Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 28 de marzo de 2022

El mal de la rusofobia



Uno de los mensajes más estremecedores de la obra de Svetlana Alexiévich, especialmente en libros ambientados en conflictos bélicos, como la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer) o la invasión soviética de Afganistán (Los muchachos de zinc), es la fuerza de la cultura rusa, tradicional y moderna, en la mentalidad de los soldados que intervinieron en esas contiendas. ¿Qué tan diferentes son a aquellos soldados los de hoy? 

 Narraba Alexiévich que, a pesar de la represión y la censura estalinista, del realismo socialista de Zhdanov y Suslov, las mujeres soldados de la Gran Guerra Patria y los invasores de Afganistán estaban íntegramente hechos de cultura rusa. Habían crecido escuchando a Tchaikovsky, Rachmaninov y Prokofiev, leyendo a Tolstoi, Dostoievski y Chéjov y viendo cuadros de Repin, Chagall y Deyneka. 

 En Los muchachos de zinc (2016), la cronista preguntaba a los jóvenes tiznados del polvo de Kabul, qué habían leído en la paz y qué leían en la guerra. Las respuestas eran muy disímiles y atestiguaban tanto el arraigado hábito de leer entre los jóvenes soviéticos –cualquiera que haya viajado a Moscú o a Leningrado en aquella época, recordará el metro, el tranvía o el trolebús repletos de lectores-, como sus diversas aproximaciones a la literatura rusa. 

 Una muchacha bibliotecaria, que sirvió como enfermera en la guerra de Afganistán, contó a Alexiévich que en su casa se leía tanto que su hijo sabía de memoria pasajes enteros de Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, novela que contaba la entrega de un joven a la causa comunista durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Ahora la madre, en los desiertos de Afganistán, prefería leer a Pushkin o a Lérmontov. 

 A un consejero militar, que se llevaba sus libros a todas partes, le sucedía algo parecido. Adoraba a escritores como Turguénev o Dostoievski, pero éste último le parecía demasiado “lúgubre” para la guerra. Prefería a Ray Bradbury y las novelas de ciencia ficción porque “¿quién quiere vivir eternamente? Nadie”. La ciencia ficción, muy leída en la URSS, reforzaba el culto al saber en el socialismo y rescataba una tradición utópica, negada, en buena medida, por la ideología oficial. 

 Otros soldados eran aficionados a escritores norteamericanos como Mark Twain y Ernest Hemingway. Y algunos habían adaptado, como rusa, la novela El tábano, que escribió la escritora irlandesa Ethel Voynich, que fascinó a los soviéticos durante buena parte del siglo XX, al punto de lograr 122 ediciones en la URSS. La novela de Voynich, que como Así se templó el acero de Ostrovski contaba la vida de un joven revolucionario, pero en la Italia de principios del siglo XIX, llegó a ser más conocida por los jóvenes soviéticos que por los irlandeses o los ingleses. 

 En otro de sus libros entrañables, El fin del homo sovieticus (2015), Alexiévich recuerda la “Leyenda del Gran Inquisidor”, conocido pasaje de la novela Los hermanos Karamasov, donde se habla de la pesaba carga del camino de la libertad y la mayoritaria elección de la ruta cómoda de la seguridad. La escritora bielorrusa releía a Dostoievski como profeta, tanto del totalitarismo del siglo XX como de su reflujo en el siglo XXI. Los rusos, en el siglo XXI, parecían personajes de Chéjov, divorciados de su pasado y abiertos a una nueva experiencia despótica. 

 Lo que ha sucedido en esta semana da la razón a Alexiévich. La opción autoritaria, que en Rusia siempre va de la mano de la forma imperial, está a la vista del mundo. Pero esa deriva, como advertía la escritora, arrastra también una generosa y sofisticada cultura, que hoy sufre la dañina indistinción entre un régimen y un pueblo por medio de vetos, censuras, boicots y cancelaciones absurdas. Evitar el mal de la rusofobia es prueba de salud en nuestros días, si se quiere construir un mundo verdaderamente multipolar, que asegure el lugar que Rusia merece por su historia.

viernes, 11 de marzo de 2022

El joven González Casanova






Pablo González Casanova cumplió cien años y algunos medios, no muchos, lo destacaron. Los que lo hicieron enfatizan el perfil más ideológico del importante pensador mexicano. Recuerdan su admiración por Fidel Castro y Hugo Chávez o su respaldo consistente al EZLN en Chiapas. Ese González Casanova, referente de un sector de la izquierda latinoamericana, corresponde a las últimas décadas del historiador y sociólogo y se circunscribe al mundo de sus compromisos y lealtades políticas.
 
Pero hay un González Casanova anterior: el de su producción académica e intelectual de mayor rigor. Entre los años 40 y 60, el joven académico escribió los libros fundamentales de su carrera. Tras culminar sus estudios en la segunda generación de la Maestría en Historia del Centro de Estudios Históricos del Colmex, en 1946, publicó un ensayo sobre el obispo Juan de Palafox y Mendoza en la Revista de Historia de América y tres brillantes libros de historia de las ideas, rescatados no hace mucho por Andrés Lira. 

 El primero fue El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII (1948), el segundo Una utopía de América (1953) y el tercero La literatura perseguida en la crisis de la colonia (1958). En los tres, editados por El Colegio de México, González Casanova reinterpretó temas de sus maestros Silvio Zavala y José Gaos, como la aversión a lo nuevo en el imperio borbónico, la literatura censurada por la Inquisición en la Nueva España y la biografía intelectual del utopista mexicano del siglo XIX, Juan Nepomuceno Adorno. 

 Como algunos de sus compañeros de generación, el mexicano Gonzalo Obregón, la costarricense Sol Arguedas, la puertorriqueña Monelisa Pérez Marchán y los cubanos Julio Le Riverend y Manuel Moreno Fraginals, González Casanova tuvo una óptima formación tanto en historia económica como en historia de las ideas. Sin embargo, luego de su paso por la investigación histórica, optó por doctorarse en sociología en La Sorbona. La reorientación hacia la sociología y su experiencia al frente de la escuela de Ciencias Sociales y Políticas, en años de la Revolución Cubana y el MLN cardenista, decidieron la nueva fase de la obra intelectual de González Casanova que se plasma en el clásico La democracia en México (1965), editado por Era. 

El autor parecía una persona diferente al de los ensayos históricos de los 50, pero algunas preocupaciones eran las mismas. Antes de Dependencia y desarrollo en América Latina (1967) de Cardoso y Faletto, el libro de González Casanova vislumbró el enfoque estructuralista que divulgaría la Teoría de la Dependencia. El sociólogo sostenía que la democracia en México no podía entenderse únicamente a través de sus instituciones ejecutivas y legislativas, federales y estatales, sino por medio de la reconstrucción de la “estructura del poder” (caciques y caudillos regionales y locales, Iglesia, Ejército, hacendados y empresarios) y la “estructura social” (estratificación, movilidad, analfabetismo, pobreza, desigualdad, marginalidad y colonialismo interno). 

 En un enfoque que mezclaba el marxismo y la sociología, donde convivían Tocqueville, Marx y Weber, Lipset, Dahrendorf y Germani, González Casanova reiteraba la tesis central del MLN cardenista: en México no había condiciones para una revolución socialista, por lo que era preciso llegar al socialismo por medio de una estrategia económica en función del desarrollo y una apertura democrática. No sin ironía, Rafael Segovia lo reseñó elogiosamente en la revista Foro Internacional

Reconoció el legendario profesor del Colmex que La democracia en México era el primer ejercicio de teoría política, después de los ensayos ineludibles de Daniel Cosío Villegas. Pero observaba que su autor no proponía una “liberalización” o democratización del sistema sino una reforma interna del PRI: una suerte de “despotismo ilustrado”, como el que González Casanova había cuestionado en sus estudios sobre la Nueva España borbónica.

No era del todo preciso Rafael Segovia sobre la influyente obra de González Casanova. Aquel libro proponía algo más que una reforma interna del sistema político mexicano. La apuesta de La democracia en México era tanto alentar políticas públicas encaminadas a fomentar el desarrollo y la igualdad como a instalar en el debate público del país una idea de democracia no divorciada de la esfera de los derechos sociales. No era ajeno, aquel González Casanova, a la democracia propiamente política, pero era claramente partidario de que sin derechos económicos y sociales amplios eran inconcebibles las libertades públicas.

viernes, 18 de febrero de 2022

Victor Serge y la izquierda antitotalitaria




La aparición en español de los Carnets (1936-1947) de Victor Serge, editados por Claudio Albertani primero en italiano y luego en francés, viene a consolidar el creciente interés en la obra de este importante líder, escritor y pensador socialista, nacido en Bruselas en 1890 y fallecido en la Ciudad de México en 1947. Los diarios, editados por la UACM y la BUAP, ayudan a perfilar mejor la trayectoria intelectual y política de esta figura influyente del trotskismo y la izquierda antitotalitaria. 
 Estos apuntes de Serge abarcan desde su llegada a París, tras su liberación de una cárcel estalinista en 1936, hasta sus últimos años en México, pasando por la huida de Francia tras la ocupación nazi, en 1941, vía Marsella, Barcelona, Valencia y Casablanca. Se trata de una muestra viva de la escritura de un intelectual con múltiples pasiones, la filosofía, el arte, la literatura, la política, pero con un estilo reconocible lo mismo en la narrativa que en el ensayo. 
 En los Diarios, ese estilo inconfundible de Serge, que apela constantemente al retrato y al paisaje, desnuda su esqueleto. Desde sus encuentros con André Gide, a quien agradece su Retour de l’URRS (1936), por su valiente denuncia de los procesos de Moscú, a la vez que rechaza su desdén por el trotskismo y la lucha del POUM en España, los Carnets son una sucesión de escenas y siluetas, que emprenden la radiografía del ascenso paralelo del fascismo y el estalinismo. 
 En la prosa de Serge reviven personalidades muy diversas: Bujarin, Zinoviev y Kamenev, los brillantes líderes bolcheviques ejecutados por Stalin; comunistas franceses o compañeros de viaje como Romain Rolland y André Malraux; surrealistas como Breton, Péret o Aragon; el pintor cubano Wifredo Lam y su compañera Helena Holzer, captados en el éxodo desde la Francia ocupada; Frida y Diego, Orozco y Siqueiros, con perfiles muy disparejos. Y, desde luego, sus grandes mentores y cómplices, Trotski y Gorkin. 
 Del “Viejo”, los Diarios reiteran la profunda admiración intelectual y política que siempre le deparó Serge, aunque sin ocultar las diferencias que lo distanciaron de la IV Internacional en los últimos años de la vida de Trotski. La razón principal del distanciamiento fue la falta de solidaridad con el POUM en España, que advirtió Serge en la cúpula trotskista, y la intransigencia con que Trotski enfocaba su relación con las izquierdas europeas. 
 La muerte del “Viejo”, sin embargo, consternó a Serge y afinó en su percepción la certeza de las purgas y ejecuciones de Stalin. Los Carnets son, en buena medida, una bitácora de las víctimas de Stalin, en cualquier lugar mundo: Pilniak o Mandelshtam, asesinados o desahuciados en el gulag; Klement, decapitado en el Sena; Sedov, probablemente envenenado, o Andreu Nin, secuestrado, torturado y ultimado por la policía secreta soviética en Barcelona, en plena guerra civil. 
 Los Diarios de Serge ofrecen, además de un directorio bastante exhaustivo de la izquierda trotskista y anarquista occidental, entre los años 30 y 40, un recorrido por el marxismo heterodoxo, que incluye al primer Gyorgy Luckács, el de Historia y conciencia de clase, Antonio Gramsci o Walter Benjamin. Las alusiones a Gramsci, a quien Serge conoció antes de su arresto en 1926, abren una ruta para repensar la relación del marxista italiano con el trotskismo, más allá de sus ataques juveniles a Trotski. 
 Por último, vale reparar en que los Carnets muestran una asimilación de la realidad mexicana y latinoamericana mucho más profunda, en Serge, que en otros europeos de su generación. En la apertura de esa mirada incidió, seguramente, su relación con la antropóloga Laurette Séjourné. Pero también la búsqueda de complicidades con las izquierdas antitotalitarias latinoamericanas, que se constata en sus notas elogiosas sobre líderes como los cubanos Julio Antonio Mella, Antonio Guiteras y Sandalio Junco.

lunes, 31 de enero de 2022

Cuba a debate





El periodista mexicano Gerardo Arreola vivió dieciséis años consecutivos en Cuba, donde fue primero jefe de la oficina de Notimex y luego corresponsal del diario La Jornada. El periodo que comprendió su trabajo periodístico en la isla abarcó desde el llamado “periodo especial” que siguió al derrumbe del campo socialista, en los 90, al lanzamiento de la reforma económica impulsada por Raúl Castro entre 2011 y 2013. 
 En los últimos años, desde México, Arreola ha seguido siendo un observador preciso e informado de la realidad de la isla. Su visión resulta inusual dentro de medios ideológicamente volcados a la legitimación internacional del sistema cubano, por el espacio que dedica a señalar las tensiones entre la sociedad y el Estado en la isla y a localizar los debates y demandas de múltiples actores, tan diversos como la Iglesia católica, los intelectuales, los académicos y los opositores. 
 Su reciente libro, Cuba: el futuro a debate. La era de Raúl Castro y los retos de la transición (Debate/ La Jornada, 2021) es una guía para adentrarse en la Cuba del siglo XXI pero también un autorretrato del tipo de periodismo que practica Arreola. En este volumen se narran los principales eventos que van de la convalecencia de Fidel Castro en 2006 y la primera sucesión, a favor de su hermano Raúl, hasta la más reciente aprobación de la nueva Constitución de 2019 y el relevo de Miguel Díaz-Canel en la presidencia de la república y el máximo liderazgo del Partido Comunista. 
 La narración, siempre atenta a las complejidades del proceso de cambio que experimenta Cuba en el siglo XXI, que no duda en definir como “transición”, es rica en detalles. El periodista se detiene en el papel de Hugo Chávez como vocero de la convalecencia de Fidel Castro, en el choque de visiones sobre la reforma entre los hermanos Castro, en la purga de los jóvenes dirigentes fidelistas en 2009, en la reorganización de la cúpula política tras los tres últimos congresos del Partido Comunista, en el restablecimiento de relaciones con Estados Unidos durante la presidencia de Barack Obama, en la recuperación del vínculo bilateral con México desde el sexenio de Felipe Calderón y en la más reciente agudización del diferendo con Washington tras las sanciones de Donald Trump, preservadas por Joe Biden. 
 A diferencia de tantas representaciones periodísticas de Cuba, en la izquierda latinoamericana, este libro no describe las reformas económicas y el reajuste del sistema político, luego del proceso constituyente y la última sucesión, como iniciativas de una dirigencia histórica, seguida unánimemente por la población. Arreola da especial importancia a los disensos que han acompañado la nueva Constitución, antes y después de su entrada en vigor en 2019. 
 En medio del ascendente anti-intelectualismo que se observa tanto en la derecha como en la izquierda latinoamericanas, este libro da relevancia al papel de los académicos y los periodistas en el debate cubano. En sus páginas hay protagonistas del debate como Carmelo Mesa-Lago y Aurelio Alonso, Yoani Sánchez y Julio César Guanche, Pavel Vidal y Elaine Díaz, Roberto Veiga y Milena Recio, Cuba Posible y Temas, Rialta y El Estado como tal, que, en su pluralidad, hoy serían inconcebibles en publicaciones oficiales cubanas como Granma, Juventud Rebelde y Cubadebate, pero también en periódicos latinoamericanos como La Jornada o Página 12. 
 El libro cierra con un recuento de los dos últimos años, tras el traspaso definitivo de poderes a Miguel Díaz-Canel, en el que destacan la agudización de la crisis económica y sanitaria y el impacto real de las sanciones de Estados Unidos en la isla. En ese recuento, sin embargo, Arreola no escamotea el itinerario de la represión y la censura, que siguieron a la aprobación del decreto 349, el estallido social del 11 de julio, ni las reiteradas y arbitrarias limitaciones a la libertad de expresión y asociación que se aplican en Cuba.

lunes, 24 de enero de 2022

Errante Monterroso




Se cumplen cien años del nacimiento del escritor Augusto Monterroso, maestro de la narración latinoamericana. Por efectos de la popularidad fácil o las genuinas preferencias lectoras, a Monterroso se le asocia automáticamente con el cuento corto o la microficción. Lo cierto es que también destacó en el relato largo, la novela y la memoria, como se lee en clásicos como La oveja negra, Lo demás es silencio y Los buscadores de oro
 A Monterroso se le conoce como escritor guatemalteco, sin embargo nació en Honduras, de padre guatemalteco y madre hondureña. Como él mismo diría, quien nace en algún país de la región al norte de Panamá y al sur de México, que se independizó con la idea de formar una confederación, difícilmente se siente otra cosa que centroamericano. Como Luis Cardoza y Aragón y lo mejor de la intelectualidad guatemalteca, Monterroso se opuso a la dictadura de Jorge Ubico y debió exiliarse en México desde los años 40. 
  Luego, en los 50, respaldó la Revolución de Juan José Arévalo y Jacobo Arbenz y fue nombrado cónsul de Guatemala en La Paz, Bolivia, país que vivía su propia Revolución, la de Víctor Paz Estenssoro y el MNR. El golpe de Estado de Carlos Castillo Armas y la CIA lo obligó a un nuevo y definitivo exilio, primero en Chile y luego en México. Cuando en 1959 aparece en la editorial Era su primer volumen de cuentos, irónicamente titulado Obras completas, que incluye el archiconocido relato “El dinosaurio”, Monterroso había vivido en Honduras, Guatemala, Bolivia, Chile y México. 
  Como tantos otros intelectuales latinoamericanos, exiliados en México, era un ciudadano de la gran ciudad letrada errante, que dio lugar al boom de la nueva narrativa regional. A partir de los 60, aquel Monterroso juvenil y peregrino sería sucedido por el viajero avispado que recorre grandes capitales europeas. Su narrativa breve se acomoda entonces a la cadencia y el tono de la fábula, como se plasmará de manera ejemplar en La oveja negra
  En aquel Esopo latinoamericano, Carlos Fuentes encontró ecos de Jonathan Swift, Mark Twain, Lewis Carroll y Jorge Luis Borges. El bestiario de Monterroso fue inclinándose a la entomología en los años posteriores, como se lee en Movimiento perpetuo. Pero el escritor no asociaba su fascinación por las moscas, los abejorros, las pulgas y los insectos con Kafka o con Nabokov sino con la gran tradición de literatura teológica norteamericana del siglo XIX, personificada en Melville o Poe. 
   Monterroso insistió siempre en definirse, indistintamente, como centroamericano, mexicano o latinoamericano. Sin embargo, nunca dejó de atender el llamado de la patria chica, Guatemala, donde vivió su adolescencia y su juventud y donde alcanzó la madurez en la política y en la literatura. Por fortuna, a partir de 1993, pudo volver varias veces a su país, donde fue editado y reconocido como miembro de la Academia de la Lengua, Premio Nacional de Literatura y Doctor Honoris Causa de la Universidad de San Carlos.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

La invención del nuestroamericanismo




Por más que la historia académica afine su persuasión y argumente que eso que llamamos América Latina es una construcción discursiva, más bien reciente, seguirán produciéndose narrativas políticas que remitan la identidad continental a los mayas, los mexicas o los incas. Por mucho que la historiografía rigurosa insista en que para 1808 las posesiones coloniales de la monarquía católica española comprendían cuatro reinos, con una creciente descentralización interna, la tesis de que las naciones que alcanzaron la soberanía, unos diez o quince años después, ya existían, continuará ganando adeptos. 
 
En América Latina y el Caribe, como en otras zonas postcoloniales, los nacionalismos locales y regionales suelen ser inagotables. Esos nacionalismos, ideológicamente tan diversos como las sociedades mismas, se empaquetan con facilidad en marcas de consumo retórico masivo. Los poderes vernáculos, armados de un antimperialismo y un nativismo vulgares, reproducen estereotipos racistas, machistas, excluyentes y xenofóbicos en nombre de “identidades nacionales” que se presentan como eternas e inamovibles. 
 
Es por ello tan bienvenida y saludable la aparición de un libro como La invención de Nuestra América (Siglo XXI, 2021) de Carlos Altamirano, historiador argentino. Altamirano formó parte del grupo fundador de la legendaria revista Punto de vista, junto con Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo. Su obra ensayística ha sido fundamental para pensar críticamente las relaciones entre literatura y política en Argentina, pero también para impulsar la disciplina de la historia intelectual, desde la Universidad de Quilmes y la revista Prismas
 
Si en su libro anterior, Para un programa de historia intelectual (2015), Altamirano delineaba las rutas de avance de la nueva historia de las ideas en la región, en este ensayo establece las premisas del estudio de los discursos sobre la identidad latinoamericana y caribeña. Parte el historiador por reconocer que los intentos de definición de una identidad colectiva, para toda la América al sur de Estados Unidos, surgen en el siglo XVIII. Por lo que ese empeño de dos siglos debe ser historiado. 
 
El “gran desvelo” de definir la identidad de “Nuestra América” –un término que generalmente se atribuye al cubano José Martí pero que, de acuerdo a un estudio clásico de Sara Almarza, era utilizado desde los siglos XVII y XVIII y se encuentra en Miranda y en Bolívar- pasó, según Altamirano, por las diversas fases del pensamiento regional. Tuvo un momento criollo, patriótico e ilustrado antes de la independencia, luego fue abordado desde perspectivas republicanas, liberales y conservadoras en el siglo XIX y en la pasada centuria suscitó aproximaciones desde todas las ideologías, de izquierda o derecha. 
 
El afán de atrapar conceptualmente lo singular de Nuestra América pasó por teorías del criollismo y del mestizaje, por el trasfondo religioso católico o por la clave civilizatoria latina, por el antimperialismo republicano o socialista, por el arielismo de José Enrique Rodó o el calibanismo de Roberto Fernández Retamar. De Andrés Bello a Pedro Henríquez Ureña se intentó capturar aquella identidad desde la literatura; de José Vasconcelos a Leopoldo Zea desde la filosofía; de Simón Bolívar a José Martí desde la política. 
 
Observa Altamirano que ha habido momentos de mayor o menor intensidad en el “nuestroamericanismo”. La época de las independencias, el contexto de la guerra de 1898, que enfrentó a España y Estados Unidos por el control del Caribe, la Revolución Mexicana o la Revolución Cubana serían coyunturas de activación del discurso identitario. El recorrido que propone este libro es un oportuno llamado de atención contra las fórmulas demagógicas sobre lo latinoamericano y lo caribeño que se lanzan, de tanto en tanto, en la política regional, desconociendo una larga tradición.

martes, 21 de diciembre de 2021

Pensar el imperialismo




La Revista de la Universidad de México, que dirige la escritora Guadalupe Nettel, dedica su último número al imperialismo. El enfoque que aplica a la representación del fenómeno es amplio en el espacio y el tiempo. Se trata de una visión que podríamos llamar “transterritorial” del imperialismo que recorre las diversas escalas en el ascenso de múltiples potencias: la monarquía católica española y la Unión Soviética, Estados Unidos y China. 

 En sendos artículos, Mario Rufer y Rasmus Gronfeldt Winther exploran la relación entre los imperios modernos europeos, especialmente el británico, el francés y el alemán, con la antropología y la etnografía, la cartografía y la museografía. Los mapas y los museos fueron diseñados por los imperios para delimitar el territorio de sus conquistas. Las tierras y civilizaciones más remotas se volvieron objetos de exhibición tras ser conquistados. 

 Contra la óptica presentista y simplificadora que sólo ve imperialismo en Estados Unidos, este número de la RUM llama a comprender los imperios a partir de los ciclos de auge y decadencia, explorados por una célebre tradición historiográfica que va de Edward Gibbon a Jean Baptiste Duroselle. El imperio de los Austrias, que emprendió la conquista y evangelización de América en el siglo XVI, hacia 1800 perdía poder por la rivalidad de potencias atlánticas como Gran Bretaña y Francia. En sus artículos, Jorge Gutiérrez Reyna y Federico Navarrete recuerdan que aquellos imperialismos, derrocados por los movimientos separatistas del siglo XIX y los descolonizadores del XX, son hoy motivo de encarnizadas reyertas de la memoria. 

 La Guerra Fría fue escenario de pugnas geopolíticas que pusieron a prueba la hegemonía de Estados Unidos. La Unión Soviética, como observan Rainer Matos Franco y Carlos Manuel Álvarez, debe ser pensada como un imperio, que establecía relaciones semicoloniales con sus satélites. No verla así, sobre todo en América Latina y el Caribe, responde a una experiencia histórica marcada por los agravios que produjo el poderío hemisférico de Washington en el siglo XX. 

 Como recuerda Adela Cedillo en su ensayo, esa idea hiperlocalizada del “imperialismo yanqui” responde a una comprensión del fenómeno que da la espalda a una manera de pensar el imperio, que arranca con Hobson, Hilferding y Lenin, a principios del siglo XX, y llega en años recientes a la obra de Michael Hardt y Antonio Negri. Estos autores prefieren entender el imperialismo no como la vocación exclusiva de uno u otro gobierno sino como una forma de dominio global, que tiene que ver con el capitalismo financiero, las transnacionales y diversas entidades del poder mundial, más abstractas y a la vez más tangibles que el Pentágono o el Capitolio. 

 En las últimas décadas se ha planteado obsesivamente el tema de la decadencia de la hegemonía estadounidense. La revista aborda la cuestión por medio de un ensayo de Jon Lee Anderson, sobre la retirada de Afganistán, que pone en evidencia el fracaso de Estados Unidos en el Medio Oriente, luego de la “guerra contra el terror” que emprendió el gobierno de George W. Bush, como respuesta al derribo de las Torres Gemelas de Nueva York. El involucramiento de Rusia en Siria, el retiro de las tropas de Afganistán y el regreso del talibán al poder serían tres escenas en el declive de Estados Unidos. 

 No podía enfocarse el tema del imperialismo, al arranque de la tercera década del siglo XXI, excluyendo a China, la gran potencia emergente. En sus colaboraciones, Yi-zheng Lian y David Soler Crespo argumentan que China, al igual que Rusia, ha sido siempre un imperio en permanente reconstitución. En años recientes, China se ha convertido en uno de los principales inversionistas en países africanos como Sierra Leona, Kenia, Nigeria, Zambia y Angola. África, la gran región colonizada y esclavizada por Occidente, es hoy una “sexta estrella” en la bandera de China.