Ahora que ha muerto el importante pensador norteamericano Daniel Bell (1919-2011), muchos recuerdan su audacia de definirse como “socialista en economía, liberal en política y conservador en cultura”. La desagregación de la vida social en esas tres esferas y en esas tres ideologías –economía, política y cultura; socialismo, liberalismo y conservadurismo- respondía tanto a la formación sociológica de este intelectual público, como a su propia biografía teórica e política. Biografía oscilante que, sin embargo, no careció de coherencia.
Bell se formó en la Universidad de Columbia, en Nueva York, a fines de los 40 y principios de los 50, en una época marcada aún por el keynesianismo y por la breve sensación de entendimiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética que acompañó el fin de la Segunda Guerra Mundial. De aquella etapa datan sus intensas lecturas de Marx y Stuart Mill, en un intento similar al del británico Harold Laski y otros “liberals” norteamericanos, de conciliar marxismo y liberalismo, en una suerte de versión de la socialdemocracia para Estados Unidos.
La primera década de la Guerra Fría y el ascenso del macarthysmo en Estados Unidos dejaron sus huellas en el pensamiento de Bell. Su temprano libro, El fin de las ideologías (1960), ya se internaba en una visión triunfal del capitalismo –precursora, en buena medida, de las que se propagarían luego de la caída del Muro de Berlín- que en aquella época de gran confrontación entre los dos polos buscaba, además de la constatación del despegue de la sociedad de consumo en Occidente, un rebajamiento de la alternativa política de la socialdemocracia y una subestimación del reto que entonces representaban para Occidente la Unión Soviética, China y los movimientos nacionalistas y descolonizadores del Tercer Mundo.
La gran efervescencia política de los 60 fue vista, de algún modo, como una refutación de la tesis de Bell. Sin embargo, tras la caída del Muro Berlín, muchos pensadores de menor rango como Francis Fukuyama, Alvin Toffler o Samuel P. Huntington, retomaron aquel vislumbre de Bell y lo naturalizaron en el debate intelectual. La visión de Bell, aún en plena Guerra Fría, no carecía de sentido, ya que lo que postulaba era que en la sociedad postindustrial, con una expansiva economía de servicios y una revolución tecnológica en la información y en la comunicación, la ideología mudaba de forma: pasada de ser un asunto doctrinal para convertirse en un discurso simbólico.
Esta idea reaparece en otros dos libros suyos: El advenimiento de la sociedad postindustrial (1973), que también sirvió de plataforma a economistas y sociólogos de todas las ideologías –a Alain Touraine, por ejemplo- y su magistral ensayo -el más leído, tal vez, en Hispanoamérica, Las contradicciones culturales del capitalismo (1976), que admiró mucho Octavio Paz- en el que ya asomaba la veta conservadora y moralizante de Bell en la cultura. Sin embargo, el centro de la argumentación, en estos tres libros, se encuentra ya desde el primero: lo que se entendió como ideología desde fines del siglo XVIII dejó de serlo con la Guerra Fría.
Para muchos resultará paradójica la idea, ya que la Guerra Fría fue, precisamente, un momento de encarnizada polarización ideológica. Pero Bell no dejaba de tener razón al advertir las crecientes confluencias y mestizajes que, desde aquellas décadas, experimentaban el liberalismo, el conservadurismo y la socialdemocracia. Al colocarse en esa perspectiva postdoctrinal, no le resultó difícil, entonces, incorporar elementos socialistas a su idea de la economía –en realidad, siempre fue keynesiano-, mantener el liberalismo en política –que en su caso significaba rechazar la paranoia macarthysta- y dotar su idea de la cultura de una rectitud e, incluso, una vigilancia moral, que lo afilió al conservadurismo y a la nueva derecha norteamericana de la época de Ronald Reagan.
Libros del crepúsculo
sábado, 29 de enero de 2011
viernes, 28 de enero de 2011
Dedicatorias
El joven estudioso cubano Amauri Gutiérrez Coto, que ya comentamos aquí a propósito de la edición, en la sevillana editorial Renacimiento, de una polémica entre Juan Marinello y Gastón Baquero en los años 40, ha compilado, para la editorial Oriente, en Santiago de Cuba, la correspondencia entre José Lezama Lima, Medardo Vitier, Cintio Vitier y Fina García Marruz (en la foto). Se trata, como era de esperarse, de un epistolario delicioso, lleno de ideas e intuiciones.
El libro de se titula La amistad que se prueba. Cartas cruzadas (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010) y me detengo en las dedicatorias con que unos y otros regalaban sus libros. Podría reconstruirse la amistad de cuarenta años que hubo entre Lezama y los Vitier por medio de esas dedicatorias. Al principio, son demasiado formales, distantes, aunque también coquetas. Lezama, por ejemplo, envía a las hermanas García Marruz un ejemplar de Muerte de Narciso (1937) con estas palabras:
“Para Bella y Fina García Marruz,
conociéndolas sin conocerlas
y deseoso de su conocimiento y amistad”.
La primera dedicatoria de “Cynthio Vitier” –así escribía entonces su nombre- es de 1938 y acompañaba un ejemplar de su primer cuaderno, Poemas (1938):
“Para el Sr. José Lezama Lima,
inefable autor
de “Muerte de Narciso",
con la profunda admiración de
Cynthio Vitier,
Respetuosamente.
Ya en 1943, con el envío de Sedienta cita (1943), hay más confianza:
“Para José Lezama Lima, en
la marea de su fastuoso imperio,
con la creciente admiración y alegría
por su Obra, de Cintio Vitier”.
A partir de entonces las dedicatorias, sobre todo las de Vitier y García Marruz a Lezama, van ganando en elocuencia. La de Caprichos y homenajes (1947) dice:
“Para José Lezama Lima,
que está, como revelación y alimento,
en la fábula de mi vida”.
La de Transfiguración de Jesús del Monte (1947), de Fina García Marruz:
“Para José Lezama Lima, por esos preciados
instantes en que su altivez, en una forma
mucho más rápida de lo que lo haría su consentimiento,
nos acompaña y nos conmueve”.
Y así y así, hasta llegar a la inserción de poemas enteros en las dedicatorias, como se estilaba, todavía, a principios del siglo XX. Lezama, sobre todo, hizo de los apuntes en las páginas iniciales de los libros que regalaba todo un género poético. En las Navidades de 1952, regaló la Obra poética de Alfonso Reyes con este poema-dedicatoria en que agradecía, a su vez, la traducción que Vitier hizo de Mallarmé:
“¿Quién podría traducir
a Estéfano Mallarmé
mejor, sin ser un mentir,
¡ni pensar! que Cintio Vitier.
El gozo de contracifra y
la templada reforma, verso
que va hors la loi si
luz de un punto diverso,
el logos casi, oscurecido,
y el arpón con su sentido”.
Y en el verano del 53, le estampa otro poema a Vitier y García Marruz, en la primera página de Analecta del reloj:
"Para Fina y Cintio Vitier:
Lápiz a su nube
di, prosigue.
Borra lo que sigue
tacha lo que sube
al cuarto inclinado
acecho de alfil,
infante enjaulado,
Seda de Boabdil,
luna semiandante
¿ijar o turbante?
Riscos, aquí caracola.
Dice más la suerte,
herida de muerte:
ópalo, batahola".
El libro de se titula La amistad que se prueba. Cartas cruzadas (Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 2010) y me detengo en las dedicatorias con que unos y otros regalaban sus libros. Podría reconstruirse la amistad de cuarenta años que hubo entre Lezama y los Vitier por medio de esas dedicatorias. Al principio, son demasiado formales, distantes, aunque también coquetas. Lezama, por ejemplo, envía a las hermanas García Marruz un ejemplar de Muerte de Narciso (1937) con estas palabras:
“Para Bella y Fina García Marruz,
conociéndolas sin conocerlas
y deseoso de su conocimiento y amistad”.
La primera dedicatoria de “Cynthio Vitier” –así escribía entonces su nombre- es de 1938 y acompañaba un ejemplar de su primer cuaderno, Poemas (1938):
“Para el Sr. José Lezama Lima,
inefable autor
de “Muerte de Narciso",
con la profunda admiración de
Cynthio Vitier,
Respetuosamente.
Ya en 1943, con el envío de Sedienta cita (1943), hay más confianza:
“Para José Lezama Lima, en
la marea de su fastuoso imperio,
con la creciente admiración y alegría
por su Obra, de Cintio Vitier”.
A partir de entonces las dedicatorias, sobre todo las de Vitier y García Marruz a Lezama, van ganando en elocuencia. La de Caprichos y homenajes (1947) dice:
“Para José Lezama Lima,
que está, como revelación y alimento,
en la fábula de mi vida”.
La de Transfiguración de Jesús del Monte (1947), de Fina García Marruz:
“Para José Lezama Lima, por esos preciados
instantes en que su altivez, en una forma
mucho más rápida de lo que lo haría su consentimiento,
nos acompaña y nos conmueve”.
Y así y así, hasta llegar a la inserción de poemas enteros en las dedicatorias, como se estilaba, todavía, a principios del siglo XX. Lezama, sobre todo, hizo de los apuntes en las páginas iniciales de los libros que regalaba todo un género poético. En las Navidades de 1952, regaló la Obra poética de Alfonso Reyes con este poema-dedicatoria en que agradecía, a su vez, la traducción que Vitier hizo de Mallarmé:
“¿Quién podría traducir
a Estéfano Mallarmé
mejor, sin ser un mentir,
¡ni pensar! que Cintio Vitier.
El gozo de contracifra y
la templada reforma, verso
que va hors la loi si
luz de un punto diverso,
el logos casi, oscurecido,
y el arpón con su sentido”.
Y en el verano del 53, le estampa otro poema a Vitier y García Marruz, en la primera página de Analecta del reloj:
"Para Fina y Cintio Vitier:
Lápiz a su nube
di, prosigue.
Borra lo que sigue
tacha lo que sube
al cuarto inclinado
acecho de alfil,
infante enjaulado,
Seda de Boabdil,
luna semiandante
¿ijar o turbante?
Riscos, aquí caracola.
Dice más la suerte,
herida de muerte:
ópalo, batahola".
miércoles, 26 de enero de 2011
La noble democracia de Rubén Martínez Villena
En su apresuramiento por llegar al pasaje en que pedía una “carga para matar bribones”, los ideólogos y los burócratas no leen los primeros versos del "Mensaje lírico civil" (1923) de Rubén Martínez Villena, el conocido poema dedicado al poeta peruano, José Torres Vidaurre (1901-1979). Este último, descendiente de un viejo linaje republicano andino, al que perteneció el gran pensador limeño, Manuel Lorenzo de Vidaurre, había pasado una temporada en La Habana, donde colaboró en la revista Social y comenzó la redacción de algunos de los poemas que conformarían su Romancero criollo (1935), suerte de ejercicio lorquiano desde los Andes.
En Madrid y en París, durante los años 20, Torres Vidaurre entró en contacto con Juan Ramón Jiménez y, por supuesto, con Lorca, pero también con la poesía suramericana de vanguardia, especialmente con su compatriota César Vallejo y con el chileno Vicente Huidobro. Pero la poesía y la prosa de Torres Vidaurre se mantuvieron fieles a aquella adaptación criolla del romance lorquiano, que comenzó a experimentar desde que, en la Habana, colaboraba para la revista dirigida por Emilio Roig de Leuchsenring.
Martínez Villena, que conoció a Torres Vidaurre durante la estancia habanera de este, le envía el "Mensaje lírico civil", como una suerte de epístola versificada en la que narra la compra del Convento de Santa Clara por el gobierno de Alfredo Zayas. El Estado, según Martínez Villena, era un “comerciante necio”, que en un acto de corrupción había tratado de comprar el edificio “al triple del verdadero precio”, lo que provocó una movilización pacífica de un grupo de intelectuales, conocida como “La protesta de los 13”, además de una demanda judicial, que lo llevó a la cárcel, desde donde escribió el citado poema.
Cuando Martínez Villena escribió el "Mensaje lírico civil" no era todavía comunista y, de hecho, el partido de cuyo Comité Central sería miembro aún no había sido fundado. Desde una perspectiva doctrinal de la política, las acciones contra el gobierno de Zayas que emprendía el joven abogado se apegaban a la Constitución de 1901, que era respetada y admirada por su mentor, Fernando Ortiz, en cuyo bufete trabajaba desde que se graduó de Derecho en La Universidad de la Habana, en 1922. Tal vez esa ideología originalmente republicana de Martínez Villena explique estos versos que burócratas e ideólogos no citan:
“Tenemos el destino en nuestra propias manos
y es lo triste que somos nosotros, los cubanos,
quienes conseguiremos la probable desgracia,
adulterando, infames, la noble Democracia...”
En Madrid y en París, durante los años 20, Torres Vidaurre entró en contacto con Juan Ramón Jiménez y, por supuesto, con Lorca, pero también con la poesía suramericana de vanguardia, especialmente con su compatriota César Vallejo y con el chileno Vicente Huidobro. Pero la poesía y la prosa de Torres Vidaurre se mantuvieron fieles a aquella adaptación criolla del romance lorquiano, que comenzó a experimentar desde que, en la Habana, colaboraba para la revista dirigida por Emilio Roig de Leuchsenring.
Martínez Villena, que conoció a Torres Vidaurre durante la estancia habanera de este, le envía el "Mensaje lírico civil", como una suerte de epístola versificada en la que narra la compra del Convento de Santa Clara por el gobierno de Alfredo Zayas. El Estado, según Martínez Villena, era un “comerciante necio”, que en un acto de corrupción había tratado de comprar el edificio “al triple del verdadero precio”, lo que provocó una movilización pacífica de un grupo de intelectuales, conocida como “La protesta de los 13”, además de una demanda judicial, que lo llevó a la cárcel, desde donde escribió el citado poema.
Cuando Martínez Villena escribió el "Mensaje lírico civil" no era todavía comunista y, de hecho, el partido de cuyo Comité Central sería miembro aún no había sido fundado. Desde una perspectiva doctrinal de la política, las acciones contra el gobierno de Zayas que emprendía el joven abogado se apegaban a la Constitución de 1901, que era respetada y admirada por su mentor, Fernando Ortiz, en cuyo bufete trabajaba desde que se graduó de Derecho en La Universidad de la Habana, en 1922. Tal vez esa ideología originalmente republicana de Martínez Villena explique estos versos que burócratas e ideólogos no citan:
“Tenemos el destino en nuestra propias manos
y es lo triste que somos nosotros, los cubanos,
quienes conseguiremos la probable desgracia,
adulterando, infames, la noble Democracia...”
domingo, 23 de enero de 2011
El totalitarismo como pasado presente
La Jornada Semanal, suplemento cultural del periódico mexicano La Jornada, ha dedicado su portada de este domingo al gran pensador político francés, Claude Lefort, fallecido el año pasado en París. Como bien dice Sergio Ortiz Leroux en su merecido homenaje, la obra de Lefort, así como la de Cornelius Castoriadis, identifica a toda una zona del marxismo libertario del 68 francés –ambos fueron los editores de la célebre revista Socialisme ou Barbarie- que desembocó, tras la caída del Muro de Berlín y la desaparición de la URSS y el campo socialista, en la importante corriente neomarxista de las dos últimas décadas.
Además de una suerte de mestizaje doctrinal, que le permitió leer con provecho a viejos antiabsolutistas o republicanos como Étienne de la Boétie y Nicolás Maquiavelo o a liberales decimonónicos como Constant y Tocqueville, Lefort compartió con la mayoría de los postestructuralistas de su generación un interés por los procesos simbólicos de la política que le facilitó la ruptura con viejas concepciones “superestructurales” del marxismo dogmático y con sus instrumentaciones políticas en el socialismo real.
Curiosamente, fue esa inversión del enfoque, esa colocación de los símbolos en el centro, y no en la periferia de los fenómenos políticos, la que lo llevó a la inquietante conclusión, magistralmente expuesta en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político (Barcelona, Anthropos, 2004), de que el totalitarismo, ese fenómeno distintivo del siglo XX, no es un asunto del pasado o una tara que gravita sutilmente sobre el presente de la humanidad. El totalitarismo, pensaba Lefort, es todavía una posibilidad, una realidad, de hecho, en algunos países del mundo –Lefort era muy crítico, por ejemplo, con el comunismo chino- y un elemento constitutivo de algunos aspectos del funcionamiento democrático.
Cualquier proyecto de acoplamiento de la sociedad civil con la sociedad política –sea el estalinismo, el nazismo o la tendencia homogeneizadora de los medios de comunicación en las democracias actuales- supone una incorporación de elementos totalitarios. El deslinde entre sociedad civil y sociedad política, entre ciudadanía y Estado, es, por tanto, para Lefort, garantía de preservación de la democracia. Pero ese deslinde, agrega, debe mantenerse sin propiciar la despolitización de la sociedad, que es uno de sus frecuentes efectos perversos. El deslinde entre ciudadanía y Estado es, además, la única forma de evitar que “lo instituido” subordine a “lo instituyente” en la vida política de cualquier país.
Ortiz Leroux encuentra la clave del pensamiento político de Lefort en el desplazamiento del referente marxista al maquiavélico, que expone su última obra, Maquiavelo. Lecturas de lo político (Madrid, Trotta, 2010), y que reseña Jesús Silva Herzog Márquez en el Nexos de enero:
“Lefort encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo una veta muy fértil para repensar el sentido instituyente de lo político moderno. En la filosofía política del escritor y político florentino, identifica un amor a la libertad y un rechazo a la dominación, que no aparecen en la ciencia política del marxismo, que reduce toda idea de libertad a un hecho positivo, empírico o a una ideología que encubre la práctica de la clase dominante. A diferencia de Karl Marx, Maquiavelo reconoce la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como algo insuperable. Frente a la dialéctica de la necesidad, el escritor florentino antepondrá la contingencia de los deseos humanos de la sociedad política. A partir de esa contingencia, Maquiavelo desarrolla una nueva teoría de lo político que tiene como punto de partida una elaboración singular de la división entre sociedad civil y Estado, esto es, del modo como se constituye una sociedad política”.
Además de una suerte de mestizaje doctrinal, que le permitió leer con provecho a viejos antiabsolutistas o republicanos como Étienne de la Boétie y Nicolás Maquiavelo o a liberales decimonónicos como Constant y Tocqueville, Lefort compartió con la mayoría de los postestructuralistas de su generación un interés por los procesos simbólicos de la política que le facilitó la ruptura con viejas concepciones “superestructurales” del marxismo dogmático y con sus instrumentaciones políticas en el socialismo real.
Curiosamente, fue esa inversión del enfoque, esa colocación de los símbolos en el centro, y no en la periferia de los fenómenos políticos, la que lo llevó a la inquietante conclusión, magistralmente expuesta en La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político (Barcelona, Anthropos, 2004), de que el totalitarismo, ese fenómeno distintivo del siglo XX, no es un asunto del pasado o una tara que gravita sutilmente sobre el presente de la humanidad. El totalitarismo, pensaba Lefort, es todavía una posibilidad, una realidad, de hecho, en algunos países del mundo –Lefort era muy crítico, por ejemplo, con el comunismo chino- y un elemento constitutivo de algunos aspectos del funcionamiento democrático.
Cualquier proyecto de acoplamiento de la sociedad civil con la sociedad política –sea el estalinismo, el nazismo o la tendencia homogeneizadora de los medios de comunicación en las democracias actuales- supone una incorporación de elementos totalitarios. El deslinde entre sociedad civil y sociedad política, entre ciudadanía y Estado, es, por tanto, para Lefort, garantía de preservación de la democracia. Pero ese deslinde, agrega, debe mantenerse sin propiciar la despolitización de la sociedad, que es uno de sus frecuentes efectos perversos. El deslinde entre ciudadanía y Estado es, además, la única forma de evitar que “lo instituido” subordine a “lo instituyente” en la vida política de cualquier país.
Ortiz Leroux encuentra la clave del pensamiento político de Lefort en el desplazamiento del referente marxista al maquiavélico, que expone su última obra, Maquiavelo. Lecturas de lo político (Madrid, Trotta, 2010), y que reseña Jesús Silva Herzog Márquez en el Nexos de enero:
“Lefort encuentra en la obra de Nicolás Maquiavelo una veta muy fértil para repensar el sentido instituyente de lo político moderno. En la filosofía política del escritor y político florentino, identifica un amor a la libertad y un rechazo a la dominación, que no aparecen en la ciencia política del marxismo, que reduce toda idea de libertad a un hecho positivo, empírico o a una ideología que encubre la práctica de la clase dominante. A diferencia de Karl Marx, Maquiavelo reconoce la división social como constitutiva de la sociedad política y, por tanto, como algo insuperable. Frente a la dialéctica de la necesidad, el escritor florentino antepondrá la contingencia de los deseos humanos de la sociedad política. A partir de esa contingencia, Maquiavelo desarrolla una nueva teoría de lo político que tiene como punto de partida una elaboración singular de la división entre sociedad civil y Estado, esto es, del modo como se constituye una sociedad política”.
jueves, 20 de enero de 2011
Guiteras en Chiapas
Es frustrante no saber más sobre Calixta Guiteras Holmes (1905-1988), la hermana de Antonio Guiteras, el líder socialista y revolucionario cubano de los años 20 y 30. Por las varias buenas biografías de Guiteras que existen –la de Tabares del Real, la de Olga Cabrera, la de Paco Ignacio Taibo II- sabemos que Calixta, como sus hermanos, Antonio y Margarita, nació en Bala Cynwood (Filadelfia), en 1905, y que se trasladó con su familia a Vueltabajo, cuando al padre, Calixto Guiteras Gener, un exiliado de fines del XIX que había colaborado con el Partido Revolucionario Cubano, le ofrecieron un puesto como profesor del Instituto de Segunda Enseñanza de Pinar del Río.
En un reportaje sobre la familia Guiteras-Holmes que apareció en la prensa pinareña, a principios de los 20, se publicaron varias fotos de los tres hermanos, Calixta, Antonio y Margarita. Calixta, la mayor, parece ser la que está parada detrás del padre, a la derecha de Antonio, mientras que Margarita, que entonces tendría poco más de diez años, está parada entre los padres. El vestido, el peinado y los sombreros de Calixta se parecen a los de las mujeres vanguardistas y sufragistas de cualquier capital occidental, aunque anduviera a caballo y no en un Ford de los años 20
También sabemos que Calixta estudió en la Universidad de La Habana, que se involucró en la oposición a la dictadura de Gerardo Machado y que perteneció al primer Directorio Estudiantil Revolucionario. A diferencia de su hermano, Antonio, quien estudió Farmacia, Calixta se graduó de Filosofía a principios de los 30 y tras la muerte de su hermano, en 1935, se exilió en México. En la página electrónica Cubaliteraria, Calixta Guiteras aparece como “poeta”, pero en la bibliografía al pie no se menciona ningún cuaderno de poemas.
Por un artículo curioso del etnólogo mexicano José Antonio Aparicio, nos enteramos de que Guiteras cursó Antropología desde 1938 en el Departamento de Antropología del Instituto Politécnico Nacional, creado por el presidente Lázaro Cárdenas, y que cuatro años más tarde, en 1942, cuando se fundó la Escuela Nacional de Antropología e Historia, concluyó sus estudios en esta institución.
Desde fines de aquella década, Guiteras comenzó a estudiar las comunidades indígenas de los Altos Chiapas, como parte del proyecto dirigido por Sol Tax, antropólogo de la Universidad de Chicago. Algunos de sus primeros estudios, como Clanes y sistema de parentesco de Cancuc (1947), Organización social de tzeltales y tzotziles (1948) y Sistemas de parentesco huasteco (1948), fueron folletos que resumían los hallazgos de aquellas investigaciones y que la consolidaron como profesora de Etnología, Antropología y Cultura Maya en la ENAH, la UNAM y la Universidad de Mérida.
En 1952, luego de la publicación de su primer libro, Sayula, un raro estudio de antropología cultural sobre ese pueblo del sur de Jalisco, otro antropólogo de Chicago, Robert Redfield, invitó a Guiteras a formar parte de un nuevo proyecto de investigación en San Pedro Chenalhó, en los Altos de Chiapas, que sería financiado por la Fundación Ford. A partir de la sugerencia de Redfield, Guiteras decidió entonces iniciar el estudio de la “visión del mundo” de las comunidades indígenas chiapanecas.
Primero pensó en Cancuc, el pueblo tzeltal que ya había estudiado en los 40, pero luego optó, ya no por una comunidad, sino por un individuo: Manuel Arias Sojom, indígena tzotzil de San Pedro Chenalhó. Entre 1952 y 1956, Calixta Guiteras, becaria por entonces de la Universidad de Chicago y la Fundación Ford, viajó regularmente a los Altos de Chiapas a entrevistar a Arias. Resultado de aquel diálogo fue el espléndido libro Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil (1965), que se editó, primero en inglés, y luego en castellano por el Fondo de Cultura Económica.
El título, que provenía de uno de los capítulos de La rama dorada de James George Frazer, aludía tanto a la visión amenazante del mundo que tenían los tzotziles como a los riesgos de una identidad demasiado autoconsciente, esto es, al grado de exposición al que puede conducir una idea del “alma como maniquí”. En un interesante epílogo a la obra, escrito por Sol Tax, se compilaron las cartas entre Calixta y Redfield, mientras la primera realizaba su investigación, y no es imposible detectar en las mismas una tensión entre enfoques funcionalistas y postfuncionalistas. A ambos antropólogos les interesaba tanto la visión que Arias tenía de la naturaleza, Dios, la tierra, la sociedad o el Estado, como su propia experiencia de sujeto “estudiado” o el rol del antropólogo en la misma.
El lugar de Calixta Guiteras Holmes en la antropología mexicana está muy bien establecido. Pero, ¿por qué parecen tan débiles sus conexiones con la antropología cubana, si Guiteras regresó a Cuba principios de los 60 y allí murió en 1988? ¿Sólo porque su objeto de estudio fueron las comunidades del Sudeste mexicano y no la cultura afrocubana? Es lógico que para su trabajo fuera más importante la referencia de Manuel Gamio que la de Fernando Ortiz. ¿Pero no es acaso su ejercicio con Arias Sojom un antecedente bastante inmediato de Biografía de un cimarrón (1968) de Miguel Barnet?
En un reportaje sobre la familia Guiteras-Holmes que apareció en la prensa pinareña, a principios de los 20, se publicaron varias fotos de los tres hermanos, Calixta, Antonio y Margarita. Calixta, la mayor, parece ser la que está parada detrás del padre, a la derecha de Antonio, mientras que Margarita, que entonces tendría poco más de diez años, está parada entre los padres. El vestido, el peinado y los sombreros de Calixta se parecen a los de las mujeres vanguardistas y sufragistas de cualquier capital occidental, aunque anduviera a caballo y no en un Ford de los años 20
También sabemos que Calixta estudió en la Universidad de La Habana, que se involucró en la oposición a la dictadura de Gerardo Machado y que perteneció al primer Directorio Estudiantil Revolucionario. A diferencia de su hermano, Antonio, quien estudió Farmacia, Calixta se graduó de Filosofía a principios de los 30 y tras la muerte de su hermano, en 1935, se exilió en México. En la página electrónica Cubaliteraria, Calixta Guiteras aparece como “poeta”, pero en la bibliografía al pie no se menciona ningún cuaderno de poemas.
Por un artículo curioso del etnólogo mexicano José Antonio Aparicio, nos enteramos de que Guiteras cursó Antropología desde 1938 en el Departamento de Antropología del Instituto Politécnico Nacional, creado por el presidente Lázaro Cárdenas, y que cuatro años más tarde, en 1942, cuando se fundó la Escuela Nacional de Antropología e Historia, concluyó sus estudios en esta institución.
Desde fines de aquella década, Guiteras comenzó a estudiar las comunidades indígenas de los Altos Chiapas, como parte del proyecto dirigido por Sol Tax, antropólogo de la Universidad de Chicago. Algunos de sus primeros estudios, como Clanes y sistema de parentesco de Cancuc (1947), Organización social de tzeltales y tzotziles (1948) y Sistemas de parentesco huasteco (1948), fueron folletos que resumían los hallazgos de aquellas investigaciones y que la consolidaron como profesora de Etnología, Antropología y Cultura Maya en la ENAH, la UNAM y la Universidad de Mérida.
En 1952, luego de la publicación de su primer libro, Sayula, un raro estudio de antropología cultural sobre ese pueblo del sur de Jalisco, otro antropólogo de Chicago, Robert Redfield, invitó a Guiteras a formar parte de un nuevo proyecto de investigación en San Pedro Chenalhó, en los Altos de Chiapas, que sería financiado por la Fundación Ford. A partir de la sugerencia de Redfield, Guiteras decidió entonces iniciar el estudio de la “visión del mundo” de las comunidades indígenas chiapanecas.
Primero pensó en Cancuc, el pueblo tzeltal que ya había estudiado en los 40, pero luego optó, ya no por una comunidad, sino por un individuo: Manuel Arias Sojom, indígena tzotzil de San Pedro Chenalhó. Entre 1952 y 1956, Calixta Guiteras, becaria por entonces de la Universidad de Chicago y la Fundación Ford, viajó regularmente a los Altos de Chiapas a entrevistar a Arias. Resultado de aquel diálogo fue el espléndido libro Los peligros del alma. Visión del mundo de un tzotzil (1965), que se editó, primero en inglés, y luego en castellano por el Fondo de Cultura Económica.
El título, que provenía de uno de los capítulos de La rama dorada de James George Frazer, aludía tanto a la visión amenazante del mundo que tenían los tzotziles como a los riesgos de una identidad demasiado autoconsciente, esto es, al grado de exposición al que puede conducir una idea del “alma como maniquí”. En un interesante epílogo a la obra, escrito por Sol Tax, se compilaron las cartas entre Calixta y Redfield, mientras la primera realizaba su investigación, y no es imposible detectar en las mismas una tensión entre enfoques funcionalistas y postfuncionalistas. A ambos antropólogos les interesaba tanto la visión que Arias tenía de la naturaleza, Dios, la tierra, la sociedad o el Estado, como su propia experiencia de sujeto “estudiado” o el rol del antropólogo en la misma.
El lugar de Calixta Guiteras Holmes en la antropología mexicana está muy bien establecido. Pero, ¿por qué parecen tan débiles sus conexiones con la antropología cubana, si Guiteras regresó a Cuba principios de los 60 y allí murió en 1988? ¿Sólo porque su objeto de estudio fueron las comunidades del Sudeste mexicano y no la cultura afrocubana? Es lógico que para su trabajo fuera más importante la referencia de Manuel Gamio que la de Fernando Ortiz. ¿Pero no es acaso su ejercicio con Arias Sojom un antecedente bastante inmediato de Biografía de un cimarrón (1968) de Miguel Barnet?
jueves, 13 de enero de 2011
Johnson, escritor político
Siempre que escucho o leo a algún burócrata o ideólogo quejarse de la “politización de la literatura” recuerdo al doctor Johnson. Los burócratas y los ideólogos se quejan siempre de la interferencia de la política en la literatura porque no comprenden dos cosas: que no hay nada más político que la literatura y que no hay nada más literario que la política. Sólo los buenos políticos y los buenos escritores entienden esto último.
Samuel Johnson (1709-1784) fue uno de los que comprendió las relaciones entre literatura y política. A Johnson se le conoce, sobre todo, por su célebre A Dictionary of the English Language, por su novela histórica La historia de Rásselas, príncipe de Abisinia (1759), por su no menos célebre Vida de los poetas ingleses (1781), texto fundacional de la crítica literaria anglosajona, y, sobre todo, por la extraordinaria biografía que de él hiciera James Boswell.
Aunque Johnson nunca hizo carrera política en Gran Bretaña, siempre escribió sobre la política de su país. Otra confusión común de burócratas e ideólogos es que quien escribe de política desea ocupar un cargo público. Pues el doctor Johnson es la mejor refutación de ese prejuicio, como puede comprobarse en la maravillosa compilación de sus Escritos políticos, que hace poco publicó la editorial Katz, en Buenos Aires.
Escribió Johnson sobre todas las políticas, desde la económica y la agraria hasta la cultural y la literaria, como se lee en sus escritos a favor de la libre concesión de licencias teatrales o en su paralelo entre las costumbres chinas e inglesas. Escribió mucho y siempre sobre política Johnson, entre 1738 y 1775. Ya anciano escribía sobre los precios del trigo, los impuestos, el ritual de la coronación, la condición del soldado raso en el ejército británico o la independencia de las Trece Colonias americanas, a la que se opuso.
Siempre que escribió sobre política, Johnson se cuidó de reparar en los elementos lingüísticos y literarios que signaban esa actividad, aunque los mismos políticos no fueran propiamente letrados. El habla y los libros eran, según Johnson, dos piezas claves de actividad pública por lo que tanto el lenguaje como los relatos de los políticos debían ser estudiados para comprender la razón de Estado. “Observaciones sobre el proyecto de ley de la milicia” (1756), arrancaba así:
“Una milicia nacional ha sido el clamor de todos los patriotas desde la Revolución, escribe el más famoso de los milicianos, el capitán Edward Gibbon. Las actitudes contrastantes, en los países de habla inglesa, hacia el soldado no profesional y el profesional, hacia la idea de confiar la defensa nacional, por un lado, a un ejército regular, permanente y de tiempo completo, y por el otro a la ciudadanía general del país, que seguiría atendiendo a sus ocupaciones pero se prepararía en los oficios militares durante su tiempo libre, tiene una larga historia”.
Samuel Johnson (1709-1784) fue uno de los que comprendió las relaciones entre literatura y política. A Johnson se le conoce, sobre todo, por su célebre A Dictionary of the English Language, por su novela histórica La historia de Rásselas, príncipe de Abisinia (1759), por su no menos célebre Vida de los poetas ingleses (1781), texto fundacional de la crítica literaria anglosajona, y, sobre todo, por la extraordinaria biografía que de él hiciera James Boswell.
Aunque Johnson nunca hizo carrera política en Gran Bretaña, siempre escribió sobre la política de su país. Otra confusión común de burócratas e ideólogos es que quien escribe de política desea ocupar un cargo público. Pues el doctor Johnson es la mejor refutación de ese prejuicio, como puede comprobarse en la maravillosa compilación de sus Escritos políticos, que hace poco publicó la editorial Katz, en Buenos Aires.
Escribió Johnson sobre todas las políticas, desde la económica y la agraria hasta la cultural y la literaria, como se lee en sus escritos a favor de la libre concesión de licencias teatrales o en su paralelo entre las costumbres chinas e inglesas. Escribió mucho y siempre sobre política Johnson, entre 1738 y 1775. Ya anciano escribía sobre los precios del trigo, los impuestos, el ritual de la coronación, la condición del soldado raso en el ejército británico o la independencia de las Trece Colonias americanas, a la que se opuso.
Siempre que escribió sobre política, Johnson se cuidó de reparar en los elementos lingüísticos y literarios que signaban esa actividad, aunque los mismos políticos no fueran propiamente letrados. El habla y los libros eran, según Johnson, dos piezas claves de actividad pública por lo que tanto el lenguaje como los relatos de los políticos debían ser estudiados para comprender la razón de Estado. “Observaciones sobre el proyecto de ley de la milicia” (1756), arrancaba así:
“Una milicia nacional ha sido el clamor de todos los patriotas desde la Revolución, escribe el más famoso de los milicianos, el capitán Edward Gibbon. Las actitudes contrastantes, en los países de habla inglesa, hacia el soldado no profesional y el profesional, hacia la idea de confiar la defensa nacional, por un lado, a un ejército regular, permanente y de tiempo completo, y por el otro a la ciudadanía general del país, que seguiría atendiendo a sus ocupaciones pero se prepararía en los oficios militares durante su tiempo libre, tiene una larga historia”.
martes, 11 de enero de 2011
Fantasmas de Antón Arrufat
Además de creador de una obra refinada, multifacética y, a la vez, leal a sí misma, el narrador, dramaturgo, poeta y ensayista Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 1935) es uno de los mejores conocedores de la historia de la literatura cubana de los dos últimos siglos. Un conocedor gremial, por decirlo así, nada académico o profesoral, que ha sabido establecer una relación de tú a tú con antepasados tan míticos como Gertrudis Gómez de Avellaneda y José María Heredia, Julián del Casal y Ramón Meza, Calvert Casey y José Lezama Lima.
Cuando se leen algunos de los muchos ensayos sobre literatura cubana -por ejemplo, los reunidos en El hombre discursivo (2005)- de Arrufat, uno se pregunta cómo pudo sobrevivir esa idea de la literatura a la doble presión del marxismo-leninismo y el nacionalismo revolucionario, que durante décadas hegemonizaron los discursos críticos en la isla. No hay más remedio que asociar esa defensa del arte de la escritura como oficio y forma de vida con el magisterio y la amistad de Virgilio Piñera.
Arrufat heredó de su maestro la idea, muy romántica por cierto, de la crítica literaria como retrato familiar de grandes escritores del pasado. Pero también heredó de Piñera una especial admiración por los escritores “concentrados”, es decir, por aquellos artistas de la literatura resueltos a defender la autonomía de su arte, frente a la ideología, la religión o la moral. De ahí que tanto en Arrufat, como antes en Piñera, aparezca siempre el impulso arqueológico de reescribir la historia de la literatura cubana, rescatando del olvido a raros o incomprendidos.
A fines del año pasado, Arrufat inició un ciclo de conferencias, en la Fundación Alejo Carpentier de La Habana, que busca juntar semblanzas de escritores olvidados del periodo republicano (1902-1958) de la historia de Cuba. El primero de esos fantasmas es Armando Leyva (Gibara, 1888-La Habana, 1942), pero esperemos que pronto aparezcan otros más. A los exiliados esas tramas espectrales nos resultan muy familiares, ya que, a nuestra manera, también somos fantasmas. Por eso agradezco a Antón la autorización para reproducir su primera conferencia, que encabezará un próximo volumen de relatos de Armando Leyva.
Un olvidado de la República: Armando Leyva
Antón Arrufat
Mientras escribía estas palabras, me sentí como un escritor del género fantástico, o al menos de lo insólito, que trata de corporizar en la pantalla de su monitor, uno de sus diversos fantasmas. En verdad eso era para mí y es para ustedes todavía, Armando Leyva, un fantasma, un fantasma completo. Con el hecho de escribir y luego leer lo escrito, asumí un compromiso doble. Por un lado, corporizar al fantasma, volverlo tangible, que ustedes lo sientan cerca por un instante, como hiciera H.G. Wells con el hombre invisible, y por el otro lado, no mentirles, decirles algo que a sabiendas no podrán rectificar ni debatir. Les confieso que me resulta sorprendente que ustedes hayan ocupado sus asientos y se dispongan a escuchar una especie de conferencia sobre un escritor del que nada saben a ciencia cierta, sin participar mentalmente en lo que digo, sin poder discutir lo que afirmo, aceptando convertirse de antemano en un oyente inerte. Ante esta disposición, quiero prometerles que este trabajo de investigación y rescate de un escritor no terminará aquí esta tarde. Los textos encontrados han empezado a digitalizarse con el fin de recogerlos posteriormente en un volumen, noventa años después de que él publicara su último libro. Cuando ese volumen se encuentre en las librerías podrán ustedes iniciar un diálogo con Leyva y con lo que voy a decirles sobre él y su obra. Así ha de convertirse esta conferencia, cuyo prefijo con indica entre dos al menos, en una singular conversación. Empiezo.
Durante muchos años, no menos de cincuenta, solamente conocí de Armando Leyva, “Un flirt extraño”. Lo encontré en la Antología del Cuento en Cuba que compilara Salvador Bueno en 1953, para celebrar el cincuentenario de la República. Que yo supiera, en ninguna antología anterior figuraban ni ese ni ningún otro cuento suyo. El nombre me sonó bien, me pareció eufónico. Armando Leyva, me dije complacido, a una edad en que los nombres atractivos se convierten en singular carta de presentación. El nombre más extenso que el apellido, o al revés, pero nunca con idéntica extensión, algo semejante a un ritmo y a una presencia armoniosa.
A un escritor mexicano y amigo, Juan José Arreola, le debo que no me resultaran indiferentes. Solía hablar de la belleza de ciertos nombres cubanos, Juan Clemente Zenea, José Jacinto Milanés. Armando Leyva -- largo, apellido breve--, cumplía con estos principios de conjunción musical.
Después de hojear la antología de Salvador Bueno me decidí a leerlo, lo hice de una manera completamente interesada: su cuento era uno de los más cortos, tres páginas en total. Por esa época, 1954, padecía una singular superstición, habitual en la gente joven, empezar por los textos más cortos y luego, como el que se encuentra saturado y ha adquirido fuerzas mediante la lectura, emprenderla con los largos, según hacíamos, por aquellos años, casi todos los muchachos.
Aquella lectura duraría alrededor de diez minutos. Un elemento peculiar encontré en aquel “flirt extraño”, que solía identificar con una palabra, ese “flirt” tenía encanto. Pregunté a varios amigos si habían leído algo más de Armando Leyva. No conocían ninguna otra cosa que aquel pequeño cuento-- al que su autor, después lo supe, no llamaba cuento sino “una crónica”-- y la mayoría de los amigos no le prestó la menor atención. Armando Leyva carecía de antecedentes, no era Alejo Carpentier o Lino Novás Calvo, de los cuales se hablaba, aunque tal vez no se les leyera, pero se hablaba de ellos, y la fuerza medíática del se dice creaba a su alrededor un humus, una valoración previa.
El silencio que rodea a un escritor, a su obra o ambos a la vez, es una de las consecuencias más inexorables del olvido. Armando Leyva y sus crónicas la padecían entonces, y han continuado padeciéndola hasta hoy. Creo que debo explicar mi displicencia, a la que alguien podría llamar con cierta pedantería “quietismo bibliográfico”. En general, al lector cubano de la década del cincuenta no le caían bien las Bibliotecas públicas. Entrar en aquellos recintos oscuros, buscar en los ficheros, llenar una boleta, esperar que bibliotecarios renqueando fueran en busca del libro y luego sentarse a leerlo, no eran acciones, y tal vez continúan siéndolo, muy de su agrado. Preferían, yo lo prefería también, recorrer las librerías --si eran de libros viejos mayor el gusto, incluso inquietante--, adquirir el libro y llevárselo a casa. Éramos lectores excesivamente domésticos o pantuflares. El término es un acierto de Miguel de Marcos, quien integra la nómina de nuestros escritores olvidados, en su caso, tal vez semi-olvidados. Esta conducta es un rasgo misterioso de nuestra sicología social, que no ha sido develado hasta el presente. Si a las bibliotecas públicas no fui a buscar nada, y durante esa época no supe si tendrían algún libro de Leyva, en las librerías tampoco busqué nada. Preguntar al librero por un autor que consideraría seguramente fantasmal, hubiera sido empresa inútil, humorística, incluso penosa. Sus libros hacía treinta años que habían dejado de imprimirse. En la nota de introducción a “Un flirt extraño”, aparecían las fechas y los lugares de publicación, 1910, 1911, 1915, Gibara, Banes, Puerto Padre, fechas y principalmente lugares demasiado distantes de cualquier librería de la Capital.
La ignorancia que rodeaba su nombre, el olvido, justificado o injustificado, en el que había caído, en el cual los otros tenían una parte de responsabilidad, y lo que aceptaré en llamar “quietismo bibliográfico”, no restaron ni un tanto del encantamiento que su cuento (o crónica) me produjera en el aquel instante en que lo leí.
Tanto es así que pasado más de medio siglo, en el mes de septiembre del 2010, hace dos meses solamente, ocurrió una coincidencia que podría calificarse, si ambos fuéramos chamánicos, de coincidencia mágica. Ocurrió durante una conversación con Graziella Pogolotti. Ella mencionó a Flora Díaz Parrado, una olvidada sobre la que acababa de escribir una corta semblanza que le habían pedido, y yo mencioné en seguida a Armando Leyva. Un autor que podía (o debía) pensar que ya había olvidado, reapareció mediante esos chispazos del recuerdo que Marcel Proust llamara la memoria involuntaria.
Parecía echar agua en la vasija japonesa –la referencia también figura en Proust--, donde numerosos pedacitos de papel en apariencia sin forma, al contacto del agua empiezan a colorearse, se estiran como si despertaran, y adquieren contornos definidos, se vuelven flores, se vuelven pájaros pequeños, frutas…Empezaron a aparecer numerosos nombres de escritores dados de baja por múltiples circunstancias y tal vez razones. Me referí entonces, en medio de aquella conversación en la que Graziella participaba con avidez creciente, me referí a una especie de melancólico listado que yo había ido confeccionando con los nombres de ignorados, desconocidos, desaparecidos, habitantes de una ciudad funeraria de palabras borradas, que nadie leía ni nadie mencionaba y que fueron conocidos y quizá importantes en su época, y de pronto cuando yo los veía en letra de imprenta, semejaban preguntarme “¿no sabes quién soy?” O más exacto y conmovedor, “¿no sabes quién fui?” Ellos aparecían en mis lecturas de literatura cubana, y yo iba anotando cada uno de sus nombres en ese inventario marginal.
Finalmente quedó integrado por más de cincuenta escritores, regido por un ordenamiento azaroso, que iniciaba Emilia Bernal, y aparecían después decenas de poetas, narradores y ensayistas. Sobre un papel amarillento y doblado estaban Alberto Lamar Schweyer, Miguel Ángel de la Torre, José de la Luz León, Marcelo Salinas, Mercedes Torrens, Francisco José Castellanos, Alberto Insúa y Eduardo Zamacois, Rafael Esténger y Ofelia Rodríguez Acosta, Loló de la Torriente, Emilio Gaspar Rodríguez, Rosa Hilda Zell y Fernando Llés, Orestes Ferrara, Ricardo Baeza, Federico Villoch, y muchos, muchos más.
Se entusiasmó Graziella Pogolotti con un proyecto, surgido allí mismo en aquel mediodía, y mencionamos la palabra Ciclo. Luego nos vimos de nuevo en la Fundación Alejo Carpentier, y ella agregó otros autores y Elizabeth Mirabal, que nos acompañaba, aunque muy joven, mencionó algunos que aumentaron nuestro catauro. Como Graziella Pogolotti nada deja en el aire, nada queda irresuelto, salí de allí comprometido, velozmente comprometido, para que en este lugar y en este día iniciáramos el rencuentro con algunos de aquellos olvidados de la cultura cubana.
Entré en la Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística con una libreta y un lápiz, galvanizado por esta pasión del rencuentro, impulsado por el recuerdo de una antigua lectura que había reaparecido para mi asombro, y anulando en parte “el quietismo bibliográfico”, llené las boletas y pedí los libros de Armando Leyva.
Ocupé una de las mesas de lectura y, mientras esperaba que llegaran los títulos que había pedido, todos los que bajo su nombre aparecían en el catálogo, comencé a escribir en mi libreta una nueva lista, pero esta vez sobre las causas del olvido de un autor literario. Aunque la sociología de la literatura y yo nunca mantuvimos estrechas ni cordiales relaciones, resultaba inevitable pensar en dichas causas. Empezaban a acumularse en mi mente y la mano, a medida que me asaltaban, hacía que el lápiz las trazara en la página. Escribí esas causas posibles con sencillez, con expresión sociológica rudimentaria. No pude evitar darles un título: “Quince razones para ser olvidado”. Más o menos fueron estas:
Cuando se produce un cambio ideológico o una revolución en los grupos de poder.
Cuando su estilo o su poética han envejecido sin remedio.
Cuando ningún crítico influyente se ocupa de su obra.
Cuando la institución literaria le retira su protección.
Cuando se queda en silencio y deja de producir
Cuando su influencia declina en los jóvenes.
Cuando su obra carece de valor trascendente.
Cuando se produce un cambio de sensibilidad, surge un movimiento o escuela que le son adversos.
Cuando muere prematuramente.
Cuando carece de un mito personal que determine la atracción social futura.
Cuando carece de promoción editorial.
Cuando no sabe promoverse.
Cuando recibe en vida demasiados reconocimientos y premios.
Cuando habla para pocos y no alcanza a expresar un ambiente.
Cuando teme ser imprudente, acepta las prohibiciones y rehúye el escándalo.
Al terminar las quince razones ya estaban los libros sobre la mesa. Los tuve al fin bajo mi vista y entre mis manos. Di comienzo a una modesta y melancólica arqueología del saber. En verdad me parecieron pequeños juguetes. Tomitos en octavo, de menos de cien páginas, papel brillante, cromado, resistente, festones en cada página y deliciosas viñetas cerrando cada crónica, cada cuento. Increíble que en imprentas pueblerinas se hicieran estos pequeños juguetes que tanto tiempo habían durado. Creí al verlos de pronto que estaban originalmente encuadernados. Aunque todavía intacta, la encuadernación era antigua.
En realidad las ediciones originales se hicieron en rústica, con frágiles portadas. Habían sido mandadas a encuadernar posteriormente, luego de muchos años, tal vez por el propio Leyva, cuando residía ya en La Habana. Tenían un sello triangular de la casa Belmonte, que se hallaba en la calle Monte y Zulueta. Me conmovió pensar que el propio autor había mandado a encuadernar los únicos ejemplares de los pocos libros que había escrito, publicaciones provincianas, tiradas cortas, que él pagaba y vendía en su casa, con el fin de preservarlos, a la espera de que alguien, algún curioso lector, pasado el tiempo, pudiera encontrarlos después de su muerte. Su viuda los entregó a la Biblioteca del Instituto.
Solo uno, La provincia, las aldeas, era de formato un tanto mayor y tenía en verdad más de cien páginas, impreso en Santiago de Cuba, en 1922, y poseía un significado especial: fue el último libro que publicó.
En el prólogo, por Eduardo Abril Amores, encontré una noticia que paso a glosarles. Quizá, en vez de una noticia se trate de una imagen, un retrato personal de Leyva trazado por este amigo suyo, en un minuto decisivo, el de escribir.
Estos dos hombres trabajaban como periodistas profesionales en Diario de Cuba. Leyva había abandonado su aldea, la “blanca Gibara”, para establecerse en Santiago. La noche que decidió escribir el libro, se hallaban en el Hotel Antilla, de paso para Baracoa, en viaje de trabajo. Calor, humo, pitazos de locomotoras, un enjambre de mosquitos llegaban a la habitación. Impaciente y nervioso se acuclilló en la cama como un fakir indiferente, y se pasó la noche llenando cuartillas, fumando y escupiendo. A esta imagen, tan gráfica, falta un toque de época, el ambiente oriental de moda, muy del gusto de Leyva. Abril Amores no lo olvida: los cigarros que fumaba eran “cigarrillos egipcios”.
Textos y fotos revelan interés por los ambientes orientales, ignoro si profundo o ligero contagio de la moda. Otro de sus contemporáneos, José de la Luz León, provinciano igual que él, nacido en Baracoa --integrante de la nómina actual de olvidados--, publicó en la revista Carteles, enero 1960, un conmovido testimonio de su amistad con Armando Leyva, ilustrado con una fotografía de archivo. En ella se halla sentado en una cama tendida con una manta de ornamentos hindúes, la espalda reclinada en la pared que cubre un tapiz, igualmente hindú. Sobre una mesita labrada, una estatua de Buda, pebetero y palillos de incienso. A este testimonio de época cabría agregar que la única pieza de teatro que compuso, un corto monólogo sentimental y dudoso valor, lleva el título, “También el Budha suspiró de amor”.
Dice una observación de Goethe en traducción castellana: “Sin haber visto la cara de la persona, por lo menos retratada, nunca se sabe con quien se habla”.Valdría agregar “o de quien se habla”. La observación es de 1828. Resulta evidente: en su época se creía con firmeza en la relación, por lo general, absoluta, entre la presencia sensible y lo espiritual. El físico transparentaba el carácter, el temperamento. Podía leerse en el como en un libro abierto. Una mirada torva, una boca sumida y sin labios ¿no expresaban inclinaciones horrendas o mezquindad? En fin, cuanto resumía la sentencia popular con divertida claridad: la cara es espejo del alma. Eran los tiempos de la fisonómica de Lavater. La sicología actual ha puesto el absoluto de esta relación en entredicho. Hoy sabemos, sin que este saber implique desarmonía entre la mente y el cuerpo, entre el carácter y la apariencia personal, sabemos que un homicida puede tener la cara de un ángel de Botticelli.
El pintor académico Esteban Valderrama, matancero y contemporáneo de Leyva, le hizo un retrato al creyón, que el retratado, al parecer, juzgaba complacido: lo reprodujo en cada uno de sus libros desde 1915. Firmado, carece de fecha. En él, Leyva parece un hombre de más edad que el joven autor de cuentos y crónicas, redactados entre los 27 y los treinta y dos. Creo que el retrato de un autor intenta anular parte de la distancia existente entre el lector y el autor de la obra leída. Calma en algo su curiosidad, como calmaban el vacío entre los dioses y los creyentes, como las fotos la ausencia del cuerpo desaparecido. “La imagen es la realidad del mundo invisible”(Lezama). No haré una descripción del hombre del retrato. Sería tan sólo un conjunto de palabras, y me gustaría, en cambio, ofrecerles una especie de retrato en movimiento, basado en la impresión real de un testigo. Para ello, nuevamente acudo a José de la Luz León y al artículo que mencioné.
Cosa rara: una polémica acercó a estos hombres. Ninguno de los dos se habían visto nunca. Desde sus respectivos periódicos, uno en Baracoa, otro en Gibara, polemizaron sobre Emilio Bobadilla, como dos buenos provincianos, con violencia creciente. Llegó al punto en que se retaron a duelo. De la Luz León fue hasta Gibara en busca de su contrincante. Entró en el Unión Club, donde se reunían notables y ociosos, caserón de la época colonial, frente al parque, mesas de billar y balances de rejilla en los que se sentaban a “chacharear”– el término coloquial es de la Luz León. Vio allí a un tipo joven, de melena hirsuta, gafas con cinta negra, chaleco entallado a cuadros, debajo de una levita o de un paletó, apoyado sobre un bastón de carey, los dedos plagados de sortijas. Lo sorprendió ese empaque demodé, imprevisto en una “aldea”, pero que le resultaba original y curioso, y lo escogió para preguntarle por Armando Leyva. Oyó una respuesta inesperada: “Yo soy”.
Ahí terminaron, naturalmente, polémica y deseos de batirse. Se estrecharon las manos y se abrazaron. A continuación cito textualmente: “Armando Leyva era distante sin quererlo. La madurez lo hizo más suave y tolerante. Me pareció desencantado. Su conversación era un puro deleite. Sabía escuchar, sin perder el aire de ensimismamiento y ausencia de su juventud,” Luego volveré sobre estas observaciones sutiles.
Como tantos de nuestros artistas, Armando Leyva era un provinciano, pero un provinciano asumido. Sentía por su aldea, Gibara, donde nació en 1888, el año en que Rubén Darío publicó Azul, y hubiera podido decir como alguien dijera, “el modernismo y yo nacimos juntos”, sentía una rara devoción, mezclada de molestias y aversiones, sentimientos complejos que manifestó en diversos cuentos y crónicas. Estudió las primeras letras en su pueblo natal. Era hijo y sobrino de ingenieros, su padre y su tío fueron diseñadores y constructores de centrales azucareros.
La primera vez que abandonó su aldea, marchó a estudiar bachillerato en las Escuelas Pías de Guanabacoa, como interno. En unas fingidas memorias, atribuidas a un personaje imaginario, que no llegó a publicar completas, narró oblicuamente el tiempo transcurrido tras los muros del colegio escolapio, “los cinco años más áridos de su existencia”. Como si continuara viviendo en la aldea, poco participó del ambiente capitalino, y concluidos sus estudios regresó de inmediato a Gibara.
Pero su padre y su tío tenían la ilusión de que él continuara la tradición familiar, y lo matricularon por correo en un College de Estados Unidos para que estudiara ingeniería. Partió “con poco entusiasmo, algunos presentimientos de no sé qué trascendental transformación en mi vida y muchos versos sinceros y mal escritos”. El College estaba en Maryland, una pequeña ciudad. Hasta donde han llegado mis pesquisas, no frecuentó las grandes urbes del Norte, New York, Chicago.
Varios de sus cuentos, de los acertados que realizó, nos hablan de Maryland, del College. Entre sus personajes hay estudiantes latinoamericanos, mexicanos y colombianos que, es lícito suponer, también sus familias enviaron a estudiar ingeniería. Si alguno regresó con su título bajo el brazo, él volvió a Gibara sin terminar la carrera. Cuanto temió como presentimiento, se le hizo real: su vida sufrió la transformación oscuramente anunciada. Si desde adolescente había escrito, a menudo como un juego, a partir de ese momento se le volvió grave, con la gravedad de un destino. Nada personal había para él en aquel College, en aquellos estudios… Durante esos meses en que la transformación se abría paso en él, tiempo semejante a un interregno, perfeccionó lo que sabía de inglés, leyó, no los libros de clase, sino los de literatura que le prestaban las bibliotecas públicas. En el curso de estas lecturas conoció los relatos de Edgar Allan Poe. Los leyó en inglés. Quedó seducido por su obra macabra y su vida desdichada. Fue uno de sus iconos perdurables. Cuando la transformación, “palingenesia” llamó André Gide a tales estados, se le tornó evidente, tomó una decisión imprescindible para su existencia futura: envió una carta a su padre pidiéndole regresar a la aldea sin concluir los estudios. Desde ese momento se convirtió en un escritor. No quiso otro destino que el destino que él mismo había elegido. Pese a las advertencias y amenazas de un padre desilusionado con su hijo, volvió a Gibara. A los dos años publicó su primer libro.
Del ensueño y de la vida, como dije hace un rato, se imprimió en 1910, imprenta El Cucalambé, Victoria de Las Tunas. Este tomito de sesenta páginas era obra de un escritor de 22 años. (Varias de estas composiciones se publicaron antes en periódicos de Gibara.)
Ahora diré que se halla dividido, indica el título, en dos secciones, la primera para el ensueño, la segunda para la vida. Actualmente la primera carece de valor, y sin embargo, dada su atracción por las virtudes del ensueño, debió interesarle más que la segunda, el ensueño más que la vida, sin duda. Compuesta de doce escritos, tan solo conserva todavía cierto interés, “El primer desengaño”, en el que inesperadamente la vida tropieza con el ensueño, y parece ganarle la partida. La anulación del ensueño implica una experiencia, y la experiencia es el primer desengaño. ¿Es el ensueño entonces un simulacro de felicidad? Quizá sea el conflicto de esta crónica, y de cuanto escribió durante esta etapa de su creación. Como los buenos sonetos, concluye con una sorpresa de fino humor, un tanto galante, humor frecuente en su escritura. Cuando la amada ideal del protagonista, muchacho de quince años, lo convence, en un diálogo de deliciosa ironía, de que el amor entre ellos, semejante a cualquiera amor, debe cesar voluntariamente antes de que termine como proceso natural. Tras esta decisión, les quedará un hermoso recuerdo. El muchacho finalmente le pide besarla en alguna parte del cuerpo donde nadie nunca la hubiera besado: ella le ofrece los guantes que cubren sus manitas y él se los besa como despedida.
En el resto de la sección del ensueño, pese a que la escritura es la de un esteticista moderado, es más un neorromántico que un modernista. Su prosa, efectiva y cuidada, es solemnemente cursi. Los rasgos de humor que, a la manera de “El primer desengaño”, podrían salvar el texto dándole al lector la posibilidad de otra lectura, al poner en entredicho la abundante cursilería y el sentimentalismo de las historias, no aparecen en el resto del ensueño.
En la sección segunda, con la que cierra el tomito, el futuro editor de sus obras deberá tomar en cuenta, de los nueve textos breves que la integran, al menos tres. Pocos en verdad. No obstante, “Mis gafas”, “Un gato”, “Poe” podrían calificarse de páginas excelentes. Sarcásticas, escritas desde sí mismo, aparentes ejemplos de confesión personal, enumeraciones dispuestas como arias de bravura (“Son algo integrante de mi yo –dice en “Mis gafas”— Como mis tristezas. Como mis odios. Como mi filosofía. Como mi hígado. Las amo como Voltaire amó el café. Como Teresa de Jesús amó la muerte. Como De Quincey amó el opio. Y me han sido más útil que la religión, que los relojes y que los amigos”) El gato, animal del universo de Poe, y de Baudelaire, otra de sus admiraciones, aparece con frecuencia en sus escritos, como el caballo y los perros, transformados en animales extraños, perdida su relación cotidiana con el hombre.
Sin duda carecía del don de titular. Desde el inicio de su carrera como escritor, la falta de este don es manifiesta. Del ensueño y de la vida no es buen título. No se le daban siquiera sugerentes o llamativos. Alma perdida, su segundo libro, es perfecto para un melodrama radial. Otros lindan con lo excesivamente cursi, con el folletín, con un modernismo trasnochado, y pueden desanimar a lectores y a críticos del conocimiento de sus mejores cuentos, “Gritos en el monte”, “Un suicidio”, “Un muerto”. Títulos desafortunados, quizá obra de la dejadez o la indiferencia periodística, sorprendentes en un autor que ejercía sobre el resto de su prosa un cuidado extremo.
Vuelvo a Del ensueño y de la vida. Pese a cuanto he señalado, este pequeño libro revela desde su título, la división en dos partes y el uso de la crónica y del cuento, como géneros separados incluso en la organización tipográfica, las antinomias decisivas en la poética de Armando Leyva. Creo que tan sólo falta la del horizonte geográfico: el enfrentamiento entre el mar y la montaña, la aldea y la ciudad. Estos son los agentes del conflicto, el dualismo acentuado y en contradicción, cuyo eje central y giratorio lo forman el ensueño de un lado, del opuesto, la vida. Pareja contradictoria que hace su aparición en múltiples páginas, constantemente, de un modo casi obsesivo, incluso hasta el punto de desgaste.
Tal vez no se trate con exactitud de contradicción, sino de un agudo conflicto en la experiencia humana, y principalmente en poetas y escritores del modernismo latinoamericano. Leyva es consciente de este conflicto. El ensueño es más fuerte que la vida, nos dice en uno de sus cuentos o de sus crónicas. Lector de Nerval, a quien menciona en diversas ocasiones en las que sus escasos críticos no han reparado, sabía que el sueño es una segunda vida. Sus personajes femeninos, en algo semejantes a los de Nerval, empiezan siendo reales para convertirse, por exceso del deseo frustrado, en apariencias del sueño, y en su escritura, en apariencias del ensueño. El sueño nervaliano es sustituido por el ensueño. Se sueña en Aurelia con los ojos cerrados. En los mejores cuentos de Armando Leyva el ensueño no es una segunda vida, es una especie singular de superposición sobre la vida, diré real. Es mediante el ensueño que el hombre alcanza, por un instante, aquello de lo que carece. Por el contrario del sueño, no es la representación fantástica del durmiente, es la representación fantástica del ser humano en vigilia, decisivamente despierto.
La enemiga del ensueño, esa cosa llamada vida, ¿qué era?
Una frase de Poveda, que nuestro autor suscribiría de inmediato, podría responder esta pregunta: “La vida tiene el deplorable efecto de ser perfectamente anodina”. Terminado el ensueño, descubierta su raíz ilusoria, lo que queda es aburrido y mediocre, es decir, lo que queda es la vida. Leyva disiente tanto de la vida sentimental como de la social y política. Entrar en las regiones del ensueño es, al menos por unas horas, liberación, positiva conquista. “Amaba la torre de marfil, pero le atraía la multitud”, escribió Regino Boti de José Manuel Poveda. Podría decirse por igual tanto de Armando Leyva como del propio Regino Boti. Esto aumentaba sus dualismos, sus antinomias. A sus obsesiones esteticistas, se unían preocupaciones sociales y patrióticas, que en él fueron agudas y constantes. Como este aspecto es poco conocido, diré que Armando Leyva, y enumero simplemente, fue antimachadista, enemigo acérrimo de la prórroga de poderes, adversario de la discriminación y partidario del voto femenino, contrario a las componendas políticas y la democracia pervertida, opuesto a la influencia, ya en su juventud muy manifiesta, de la sociedad norteamericana en la naciente vida de la nación cubana. Para él Estados Unidos era yanquilania. Decenas de crónicas dan testimonio de sus antinómicas preocupaciones por la vida.
Cinco años después, 1915, tras reunir el costo de la impresión, unos sesenta pesos, publica Alma perdida, en un taller de imprenta y encuadernación, rayado y sellos de goma, montado en Puerto Padre. En esta publicación, después de la portada, ya se incluye el creyón que le hiciera Valderrama.
Hay varias piezas considerables en este libro: el relato que le da título, los cuentos cortos “Gritos en el monte” y “Sister Grace”, y la crónica “Jambrina”. En mi opinión son cuatro piezas perdurables. La estructura de este su segundo libro repite la dicotomía del anterior, cuentos y crónicas, distribución genérica que constituye una constante personal de cuanto escribió.
“Alma perdida”, figura entre sus textos narrativos más extensos. Es de 1913, dos años antes de que apareciera en libro. Obtuvo un premio en un concurso organizado en Gibara. Parece escrito por un chroniqueur que hubiera leído a Baudelaire. Amores enfermizos, caprichosos, tornadizos: insistir en amar a quien no te ama, sufrir por esa frustración trágica, enfermar y enloquecer, en medio de la belleza del paisaje oriental, lejano y apartado, aves misteriosas que pasan, ventanas abiertas a un azul fantasmagórico, un piano donde una adolescente toca exóticas melodías con insistencia neurasténica. Un personaje femenino, especie de mujer fatal, fanfarlo criolla, que seduce con inesperados acercamientos e inesperadas esquiveces, destruye la vida espiritual de un escritor, hasta llevarlo a la locura y al suicidio.
Este drama sentimental o si prefieren, sentimentaloide, ha sido narrado con admirable contención y tono irónico, casi festivo, saloniere, conversaciones inteligentes entre personajes que parecen o simulan estar de regreso de todo. Utiliza, en varias secuencias de la historia, la narración epistolar. Podrían señalase, además, otros procedimientos narrativos, una especie de monólogo interior puntuado y rudimentario, la utilización de poemas --“La cabellera” de Baudelaire--, dedicatorias confesionales del escritor en el álbum de recortes de la seductora, fragmentos de la novela erótica que Fernando Busto escribe, mientras transcurre el relato, una narración dentro de otra. Voz en tercera de la narración que deriva hacia la primera persona, como si el narrador se consustanciara con el personaje--escritor. Oigamos por un instante al protagonista, el escritor Fernando Busto, hablar consigo mismo: “La quiero fervorosamente, con amor delicado y brutal; en ocasiones, con devoción casi mística, como se ama a las novias enfermas; a ratos mi cariño es puro e ingenuo, un cariño fraternal, y otras veces creo ver en ella a la posible esposa, y otras a la gentil querida a quien se ama con goces supremos y depravaciones exquisitas.”
“Alma perdida” describe la contradicción entre los cubanos ricos, educados en colegios de Estados Unidos que regresan a Cuba a pasar sus vacaciones, y los que han permanecido en sus casas y en sus tierras sin salir. El chalet familiar donde se alojan estos personajes, se encuentra en un monte intrincado, próximo al mar, entre montañas. Paisaje que resulta una constante en la geografía de Leyva, en la geografía que se ha trazado en el mapa imaginario de su escritura. Pero no es posible evitar la reminiscencia familiar: son las numerosas transmutaciones de la experiencia real de su existencia en Gibara, aldea marítima rodeada de montañas, blanca y enigmática.
Los cuentos cortos (“Gritos en el monte”, “Sister Grace”) inician una zona, diré que afortunada, en su escritura de imaginación, que ha de culminar en Las horas silenciosas, 1920, su mejor libro, publicado cuando ya residía en Santiago de Cuba. Estos dos cuentos, cercanos a la literatura fantástica, me parecen surgir del ensueño, o más exacto, del conflicto entre la vida y el ensueño. Están en ese ámbito intermedio, creado por la intercomunicación entre las dos categorías al parecer antagónicas, y en que las fronteras entre lo real y lo fantástico se difuminan y parecen contaminarse la vida con el ensueño, o al revés. Nacen estos cuentos de la nostalgia del ensueño, del ensueño más cruel, principalmente “Gritos en el monte”.
El protagonista de esta narración, entre las mejores que escribiera, pese a su título de noticia de prensa amarilla, recibe un telegrama donde se le anuncia que Carmen, pareja de un íntimo amigo suyo, está agonizando. La pareja vive en un apartado y gracioso cotagge, “en un recodo de la costa, parecía llevado allí caprichosamente por un rafagazo de ciclón.”
(Abro un paréntesis. Como buen provinciano, gustaba Leyva de ciertas demostraciones, de evidenciar el conocimiento, saberes que lo apartaban del resto de los habitantes de la provincia y las aldeas. En ficciones que ocurren en pueblitos de la región oriental, emplea palabras rebuscadas, vocablos, versos y frases en francés, en inglés. Incluso en latín. Algunos objetos preciosos se guardan en la etagére, ciertas familias no viajan en coche, viajan en tílbury. Por supuesto no es la prosa de un pedante, es la de un provinciano, incluso con fino sentido del humor. Tales términos conviven –armoniosamente-- con numerosos neologismos y coloquiales vocablos. Cerca de “ojos lagunares” puede hallarse un “zoquete”. Aquí cierro el paréntesis.)
El lejano cotagge, y otros elementos que aparecen en “Gritos en el monte” lo aproximan a Edgar Allan Poe, mediante la asimilación muy personal de sus ambientes macabros. La palabra cotagge, y su disposición apartada recuerdan “El cotagge de Landor”. Allí llega el protagonista-narrador. Ha sido advertido por el criado que fue a recibirlo al solitario paradero del tren: Carmen no muere de enfermedad alguna, según ha reconocido el propio médico que la atiende, muere de un extraño padecimiento: un horripilante grito. El momento más fantasmagórico del cuento ocurre, cuando entra el protagonista en la habitación de la agonizante. “Tendida en su lecho –escribe con su habitual poder de síntesis y rápida levedad--, inundado de blancos encajes, no parecía enferma, cerrados sus anchos ojos y abierta en bandó su cabellera, dijérase que dormía. Pero aquel grito se repetía tormentoso, sin variantes. Entreabría su boca, contrayendo los labios, agudo, vibrante, infinito, que despertaba supersticiones, inenarrables miedos.”
Carmen muere esa noche. Hay un modesto entierro. El féretro va en una carreta, escoltado por el marido y el médico. El narrador parte al amanecer, tras cumplir con la petición de su amigo de ordenar papeles, recoger el cotagge, cubrir los muebles, embalar los cuadros. Un silencio abrumador lo circunda. Acompañado de un criado montan en sus caballos y parten. Armando Leyva se reserva un acontecimiento inesperado y esperado a la vez por el lector: cuando entran cabalgando al monte pleno, oyen de nuevo el grito espantoso “desesperado, cabalístíco, agorero, el grito inolvidable de la muerta, taladrando la paz cementerial de la manigua.” Los caballos se espantan y todo parece estremecerse a su alrededor.
Este grito cabalístico y agorero se deja oir, esta vez de la boca de los animales, en el relato Alma perdida el de un pájaro del monte, el de un animal agonizante. El grito es una de las oscilaciones del ensueño, los sobresaltos del anhelo, el grito es una manifestación del imposible humano. Al definir o caracterizar los cuentos de Poe, Baudelaire emplea una expresión que me resulta válida por igual para estas ficciones “literatura de los nervios”. En sus mejores ejemplos, esa exacerbación de los nervios, la intensificación de la vida de los nervios produjo en Leyva sus más perdurables narraciones, en las crónicas y en los cuentos. Como él mismo dijera en su crónica de Poe, “violentar los nervios hasta el dolor”
Ciertos cuentos de Leyva me impresión como ligados a la tradición del relato oral de aparecidos. Veo, recordando mi propia experiencia, veo la casona de su familia en Gibara, las grandes puertas y ventanas, la inesperada luz del patio. Supongo, y la costumbre me ayuda a suponer, que su familia, al igual que tantas familias de Oriente, después de la comida se reunía en la sala a conversar. Probablemente él era un niño cuando su abuela narraba relatos del gato negro que es la transmutación de una muerta, la leyenda del indio cruel, el jinete descabezado, la niña muerta que regresaba a tocar el piano, historias que lo sobrecogían y al mismo tiempo fascinaban. Miraba las puertas, se levantaba a cerrarlas. Así pasaban la noche, antes de irse a dormir. Leer “Las voces de los muertos”, “Sister Grace”, “La puerta” “Los gritos del monte”, me hacen recordar aquellas reuniones de sobremesa terrorífica. Creo que, como en otros niños orientales, permanecieron, diré, en el tejido nervioso de Armando Leyva, y algunos de sus cuentos ¿no son diestras rescrituras de aquellas noches?
Cuando aparecen Del ensueño y de la vida, y el libro siguiente, Alma perdida, Rubén Darío vive todavía. y publicará dos obras esenciales del movimiento modernista, Poema de otoño y Canto a la Argentina. El modernismo se halla en su apogeo, influyente en la poesía y la prosa de nuestra lengua. Espléndida renovación del castellano. Leyva es amigo y lector de los más grandes poetas cubanos de su época, orientales y mestizos, Regino Boti y José Manuel Poveda. Ambos escribirán sobre él, Poveda prologará uno de sus libros. Su escritura está en su momento histórico. Conoce bien sus textos: a los latinoamericanos, Nájera, Silva, Lugones, al español Valle-Inclán. Ha leído a Stevenson, a Hoffmann y a Oscar Wilde, a los filósofos Schopenhauer y Thomas Hobbes. Por supuesto a estas lecturas se mezclan malas lecturas. Admira a Santos Chocano y a Felipe Trigo. Escribe varias crónicas sobre novelas españolas y mexicanas que ya nadie se atrevería a identificar, Orquídea, de Gómez de la Mata, La musa bohemia, de González Peña. Pero, ¿no forman esas admiraciones parte de la época y del momento? ¿No contribuyen a su tono y características? ¿La corriente confusión sobre el valor de ciertos autores contemporáneos que el tiempo se encargará de hacer desaparecer? Él, Regino Boti, Poveda, y casi todos los modernistas, ¿no admiraban hasta la imitación a Jean Lorrain, a quien hoy nadie recuerda? El tiempo, encarnado en las generaciones sucesivas, se encarga de tales decantaciones. El tiempo es el más íntimo agente del olvido.
Tenía 36 años cuando abandonó su provincia oriental, la ciudad de Santiago de Cuba, donde residía, casado y con dos hijos, Ana y René, su puesto de jefe de redacción en Diario de Cuba, donde trabajó varios años, y vino a residir en La Habana. Fue primero director del periódico El sol de Marianao, y pasó luego a trabajar como jefe de corresponsales en el diario Información, devengando, como antes se decía, un salario de 8 pesos semanales. Se mudó en el moderno edificio Gómez, en un apartamento del séptimo piso, a un costado del antiguo Palacio Presidencial, en la calle Morro. Pero quien vino de Santiago fue solamente el periodista, el escritor de ficciones había terminado, misteriosamente terminado. Pasó veinte años en La Habana, hasta su muerte en 1942, sin escribir un nuevo libro de cuentos, sin hacer casi nada que valiera la pena. En Bohemia aparecían, de vez en cuando, narraciones firmadas por él, pero sus amigos sabían que estaban entresacadas de sus publicaciones anteriores, con nuevos títulos y modificaciones pequeñas. Por ejemplo, “La última bañista”, publicada en 1920, reapareció en l935, bajo el título “Anafkh”. De escritura reciente tan solo dos o tres, sin ningún valor. La vida, al parecer, le ganó la partida al ensueño. Las numerosas crónicas, casi diarias, escritas en La Habana, algunas dedicadas a Chaplin o la Garbo, fueron trabajos de redacción, lo que en el la jerga del viejo periodismo llamaban “goma y tijera”. Con melancólica dedicación, es dable suponer, las recortaba de los periódicos para conservarlas entre sus papeles, a sabiendas de que casi nada podría hacer con ellas en un futuro. Eran y no han dejado de serlo, eso, escritura de ocasión. A veces, como en “Las hormigas” o en “Juegos infantiles”, reaparecía fugazmente el escritor en algún destello, en alguna observación aguda o conjunción inesperada de dos adjetivos opuestos, como hacía en el pasado el prosista que fue
¿Por qué –cabría preguntarse- un hombre dotado como Leyva para la escritura deja de escribir?
Aquí retomo aquellas observaciones de José de la Luz León. “Era distante sin quererlo. La madurez lo hizo más suave, más tolerante. Ensimismado y como ausente”. Y esta, que supongo decisiva, “Me pareció desencantado”.
Dada la zona de oscuridad personal que implica desentrañar este hecho, me siento obligado a continuar en el terreno resbaladizo de la especulación Tal vez una de las quince razones que enumeré hace un rato, pudiera dar un poco de luz sobre las causas sociales del olvido que siguió a su muerte, y el entierro de su obra hasta hoy. Cuando se queda voluntariamente en silencio dejando de producir. Este silencio personal engendró consecuencias sociales que duran hasta el presente, hasta esta misma tarde.
Lo perdurable en su obra son algunos cuentos y crónicas que él dejó como abandonaos en su quehacer de provinciano en la región oriental, están en aquellos tomitos de papel resistente y variadas viñetas que no volvería a escribir en La Habana. Cuando se unió a un amigo para editar juntos una colección de novelas cortas, la suya fue un reciclaje, entregó “La enemiga”, que publicara en Santiago de Cuba en 1920, es decir, diez años antes. Es sin embargo uno de sus textos narrativos extensos, alrededor de cuarenta cuartillas, el de mayor consideración, quizá el de mayor aliento. En un minuto de dramatismo podría decirse que la Capital anuló al creador literario. Su mundo era pequeño y frágil, sus procedimientos y recursos narrativos comenzaban a repetirse y volverse monótonos. En sus cuentos reaparecen, con leves variaciones, y a veces intensificados, idénticos argumentos, parecidas descripciones del paisaje, ensueños repetidos que se han vuelto mecánicos. Quizá percibió o intuyó que debía intentar otra visión, otro mundo, y no le fue posible.
Sin duda Armando Leyva no figura entre los autores que podríamos llamar grandes narradores cubanos. No es Meza ni Villaverde, Carrión ni Carpentier, Novás Calvo o Virgilio Piñera. No escribió Jardín, La vuelta de Chencho ni un Paradiso. No obstante, la parte valedera de su obra menor merece un lugar en la historia de la literatura cubana.
Finalmente, me gustaría citar de nuevo a Baudelaire. Tal vez, es lícita la figuración, Armando Leyva leyó estas palabras como quien se reconoce en ellas, como quien ve en ellas su retrato. “Hay en el mundo –dijo su admirado Baudelaire-- gentes que van al Museo del Louvre, pasan rápidamente sin dedicar una mirada a la multitud de cuadros muy interesantes aunque de “segundo orden”, y se plantan embelesados ante un Tiziano o un Rafael, Después salen satisfechos como si hubieran conocido suficientemente el museo. Existen también lectores que habiendo leído a Shakespeare y Racine creen poseer toda la literatura. Pero afortunadamente se presentan de vez en cuando aficionados, críticos o curiosos, que afirman que no todo está en Rafael, y que no todo está en Racine, y que los poetas y artistas menores tienen algo de bueno, de firme y de delicioso.” Creo que esto es suficiente advertencia para que nos acerquemos a escritores menores, como Armando Leyva, porque no todo está en Carpentier o en Lezama.
Muchas gracias por escucharme. .
Cuando se leen algunos de los muchos ensayos sobre literatura cubana -por ejemplo, los reunidos en El hombre discursivo (2005)- de Arrufat, uno se pregunta cómo pudo sobrevivir esa idea de la literatura a la doble presión del marxismo-leninismo y el nacionalismo revolucionario, que durante décadas hegemonizaron los discursos críticos en la isla. No hay más remedio que asociar esa defensa del arte de la escritura como oficio y forma de vida con el magisterio y la amistad de Virgilio Piñera.
Arrufat heredó de su maestro la idea, muy romántica por cierto, de la crítica literaria como retrato familiar de grandes escritores del pasado. Pero también heredó de Piñera una especial admiración por los escritores “concentrados”, es decir, por aquellos artistas de la literatura resueltos a defender la autonomía de su arte, frente a la ideología, la religión o la moral. De ahí que tanto en Arrufat, como antes en Piñera, aparezca siempre el impulso arqueológico de reescribir la historia de la literatura cubana, rescatando del olvido a raros o incomprendidos.
A fines del año pasado, Arrufat inició un ciclo de conferencias, en la Fundación Alejo Carpentier de La Habana, que busca juntar semblanzas de escritores olvidados del periodo republicano (1902-1958) de la historia de Cuba. El primero de esos fantasmas es Armando Leyva (Gibara, 1888-La Habana, 1942), pero esperemos que pronto aparezcan otros más. A los exiliados esas tramas espectrales nos resultan muy familiares, ya que, a nuestra manera, también somos fantasmas. Por eso agradezco a Antón la autorización para reproducir su primera conferencia, que encabezará un próximo volumen de relatos de Armando Leyva.
Un olvidado de la República: Armando Leyva
Antón Arrufat
Mientras escribía estas palabras, me sentí como un escritor del género fantástico, o al menos de lo insólito, que trata de corporizar en la pantalla de su monitor, uno de sus diversos fantasmas. En verdad eso era para mí y es para ustedes todavía, Armando Leyva, un fantasma, un fantasma completo. Con el hecho de escribir y luego leer lo escrito, asumí un compromiso doble. Por un lado, corporizar al fantasma, volverlo tangible, que ustedes lo sientan cerca por un instante, como hiciera H.G. Wells con el hombre invisible, y por el otro lado, no mentirles, decirles algo que a sabiendas no podrán rectificar ni debatir. Les confieso que me resulta sorprendente que ustedes hayan ocupado sus asientos y se dispongan a escuchar una especie de conferencia sobre un escritor del que nada saben a ciencia cierta, sin participar mentalmente en lo que digo, sin poder discutir lo que afirmo, aceptando convertirse de antemano en un oyente inerte. Ante esta disposición, quiero prometerles que este trabajo de investigación y rescate de un escritor no terminará aquí esta tarde. Los textos encontrados han empezado a digitalizarse con el fin de recogerlos posteriormente en un volumen, noventa años después de que él publicara su último libro. Cuando ese volumen se encuentre en las librerías podrán ustedes iniciar un diálogo con Leyva y con lo que voy a decirles sobre él y su obra. Así ha de convertirse esta conferencia, cuyo prefijo con indica entre dos al menos, en una singular conversación. Empiezo.
Durante muchos años, no menos de cincuenta, solamente conocí de Armando Leyva, “Un flirt extraño”. Lo encontré en la Antología del Cuento en Cuba que compilara Salvador Bueno en 1953, para celebrar el cincuentenario de la República. Que yo supiera, en ninguna antología anterior figuraban ni ese ni ningún otro cuento suyo. El nombre me sonó bien, me pareció eufónico. Armando Leyva, me dije complacido, a una edad en que los nombres atractivos se convierten en singular carta de presentación. El nombre más extenso que el apellido, o al revés, pero nunca con idéntica extensión, algo semejante a un ritmo y a una presencia armoniosa.
A un escritor mexicano y amigo, Juan José Arreola, le debo que no me resultaran indiferentes. Solía hablar de la belleza de ciertos nombres cubanos, Juan Clemente Zenea, José Jacinto Milanés. Armando Leyva -- largo, apellido breve--, cumplía con estos principios de conjunción musical.
Después de hojear la antología de Salvador Bueno me decidí a leerlo, lo hice de una manera completamente interesada: su cuento era uno de los más cortos, tres páginas en total. Por esa época, 1954, padecía una singular superstición, habitual en la gente joven, empezar por los textos más cortos y luego, como el que se encuentra saturado y ha adquirido fuerzas mediante la lectura, emprenderla con los largos, según hacíamos, por aquellos años, casi todos los muchachos.
Aquella lectura duraría alrededor de diez minutos. Un elemento peculiar encontré en aquel “flirt extraño”, que solía identificar con una palabra, ese “flirt” tenía encanto. Pregunté a varios amigos si habían leído algo más de Armando Leyva. No conocían ninguna otra cosa que aquel pequeño cuento-- al que su autor, después lo supe, no llamaba cuento sino “una crónica”-- y la mayoría de los amigos no le prestó la menor atención. Armando Leyva carecía de antecedentes, no era Alejo Carpentier o Lino Novás Calvo, de los cuales se hablaba, aunque tal vez no se les leyera, pero se hablaba de ellos, y la fuerza medíática del se dice creaba a su alrededor un humus, una valoración previa.
El silencio que rodea a un escritor, a su obra o ambos a la vez, es una de las consecuencias más inexorables del olvido. Armando Leyva y sus crónicas la padecían entonces, y han continuado padeciéndola hasta hoy. Creo que debo explicar mi displicencia, a la que alguien podría llamar con cierta pedantería “quietismo bibliográfico”. En general, al lector cubano de la década del cincuenta no le caían bien las Bibliotecas públicas. Entrar en aquellos recintos oscuros, buscar en los ficheros, llenar una boleta, esperar que bibliotecarios renqueando fueran en busca del libro y luego sentarse a leerlo, no eran acciones, y tal vez continúan siéndolo, muy de su agrado. Preferían, yo lo prefería también, recorrer las librerías --si eran de libros viejos mayor el gusto, incluso inquietante--, adquirir el libro y llevárselo a casa. Éramos lectores excesivamente domésticos o pantuflares. El término es un acierto de Miguel de Marcos, quien integra la nómina de nuestros escritores olvidados, en su caso, tal vez semi-olvidados. Esta conducta es un rasgo misterioso de nuestra sicología social, que no ha sido develado hasta el presente. Si a las bibliotecas públicas no fui a buscar nada, y durante esa época no supe si tendrían algún libro de Leyva, en las librerías tampoco busqué nada. Preguntar al librero por un autor que consideraría seguramente fantasmal, hubiera sido empresa inútil, humorística, incluso penosa. Sus libros hacía treinta años que habían dejado de imprimirse. En la nota de introducción a “Un flirt extraño”, aparecían las fechas y los lugares de publicación, 1910, 1911, 1915, Gibara, Banes, Puerto Padre, fechas y principalmente lugares demasiado distantes de cualquier librería de la Capital.
La ignorancia que rodeaba su nombre, el olvido, justificado o injustificado, en el que había caído, en el cual los otros tenían una parte de responsabilidad, y lo que aceptaré en llamar “quietismo bibliográfico”, no restaron ni un tanto del encantamiento que su cuento (o crónica) me produjera en el aquel instante en que lo leí.
Tanto es así que pasado más de medio siglo, en el mes de septiembre del 2010, hace dos meses solamente, ocurrió una coincidencia que podría calificarse, si ambos fuéramos chamánicos, de coincidencia mágica. Ocurrió durante una conversación con Graziella Pogolotti. Ella mencionó a Flora Díaz Parrado, una olvidada sobre la que acababa de escribir una corta semblanza que le habían pedido, y yo mencioné en seguida a Armando Leyva. Un autor que podía (o debía) pensar que ya había olvidado, reapareció mediante esos chispazos del recuerdo que Marcel Proust llamara la memoria involuntaria.
Parecía echar agua en la vasija japonesa –la referencia también figura en Proust--, donde numerosos pedacitos de papel en apariencia sin forma, al contacto del agua empiezan a colorearse, se estiran como si despertaran, y adquieren contornos definidos, se vuelven flores, se vuelven pájaros pequeños, frutas…Empezaron a aparecer numerosos nombres de escritores dados de baja por múltiples circunstancias y tal vez razones. Me referí entonces, en medio de aquella conversación en la que Graziella participaba con avidez creciente, me referí a una especie de melancólico listado que yo había ido confeccionando con los nombres de ignorados, desconocidos, desaparecidos, habitantes de una ciudad funeraria de palabras borradas, que nadie leía ni nadie mencionaba y que fueron conocidos y quizá importantes en su época, y de pronto cuando yo los veía en letra de imprenta, semejaban preguntarme “¿no sabes quién soy?” O más exacto y conmovedor, “¿no sabes quién fui?” Ellos aparecían en mis lecturas de literatura cubana, y yo iba anotando cada uno de sus nombres en ese inventario marginal.
Finalmente quedó integrado por más de cincuenta escritores, regido por un ordenamiento azaroso, que iniciaba Emilia Bernal, y aparecían después decenas de poetas, narradores y ensayistas. Sobre un papel amarillento y doblado estaban Alberto Lamar Schweyer, Miguel Ángel de la Torre, José de la Luz León, Marcelo Salinas, Mercedes Torrens, Francisco José Castellanos, Alberto Insúa y Eduardo Zamacois, Rafael Esténger y Ofelia Rodríguez Acosta, Loló de la Torriente, Emilio Gaspar Rodríguez, Rosa Hilda Zell y Fernando Llés, Orestes Ferrara, Ricardo Baeza, Federico Villoch, y muchos, muchos más.
Se entusiasmó Graziella Pogolotti con un proyecto, surgido allí mismo en aquel mediodía, y mencionamos la palabra Ciclo. Luego nos vimos de nuevo en la Fundación Alejo Carpentier, y ella agregó otros autores y Elizabeth Mirabal, que nos acompañaba, aunque muy joven, mencionó algunos que aumentaron nuestro catauro. Como Graziella Pogolotti nada deja en el aire, nada queda irresuelto, salí de allí comprometido, velozmente comprometido, para que en este lugar y en este día iniciáramos el rencuentro con algunos de aquellos olvidados de la cultura cubana.
Entré en la Biblioteca del Instituto de Literatura y Lingüística con una libreta y un lápiz, galvanizado por esta pasión del rencuentro, impulsado por el recuerdo de una antigua lectura que había reaparecido para mi asombro, y anulando en parte “el quietismo bibliográfico”, llené las boletas y pedí los libros de Armando Leyva.
Ocupé una de las mesas de lectura y, mientras esperaba que llegaran los títulos que había pedido, todos los que bajo su nombre aparecían en el catálogo, comencé a escribir en mi libreta una nueva lista, pero esta vez sobre las causas del olvido de un autor literario. Aunque la sociología de la literatura y yo nunca mantuvimos estrechas ni cordiales relaciones, resultaba inevitable pensar en dichas causas. Empezaban a acumularse en mi mente y la mano, a medida que me asaltaban, hacía que el lápiz las trazara en la página. Escribí esas causas posibles con sencillez, con expresión sociológica rudimentaria. No pude evitar darles un título: “Quince razones para ser olvidado”. Más o menos fueron estas:
Cuando se produce un cambio ideológico o una revolución en los grupos de poder.
Cuando su estilo o su poética han envejecido sin remedio.
Cuando ningún crítico influyente se ocupa de su obra.
Cuando la institución literaria le retira su protección.
Cuando se queda en silencio y deja de producir
Cuando su influencia declina en los jóvenes.
Cuando su obra carece de valor trascendente.
Cuando se produce un cambio de sensibilidad, surge un movimiento o escuela que le son adversos.
Cuando muere prematuramente.
Cuando carece de un mito personal que determine la atracción social futura.
Cuando carece de promoción editorial.
Cuando no sabe promoverse.
Cuando recibe en vida demasiados reconocimientos y premios.
Cuando habla para pocos y no alcanza a expresar un ambiente.
Cuando teme ser imprudente, acepta las prohibiciones y rehúye el escándalo.
Al terminar las quince razones ya estaban los libros sobre la mesa. Los tuve al fin bajo mi vista y entre mis manos. Di comienzo a una modesta y melancólica arqueología del saber. En verdad me parecieron pequeños juguetes. Tomitos en octavo, de menos de cien páginas, papel brillante, cromado, resistente, festones en cada página y deliciosas viñetas cerrando cada crónica, cada cuento. Increíble que en imprentas pueblerinas se hicieran estos pequeños juguetes que tanto tiempo habían durado. Creí al verlos de pronto que estaban originalmente encuadernados. Aunque todavía intacta, la encuadernación era antigua.
En realidad las ediciones originales se hicieron en rústica, con frágiles portadas. Habían sido mandadas a encuadernar posteriormente, luego de muchos años, tal vez por el propio Leyva, cuando residía ya en La Habana. Tenían un sello triangular de la casa Belmonte, que se hallaba en la calle Monte y Zulueta. Me conmovió pensar que el propio autor había mandado a encuadernar los únicos ejemplares de los pocos libros que había escrito, publicaciones provincianas, tiradas cortas, que él pagaba y vendía en su casa, con el fin de preservarlos, a la espera de que alguien, algún curioso lector, pasado el tiempo, pudiera encontrarlos después de su muerte. Su viuda los entregó a la Biblioteca del Instituto.
Solo uno, La provincia, las aldeas, era de formato un tanto mayor y tenía en verdad más de cien páginas, impreso en Santiago de Cuba, en 1922, y poseía un significado especial: fue el último libro que publicó.
En el prólogo, por Eduardo Abril Amores, encontré una noticia que paso a glosarles. Quizá, en vez de una noticia se trate de una imagen, un retrato personal de Leyva trazado por este amigo suyo, en un minuto decisivo, el de escribir.
Estos dos hombres trabajaban como periodistas profesionales en Diario de Cuba. Leyva había abandonado su aldea, la “blanca Gibara”, para establecerse en Santiago. La noche que decidió escribir el libro, se hallaban en el Hotel Antilla, de paso para Baracoa, en viaje de trabajo. Calor, humo, pitazos de locomotoras, un enjambre de mosquitos llegaban a la habitación. Impaciente y nervioso se acuclilló en la cama como un fakir indiferente, y se pasó la noche llenando cuartillas, fumando y escupiendo. A esta imagen, tan gráfica, falta un toque de época, el ambiente oriental de moda, muy del gusto de Leyva. Abril Amores no lo olvida: los cigarros que fumaba eran “cigarrillos egipcios”.
Textos y fotos revelan interés por los ambientes orientales, ignoro si profundo o ligero contagio de la moda. Otro de sus contemporáneos, José de la Luz León, provinciano igual que él, nacido en Baracoa --integrante de la nómina actual de olvidados--, publicó en la revista Carteles, enero 1960, un conmovido testimonio de su amistad con Armando Leyva, ilustrado con una fotografía de archivo. En ella se halla sentado en una cama tendida con una manta de ornamentos hindúes, la espalda reclinada en la pared que cubre un tapiz, igualmente hindú. Sobre una mesita labrada, una estatua de Buda, pebetero y palillos de incienso. A este testimonio de época cabría agregar que la única pieza de teatro que compuso, un corto monólogo sentimental y dudoso valor, lleva el título, “También el Budha suspiró de amor”.
Dice una observación de Goethe en traducción castellana: “Sin haber visto la cara de la persona, por lo menos retratada, nunca se sabe con quien se habla”.Valdría agregar “o de quien se habla”. La observación es de 1828. Resulta evidente: en su época se creía con firmeza en la relación, por lo general, absoluta, entre la presencia sensible y lo espiritual. El físico transparentaba el carácter, el temperamento. Podía leerse en el como en un libro abierto. Una mirada torva, una boca sumida y sin labios ¿no expresaban inclinaciones horrendas o mezquindad? En fin, cuanto resumía la sentencia popular con divertida claridad: la cara es espejo del alma. Eran los tiempos de la fisonómica de Lavater. La sicología actual ha puesto el absoluto de esta relación en entredicho. Hoy sabemos, sin que este saber implique desarmonía entre la mente y el cuerpo, entre el carácter y la apariencia personal, sabemos que un homicida puede tener la cara de un ángel de Botticelli.
El pintor académico Esteban Valderrama, matancero y contemporáneo de Leyva, le hizo un retrato al creyón, que el retratado, al parecer, juzgaba complacido: lo reprodujo en cada uno de sus libros desde 1915. Firmado, carece de fecha. En él, Leyva parece un hombre de más edad que el joven autor de cuentos y crónicas, redactados entre los 27 y los treinta y dos. Creo que el retrato de un autor intenta anular parte de la distancia existente entre el lector y el autor de la obra leída. Calma en algo su curiosidad, como calmaban el vacío entre los dioses y los creyentes, como las fotos la ausencia del cuerpo desaparecido. “La imagen es la realidad del mundo invisible”(Lezama). No haré una descripción del hombre del retrato. Sería tan sólo un conjunto de palabras, y me gustaría, en cambio, ofrecerles una especie de retrato en movimiento, basado en la impresión real de un testigo. Para ello, nuevamente acudo a José de la Luz León y al artículo que mencioné.
Cosa rara: una polémica acercó a estos hombres. Ninguno de los dos se habían visto nunca. Desde sus respectivos periódicos, uno en Baracoa, otro en Gibara, polemizaron sobre Emilio Bobadilla, como dos buenos provincianos, con violencia creciente. Llegó al punto en que se retaron a duelo. De la Luz León fue hasta Gibara en busca de su contrincante. Entró en el Unión Club, donde se reunían notables y ociosos, caserón de la época colonial, frente al parque, mesas de billar y balances de rejilla en los que se sentaban a “chacharear”– el término coloquial es de la Luz León. Vio allí a un tipo joven, de melena hirsuta, gafas con cinta negra, chaleco entallado a cuadros, debajo de una levita o de un paletó, apoyado sobre un bastón de carey, los dedos plagados de sortijas. Lo sorprendió ese empaque demodé, imprevisto en una “aldea”, pero que le resultaba original y curioso, y lo escogió para preguntarle por Armando Leyva. Oyó una respuesta inesperada: “Yo soy”.
Ahí terminaron, naturalmente, polémica y deseos de batirse. Se estrecharon las manos y se abrazaron. A continuación cito textualmente: “Armando Leyva era distante sin quererlo. La madurez lo hizo más suave y tolerante. Me pareció desencantado. Su conversación era un puro deleite. Sabía escuchar, sin perder el aire de ensimismamiento y ausencia de su juventud,” Luego volveré sobre estas observaciones sutiles.
Como tantos de nuestros artistas, Armando Leyva era un provinciano, pero un provinciano asumido. Sentía por su aldea, Gibara, donde nació en 1888, el año en que Rubén Darío publicó Azul, y hubiera podido decir como alguien dijera, “el modernismo y yo nacimos juntos”, sentía una rara devoción, mezclada de molestias y aversiones, sentimientos complejos que manifestó en diversos cuentos y crónicas. Estudió las primeras letras en su pueblo natal. Era hijo y sobrino de ingenieros, su padre y su tío fueron diseñadores y constructores de centrales azucareros.
La primera vez que abandonó su aldea, marchó a estudiar bachillerato en las Escuelas Pías de Guanabacoa, como interno. En unas fingidas memorias, atribuidas a un personaje imaginario, que no llegó a publicar completas, narró oblicuamente el tiempo transcurrido tras los muros del colegio escolapio, “los cinco años más áridos de su existencia”. Como si continuara viviendo en la aldea, poco participó del ambiente capitalino, y concluidos sus estudios regresó de inmediato a Gibara.
Pero su padre y su tío tenían la ilusión de que él continuara la tradición familiar, y lo matricularon por correo en un College de Estados Unidos para que estudiara ingeniería. Partió “con poco entusiasmo, algunos presentimientos de no sé qué trascendental transformación en mi vida y muchos versos sinceros y mal escritos”. El College estaba en Maryland, una pequeña ciudad. Hasta donde han llegado mis pesquisas, no frecuentó las grandes urbes del Norte, New York, Chicago.
Varios de sus cuentos, de los acertados que realizó, nos hablan de Maryland, del College. Entre sus personajes hay estudiantes latinoamericanos, mexicanos y colombianos que, es lícito suponer, también sus familias enviaron a estudiar ingeniería. Si alguno regresó con su título bajo el brazo, él volvió a Gibara sin terminar la carrera. Cuanto temió como presentimiento, se le hizo real: su vida sufrió la transformación oscuramente anunciada. Si desde adolescente había escrito, a menudo como un juego, a partir de ese momento se le volvió grave, con la gravedad de un destino. Nada personal había para él en aquel College, en aquellos estudios… Durante esos meses en que la transformación se abría paso en él, tiempo semejante a un interregno, perfeccionó lo que sabía de inglés, leyó, no los libros de clase, sino los de literatura que le prestaban las bibliotecas públicas. En el curso de estas lecturas conoció los relatos de Edgar Allan Poe. Los leyó en inglés. Quedó seducido por su obra macabra y su vida desdichada. Fue uno de sus iconos perdurables. Cuando la transformación, “palingenesia” llamó André Gide a tales estados, se le tornó evidente, tomó una decisión imprescindible para su existencia futura: envió una carta a su padre pidiéndole regresar a la aldea sin concluir los estudios. Desde ese momento se convirtió en un escritor. No quiso otro destino que el destino que él mismo había elegido. Pese a las advertencias y amenazas de un padre desilusionado con su hijo, volvió a Gibara. A los dos años publicó su primer libro.
Del ensueño y de la vida, como dije hace un rato, se imprimió en 1910, imprenta El Cucalambé, Victoria de Las Tunas. Este tomito de sesenta páginas era obra de un escritor de 22 años. (Varias de estas composiciones se publicaron antes en periódicos de Gibara.)
Ahora diré que se halla dividido, indica el título, en dos secciones, la primera para el ensueño, la segunda para la vida. Actualmente la primera carece de valor, y sin embargo, dada su atracción por las virtudes del ensueño, debió interesarle más que la segunda, el ensueño más que la vida, sin duda. Compuesta de doce escritos, tan solo conserva todavía cierto interés, “El primer desengaño”, en el que inesperadamente la vida tropieza con el ensueño, y parece ganarle la partida. La anulación del ensueño implica una experiencia, y la experiencia es el primer desengaño. ¿Es el ensueño entonces un simulacro de felicidad? Quizá sea el conflicto de esta crónica, y de cuanto escribió durante esta etapa de su creación. Como los buenos sonetos, concluye con una sorpresa de fino humor, un tanto galante, humor frecuente en su escritura. Cuando la amada ideal del protagonista, muchacho de quince años, lo convence, en un diálogo de deliciosa ironía, de que el amor entre ellos, semejante a cualquiera amor, debe cesar voluntariamente antes de que termine como proceso natural. Tras esta decisión, les quedará un hermoso recuerdo. El muchacho finalmente le pide besarla en alguna parte del cuerpo donde nadie nunca la hubiera besado: ella le ofrece los guantes que cubren sus manitas y él se los besa como despedida.
En el resto de la sección del ensueño, pese a que la escritura es la de un esteticista moderado, es más un neorromántico que un modernista. Su prosa, efectiva y cuidada, es solemnemente cursi. Los rasgos de humor que, a la manera de “El primer desengaño”, podrían salvar el texto dándole al lector la posibilidad de otra lectura, al poner en entredicho la abundante cursilería y el sentimentalismo de las historias, no aparecen en el resto del ensueño.
En la sección segunda, con la que cierra el tomito, el futuro editor de sus obras deberá tomar en cuenta, de los nueve textos breves que la integran, al menos tres. Pocos en verdad. No obstante, “Mis gafas”, “Un gato”, “Poe” podrían calificarse de páginas excelentes. Sarcásticas, escritas desde sí mismo, aparentes ejemplos de confesión personal, enumeraciones dispuestas como arias de bravura (“Son algo integrante de mi yo –dice en “Mis gafas”— Como mis tristezas. Como mis odios. Como mi filosofía. Como mi hígado. Las amo como Voltaire amó el café. Como Teresa de Jesús amó la muerte. Como De Quincey amó el opio. Y me han sido más útil que la religión, que los relojes y que los amigos”) El gato, animal del universo de Poe, y de Baudelaire, otra de sus admiraciones, aparece con frecuencia en sus escritos, como el caballo y los perros, transformados en animales extraños, perdida su relación cotidiana con el hombre.
Sin duda carecía del don de titular. Desde el inicio de su carrera como escritor, la falta de este don es manifiesta. Del ensueño y de la vida no es buen título. No se le daban siquiera sugerentes o llamativos. Alma perdida, su segundo libro, es perfecto para un melodrama radial. Otros lindan con lo excesivamente cursi, con el folletín, con un modernismo trasnochado, y pueden desanimar a lectores y a críticos del conocimiento de sus mejores cuentos, “Gritos en el monte”, “Un suicidio”, “Un muerto”. Títulos desafortunados, quizá obra de la dejadez o la indiferencia periodística, sorprendentes en un autor que ejercía sobre el resto de su prosa un cuidado extremo.
Vuelvo a Del ensueño y de la vida. Pese a cuanto he señalado, este pequeño libro revela desde su título, la división en dos partes y el uso de la crónica y del cuento, como géneros separados incluso en la organización tipográfica, las antinomias decisivas en la poética de Armando Leyva. Creo que tan sólo falta la del horizonte geográfico: el enfrentamiento entre el mar y la montaña, la aldea y la ciudad. Estos son los agentes del conflicto, el dualismo acentuado y en contradicción, cuyo eje central y giratorio lo forman el ensueño de un lado, del opuesto, la vida. Pareja contradictoria que hace su aparición en múltiples páginas, constantemente, de un modo casi obsesivo, incluso hasta el punto de desgaste.
Tal vez no se trate con exactitud de contradicción, sino de un agudo conflicto en la experiencia humana, y principalmente en poetas y escritores del modernismo latinoamericano. Leyva es consciente de este conflicto. El ensueño es más fuerte que la vida, nos dice en uno de sus cuentos o de sus crónicas. Lector de Nerval, a quien menciona en diversas ocasiones en las que sus escasos críticos no han reparado, sabía que el sueño es una segunda vida. Sus personajes femeninos, en algo semejantes a los de Nerval, empiezan siendo reales para convertirse, por exceso del deseo frustrado, en apariencias del sueño, y en su escritura, en apariencias del ensueño. El sueño nervaliano es sustituido por el ensueño. Se sueña en Aurelia con los ojos cerrados. En los mejores cuentos de Armando Leyva el ensueño no es una segunda vida, es una especie singular de superposición sobre la vida, diré real. Es mediante el ensueño que el hombre alcanza, por un instante, aquello de lo que carece. Por el contrario del sueño, no es la representación fantástica del durmiente, es la representación fantástica del ser humano en vigilia, decisivamente despierto.
La enemiga del ensueño, esa cosa llamada vida, ¿qué era?
Una frase de Poveda, que nuestro autor suscribiría de inmediato, podría responder esta pregunta: “La vida tiene el deplorable efecto de ser perfectamente anodina”. Terminado el ensueño, descubierta su raíz ilusoria, lo que queda es aburrido y mediocre, es decir, lo que queda es la vida. Leyva disiente tanto de la vida sentimental como de la social y política. Entrar en las regiones del ensueño es, al menos por unas horas, liberación, positiva conquista. “Amaba la torre de marfil, pero le atraía la multitud”, escribió Regino Boti de José Manuel Poveda. Podría decirse por igual tanto de Armando Leyva como del propio Regino Boti. Esto aumentaba sus dualismos, sus antinomias. A sus obsesiones esteticistas, se unían preocupaciones sociales y patrióticas, que en él fueron agudas y constantes. Como este aspecto es poco conocido, diré que Armando Leyva, y enumero simplemente, fue antimachadista, enemigo acérrimo de la prórroga de poderes, adversario de la discriminación y partidario del voto femenino, contrario a las componendas políticas y la democracia pervertida, opuesto a la influencia, ya en su juventud muy manifiesta, de la sociedad norteamericana en la naciente vida de la nación cubana. Para él Estados Unidos era yanquilania. Decenas de crónicas dan testimonio de sus antinómicas preocupaciones por la vida.
Cinco años después, 1915, tras reunir el costo de la impresión, unos sesenta pesos, publica Alma perdida, en un taller de imprenta y encuadernación, rayado y sellos de goma, montado en Puerto Padre. En esta publicación, después de la portada, ya se incluye el creyón que le hiciera Valderrama.
Hay varias piezas considerables en este libro: el relato que le da título, los cuentos cortos “Gritos en el monte” y “Sister Grace”, y la crónica “Jambrina”. En mi opinión son cuatro piezas perdurables. La estructura de este su segundo libro repite la dicotomía del anterior, cuentos y crónicas, distribución genérica que constituye una constante personal de cuanto escribió.
“Alma perdida”, figura entre sus textos narrativos más extensos. Es de 1913, dos años antes de que apareciera en libro. Obtuvo un premio en un concurso organizado en Gibara. Parece escrito por un chroniqueur que hubiera leído a Baudelaire. Amores enfermizos, caprichosos, tornadizos: insistir en amar a quien no te ama, sufrir por esa frustración trágica, enfermar y enloquecer, en medio de la belleza del paisaje oriental, lejano y apartado, aves misteriosas que pasan, ventanas abiertas a un azul fantasmagórico, un piano donde una adolescente toca exóticas melodías con insistencia neurasténica. Un personaje femenino, especie de mujer fatal, fanfarlo criolla, que seduce con inesperados acercamientos e inesperadas esquiveces, destruye la vida espiritual de un escritor, hasta llevarlo a la locura y al suicidio.
Este drama sentimental o si prefieren, sentimentaloide, ha sido narrado con admirable contención y tono irónico, casi festivo, saloniere, conversaciones inteligentes entre personajes que parecen o simulan estar de regreso de todo. Utiliza, en varias secuencias de la historia, la narración epistolar. Podrían señalase, además, otros procedimientos narrativos, una especie de monólogo interior puntuado y rudimentario, la utilización de poemas --“La cabellera” de Baudelaire--, dedicatorias confesionales del escritor en el álbum de recortes de la seductora, fragmentos de la novela erótica que Fernando Busto escribe, mientras transcurre el relato, una narración dentro de otra. Voz en tercera de la narración que deriva hacia la primera persona, como si el narrador se consustanciara con el personaje--escritor. Oigamos por un instante al protagonista, el escritor Fernando Busto, hablar consigo mismo: “La quiero fervorosamente, con amor delicado y brutal; en ocasiones, con devoción casi mística, como se ama a las novias enfermas; a ratos mi cariño es puro e ingenuo, un cariño fraternal, y otras veces creo ver en ella a la posible esposa, y otras a la gentil querida a quien se ama con goces supremos y depravaciones exquisitas.”
“Alma perdida” describe la contradicción entre los cubanos ricos, educados en colegios de Estados Unidos que regresan a Cuba a pasar sus vacaciones, y los que han permanecido en sus casas y en sus tierras sin salir. El chalet familiar donde se alojan estos personajes, se encuentra en un monte intrincado, próximo al mar, entre montañas. Paisaje que resulta una constante en la geografía de Leyva, en la geografía que se ha trazado en el mapa imaginario de su escritura. Pero no es posible evitar la reminiscencia familiar: son las numerosas transmutaciones de la experiencia real de su existencia en Gibara, aldea marítima rodeada de montañas, blanca y enigmática.
Los cuentos cortos (“Gritos en el monte”, “Sister Grace”) inician una zona, diré que afortunada, en su escritura de imaginación, que ha de culminar en Las horas silenciosas, 1920, su mejor libro, publicado cuando ya residía en Santiago de Cuba. Estos dos cuentos, cercanos a la literatura fantástica, me parecen surgir del ensueño, o más exacto, del conflicto entre la vida y el ensueño. Están en ese ámbito intermedio, creado por la intercomunicación entre las dos categorías al parecer antagónicas, y en que las fronteras entre lo real y lo fantástico se difuminan y parecen contaminarse la vida con el ensueño, o al revés. Nacen estos cuentos de la nostalgia del ensueño, del ensueño más cruel, principalmente “Gritos en el monte”.
El protagonista de esta narración, entre las mejores que escribiera, pese a su título de noticia de prensa amarilla, recibe un telegrama donde se le anuncia que Carmen, pareja de un íntimo amigo suyo, está agonizando. La pareja vive en un apartado y gracioso cotagge, “en un recodo de la costa, parecía llevado allí caprichosamente por un rafagazo de ciclón.”
(Abro un paréntesis. Como buen provinciano, gustaba Leyva de ciertas demostraciones, de evidenciar el conocimiento, saberes que lo apartaban del resto de los habitantes de la provincia y las aldeas. En ficciones que ocurren en pueblitos de la región oriental, emplea palabras rebuscadas, vocablos, versos y frases en francés, en inglés. Incluso en latín. Algunos objetos preciosos se guardan en la etagére, ciertas familias no viajan en coche, viajan en tílbury. Por supuesto no es la prosa de un pedante, es la de un provinciano, incluso con fino sentido del humor. Tales términos conviven –armoniosamente-- con numerosos neologismos y coloquiales vocablos. Cerca de “ojos lagunares” puede hallarse un “zoquete”. Aquí cierro el paréntesis.)
El lejano cotagge, y otros elementos que aparecen en “Gritos en el monte” lo aproximan a Edgar Allan Poe, mediante la asimilación muy personal de sus ambientes macabros. La palabra cotagge, y su disposición apartada recuerdan “El cotagge de Landor”. Allí llega el protagonista-narrador. Ha sido advertido por el criado que fue a recibirlo al solitario paradero del tren: Carmen no muere de enfermedad alguna, según ha reconocido el propio médico que la atiende, muere de un extraño padecimiento: un horripilante grito. El momento más fantasmagórico del cuento ocurre, cuando entra el protagonista en la habitación de la agonizante. “Tendida en su lecho –escribe con su habitual poder de síntesis y rápida levedad--, inundado de blancos encajes, no parecía enferma, cerrados sus anchos ojos y abierta en bandó su cabellera, dijérase que dormía. Pero aquel grito se repetía tormentoso, sin variantes. Entreabría su boca, contrayendo los labios, agudo, vibrante, infinito, que despertaba supersticiones, inenarrables miedos.”
Carmen muere esa noche. Hay un modesto entierro. El féretro va en una carreta, escoltado por el marido y el médico. El narrador parte al amanecer, tras cumplir con la petición de su amigo de ordenar papeles, recoger el cotagge, cubrir los muebles, embalar los cuadros. Un silencio abrumador lo circunda. Acompañado de un criado montan en sus caballos y parten. Armando Leyva se reserva un acontecimiento inesperado y esperado a la vez por el lector: cuando entran cabalgando al monte pleno, oyen de nuevo el grito espantoso “desesperado, cabalístíco, agorero, el grito inolvidable de la muerta, taladrando la paz cementerial de la manigua.” Los caballos se espantan y todo parece estremecerse a su alrededor.
Este grito cabalístico y agorero se deja oir, esta vez de la boca de los animales, en el relato Alma perdida el de un pájaro del monte, el de un animal agonizante. El grito es una de las oscilaciones del ensueño, los sobresaltos del anhelo, el grito es una manifestación del imposible humano. Al definir o caracterizar los cuentos de Poe, Baudelaire emplea una expresión que me resulta válida por igual para estas ficciones “literatura de los nervios”. En sus mejores ejemplos, esa exacerbación de los nervios, la intensificación de la vida de los nervios produjo en Leyva sus más perdurables narraciones, en las crónicas y en los cuentos. Como él mismo dijera en su crónica de Poe, “violentar los nervios hasta el dolor”
Ciertos cuentos de Leyva me impresión como ligados a la tradición del relato oral de aparecidos. Veo, recordando mi propia experiencia, veo la casona de su familia en Gibara, las grandes puertas y ventanas, la inesperada luz del patio. Supongo, y la costumbre me ayuda a suponer, que su familia, al igual que tantas familias de Oriente, después de la comida se reunía en la sala a conversar. Probablemente él era un niño cuando su abuela narraba relatos del gato negro que es la transmutación de una muerta, la leyenda del indio cruel, el jinete descabezado, la niña muerta que regresaba a tocar el piano, historias que lo sobrecogían y al mismo tiempo fascinaban. Miraba las puertas, se levantaba a cerrarlas. Así pasaban la noche, antes de irse a dormir. Leer “Las voces de los muertos”, “Sister Grace”, “La puerta” “Los gritos del monte”, me hacen recordar aquellas reuniones de sobremesa terrorífica. Creo que, como en otros niños orientales, permanecieron, diré, en el tejido nervioso de Armando Leyva, y algunos de sus cuentos ¿no son diestras rescrituras de aquellas noches?
Cuando aparecen Del ensueño y de la vida, y el libro siguiente, Alma perdida, Rubén Darío vive todavía. y publicará dos obras esenciales del movimiento modernista, Poema de otoño y Canto a la Argentina. El modernismo se halla en su apogeo, influyente en la poesía y la prosa de nuestra lengua. Espléndida renovación del castellano. Leyva es amigo y lector de los más grandes poetas cubanos de su época, orientales y mestizos, Regino Boti y José Manuel Poveda. Ambos escribirán sobre él, Poveda prologará uno de sus libros. Su escritura está en su momento histórico. Conoce bien sus textos: a los latinoamericanos, Nájera, Silva, Lugones, al español Valle-Inclán. Ha leído a Stevenson, a Hoffmann y a Oscar Wilde, a los filósofos Schopenhauer y Thomas Hobbes. Por supuesto a estas lecturas se mezclan malas lecturas. Admira a Santos Chocano y a Felipe Trigo. Escribe varias crónicas sobre novelas españolas y mexicanas que ya nadie se atrevería a identificar, Orquídea, de Gómez de la Mata, La musa bohemia, de González Peña. Pero, ¿no forman esas admiraciones parte de la época y del momento? ¿No contribuyen a su tono y características? ¿La corriente confusión sobre el valor de ciertos autores contemporáneos que el tiempo se encargará de hacer desaparecer? Él, Regino Boti, Poveda, y casi todos los modernistas, ¿no admiraban hasta la imitación a Jean Lorrain, a quien hoy nadie recuerda? El tiempo, encarnado en las generaciones sucesivas, se encarga de tales decantaciones. El tiempo es el más íntimo agente del olvido.
Tenía 36 años cuando abandonó su provincia oriental, la ciudad de Santiago de Cuba, donde residía, casado y con dos hijos, Ana y René, su puesto de jefe de redacción en Diario de Cuba, donde trabajó varios años, y vino a residir en La Habana. Fue primero director del periódico El sol de Marianao, y pasó luego a trabajar como jefe de corresponsales en el diario Información, devengando, como antes se decía, un salario de 8 pesos semanales. Se mudó en el moderno edificio Gómez, en un apartamento del séptimo piso, a un costado del antiguo Palacio Presidencial, en la calle Morro. Pero quien vino de Santiago fue solamente el periodista, el escritor de ficciones había terminado, misteriosamente terminado. Pasó veinte años en La Habana, hasta su muerte en 1942, sin escribir un nuevo libro de cuentos, sin hacer casi nada que valiera la pena. En Bohemia aparecían, de vez en cuando, narraciones firmadas por él, pero sus amigos sabían que estaban entresacadas de sus publicaciones anteriores, con nuevos títulos y modificaciones pequeñas. Por ejemplo, “La última bañista”, publicada en 1920, reapareció en l935, bajo el título “Anafkh”. De escritura reciente tan solo dos o tres, sin ningún valor. La vida, al parecer, le ganó la partida al ensueño. Las numerosas crónicas, casi diarias, escritas en La Habana, algunas dedicadas a Chaplin o la Garbo, fueron trabajos de redacción, lo que en el la jerga del viejo periodismo llamaban “goma y tijera”. Con melancólica dedicación, es dable suponer, las recortaba de los periódicos para conservarlas entre sus papeles, a sabiendas de que casi nada podría hacer con ellas en un futuro. Eran y no han dejado de serlo, eso, escritura de ocasión. A veces, como en “Las hormigas” o en “Juegos infantiles”, reaparecía fugazmente el escritor en algún destello, en alguna observación aguda o conjunción inesperada de dos adjetivos opuestos, como hacía en el pasado el prosista que fue
¿Por qué –cabría preguntarse- un hombre dotado como Leyva para la escritura deja de escribir?
Aquí retomo aquellas observaciones de José de la Luz León. “Era distante sin quererlo. La madurez lo hizo más suave, más tolerante. Ensimismado y como ausente”. Y esta, que supongo decisiva, “Me pareció desencantado”.
Dada la zona de oscuridad personal que implica desentrañar este hecho, me siento obligado a continuar en el terreno resbaladizo de la especulación Tal vez una de las quince razones que enumeré hace un rato, pudiera dar un poco de luz sobre las causas sociales del olvido que siguió a su muerte, y el entierro de su obra hasta hoy. Cuando se queda voluntariamente en silencio dejando de producir. Este silencio personal engendró consecuencias sociales que duran hasta el presente, hasta esta misma tarde.
Lo perdurable en su obra son algunos cuentos y crónicas que él dejó como abandonaos en su quehacer de provinciano en la región oriental, están en aquellos tomitos de papel resistente y variadas viñetas que no volvería a escribir en La Habana. Cuando se unió a un amigo para editar juntos una colección de novelas cortas, la suya fue un reciclaje, entregó “La enemiga”, que publicara en Santiago de Cuba en 1920, es decir, diez años antes. Es sin embargo uno de sus textos narrativos extensos, alrededor de cuarenta cuartillas, el de mayor consideración, quizá el de mayor aliento. En un minuto de dramatismo podría decirse que la Capital anuló al creador literario. Su mundo era pequeño y frágil, sus procedimientos y recursos narrativos comenzaban a repetirse y volverse monótonos. En sus cuentos reaparecen, con leves variaciones, y a veces intensificados, idénticos argumentos, parecidas descripciones del paisaje, ensueños repetidos que se han vuelto mecánicos. Quizá percibió o intuyó que debía intentar otra visión, otro mundo, y no le fue posible.
Sin duda Armando Leyva no figura entre los autores que podríamos llamar grandes narradores cubanos. No es Meza ni Villaverde, Carrión ni Carpentier, Novás Calvo o Virgilio Piñera. No escribió Jardín, La vuelta de Chencho ni un Paradiso. No obstante, la parte valedera de su obra menor merece un lugar en la historia de la literatura cubana.
Finalmente, me gustaría citar de nuevo a Baudelaire. Tal vez, es lícita la figuración, Armando Leyva leyó estas palabras como quien se reconoce en ellas, como quien ve en ellas su retrato. “Hay en el mundo –dijo su admirado Baudelaire-- gentes que van al Museo del Louvre, pasan rápidamente sin dedicar una mirada a la multitud de cuadros muy interesantes aunque de “segundo orden”, y se plantan embelesados ante un Tiziano o un Rafael, Después salen satisfechos como si hubieran conocido suficientemente el museo. Existen también lectores que habiendo leído a Shakespeare y Racine creen poseer toda la literatura. Pero afortunadamente se presentan de vez en cuando aficionados, críticos o curiosos, que afirman que no todo está en Rafael, y que no todo está en Racine, y que los poetas y artistas menores tienen algo de bueno, de firme y de delicioso.” Creo que esto es suficiente advertencia para que nos acerquemos a escritores menores, como Armando Leyva, porque no todo está en Carpentier o en Lezama.
Muchas gracias por escucharme. .
sábado, 8 de enero de 2011
Kozer lee a Oppen
Comentábamos en un post a propósito de la Suite para la espera (1948) y la primera poesía de Lorenzo García Vega, esa afición por el poema como testimonio de lecturas, como bitácora de tributos y resonancias de otros poetas. Algo de eso hay también en la poesía de José Kozer. Desde sus primeros cuadernos de los años 70, Kozer encabeza sus poemas con exergos de otros poetas o invoca a estos en versos que juegan, por momentos, al arte espírita del regreso de los muertos. La poesía de Kozer se acerca así a un ejercicio mediúmnico, donde se intenta devolver el “ánima” de los poetas perdidos.
Hay de todo en ese espiritismo lírico: desde viejos sabios chinos, japoneses o budistas, como Yang Wanli, Matsuo Basho, Daigu Ryokan o Tao Yuanming, holografiados en el maravilloso cuaderno 22 poemas (2007), ilustrado por Germán Venegas y editado por Roberto Rébora en su finísimo Taller Ditoria, hasta buena parte de la gran poesía hispanoamericana: Darío, Martí, Paz, Parra… Pero aún bajo un espectro referencial tan amplio, los mayores ecos de Kozer provienen de la poesía norteamericana: Ezra Pound, T.S. Eliot, Wallace Stevens y, especialmente, George Oppen.
Buena parte de la escatología y el objetivismo que caracterizan la poesía de Kozer guardan alguna conexión con la obra de Oppen, sobre todo, aquella de los años 60, The Materials,This in Which, Of Being Numerous, que el joven Kozer debió leer mientras estudiaba en NYU o enseñaba en Queens College. En su libro En Feldafing las cornejas (Aldus/ Universidad del Claustro de Sor Juana, 2007) hay dos homenajes a Oppen. En el poema “Ánima” se lee: “sólo motetes, sólo cantatas, leer a George Oppen./ Leerlo, por ejemplo, donde dice: “To a body anything can happen, Like a brick”. En “Ánima por George Oppen”, el espiritismo es más evidente:
Agreste, y pese a la desproporción de lo agreste, rostro diente de perro,
paso la mañana
(en tránsito) leyendo a George Oppen.
Una fruta del tamaño de Buda, no me atrevo a abrir la boca,
no hay cupo, puede que de
cera puede que de plomo, fruta de un Bodhisatva,
el poema de George Oppen basado en un poema
de Buddhadeva Bose, diente de perro asimismo
el rostro de Oppen, una fruta de piel lisa, fruncir
la flor el ovario para transformarse en fruto, tengo
la certeza de haber visto tras el resplandor las
manzanas (rojo amarillo rojo a su sombra) de
Cézanne.
Hay de todo en ese espiritismo lírico: desde viejos sabios chinos, japoneses o budistas, como Yang Wanli, Matsuo Basho, Daigu Ryokan o Tao Yuanming, holografiados en el maravilloso cuaderno 22 poemas (2007), ilustrado por Germán Venegas y editado por Roberto Rébora en su finísimo Taller Ditoria, hasta buena parte de la gran poesía hispanoamericana: Darío, Martí, Paz, Parra… Pero aún bajo un espectro referencial tan amplio, los mayores ecos de Kozer provienen de la poesía norteamericana: Ezra Pound, T.S. Eliot, Wallace Stevens y, especialmente, George Oppen.
Buena parte de la escatología y el objetivismo que caracterizan la poesía de Kozer guardan alguna conexión con la obra de Oppen, sobre todo, aquella de los años 60, The Materials,This in Which, Of Being Numerous, que el joven Kozer debió leer mientras estudiaba en NYU o enseñaba en Queens College. En su libro En Feldafing las cornejas (Aldus/ Universidad del Claustro de Sor Juana, 2007) hay dos homenajes a Oppen. En el poema “Ánima” se lee: “sólo motetes, sólo cantatas, leer a George Oppen./ Leerlo, por ejemplo, donde dice: “To a body anything can happen, Like a brick”. En “Ánima por George Oppen”, el espiritismo es más evidente:
Agreste, y pese a la desproporción de lo agreste, rostro diente de perro,
paso la mañana
(en tránsito) leyendo a George Oppen.
Una fruta del tamaño de Buda, no me atrevo a abrir la boca,
no hay cupo, puede que de
cera puede que de plomo, fruta de un Bodhisatva,
el poema de George Oppen basado en un poema
de Buddhadeva Bose, diente de perro asimismo
el rostro de Oppen, una fruta de piel lisa, fruncir
la flor el ovario para transformarse en fruto, tengo
la certeza de haber visto tras el resplandor las
manzanas (rojo amarillo rojo a su sombra) de
Cézanne.
miércoles, 5 de enero de 2011
Áspera verdad de la novela
La expresión "la áspera verdad", atribuida a Danton y que Stendhal utilizó como epígrafe en su novela Rojo y negro, generalmente, se entiende y se traduce mal. Al menos, en la acepción que quiso darle Stendhal en la historia de Julien Sorel. Por lo general se piensa que la frase alude a la incomodidad, la rudeza o la inclemencia que genera la verdad en un mundo de mentiras. Pero Stendhal la utilizó en un sentido más literal: la verdad como algo no liso o plano, como una superficie de difícil acceso y tránsito.
En un ensayito inagotable, “La áspera verdad. Un desafío de Stendhal a los historiadores”, incluido en El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso y lo ficticio (FCE, 2010), del historiador italiano Carlo Ginzburg, se expone el equívoco por medio de un debate con los capítulos que Erich Auerbach dedicó a Stendhal en su gran estudio, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (FCE, 1950).
Dice Ginzburg que Auerbach fue injusto cuando afirmó que “Balzac supera con mucho a Stendhal en la trabazón orgánica entre hombre e historia”. El reproche de Auerbach, más parecido al de un historiador positivista que al de un crítico literario, se basaba en que Stendhal escenificaba situaciones y personajes en contextos muy específicos –el momento previo a la Monarquía de Julio de 1830, por ejemplo- sin ofrecer al lector suficiente orientación para ubicarse en los mismos.
Cuando Stendhal describe los salones parisinos como sitios “aburridos y tristes” a Auerbach le parece que esa referencia tiene tiempo y lugar específicos –el París de fines del 29 e inicios del 30- y que, sin embargo, se hace pasar por imagen histórica de larga duración. Lo cual le resulta engañoso, ya que los salones parisinos eran cualquier cosa menos “aburridos y tristes” a fines del XVIII o en la época napoleónica.
Ginzburg recuerda, en cambio, que Stendhal cambió el subtítulo de su novela –primero fue “Crónica del siglo XIX” y luego “Crónica de 1830”- y que su ambivalencia entre el año 30 y las tres primeras décadas del siglo XIX era deliberada. La verdad histórica que le interesaba trasmitir a Stendhal era “áspera”, difícil de reconstruir y expresar. El historiador italiano encuentra la clave en unos cuadernos que llevó Stendhal durante una estancia en Roma, en la primavera de 1834:
“Durante mi juventud escribí biografías (Mozart, Miguel Ángel…), que en cierto modo son libros de historia. Me arrepiento de ello. Creo que la verdad acerca de las pequeñas cosas como de las grandes es casi imposible de alcanzar; al menos una verdad algo detallada. Monsieur de Tracy me decía: ya no se puede alcanzar la verdad si no es en las novelas. En cualquier otro sitio no es más que una presunción”.
En un ensayito inagotable, “La áspera verdad. Un desafío de Stendhal a los historiadores”, incluido en El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso y lo ficticio (FCE, 2010), del historiador italiano Carlo Ginzburg, se expone el equívoco por medio de un debate con los capítulos que Erich Auerbach dedicó a Stendhal en su gran estudio, Mímesis. La representación de la realidad en la literatura occidental (FCE, 1950).
Dice Ginzburg que Auerbach fue injusto cuando afirmó que “Balzac supera con mucho a Stendhal en la trabazón orgánica entre hombre e historia”. El reproche de Auerbach, más parecido al de un historiador positivista que al de un crítico literario, se basaba en que Stendhal escenificaba situaciones y personajes en contextos muy específicos –el momento previo a la Monarquía de Julio de 1830, por ejemplo- sin ofrecer al lector suficiente orientación para ubicarse en los mismos.
Cuando Stendhal describe los salones parisinos como sitios “aburridos y tristes” a Auerbach le parece que esa referencia tiene tiempo y lugar específicos –el París de fines del 29 e inicios del 30- y que, sin embargo, se hace pasar por imagen histórica de larga duración. Lo cual le resulta engañoso, ya que los salones parisinos eran cualquier cosa menos “aburridos y tristes” a fines del XVIII o en la época napoleónica.
Ginzburg recuerda, en cambio, que Stendhal cambió el subtítulo de su novela –primero fue “Crónica del siglo XIX” y luego “Crónica de 1830”- y que su ambivalencia entre el año 30 y las tres primeras décadas del siglo XIX era deliberada. La verdad histórica que le interesaba trasmitir a Stendhal era “áspera”, difícil de reconstruir y expresar. El historiador italiano encuentra la clave en unos cuadernos que llevó Stendhal durante una estancia en Roma, en la primavera de 1834:
“Durante mi juventud escribí biografías (Mozart, Miguel Ángel…), que en cierto modo son libros de historia. Me arrepiento de ello. Creo que la verdad acerca de las pequeñas cosas como de las grandes es casi imposible de alcanzar; al menos una verdad algo detallada. Monsieur de Tracy me decía: ya no se puede alcanzar la verdad si no es en las novelas. En cualquier otro sitio no es más que una presunción”.
domingo, 2 de enero de 2011
Amor y lectura
Entre las buenas novelas que, como cada fin de año, publica Jorge Herralde en Anagrama, esta vez me quedo con Sunset Park de Paul Auster. Los Once de Michon, que ya comentamos aquí, Un adúltero americano, de Jed Mercurio, o Juliet, desnuda, de Nick Hornby, no están nada mal, pero si me obligaran a escoger, me aferraría a esta última novela de Auster.
Es este un Auster menos imaginativo o mágico que el de la Trilogía de Nueva York o el de La invención de la soledad o El palacio de la Luna o La música del azar. Hay aquí una sobriedad e, incluso, una adustez, por momentos, taciturna e inquietante. Los temas son los de la gran tradición romántica del XIX -la juventud, el amor y la lectura- pero la ambientación de los mismos y los personajes que los experimentan no dejan de sorprendernos.
Es curioso como esos asuntos, tan codificados ya por las literaturas de los dos últimos siglos, todavía pueden ser narrados desde estéticas renovadoras. Hay situaciones aquí muy parecidas al Werther de Goethe o a muchas novelas de Stendhal, Flaubert, Tolstoi, Proust, Mann o, incluso, Austen o las Brontë, referencias que Auster todavía reclama para sí. Pero hay también dramas y personajes que recuerdan otras tradiciones literarias (Genet y Bukowski, por ejemplo, o los grandes maestros norteamericanos de mediados del XX: Styron, a quien se rinde homenaje, Wolfe, Capote…)
Lo interesante es que esos modelos literarios, aunque se sienten, no hacen inaudible la voz de Auster. Una parte central de la trama tiene que ver con el límite de edad para la sexualidad moral y legalmente autorizada en Occidente. Tema que remite, a su vez, a Nabokov y que en el caso de esta novela hace un guiño a otra de Philip Roth, Animal moribundo, ya que en ella reaparece un personaje femenino cubanoamericano, Pilar Sánchez, muy parecido a la Consuelo Castillo de la novela de Roth. A pesar de todas estas conexiones, Auster es siempre Auster.
La adustez no sólo tiene que ver con el infortunio de los personajes –los cuales fracasan irremisiblemente en la novela- sino con las atmósferas de las locaciones, que Auster diseña como el cineasta que es. El protagonista, Miles Heller, hace fotos de casas abandonadas y va a parar a una mansión venida a menos de Brooklyn, que ha sido ocupada ilegalmente por un grupo de amigos. Cerca de esa casa, en Sunset Park, está el cementerio Greenwood, donde suceden varias escenas de la novela.
Pero el tema es siempre el amor y la lectura o, más bien, la infatuación de dos lectores enamorados. Miles Heller, hijo de un importante editor de Nueva York, que ha abandonado la carrera de letras en Brown y ha huido de sus padres por un trauma del pasado, conoce, en un parque de Miami, a una menor de edad cubanoamericana, Pilar Sánchez, que está leyendo El gran Gatsby, la novela de Scott Fitzgerald. El amor entre ambos surge del amor entre Gatsby y Daisy y del amor a esa novela o, más específicamente, al personaje del narrador, Nick Carraway, que les parece a ambos el más importante de la ficción.
Chantajeado por una hermana de Pilar, que amenaza con denunciarlo por sexo con una menor, Heller debe regresar a Nueva York y esperar a que la joven cubanoamericana cumpla la mayoría de edad. La visión de los cubanoamericanos es bastante estereotipada –“¿cómo es posible que una chica joven como Pilar Sánchez, con un padre nacido en Cuba que trabajó como cartero toda su vida, y tres hermanas mayores empantanadas en una monótona rutina diaria, haya salido tan distinta del resto de la familia?”- y se enmarca en un virtuoso contrapunteo entre Nueva York y Miami, como espacios físicos y culturales. Pero en otro momento de la novela, es detectable un posicionamiento crítico sobre la violación de los derechos humanos en Cuba.
Una de las ocupantes de la casa de Brooklyn trabaja en el PEN Club de Nueva York y asiste a varios escritores neoyorkinos en las campañas de ese organismo contra la represión del gobierno chino contra el Premio Nobel, Liu Xiaobo, contra el encarcelamiento de periodistas y opositores en Cuba, pero, también, contra las limitaciones a la libertad de expresión introducidas por la Patriotic Act de Bush, contra las torturas en Abu Grahib y a favor del cierre de la prisión de Guantánamo.
Es este un Auster menos imaginativo o mágico que el de la Trilogía de Nueva York o el de La invención de la soledad o El palacio de la Luna o La música del azar. Hay aquí una sobriedad e, incluso, una adustez, por momentos, taciturna e inquietante. Los temas son los de la gran tradición romántica del XIX -la juventud, el amor y la lectura- pero la ambientación de los mismos y los personajes que los experimentan no dejan de sorprendernos.
Es curioso como esos asuntos, tan codificados ya por las literaturas de los dos últimos siglos, todavía pueden ser narrados desde estéticas renovadoras. Hay situaciones aquí muy parecidas al Werther de Goethe o a muchas novelas de Stendhal, Flaubert, Tolstoi, Proust, Mann o, incluso, Austen o las Brontë, referencias que Auster todavía reclama para sí. Pero hay también dramas y personajes que recuerdan otras tradiciones literarias (Genet y Bukowski, por ejemplo, o los grandes maestros norteamericanos de mediados del XX: Styron, a quien se rinde homenaje, Wolfe, Capote…)
Lo interesante es que esos modelos literarios, aunque se sienten, no hacen inaudible la voz de Auster. Una parte central de la trama tiene que ver con el límite de edad para la sexualidad moral y legalmente autorizada en Occidente. Tema que remite, a su vez, a Nabokov y que en el caso de esta novela hace un guiño a otra de Philip Roth, Animal moribundo, ya que en ella reaparece un personaje femenino cubanoamericano, Pilar Sánchez, muy parecido a la Consuelo Castillo de la novela de Roth. A pesar de todas estas conexiones, Auster es siempre Auster.
La adustez no sólo tiene que ver con el infortunio de los personajes –los cuales fracasan irremisiblemente en la novela- sino con las atmósferas de las locaciones, que Auster diseña como el cineasta que es. El protagonista, Miles Heller, hace fotos de casas abandonadas y va a parar a una mansión venida a menos de Brooklyn, que ha sido ocupada ilegalmente por un grupo de amigos. Cerca de esa casa, en Sunset Park, está el cementerio Greenwood, donde suceden varias escenas de la novela.
Pero el tema es siempre el amor y la lectura o, más bien, la infatuación de dos lectores enamorados. Miles Heller, hijo de un importante editor de Nueva York, que ha abandonado la carrera de letras en Brown y ha huido de sus padres por un trauma del pasado, conoce, en un parque de Miami, a una menor de edad cubanoamericana, Pilar Sánchez, que está leyendo El gran Gatsby, la novela de Scott Fitzgerald. El amor entre ambos surge del amor entre Gatsby y Daisy y del amor a esa novela o, más específicamente, al personaje del narrador, Nick Carraway, que les parece a ambos el más importante de la ficción.
Chantajeado por una hermana de Pilar, que amenaza con denunciarlo por sexo con una menor, Heller debe regresar a Nueva York y esperar a que la joven cubanoamericana cumpla la mayoría de edad. La visión de los cubanoamericanos es bastante estereotipada –“¿cómo es posible que una chica joven como Pilar Sánchez, con un padre nacido en Cuba que trabajó como cartero toda su vida, y tres hermanas mayores empantanadas en una monótona rutina diaria, haya salido tan distinta del resto de la familia?”- y se enmarca en un virtuoso contrapunteo entre Nueva York y Miami, como espacios físicos y culturales. Pero en otro momento de la novela, es detectable un posicionamiento crítico sobre la violación de los derechos humanos en Cuba.
Una de las ocupantes de la casa de Brooklyn trabaja en el PEN Club de Nueva York y asiste a varios escritores neoyorkinos en las campañas de ese organismo contra la represión del gobierno chino contra el Premio Nobel, Liu Xiaobo, contra el encarcelamiento de periodistas y opositores en Cuba, pero, también, contra las limitaciones a la libertad de expresión introducidas por la Patriotic Act de Bush, contra las torturas en Abu Grahib y a favor del cierre de la prisión de Guantánamo.
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