Libros del crepúsculo

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martes, 6 de mayo de 2025

Galería letrada de Rosario Castellanos






Se acerca el centenario de Rosario Castellanos y hay que releer los ensayos reunidos en Mujer que sabe latín (1973), originalmente, artículos aparecidos en el periódico Excelsior. Resulta ejemplar la forma en que la escritora traza ahí una galería de mujeres letradas, en la que busca colocar su propia figura. Una galería que es un linaje intelectual y, a la vez, una tribu donde cobijar su proyección pública como escritora mexicana. 

 Es fascinante recorrer esa galería de retratos femeninos, que Castellanos dedicó, en la edición del Fondo Cultura Económica, al filósofo Luis Villoro. Ahí están Sor Juana Inés de la Cruz y la “Portuguesa”, en alusión a Mariana Alcoforado, la monja de las clarisas de Beja, que escribió cartas de amor al conde de Saint-Léger. Las definía Castellanos como “monjas que derribaron las paredes de su celda” y las emparentaba con grandes personajes literarios de mujeres como Melibea, Dorotea o Amelia, Ana Ozores, Ana Karenina o Hedda Gabler. 

Celebraba la escritora en ellas, reales o ficticias, la “hazaña de convertirse en lo se es”. A lo largo de la historia, mujeres letradas se habían rebelado contra el mito de Pigmalión, que en su versión moderna no radicaba en el impulso del hombre de convertir a una estatua en mujer sino en hacer de una mujer real una estatua museable. Buscaba Castellanos en esas mujeres la antítesis del “hada del hogar”. 

 En Virginia Woolf encontraba ese desafío explícito cuando la escritora inglesa llamaba a las mujeres a no “instalarse en el sitio preciso donde atraviesa una corriente de aire”, como si intentaran situar su cuerpo en una escena de pintura romántica. La conquista del cuarto propio de Woolf era una actualización de aquella salida de la celda de Sor Juana. 

 También aparece en la galería de Castellanos, Simone de Beauvoir, que hace de la escritura una vía de afirmación de su personalidad en el mundo. La escritora francesa ofrece a la mexicana un antecedente de desestabilización y rebasamiento de un perfil “formal”, de presión sobre el límite de un glamour burgués, siempre expuesto a la aprobación del hombre. 

 A Elena Croce, hija del filósofo Bedenetto Croce, escritora y traductora italiana, dedica Castellanos páginas brillantes, que avanzan en el mismo sentido. En la autora de La infancia dorada (1966) lee un tipo de memoria que se rebela contra el designio de una letrada liberal católica, que debe sobrevivir al fascismo. En la deriva ecologista de Croce, en años posteriores a la segunda Guerra Mundial, detecta Castellanos una ruptura con aquel linaje predestinado. 

 Hay otros perfiles bien trazados en Mujer que sabe latín. Por ejemplo, el de la escritora chilena María Luisa Bombal. De ésta dice Castellanos que había inventado el nouveau roman antes de Robbe Grillet y que se las había agenciado para que sus personajes femeninos, en La última niebla, La amortajada o El árbol, siempre aparecieran solas en los eventos decisivos de sus vidas. 

 Esa vocación de permanecer en el umbral, no como una relegación sino como una elección, es decir, como la búsqueda deliberada de un punto lateral de observación, la percibe también en Simone Weil, la filósofa francesa que formó parte de la Columna Durruti durante la Guerra Civil española. En el estoicismo de Weil habría una vuelta a los orígenes monásticos de la cultura letrada femenina, pero, esta vez, en medio de la Revolución o, por lo menos, de la resistencia antifascista. 

 Otro perfil entrañable, el de la escritora italiana Natalia Ginzburg, otra testigo y víctima del fascismo. Celebraba, con razón, Rosario Castellanos, la traducción de Las pequeñas virtudes (1962) que hizo José Emilio Pacheco. La lección de Ginzburg que más valoraba la escritora mexicana era la de una rebelión contra el mito de Pigmalión por medio de la práctica constante y depurada de la escritura. Escribir y escribir, hasta entregar los ojos, sin aspirar a cualquier equívoca trascendencia.

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