No he leído todo Jorge Semprún (1923-2011) y me arriesgo a la injusticia afirmando que sus dos libros fundamentales, los que articulan el sentido último de su obra, son
El largo viaje (1963) y
Autobiografía de Federico Sánchez (1977). Él mismo pareció compartir este juicio cuando, en varias entrevistas, insistió en que el origen de su escritura debía encontrarse en la voluntad de testimonio que siguió a la experiencia de los dos totalitarismos del siglo XX: el fascismo y el comunismo. Ambos, sufridos en carne propia: como recluso del campo de concentración de Buchenwald en los 40 y como disidente del comunismo español en los 60.
Todo escritor que comienza tarde su carrera –Semprún publicó su primer libro a los 40 años- otorga al origen de su escritura un significado misterioso y, a la vez, inteligible. La explicación que él diera y que han reiterado, con menor claridad, decenas de críticos, biógrafos y psicoanalistas, es que, tras sobrevivir a Buchenwald, se sumergió en la lucha clandestina de los comunistas españoles contra el franquismo. Su función en esa lucha fue, inicialmente, más ideológica y propagandística, lo cual liberaba su vocación literaria por otros medios. Luego Federico Sánchez –su nombre clandestino- pasaría a la acción subversiva contra el régimen franquista, traduciendo la memoria de una víctima del fascismo en conspiración y violencia antiautoritaria.
Hasta 1962, Semprún experimentó con diversos tipos de escritura (poesía, cuentos, novelas, teatro, periodismo, ensayo…), pero ninguno le satisfizo. Ese año, cuando la ruptura con el liderazgo del Partido Comunista Español se precipita luego de su destitución al frente de la clandestinidad y de sonadas divergencias con Santiago Carrillo, las notas sobre Buchenwald, que ha acumulado durante veinte años, comienzan a tomar forma. Meses después de la aparición de
El largo viaje (1963), el estremecedor relato sobre la vida en aquella institución nazi, se produce la reunión del Comité Central del PCE en la que Dolores Ibárruri (la “Pasionaria") pide la expulsión de Federico Sánchez y Fernando Claudín y los condena al “infierno de las tinieblas exteriores”, como dirá Semprún en la
Autobiografía (1977).
La muerte de Federico Sánchez como militante del PCE representó el nacimiento de Jorge Semprún como autor. Una autoría que se desplegó en la memoria de los dos grandes horrores del siglo XX, el fascismo y el comunismo, como si la literatura misma requiriera de ese testimonio para poder existir. La célebre tesis de Theodor W. Adorno de que la poesía después de Auzchwitz podía constituir un acto de barbarie lograba un mentís frontal en la obra de Semprún, al afirmar no sólo la literatura sino, específicamente, el testimonio de la barbarie nazi como acto de civilización. Lo curioso es que, en Semprún, ese testimonio iba de la mano del otro, el de la barbarie comunista, inadmisible para la mayoría de los propios críticos del fascismo. Esa ruptura con el comunismo, en tanto sublimación del antifascismo, hacía de Semprún una mezcla de Primo Levi y Alexander Solzhenitsyn.
No fue Semprún, desde luego, una víctima del comunismo como Solzhenitsyn, Mandelshtam o Shalámov. Los dolores de su memoria no provenían del gulag sino de las noches sin sueño de Buchenwald, del pesadillesco vaivén de la lealtad y la traición, de las mañanas de domingo en aquella triste biblioteca de varios miles de volúmenes donde descubrió
¡Absalón, Absalón! de William Faulkner y no quiso salir de sus páginas. El sufrimiento de la familia Sutpen, en el Sur norteamericano del siglo XIX, era un alivio en aquellos días de hambre y trabajo en las afueras de Weimar. Pero aunque Semprún no estuvo en un campo de concentración de Stalin hizo de sus libros conjuras contra el olvido de ambos horrores.
Entre 1964 y 1968, luego de su expulsión del PCE, se elaboró intelectualmente la disidencia de Semprún. Ya en 1969, cuando aparece
La segunda muerte de Ramón Mercader, dicha disidencia posee todos sus elementos constitutivos. La crítica de Semprún al comunismo era doble: por un lado, dicho sistema, en los países en que se había establecido como poder, anulaba las libertades públicas modernas que defendió el propio Marx; por el otro, los comunistas, donde eran oposición –legal o clandestina, pacífica o violenta- o donde gobernaban, como la Unión Soviética o Cuba, se desentendían del objetivo principal del bolchevismo originario, que era transferir todo el poder a los consejos obreros, y creaban una estructura burocrática de dirección a la que debían subordinarse los militantes, bajo criterios de lealtad doctrinal y política similares a los de la Iglesia católica.
En
La segunda muerte de Ramón Mercader (1969), un relato sobre la ficticia ejecución del asesino de Trotski en Amsterdam –como es sabido, Mercader moriría en la Habana, en los 70, protegido por Fidel Castro- que le sirvió de pretexto para historiar críticamente el estalinismo y el entendimiento de los comunistas españoles con el mismo, y, sobre todo, en la
Autobiografía de Federico Sánchez (1977), esos son los dos argumentos básicos: la analogía del Partido Comunista y la Iglesia Católica y el cuestionamiento de la falta de autonomía individual y comunitaria bajo el comunismo. Evidentemente, Semprún ya había conformado esta disidencia antes de 1968, algo excepcional para la izquierda europea de entonces, que comenzó a distanciarse públicamente de Moscú y de La Habana a partir de aquel año.
Las críticas de Semprún al socialismo cubano son, en este sentido, ejemplares –por raras- dentro de la izquierda iberoamericana de los años 60 y 70, tan dada a disculpar el totalitarismo habanero desde la legítima oposición a la política de Estados Unidos hacia la isla. Ya en
La segunda muerte de Ramón Mercader (1969) se leía el rechazo a la invasión soviética a Checoslovaquia e, indirectamente, se aludía a la estalinización del socialismo cubano. Dos años después, Semprún sería, junto con los hermanos Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente y otros cuantos escritores españoles más, uno de los firmantes de la
Primera Carta a Fidel Castro (1971) en contra del encarcelamiento, en La Habana, del poeta Heberto Padilla.
Para 1975, cuando se celebra el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, Jorge Semprún confirmaba la sovietización institucional del socialismo cubano. Sus juicios sobre ese proceso en la
Autobiografía (1977) siguen siendo irrebatibles más tres décadas después. Decía entonces Semprún que la coronación de Fidel Castro al frente del Estado y del Partido Comunista en Cuba no hacía más que reproducir la misma estructura autocrática, diseñada por Stalin en la Unión Soviética y por Mao en China: “el Partido es su ego y su superego. El Partido lo resume todo y en Él el Partido se consume, o sea, es consumido y consumado”. Fidel, agrega, rinde culto a sí mismo a través del Partido, pero, a diferencia de Santiago Carrillo o Maurice Thorez o Jacques Duclos, que hablan el lenguaje de la política moderna, se expresa en “la lengua de la burguesía colonial española”.
Quien esto escribía era un intelectual al que era imposible escamotear su lucha a muerte contra el fascismo desde las filas del comunismo. Un intelectual, para colmo, que seguía afirmando su posición pública en la izquierda y que, en contra de los tantos prejuicios acumulados por la ortodoxia prosoviética, tenía el coraje de vindicar una filiación socialdemócrata. Semprún no sería el primero ni el último de los comunistas del siglo XX en desplazarse a la socialdemocracia, pero tal vez uno de los que experimentó dicho desplazamiento con mayor coherencia. Su principal reproche al comunismo es que había hecho de la institución del partido único lo que los fundadores del marxismo no habían propuesto: un doble de la Iglesia Católica e, incluso, un doble del Estado absolutista. Al salvar el legado libertario del marxismo y de todos los socialismos de los dos últimos siglos –sin excluir al anarquista- Semprún supo llegar a la socialdemocracia sin renunciar a las ideas y valores de su juventud antifascista.
Letras Libres (julio y 2011)