Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 30 de diciembre de 2018

Brotes de verticalidad


Cuando escuché por primera vez el título pensé que se trataba de una expresión de Juan Villoro. Ahora, leyendo El vértigo horizontal (2018), me entero de que la frase proviene de un texto de Drieu La Rochelle sobre la pampa argentina. En 1932, poco antes de hacerse fascista, el escritor francés viajó a Buenos Aires, invitado por su amiga Victoria Ocampo. La frase de La Rochelle, que bien podría aplicarse a desiertos y playas, fue comentada en su libro El río sin orillas: tratado imaginario (1991) por Juan José Saer, quien pensaba que era afortunada pero falsa.
Algo similar piensa Villoro de su propio título, como fórmula para describir la Ciudad de México. Durante la mayor parte de la segunda mitad del siglo XX, la urbe creció en forma de “casas bajas”, desde el Centro Histórico hasta las colonias más alejadas del entonces Distrito Federal. Esa planicie urbanística, en un valle entre montañas remotas, producía una impresión de horizontalidad sin fin.
La expansión de la ciudad sobre la superficie del valle de México, por su falta de verticalidad, propició una multiplicación de sus centros. El histórico siguió estando ahí, entre la Avenida Juárez, la Alameda y el Eje Central y la Catedral, Palacio Nacional y el Zócalo, pero surgieron otros, como los de las “monarquías” de Coyoacán y San Ángel, la Zona Rosa y las colonias Polanco, Roma y Condesa.
Villoro recuerda la Torre Latinoamericana como el primer edificio elevado de la ciudad. Junto a Bellas Artes o al magnífico Palacio Postal, la Torre es un símbolo de la simultaneidad de tiempos de la Ciudad de México. Tema caro a la gran narrativa mexicana, de Rulfo a Fuentes y a Del Paso, esa diversidad de tiempos vivientes se manifiesta también en los personajes de la urbe: el merenguero, el encargado, el vulcanizador, el merolico, el vendedor de tamales oaxaqueños o el comprador de fierro viejo.
Hay personajes reales, no arquetípicos, en estas crónicas de Juan Villoro, como Paquita la del Barrio o Rodrigo Woods, “el zombi”, un médico versado en el arte de la negación total. Pero también hay personajes que son la suma de todos los arquetipos civiles, como el chilango, una criatura naturalizada en el caos vial, la contaminación, la inseguridad y la alarma sísmica. El chilango, dice Villoro, es “un experto en catástrofes que no puede reparar”, alguien que “juzga su circunstancia como un piloto en misión de combate: las turbulencias son buena noticia porque indican que el avión no ha sido derribado”.
La coexistencia de tiempos diversos es también la clave del misterio de los monumentos de la ciudad. Recuerda Villoro que fue Plutarco Elías Calles, un jefe revolucionario rabiosamente anticlerical quien exhumó los restos de los héroes de la independencia, que se encontraban en la Catedral, y los trasladó a la base del Ángel de la Independencia, un monumento construido por Porfirio Díaz, el dictador contra el que se rebelaron los revolucionarios.
Recuerda también Villoro, con la ayuda de Fabrizio Mejía Madrid, que cuando los festejos por el bicentenario de la independencia, en 2010, el presidente Felipe Calderón ordenó la exhumación de los restos de los insurgentes y se confirmó que no había huesos de José María Morelos. Sólo había un cráneo con la letra M, que tampoco era el de Mariano Matamoros. Por años se especuló que Morelos estaba enterrado junto a su hijo Juan Nepomuceno Almonte en Père Lachaise, en París, pero los historiadores Luis Reed y José Manuel Villapando demostraron que era falso.
En años recientes, dice Villoro, nuevos “brotes de verticalidad” han dejado muy abajo la Torre Latinoamericana y el Ángel de la Independencia. La ciudad ha comenzado a crecer hacia arriba, como consecuencia del choque entre los asentamientos informales y las montañas, cada día más cercanas. Santa Fe y la avenida Reforma se llenan de altos edificios inteligentes y los chilangos ya somos sobrevivientes del viejo DF en la nueva Ciudad de México.     

jueves, 27 de diciembre de 2018

Nostalgia del comunismo


El Centro Levada, una institución rusa de estudios sociológicos independientes, acaba de reportar el mayor ascenso de la añoranza por la Unión Soviética entre los habitantes de Rusia, después de la caída del Muro de Berlín. Un 66% de los rusos, ocho puntos más que el año pasado, lamenta que la URSS haya colapsado en 1991 y quiere regresar a un sistema similar, que le asegure derechos sociales básicos. Esta vez no es el deseo de pertenecer a una “gran potencia” lo que dispara la nostalgia.
         La mayoría de los nostálgicos son personas cercanas a la edad de retiro, que ven amenazadas las garantías de una vejez digna, luego de la aprobación de una nueva ley de pensiones impulsada por el gobierno de Vladimir Putin. Se trata de la última porción de la ciudadanía rusa que vivió a plenitud el pasado soviético y que, probablemente, apoyó las reformas de Mijaíl Gorbachov en los 80 y la reorganización de ese gran estado en los 90, encabezada por Boris Yeltsin.
         Hace unos diez años, cuando aquella nostalgia rondaba el 50%, el fenómeno podía relacionarse con el ascenso del liderazgo de Vladimir Putin. Sin embargo, los sociólogos del Centro Levada observan que quienes extrañan hoy los tiempos de la Unión Soviética son, en su mayoría, personas desencantadas con la figura de Putin. El putinismo, recordemos, es una corriente política nacionalista que se contrapone al proyecto soviético en más de un sentido.
         El joven historiador mexicano, Rainer Matos Franco, ha estudiado esa nostalgia en su libro Limbos rojizos (2018), recientemente editado por El Colegio de México. Matos Franco llama la atención sobre las ambivalentes relaciones entre dicha nostalgia y la fuerza política real del comunismo bajo la hegemonía de Putin y su partido Rusia Unida. Mientras en 1999, cuando arrancaba el liderazgo putinista, los comunistas moderados o radicales controlaban cerca de un 35% de la Duma o parlamento, en 2011 habían bajado a menos del 20% y en 2016 a menos del 15%.
         En lo que va del siglo XXI, la hegemonía de Putin ha experimentado un ascenso oscilante. En 2007 los “partidos del Kremlin” representaban el 64. 3% del parlamento, en 2011 el 49. 3% y en 2016 el 54.2%. Según diversos analistas, si las elecciones fueran hoy, el putinismo vería mermada su mayoría, lo que tal vez explique el intento de Putin de escalar el conflicto con Europa y Estados Unidos, como una forma de activar su base social nacionalista.
         De manera que la nostalgia por la URSS no está directamente relacionada con el comunismo ni con el putinismo. Como fenómeno de la memoria colectiva, nos dice Franco Matos siguiendo al sociólogo francés Maurice Halbwachs, la nostalgia es un sentimiento de vuelta a un pasado que ya no es, que nunca será, y que en buena medida se presenta idealizado e inalcanzable. Se trata, en resumidas cuentas, de la ubicación de la sociedad ideal o la utopía en el pasado, no en el futuro.
         Algo similar a la “retrotopía” descrita por el pensador polaco Zygmunt Bauman en uno de sus últimos libros. La nostalgia por el comunismo o por la Unión Soviética en Rusia tal vez tenga poco ver con la experiencia histórica concreta del socialismo real. Su reacción va dirigida, fundamentalmente, contra un presente que cancela la posibilidad de un futuro alternativo. Ese cierre de todo escenario utópico, como advertía Bauman, se vive lo mismo bajo cualquier democracia occidental que bajo el autoritarismo ruso.
         De ahí que, como sugiere Matos Franco, el verdadero dilema resida en el tipo de “politización de la nostalgia” que pueda articularse. Putin fue eficaz en su conducción del malestar de los rusos con la transición post-comunista. A los nuevos políticos rusos corresponderá hacerse cargo de la incomodidad creciente con el autoritarismo putinista, que se refleja en la añoranza por un sistema que tampoco garantizaba la satisfacción de los derechos sociales básicos y que, para colmo, disolvía la sociedad civil en el Estado.



lunes, 10 de diciembre de 2018

Roger Chartier y las siete vidas de Bartolomé de las Casas



He coincidido con el historiador francés Roger Chartier en un congreso de historia regional en Culiacán y hemos platicado de muchas cosas, pero sobre todo de dos. De sus estudios juveniles en la École y la Sorbona, en el París de los años 60, y de su estudio reciente sobre la historia bibliográfica de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) de Bartolomé de las Casas.
         Recuerda Chartier a sus maestros en la Escuela de los Anales con mezcla de veneración y piedad. Habla de Jacques Le Goff y Pierra Nora como si se tratara de vecinos que uno encuentra cada mañana en la panadería o el café. Y recuerda no sólo a los historiadores sino también a los filósofos, como Michel Foucault, de quien sigue admirando la prosa viva, y Louis Althusser, cuya obsesión final con la compra de un Rolls Royce le parece la paradoja perfecta del marxismo francés.
         Los estudios de Chartier sobre la Brevísima relación de Las Casas han quedado condensados en un capítulo del libro La mano del autor y el espíritu del impresor, publicado por Katz-Eudeba en Buenos Aires el año pasado. Asegura el historiador que el texto del fraile dominico y obispo de Chiapas tuvo “siete vidas”, como los gatos, ya que el sentido del tratado se fue reinventando en cada una de sus múltiples ediciones.
         Las Casas escribió su invectiva contra la colonización española en un estado de decepción con las llamadas Leyes Nuevas de mediados del siglo XVI. En contra de lo que él mismo había argumentado en el famoso debate de Valladolid con Ginés de Sepúlveda, el sistema colonial seguía recurriendo a las encomiendas y otras formas de atropello de los derechos naturales de las poblaciones originarias de América.
         La segunda vida del texto de Las Casas es la de las traducciones y reediciones en los Países Bajos, durante las rebeliones de aquellos reinos protestantes contra España a fines del siglo XVI. El dominico, un teólogo católico, que había dedicado su manuscrito al rey Felipe II, era convertido en precursor del protestantismo, que denunciaba la “tiranía” del imperio español. El libro de Las Casas era traducido como un “espejo” del despotismo católico.
         La tercera vida de la Brevísima relación es la de la primeras traducciones al alemán en los últimos años del siglo XVI y primeros del XVII. Se trata de ediciones ilustradas en Frankfurt y Amberes que exponían las crueldades del imperio español en América con imágenes dantescas, que describían la colonización como el infierno. Cuenta Chartier que series iconográficas similares se reprodujeron en Gran Bretaña como parte de la propaganda antiespañola en los años de la “Armada Invencible”.
         La cuarta vida es el uso político que hicieron algunos editores mediterráneos, especialmente en Venecia, de la “leyenda negra” antiespañola, en el siglo XVII. Aquellos editores eran republicanos y antipapistas que acusaban a Roma de complicidad con Madrid en la empresa colonial. Una quinta vida es una rara traducción catalana de la Brevísima relación que denunciaba el “imperialismo castellano”, en tiempos de la revuelta contra Felipe IV.
         La sexta y séptima vidas del ensayo de Las Casas son más conocidas: la de los ilustrados y enciclopedistas franceses, críticos del absolutismo y la inquisición, en el siglo XVIII, y la de Simón Bolívar, Fray Servando Teresa de Mier y los independentistas latinoamericanos de la primera mitad del siglo XIX. Las Casas aparece aquí como una fuente del anticolonialismo y el abolicionismo, especialmente el británico, a pesar de haber sido partidario de la esclavitud de los africanos.
         La arqueología bibliográfica de Chartier es un ejercicio admirable, que permite recorrer los usos y abusos políticos de cualquier texto referencial. Algo similar merecerían, ya no libros o folletos, sino frases o máximas de los “padres de la patria” del XIX y de los caudillos revolucionarios del siglo XX, que siguen emocionando a los políticos de hoy, como si se tratara de rezos o letanías.         
        

domingo, 2 de diciembre de 2018

Los Debray y el drama familiar de la izquierda




Debo haber conocido a Régis Rebray y Elizabeth Burgos a mediados de los 90 en Madrid. Eran los años en que el escritor cubano Jesús Díaz lanzaba la revista Encuentro, con la que colaboré desde su primer número. También los años en que aquella pareja emblemática de la izquierda de la Guerra Fría, conformada por un filósofo francés y una antropóloga venezolana, rompía definitivamente con el gobierno de Fidel Castro, al que habían respaldado desde el triunfo de la Revolución de 1959.
Debray y Burgos, cuyos vínculos con el proyecto cubano de expansión guerrillera en los años 60 habían sido estrechos, y que todavía en los 80, por su pertenencia al gobierno socialista de Francois Mitterand, mantenían una autorizada interlocución con La Habana, comenzaron a distanciarse de Fidel Castro en 1989, tras el fusilamiento del general Arnaldo Ochoa y el coronel Antonio de la Guardia. Como tantos socialistas occidentales, Debray y Burgos rechazaron el inmovilismo cubano en medio de la caída del Muro de Berlín.
Debray publicó Alabados sean nuestros señores (1999), memorias en las que retrataba críticamente a Fidel Castro y al Che Guevara. Burgos cuestionó la veracidad del testimonio autobiográfico de Rigoberta Menchú, la líder indígena guatemalteca, que la propia Burgos había entrevistado en los 80. El libro, titulado Me llamo Rigoberta Menchú y así nació mi conciencia (1983), le valió a la antropóloga el premio Casa de las Américas, en La Habana, y a Menchú, en buena medida, el Nobel en Estocolmo.
Ahora la hija de la pareja, Laurence Debray, cuenta la historia de sus padres en Hija de revolucionarios (Anagrama, 2018). Una historia que, según la primera línea, le “habían ocultado”. Nacida en París en 1976, cuando su padre, discípulo de Louis Althusser, renunciaba a la vía revolucionaria en libros como La crítica de las armas (1975), y educada en los años dorados del socialismo francés en el poder, bajo Mitterand, la parte de aquella historia, propiamente “oculta”, era la de la experiencia guerrillera de sus padres y el encierro de Debray en Bolivia, entre 1967 y 1970.
Cuenta muy bien aquellos años Laurence Debray. En la línea de biógrafos como Pierre Kalfon y Jorge Castañeda –no tanto de Jon Lee Anderson, tan severo con Debray como generoso con Ciro Bustos-, la hija reivindica al padre frente a la acusación de “delator” o “traidor” del Che Guevara, que la línea oficialista cubana relanzó, sobre todo, en los 90. Se basaba aquella acusación en algunas frases ambivalentes de Guevara sobre Debray, en el Diario de Bolivia, en el sentido de que el intelectual francés, aunque inicialmente interesado en afincarse en la guerrilla, había insistido en lo útil que podía ser como agente internacional del guevarismo o que en los interrogatorios con los militares bolivianos que lo arrestaron había “hablado de más”.
Recuerda Laurence Debray que en el mismo diario el Che elogió la forma en que su padre se enfrentó a sus acusadores en Camiri, defendiendo siempre la causa de la guerrilla, y en la importancia de aquel juicio, que atrajo atención internacional, para la lucha revolucionaria en América Latina. Aporta también este libro alguna información nueva, para rearmar el “affaire Debray”, como la carta que el intelectual francés envió a Charles de Gaulle, desde la cárcel, en la que el viejo general de la Resistencia antifascista era presentado como símbolo de la lucha antimperialista en América Latina.
Quien haya conocido a Debray y Burgos tal vez eche en falta una reconstrucción más precisa de la obra intelectual de cada uno. El enorme impacto del ensayo de Debray, ¿Revolución en la revolución? (1967), que en este libro se atribuye más al diálogo con Castro que con Guevara, o la gran polémica sobre el testimonio que siguió al citado libro de Burgos, se pierden en la mirada cercana de la hija. La tensión generacional adopta la forma de un drama de familia a través de la escritura.
La hija reprocha a sus padres la entrega a un ideal que desde muy pronto comenzó a mostrar una vocación autoritaria sumamente costosa para las sociedades latinoamericanas. No entiende cómo todavía a fines de los 90 y principios de los 2000, Debray, a pesar de su contacto directo con la experiencia venezolana, respaldó a Hugo Chávez. En el polo opuesto se colocó su madre, Elizabeth Burgos, quien siempre queda mejor parada en el ajuste de cuentas de la hija.
El itinerario de Laurence Debray, desde las primeras páginas, busca colocarse en las antípodas de sus progenitores: lejos del socialismo o el republicanismo de Régis y Elizabeth, se interesa en el monarquismo y en la figura del Rey Juan Carlos de Borbón como actor decisivo de la transición española; en vez de sumarse a las redes europeas de solidaridad con Chiapas o con Chávez, se va a Nueva York a probar suerte en los bancos del capitalismo financiero.
Sin embargo, poco a poco, el periodismo y la escritura van acercando a la hija a la profesión de los padres. Al final, con Hija de revolucionarios, Laurence Debray hace pública su memoria de un modo muy similar a como lo hicieron sus padres a lo largo de su carrera intelectual. Los Debray acaban reafirmados como un clan contradictorio, unido y dividido por acercamientos disonantes a la política y la ideología, la literatura y la historia.