotsky libraba una batalla decisiva en el seno del Partido Comunista soviético”, tras los ataques en su contra de Rikov y otros jerarcas, en el Congreso Mundial de ese año, donde emergió el antisemitismo de un sector del primer bolchevismo. El marxista ucraniano, al decir de Haya, se defendía con una oratoria “magnetizante y electrizante”, que “modulaba maravillosamente el tono de su voz” y “controlaba perfectamente la potencia de su impulso vocal”, como las “llaves de un órgano”, llegando a ser “bajo profundo y clarín metálico”. A pesar de esos dones intelectuales y oratorios y de la lealtad que le profesaban los más jóvenes bolcheviques, Haya piensa, en el invierno de 1924, que la causa de Trotsky “está perdida”.
            En sus escritos sobre la Revolución bolchevique Haya demuestra un conocimiento exhaustivo sobre los problemas económicos y diplomáticos del nuevo Estado socialista. Valora positivamente la NEP y defiende, en la línea de Trotsky, la necesidad de un debate de ideas abierto en la construcción del nuevo orden. Con Anatoli Lunacharski el peruano discutió el tema de la literatura y el papel de los escritores en el socialismo, que tanto interés despertaba en el movimiento estudiantil latinoamericano y, en especial, en la Universidad Popular González Prada. Lunacharski le dijo a Haya que en la URSS se estaba planteando un conflicto entre los escritores más comprometidos con el proletariado, defensores de un lenguaje “clásico”, y aquellos escritores de clase media o clase alta, seguidores de las corrientes vanguardistas, entre los que mencionaba a Boris Parternak y Boris Pilniak, que se interesaban en el “habla popular” o en el “lenguaje de la calle actual”.
            En la conversación, se hace evidente que mientras Haya siente curiosidad por los segundos, Lunacharski se muestra favorable al uso del lenguaje clásico en la literatura obrera. A Haya le llama la atención que el comisario cultural hable con tanta pasión de la literatura del Siglo de Oro español (Cervantes, Lope, Calderón…), que situaba en un lugar privilegiado de sus “lecciones populares sobre literatura occidental”. Algunos de aquellos escritores, más comprometidos con la causa proletaria, como Máximo Gorki, Alexei Tolstoy, Konstantín Fedin, Nikolai Tíjonov o Alexander Fadéyev, terminarían ajustándose al paradigma del realismo socialista en los años 30.

-->

martes, 20 de febrero de 2018

Viajes del saber

La editorial Almenara, en Leiden, Holanda, que dirige el escritor y crítico Waldo Pérez Cino, publicará pronto mi nuevo libro, Viajes del saber. Ensayos sobre lectura y traducción en Cuba (2018). La portada es del pintor cubano, exiliado en Nueva York, Geandy Pavón. Aquí, un fragmento del prólogo:

En las últimas décadas, la historia y la teoría culturales han colocado la traducción y la lectura en el centro de sus indagaciones. Leer y traducir, no como formas de asimilación o traslación pasivas de discursos exteriores, tal y como predomina en las dinámicas tecnológicas del consumo cultural en el siglo XXI, sino como prácticas constitutivas de la creación intelectual en el mundo moderno. Desde diversas perspectivas, es algo en lo que han venido insistiendo, en los últimos años, el historiador francés Roger Chartier y el crítico norteamericano Harold Bloom
       Ya en el clásico, El mundo como representación (1992), Chartier propuso pensar la práctica de la lectura en la era moderna, no sólo como mecanismo del “ocio y la sociabilidad” en la Europa de los siglos XVII y XVIII, sino como un momento de la escritura y la construcción de autorías, especialmente en el momento neoclásico de la Ilustración.[1] En la Historia de la lectura en el mundo occidental (1998), que Chartier coordinó con Guglielmo Cavallo, el historiador alemán Reinhard Wittmann sostenía que el nacimiento de un lector moderno, tras la que llamaba “revolución de la lectura” del siglo XVIII, suponía, además de un mercado, la reproducción del tipo de escritor letrado y de las instituciones literarias en que se movía.[2]
       Hace algunos años Jean-Yves Mollier sugirió que con la “industrialización de la literatura”, que avanza aceleradamente desde fines del siglo XVIII hasta la globalización tecnológica del siglo XXI, se produce una resistencia letrada contra la cultura de masas, pero, también, una dilatación del mercado del libro que da refugio a las poéticas más sofisticadas.[3] La lectura vive su propia experiencia de masificación, al compás de la revolución tecnológica, y crea circuitos alternativos de recepción de la mejor literatura global.
       Harold Bloom observaba a principios del presente siglo la apoteosis de aquella lectura moderna, profesional, que, a su juicio, se había vulgarizado con el academicismo y la tecnificación del mercado editorial.[4] Hasta el siglo XIX los grandes escritores fueron grandes lectores, que no se entregaron, necesariamente, a la lectura, para convertirse en buenos escritores. Valores ilustrados como la sabiduría, el abandono de los tópicos o el mejoramiento humano habían sido finalidades de la lectura para Samuel Johnson o Ralph Waldo Emerson. Escritores del siglo XX, como Thomas Mann o Wallace Stevens, harán de la lectura un medio de perfeccionamiento de su ironía y su esteticismo. Una suerte de “lectura creativa”, el término del que renegó alguna vez el propio Bloom.[5]
       Pocos escritores contemporáneos en América Latina entendieron esa mezcla de lectura y escritura, en un mismo acto de creación, como el argentino Ricardo Piglia. En su ensayo, “El escritor como lector”, Piglia evocaba la sonada conferencia de Witold Gombrowicz en Buenos Aires, en 1947, titulada “Contra los poetas”, para sostener que “la literatura es un modo de leer, ese modo de leer es histórico y social, y se modifica”.[6] Una formulación que nada tiene que ver con el llevado y traído “historicismo”, que tanto aborrece Bloom –sin entender, me parece, lo que fue el historicismo, desde el punto de vista filosófico, a principios del siglo XX- ya que Piglia se apresura a agregar: “lo histórico no está dado, se construye desde el presente y desde las luchas del presente. Al cambiar el modo de leer, la disposición, el saber previo, cambian también los textos del pasado”.[7]
       Y quien dice leer en América Latina y, específicamente, en el Caribe –región entre imperios-, dice traducir. La lectura, entendida como práctica de la producción intelectual, en naciones coloniales y postcoloniales como las nuestras ha estado siempre entrecruzada con la traducción. Traducción literal o filológica, pero también cultural e ideológica. Los historiadores de la traducción en el espacio iberoamericano cada vez conceden más importancia a este segundo tipo de traducción, como una actividad que corre paralela y mezclada con la circulación de ideas en el Atlántico.[8]
       En todas las naciones latinoamericanas, el campo intelectual, en diversos momentos de su historia, ha vivido la tensión entre corrientes cosmopolitas y nacionalistas, más abiertas al mundo o más volcadas hacia lo propio. Pero la traducción de ideas ha conformado el campo referencial de unas y otras, por igual. La transferencia y recreación de imágenes y conceptos atraviesa el proceso de producción cultural a todos los niveles: desde la música popular hasta el arte abstracto, la filosofía analítica o la literatura de vanguardia. Los proyectos ideológicos más nativistas en América Latina se han nutrido de representaciones de la identidad que no pueden eludir conexiones con el pensamiento europeo, africano o asiático.
       Dos pensadores radicales de la descolonización, Frantz Fanon y Edward Said, dan cuenta de lo anterior. En Los condenados de la tierra (1961), lo que Fanon reprochaba a los intelectuales de las colonias europeas en África no es que conocieran a Rabelais, Diderot, Shakespeare y Poe sino que no tradujeran ese saber en defensa de sus culturas nacionales.[9] Algo que reitera Said, quien en Cultura e imperialismo (1993), luego de citar a Fanon, recuerda que no existe un Calibán sino dos: el universalista y el fundamentalista. El modelo de Said, un estadounidense cristiano de origen palestino-libanés, era, claramente, el primero: “es mejor la opción en que Calibán ve su propia historia como aspecto parcial de la historia de todos los hombres y las mujeres sometidos del mundo, y comprende la verdad compleja de su propia situación social e histórica”.[10]
       Más que una traición, la traducción implica una recreación o, lo que es lo mismo, una creación, una invención. Con respecto a la práctica de traducir podría afirmarse lo mismo que Harold Bloom sostenía a propósito de la lectura creativa. Cada autor, cada revista, cada editorial, cada grupo intelectual e, incluso, cada Estado, traduce ideas para crear las redes imaginarias de una esfera pública. George Borrow, el viajero inglés del siglo XIX, autor de La Biblia en España (1843), decía que una traducción era un “eco”. Lo decía irónicamente, en el mismo sentido de Jorge Luis Borges cuando afirmaba que había originales “infieles” a sus traducciones. Pero de eso se trata la vida intelectual, de convertir los ecos en nuevas voces.

-->



[1] Roger Chartier, El mundo como representación, Barcelona, Gedisa, 1992, pp. 107-120.
[2] Reindhard Wittmann, “¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?”, en Guglielmo Cavallo y Roger Chartier, ed., Historia de la lectura en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1998, pp. 451-472.
[3] Jean-Yves Mollier, La lectura en Francia durante el siglo XIX, Ciudad de México, Instituto Mora, 2009, pp. 69-75.
[4] Harold Bloom, Cómo leer y por qué, Barcelona, Anagrama, 2000, pp. 21-22.
[5] Ibid, p. 24.
[6] Ricardo Piglia, Antología personal, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014, p. 91.
[7] Ibid.
[8] Pilar Ordóñez López y José Antonio Sabio Pinilla, Historiografía de la traducción en el espacio ibérico, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 2015, pp. 243-280.
[9] Frantz Fanon, Los condenados de la tierra, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp. 199-200.
[10] Edward Said, Cultura e imperialismo, Barcelona, Anagrama, 2012, p. 333.

viernes, 16 de febrero de 2018

Yo no vengo a decir un discurso



El biógrafo Gerald Martin lo ha destacado, pero tal vez valga la pena pensarlo más detenidamente. Buena parte de la retórica que leemos en las novelas de Gabriel García Márquez proviene de una formación juvenil en el colegio jesuita de San José y luego en el liceo de Zipaquirá, donde se encuentra, por cierto, la impresionante Catedral de la Sal.
En una compilación de discursos de García Márquez que hace unos años editó la editorial Vintage Books en español, en Nueva York, aparece un texto del escritor colombiano a sus 17 años, que permite detectar los orígenes de aquel paso de la retórica a la ficción. Por lo visto, García Márquez fue designado como el orador que daría el discurso de fin de año y, en vez de un discurso al uso, escribió una suerte de contradiscurso, donde aparece varias veces la frase tantas veces citada: "yo no vengo a decir un discurso".
García Márquez juega con la ambivalencia del orador que promete no decir un discurso y, por supuesto, lo dice. No hace una argumentación sobre el sentido de la amistad, pero escenifica un homenaje a sus amigos y condiscípulos, de quienes hace semblanzas literarias. A tres amigos inseparables los llama "los tres mosqueteros", a otro, bien dotado para química, "gran caballero del tubo de ensayo", a otro más, "cónsul de la consagración y la buena voluntad".
El final del texto es un remedo de la oratoria más rancia del ceremonial republicano en América Latina y, especialmente, en el Caribe. Habla de los dos mejores alumnos como "columnas vivas que sostienen en sus hombros la responsabilidad de mis palabras, cuando yo digo que este grupo de muchachos está destinado a perdurar en los mejores daguerrotipos de Colombia. Todos ellos van en busca de la luz por un mismo ideal".
No podría terminar, el joven Gabo, aquella arenga tribunicia, sin una cita de Cicerón: "declaro a este grupo de jóvenes, con las palabras de Cicerón, miembros de número de la academia del deber y ciudadanos de la inteligencia". Esa retórica que no se asume a sí misma, que rehuye juguetonamente de su propia solemnidad, pero luego reafirmarla, es una de las claves de toda la narrativa posterior de García Márquez.