Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 23 de junio de 2019

Marta Harnecker y la ortodoxia exitosa


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En una entrevista de 1978, Marta Harnecker recordaba que su encuentro con el marxismo se produjo en París, en 1964, cuando recién llegada de Chile, donde era dirigente de la Acción Católica Universitaria de Santiago, comenzó a tomar clases con Louis Althusser en la Escuela Normal Superior. De aquel contacto salió el más exitoso manual de marxismo-leninismo en América Latina: Los conceptos elementales del materialismo histórico (1968).
            La muerte de Harnecker motiva este apunte sobre el éxito de la ortodoxia en la izquierda latinoamericana. Pero los orígenes del manual de Harnecker no tienen que ver con la ortodoxia. La primera edición de su libro, en 1968, prologada por Althusser, no disimulaba el interés en ofrecer un manual alternativo a los que los soviéticos difundían en el mundo. El primer exergo del libro era de Mao Tse Tung y postulaba la necesidad de una “teoría de la historia” para cualquier movimiento revolucionario. Althusser, por su parte, insistía en agregar a la rusa la Revolución china como modelos del cambio revolucionario en el siglo XX.
            El estructuralismo y el maoísmo que circulaban en torno al mayo francés se respiraban en la versión original del texto. La bibliografía prescindía rigurosamente de autores soviéticos y, en muchos capítulos, antes que Marx, Engels o Lenin, aparecían citados el propio Althusser o su colega Étienne Balibar. Esa manera de organizar las fuentes resultaba herética al marxismo-leninismo ortodoxo de los partidos comunistas, leales a Moscú, y, a la vez, ponía énfasis en la importancia de la ideología o las llamadas “condiciones subjetivas” de la Revolución, un tema que tradicionalmente había interesado a la izquierda occidental.
            Cuando el texto de Harnecker viajó a América Latina y comenzó a ser editado y reeditado en Siglo XXI fue perdiendo, gradualmente, su maoísmo y estructuralismo originarios. Inicialmente, el manual circuló entre las juventudes universitarias y guerrilleras, para las que fue deliberadamente escrito, formando parte de las lecturas básicas de la Nueva Izquierda guevarista. Sin embargo, ya en los 70, con el involucramiento de la propia Harnecker en la defensa de Salvador Allende y Unidad Popular en Chile y, luego, de la institucionalización del socialismo cubano, el texto cambió considerablemente.
            En otro libro de Harnecker, Cuba, ¿dictadura o democracia? (1975), también editado en Siglo XXI, se defendía aquella institucionalización sin mencionar a un solo autor soviético. La réplica cubana del orden constitucional estalinista era presentada como una “democracia popular”, el mismo término que se usaba en los países de Europa del Este, pero como si se tratara de un proceso político totalmente autónomo y, de hecho, desconectado de la Guerra Fría y el campo socialista. Eso explica que el mensaje de los libros de Harnecker tuviera tanta recepción en América Latina y, a la vez, muy poca resonancia en Cuba.
            Aunque casada con el comandante Manuel Piñeiro, figura central de la estrategia de La Habana hacia América Latina, Harnecker era una autora que circulaba muy precariamente en las ciencias sociales cubanas. La enseñanza de la filosofía marxista en Cuba, tras el cierre de la revista Pensamiento Crítico y la disolución del grupo de profesores que la editaba en la Universidad de La Habana, se aferró al paradigma soviético hasta bien entrados los años 90. Allí Harnecker, defensora de la ortodoxia por otras vías, no era pedagógicamente útil.
            Sin embargo, luego de la trágica experiencia chilena, la asesoría que dio Marta Harnecker a otros proyectos de la izquierda latinoamericana no puede definirse sino como exitosa. Su apoyo irrestricto a Daniel Ortega y el sandinismo en Nicaragua, a Fidel y Raúl Castro en Cuba y a Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela, así lo confirma. Esas tres izquierdas, las más autoritarias de la región, permanecen en el poder.   

viernes, 21 de junio de 2019

Trotski, Chernóbil y la guerra de los símbolos


Los debates sobre las series Trotsky (2017) de Netflix y Chernóbil (2019) de HBO y Sky son síntomas de la pugna simbólica de la Postguerra Fría en el siglo XXI. En ambos casos vemos a superpoderes de la geopolítica contemporánea (Estados Unidos, Gran Bretaña, Rusia) posicionándose sobre un pasado que consideran su patrimonio, aún cuando el eje de la confrontación ideológica entre socialismo y capitalismo no renazca de sus cenizas.
         El socialismo real sigue en ruinas, pero el gobierno de Vladimir Putin se siente dueño del pasado soviético. Es por ello que Konstantín Ernst, productor de Sreda, una empresa fílmica ligada a Rusia Unida, el todopoderoso partido político de Vladimir Putin, contrató al director Alexander Kott, para que llevara la vida del revolucionario judío-ucraniano León Trotski a la pantalla.
         El resultado fue una caricatura perversa en la que el importante intelectual y político marxista queda retratado como un caudillo despiadado, corrupto y voluptuoso. Tan torcida está la imagen de Trotski en la serie putinista que Ramón Mercader, su asesino estalinista, lo mata en defensa propia, luego de que el líder bolchevique le cayera a bastonazos en su casa de Coyoacán. El nieto de Trotski, Esteban Volkov Bronstein, ha denunciado la perfecta continuidad entre el Trotsky de Netflix y el de la propaganda estalinista de mediados del siglo XX.
         La reacción de los ideólogos del Kremlin contra la serie Chernobyl (2019) de Craig Mazin se enmarca en la misma línea de apropiación del pasado. El director ruso Alexei Muradov y el periodista Anatoly Wasserman del diario Moscow Times, cercanos ambos a Putin, han sostenido que la serie estadounidense y británica es una tergiversación de la verdad histórica y han anunciado una respuesta fílmica basada en la tesis de que el accidente nuclear de 1986 se debió a un atentado de la CIA.
         Trotski era ucraniano y Chernóbil está ubicada en Ucrania. Las dos polémicas atraviesan el conflicto entre Rusia y esa nación vecina que reclama el territorio de Crimea, anexado por Moscú en 2014. El nuevo presidente ucraniano, el cómico Volodímir Zelensky, que llegó al poder gracias a un popular programa de televisión, donde él mismo personificaba al jefe de Estado, tiene una política abiertamente pro-occidental y está desafiando la hegemonía regional de Putin con un proyecto de integración a la Unión Europea y la OTAN.
         A diferencia de la crítica recepción rusa, la prensa ucraniana ha reproducido las objeciones a la serie sobre Trotski en Netflix y ha elogiado la producción de HBO y Sky sobre Chernóbil. Curiosa pirueta de la memoria en el siglo XXI por la cual un marxista ucraniano es revalorado por un gobierno capitalista proeuropeo, mientras un accidente nuclear vuelve a ser enmascarado por un gobierno igualmente capitalista, pero interesado en preservar la grandeza de Rusia. Las memorias de una nación y un imperio se juegan la vida en esas guerras de símbolos.
            

miércoles, 5 de junio de 2019

Las diásporas de Alejandro Portes


La más reciente entrega del Premio Princesa de Asturias en Humanidades favoreció al sociólogo cubano-americano Alejandro Portes. No hace mucho tuvimos a Portes en el CIDE, en conferencia sobre la emigración latinoamericana a Estados Unidos, junto a los colegas Jorge Durand y Carlos Heredia. Me tocó hacer la presentación del académico y no encontré mejor fórmula que la de “observador de diásporas”.
         Cuando a Portes y otros intelectuales nacidos en Cuba, aunque radicados por mucho tiempo en Estados Unidos, se les llama “cubano-americanos”, no pocos suponen que sus obras versan únicamente sobre la diáspora insular. La obra de Portes, sin embargo, no trata sólo sobre la inmigración cubana en Estados Unidos, aunque sea uno de sus temas centrales.
         Desde su temprano estudio, Latin Journey: Cuban and Mexican Inmigration in the United States (1985), a este sociólogo graduado de la Universidad de Wisconsin, en Madison, le interesó comparar al exilio cubano con otras experiencias migratorias como la mexicana. Su clásico City on the Edge. The Transformation of Miami (1993), con Alex Stepick, narra la mutación de esa ciudad de la Florida a fines del siglo XX, cuando el enclave cubano comenzó a ser rebasado por una urbe más heterogénea, donde se juntaban múltiples diásporas: la haitiana, la puertorriqueña, la salvadoreña, la nicaragüense y, más recientemente, la venezolana.
         Con Rubén Rumbaut, Portes publicó un estudio que sintetiza esa mirada simultánea a todas las diásporas: Inmigrant America. A Portrait, que en 2014 llegó a una cuarta edición. Allí, ambos sociólogos hacían un análisis compacto de la inmigración global en Estados Unidos, desde fines del siglo XIX. Por los precisos cuadros y gráficas de aquel volumen desfilaban millones de polacos, irlandeses e  italianos; chinos, vietnamitas y coreanos; mexicanos, puertorriqueños y centroamericanos.
         En todos sus libros, Portes no sólo cuenta migrantes, también los describe cualitativamente a razón de sus ingresos, profesiones, educación o cultura. Un aspecto que le atrae poderosamente es la exploración del tipo de identidad étnica o nacional que refleja el sentimiento de pertenencia de cada diáspora. En otro estudio realizado con Rumbaut, Legacies. The Story of the Inmigrant Second Generation (2001), comparaba a los hijos de inmigrantes de lugares tan diversos como el Caribe y el Sudeste Asiático y entrelazaba las historias de varias mujeres, hijas de cubanos, nicaragüenses, haitianos y jamaiquinos, residentes en Miami.
         Su último libro, Spanish Legacies (2016), con Rosa Aparicio y William Haller, traslada el mismo enfoque longitudinal a la segunda generación de migrantes globales en España. Jóvenes de Ecuador, Marruecos o Rumanía, radicados en diversas ciudades de la península, se analizan como casos de identidades migratorias, similares a las que este observador de diásporas ha visto, durante décadas, en Estados Unidos.
        Lo mismo en Estados Unidos que en España, dos naciones con estados y regímenes políticos sumamente distintos, Portes encuentra formas de adaptación y resistencias de los migrantes que gravitan hacia el biculturalismo, el bilingüismo y, en los casos de la misma lengua, como los jamaiquinos y otros antillanos de las West Indies en Miami o los latinoamericanos en Madrid, al doble acento. La integración de los migrantes al nuevo espacio nacional, especialmente en la segunda generación, posee una fuerte demanda de diversidad cultural que favorece el pluralismo civil de los países receptores.