Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poetas a caballo


Comentábamos que Alfonso Reyes identificó a su padre, don Bernardo, con José Martí, y que llamó a ambos “poetas a caballo”. La frase se encuentra en Charlas de la siesta, donde recuerda que en algún momento sugirió al general que abandonara la política y se concentrara en escribir sus memorias. Decía entonces Reyes que siempre “había sentido a su padre poeta, poeta en la sensibilidad y en la acción; poeta en los versos que solía dedicarme, en las comedias que componíamos juntos durante las vacaciones por las Sierras del Norte; poeta en el despego con que siempre lo sacrificaba todo a una idea, poeta en su genial penetración del sentido de la vida; y en su instantánea adivinación de los hombres; poeta en el perfil quijotesco; poeta lanzado a la guerra como otro Martí, por exceso de corazón. Poeta, poeta a caballo”.
En El deslinde, Reyes menciona nuevamente a Martí y encuentra en su descripción del rostro de la actriz Jane Hading –“cara dramática, ojos húmedos, nariz ancha y agitada, boca blanda y fina, vasta y temible cuenca del ojo, pómulos de voluntad…, el rostro todo, una desolación de amor, un pastel de La Tour”- lo que él llama “la palabra única de la literatura”, ese “rayo de unicidad intuitiva que casi produce escalofrío”. En otro texto de Reyes, Sobre la tumba de Graca Aranha, reaparece Martí, quien, a su juicio, “ofreció a la patria el sacrificio del mejor temperamento de escritor nacido en América, y pasa por el cielo de Cuba metamorfoseado en relámpago”. Aquí Reyes, prácticamente, repite los versos que Justo Sierra dedicó a Martí en un soneto publicado en la Revista Azul, el 2 de junio de 1895.
La frase “poeta a caballo” recuerda el título que Jean Lacouture utilizó en su biografía de Michel de Montaigne, Montaigne a cheval (1996), que fuera reeditada, en 1999, por la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Pero a Lacouture no le interesaba la dimensión sacrificial del poeta sino el lado mundano del ensayista: el bios tanto como la grafía. Cuando Montaigne descendía del cerro de Montravel en su yegua no era para inmolarse frente a las tropas enemigas: era para perseguir muchachas en las orillas del Lidoire o del Léchou, del lado de Montpeyroux o del molino de Pombazet, sobre todo en Mussidan, donde, según su biógrafo, era "muy esperado" por las doncellas de la comarca.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Alfonso Reyes y su padre

El historiador mexicano Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, ha escrito una breve biografía de Alfonso Reyes, editada este año por la editorial Planeta. Garciadiego se ha dedicado, fundamentalmente, a la historia intelectual y política: es un gran conocedor de la Revolución Mexicana y ha investigado las pugnas intelectuales durante el Porfiriato y los orígenes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su mirada sobre la vida de Alfonso Reyes está más cerca, por tanto, de la biografía política que de la crítica literaria.
Garciadiego le da mucha importancia al origen de Reyes: hijo de Bernardo Reyes, militar liberal y porfirista, gobernador del estado de Nuevo León, Secretario de Guerra por un breve periodo, aspirante a la vicepresidencia con Díaz, rival de José Yves Limantour y el grupo de los “científicos”, candidato a las primeras elecciones presidenciales democráticas de México, en 1911, frente a la popular opción que encabezaba el líder revolucionario, Francisco I. Madero. El final de don Bernardo, derribado por la metralla mientras galopaba contra las tropas de Victoriano Huerta, frente a Palacio Nacional, marcó a Reyes para toda la vida.
El padre de Reyes no era un revolucionario, era un político del antiguo régimen, que se inmoló por la Revolución. El propio Reyes, como intelectual, sería algo parecido: un escritor clásico arrastrado por la vorágine de las vanguardias iberoamericanas. En sus exilios y sus misiones diplomáticas en Madrid y París, en Buenos Aires y Río de Janeiro, Reyes sería, de algún modo, el representante de ambos Méxicos: el porfirista y el revolucionario, el viejo y el nuevo. Cuando regresó definitivamente a su patria, en 1939, ya la Revolución comenzaba a ser asunto del pasado. La erudición y el refinamiento de Reyes tendrían entonces oportunidad de poner a prueba su vocación fundacional, con la creación de la Casa de España y El Colegio de México, y su inagotable voluntad de estilo en poesía y prosa.
Como el propio Reyes diría en la Oración del 9 de febrero, una prosa donde narraba la muerte de don Bernardo, su vida y su obra serían la constante interrogación sobre el sacrificio de su padre. Reyes no olvidaba que el general porfirista había sido quien primero le puso un libro de Rubén Darío en las manos e insistía en considerar a su padre “poeta” y “romántico”. “Poeta a caballo”, lo llamará alguna vez, equiparándolo, por cierto, con José Martí, que también murió inmolado frente al fuego enemigo:




“Tronaron otra vez los cañones. Y resucitado el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano verdadero dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto”.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Querencia americana

Bajo este título, Javier Fornieles Ten y Juan Pedro Cañonero han reunido la correspondencia entre Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima, las principales colaboraciones de Jiménez en las revistas creadas por Lezama (Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes) y los varios ensayos de Lezama sobre Jiménez, incluido el famoso “coloquio”, de 1938, aparecido, inicialmente, en la Revista Cubana, y luego editado por la Secretaría de Educación de la isla. La extraordinaria editorial sevillana Espuela de Plata es la responsable de este volumen imprescindible.
Es interesante seguir la correspondencia entre ambos poetas a través de las múltiples residencias del de Moguer (Miami, Nueva York, Washington, San Juan) y el mismo remitente del poeta habanero: Trocadero 129. En las primeras cartas desde Estados Unidos, del 38 y el 39, Juan Ramón lamenta la pérdida de la luz de la Habana en su exilio newyorkino: “¡qué cambios de color y de luz! Sin duda, lo que diferencia a los hombres es, principalmente, la suma de luz y color”.
Hay una carta curiosa, del 22 de septiembre de 1939, en la que Lezama agradece a Jiménez las gestiones que ha hecho para que el joven poeta habanero pueda trasladarse, con una beca, a estudiar en la Universidad de Gainesville, en la Florida. Lezama imagina Gainesville como un “pueblecito” que podría estar cerca de Miami y, por tanto, cerca de Juan Ramón, “a quien podría ver con frecuencia”.
El contenido fundamental de las cartas versa, sin embargo, sobre las solicitudes de colaboración en sus revistas que Lezama hizo a Jiménez durante casi veinte años. El mayor vacío en la comunicación se produce entre 1950 y 1953, años en los que Jiménez y su esposa, Zenobia Camprubí, se trasladan de Washington a San Juan, Puerto Rico. Cuando Lezama está preparando el número de Orígenes dedicado al centenario de Martí, escribe a Juan Ramón, pidiéndole alguna colaboración. Entonces lo siente “cerca de Cuba” y le pide que “vuelva a la salita del Hotel Vedado y vuelva a descender por el elevador lentísimo”.
Es entonces que Jiménez responde entusiasmado a Lezama, asegurándole que posee “centenares de inéditos” y se reinicia una colaboración que, en menos de un año, provocará, en buena medida, el célebre cisma de Orígenes. Para entonces las tensiones entre Jiménez y algunos poetas de la generación del 27, como Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, habían llegado a esa zona de envilecimiento, a la que llegan casi todas las amistades intelectuales cuando son ganadas por la rivalidad y el celo.
Es probable que Jiménez, al constatar la creciente presencia de aquellos poetas en Orígenes, decidiera escoger esta revista como destino de su texto “Crítica paralela”, una miscelánea de aforismos, reflexiones, comentarios, poemas y cartas en los que respondía a críticas de Aleixandre y Guillén y que decidieron la ruptura entre Lezama y Rodríguez Feo. El exquisito Jiménez se volvió entonces despiadado e injusto:



“V.A. es un existencialista de butaca permanente; y que escribe imaginaciones por serie, en álbumes de fantasmas sucesivos. La escritura de V.A., verso o prosa, no es más que una serie de estampas forzadas, sin vida verdadera; un friso decorativo de una biblioteca particular secreta. Nada grandioso, nada grandioso, nada fabuloso, nada sagrado, nada profano, nada divino, nada humano. Calcomanía, manía de calco. Simulo y disimulo, en forma amarga”.

“Poemas y más poemas en un verso libre sin calidad ni individualidad alguna de duración, que, en realidad, parecen como los de Luis Cernuda, traducciones de poemas mejores no comprendidos del todo ¿Qué puede dar esa escritura a los jóvenes? Nada. (Como la de Guillén y Salinas, es vía muerta). Los más jóvenes poetas españoles que tienen voz, un José María Valverde, un José Hierro, un José García Nieto, una Juana García Noroña) no pueden turiferarle”.

martes, 17 de noviembre de 2009

Juan Ramón habla con los árboles en Miami

El Miami hipermoderno, de los vertiginosos expressways y los edificios inteligentes del Downtown, parece ajeno a la lírica concentrada de algunos poetas de la generación del 27. Hubo y hay otro Miami, sin embargo, el de los canales y los árboles, el del mar y el río, las calles de “solisombra” y las esquinas resplandecientes, que fue inmortalizado por Juan Ramón Jiménez en los poemas que escribió durante su estancia en esa ciudad entre 1939 y 1942.
La editorial Artes de México y el Centro Cultural Español de Miami han reeditado el cuaderno Romances de Coral Gables (1948), de Juan Ramón Jiménez, que fuera publicado por vez primera en México, por la editorial Stylo, en una colección significativamente titulada “Nueva floresta”. Como bien señala Alfonso Alegre Heitzmann, en el prólogo, la obra de Jiménez, entre su salida de España, en 1936, y su muerte en Puerto Rico, en 1958, gira obsesivamente en torno a la condición del exilio.
Jiménez identificaba el sentido de sus exilios con el lugar de los mismos -La Habana, San Juan, Miami, Nueva York-, como si cada una de estas ciudades fuera una estación distinta del mismo itinerario. Con la estética del pintor, Jiménez abrió su poesía al paisaje de Miami: “las costas oscuras de honda presencia”, las palmas y los pinos, el “oro del sol”, la “Anadena de Bocaratón”, la “calle de solisombra”, que perfectamente podría ser la arbolada Coral Way: “cuando la calle termina/ en las dos esquinas otras,/ sigue una calle de luz,/ dos paredones de sombra”.
Juan Ramón establece una contraposición entre el “errante” y el “residente”, dos tipos de hombres, que él hermana en la relación con los árboles. El residente, dice, “tiene raíz adentro”, pero desde su lugar en la tierra “también se va a la eternidad sin patria”. El errante, lo mismo que el residente, tiene la facultad de conversar con los árboles, pero su falta de raíz lo lleva inevitablemente al viaje, al abandono, a la traición:


Ayer tarde,
volvía yo con las nubes
que entraban bajos rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.

La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.

Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oí hablar a los árboles.

Cuando yo ya me salía,
vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo
y me apenaba dejarles.

Y yo los oía hablar,
entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí.
Y ¿cómo desengañarles?

¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el paseante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El hombre vigilado



Vesko Branev, escritor y cineasta búlgaro exiliado en Canadá, ha repetido la hazaña de Timothy Garton Ash: consultar el expediente que sobre él redactó la policía política de Bulgaria entre 1958 y 1974. Branev intentó fugarse a la Alemania occidental antes de la construcción del Muro de Berlín, pero fue capturado e interrogado por la naciente Stasi. Tras su deportación a Sofía, el joven cineasta y escritor llevó la vida de la mayoría de los intelectuales bajo un régimen totalitario.
Como en La vida de los otros, el film de Florian Henckel-Donnersmarck, Branev fue vigilado por el servicio secreto, delatado por su cuñado y traicionado por sus amigos. Él mismo mantuvo una permanente interlocución con la burocracia cultural e ideológica de Bulgaria y un ineludible contacto con agentes de la Seguridad del Estado, en el que, según su propio testimonio, actuó con cobardía. Su casa era registrada con frecuencia y varios oficiales de contrainteligencia lo “atendieron” durante quince años.
Ahora Branev ha releído su expediente y ha puesto en orden sus recuerdos, en El hombre vigilado, editado por Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, que aparece con prólogo de su compatriota, el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov. Muchos intelectuales bajo el comunismo, sugiere Todorov, no son disidentes ni oficialistas, víctimas o verdugos. Entre una y otra condición se asienta un buen número de escritores y artistas que intenta subsistir por medio de la negociación.
¿Son cómplices? ¿son responsables?, preguntan Branev y Todorov. Tal vez, pero también sufren la vigilancia y el castigo del poder. No hay autocompasión en estos escritores búlgaros, pero sí una mirada menos maniquea sobre la vida intelectual bajo un orden totalitario. No hay aquí masificación de la culpa ni victimización del cómplice: los roles que se juegan en la rutina del terror están claros. Pero ambos, Branev y Todorov, saben que la mayoría de los escritores y policías, en el totalitarismo, no son Mandelshtam y Beria.

martes, 10 de noviembre de 2009

Hito incomprendido


Las celebraciones de ayer en Berlín y el cúmulo de mensajes que suscitó en el mundo demuestran lo lejos que estamos de una verdadera comprensión de ese hito de la historia global. Slavoj Zizek dijo en The New York Times que había que recomenzar la revolución y purgar a las élites eurorientales por excomunistas y neocapitalistas. Adam Michnik, más prudente, dijo en The Wall Street Journal que aunque el espíritu cívico del 89 había desaparecido no era como para renegar de las libertades alcanzadas.
Mijaíl Gorbachov lamentó que se asociara la caída del Muro de Berlín, sólo, al “colapso del comunismo”, sin reconocer lo que la Unión Soviética había aportado al equilibrio mundial. Lech Walesa reprochó a Gorbachov su timidez y aseguró que “el 50% de la caída del muro corresponde a Juan Pablo II, el 30% a Solidaridad y el 20% al resto del mundo”. La disputa por el crédito de un acontecimiento tan complejo, como advirtiera días antes Timothy Garton Ash, empaña la comprensión del mismo.
Si conmemorar no es lo mismo que celebrar, el silencio de Moscú y la Habana dice mucho del trauma que el 89 representa, todavía, para ambos poderes. Medvedev asistió a la fiesta de Berlín y días antes declaró que, aunque se ponderara el papel de la Unión Soviética en la caída del nazismo, los crímenes de Stalin no podían ser desconocidos ni justificados. Pero la plana mayor mediática y política de Rusia, como la de Cuba, no se posicionó ante al vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín.
En el caso de Rusia, tal vez, por diferencias de percepción sobre el pasado comunista entre Putin y Medvedev. Pero en el caso de Cuba por el amplio consenso de las élites de ese país en torno a la idea de que el colapso del bloque soviético es una tragedia para la causa del comunismo mundial. En el único artículo publicado en medios oficiales cubanos, “¿Qué se festeja en Berlín?”, firmado por Oliver Zamora Oria, y aparecido en Cubadebate, portal del Partido Comunista de Cuba, se presentan los últimos veinte años como un retraso histórico y se habla de la “humillación del vencido por el vencedor”.
Esa percepción, afín a la minoría comunista que queda en el planeta, converge, una vez más, con las derechas anticomunistas que todavía presentan la caída del Muro de Berlín como un triunfo de Occidente sobre el Este o de Estados Unidos sobre la Unión Soviética. Ambos enfoques parten de la falsa premisa de que la democracia -fin del partido único, de la ideología marxista-leninista y del control del Estado sobre la economía, la sociedad civil y los medios de comunicación- fue una idea importada, sin verdadero arraigo en la población del antiguo bloque soviético.
Unos y otros prefieren imaginar aquel proceso como una conjura del Vaticano y Washington, en la que quedó entrampado un ingenuo Gorbachov, antes que como una revolución civil protagonizada por disidentes y reformistas, que puso en jaque a las nomenclaturas y las obligó a negociar la transición. En el fondo, unos y otros siguen pensando que los totalitarismos son capaces de extirpar de raíz la idea democrática y que los cambios en un régimen de ese tipo sólo pueden llegar desde afuera.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Michnik y el sentido perdido

El intelectual polaco Adam Michnik personifica la idea de que los cambios políticos y económicos que transformaron la Unión Soviética y Europa del Este, en los años 80, y que desembocaron en la caída del Muro de Berlín y las transiciones de los 90, fueron obra, fundamentalmente, de la presión de las disidencias, las sociedades civiles y los líderes reformistas de los países del bloque soviético.
Quienes insisten en subestimar esos cambios prefieren poner el énfasis en la autodestrucción –el “suicidio”, dicen - de las nomenclaturas o la “mano del imperialismo”, los manejos de Roma, Reagan, la Thatcher y Wojtyla. Michnik, en cambio, que lo vivió, asegura que aquello fue una revolución civil que derivó en una serie de pactos políticos entre las disidencias y las nomenclaturas.
Veinte años después, Michnik lamenta que el sentido de aquella revolución se ha perdido, en la propia realidad política de Europa del Este y, sobre todo, en la memoria de sus protagonistas. En un artículo recogido por el último número de Letras Libres (Año IX, Núm. 98, noviembre, 2009), Michnik observa, con tristeza, una fuerte  e inevitable tendencia a la desmitificación de Solidaridad, donde predomina el cuestionamiento de las credenciales opositoras de sus líderes y el curioseo por los archivos de la policía secreta:




“En agosto de 1980 Polonia respiró aire fresco y limpio. Hoy mancillar la revolución de Solidaridad y a sus héroes, partiendo de los archivos del Servicio de Seguridad, es para unos un acto heroico, y para otros, como tirar una granada en una sentina: a algunos los mata, a otros los hiere y a todos los impregna del hedor. Y ahora todos –los heridos, los salpicados- vamos a festejar el vigésimo aniversario ¿Será posible que aprendamos a hablar con sensatez de lo que nos atrevimos a hacer?”