Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 25 de octubre de 2016

Tres días en Sao Paulo






Día 1

Caminar la Avenida Paulista de punta a cabo, con la ventaja de que es domingo y han cerrado la inmensa calle. Subir por Angelica desde el barrio de Higienópolis, atravesando primero el parque Buenos Aires, y llegando a la esquina frenética de Consolasao. La Avenida Paulista es esa calle modernísima, que supera en novedad arquitectónica a Reforma en la Ciudad de México y a la 9 de Julio en Buenos Aires, pero que ofrece remansos boscosos como el parque Teniente Siqueira Campos o la Plaza Andrade de Gusmao.

Día 2

Volver a caminar por la Avenida Paulista hasta el Itaú Cultural y ver allí los Calder colgantes que tanto fascinaron a los artistas brasileños de las vanguardias de la Postguerra y la Guerra Fría, como Abraham Palatnik, Lygia Clark, Helio Otiticica, Judith Lauand, Lygia Pape, Antonio Manuel, Carlos Bevilacqua o Cao Guimaraes. De ahí al inevitable Museo de Arte Brasileiro, donde se exhibe una muestra del importante pintor realista Raimundo Cela, que hizo retratos de pescadores y obreros (y de marejadas y tormentas) de la región costera del nordeste, en Ceará o Fortaleza, donde se formó y vivió.

Día 3

Nueva caminata hacia la Plaza de la República, en busca de estatuas de Deodoro Fonseca o Rui Barbosa, que no encuentro con la misma facilidad con que salen al paso las de Sarmiento y Alberdi en Buenos Aires. Me desquito deambulando por la zona del Jardim Paulista, tan elegante y llena de restaurantes exquisitos -exquisitos en el sentido castellano no en el portugués, que vendría siendo algo así como raro o extravagante- para terminar la tarde en la Galería Dan, donde actualmente se presenta una muestra del arte concreto cubano (Lolo Soldevilla, Sandu Darie, Luis Martínez Pedro, Salvador Corratgé, Rafael Soriano, José Mijares, Wilfredo Arcay, Aberto Menocal y Pedro Álvarez) que ha tenido en esta ciudad gran resonancia entre septiembre y octubre.

sábado, 8 de octubre de 2016

Gastón Baquero y el linaje de la prosa

Que un buen poeta sea, a la vez, un prosista virtuoso es menos frecuente de lo que se cree. T. S. Eliot o Paul Valéry alcanzaron el mayor refinamiento en ambos géneros, lo que no podría decirse de Pound o Stevens, menos cómodos fuera del verso. En la América Latina moderna, algunos de los mayores poetas, como Pablo Neruda o César Vallejo, fueron prosistas mediocres. El estatuto de la poesía, en espléndidos cultivadores de la prosa, como Jorge Luis Borges o Alfonso Reyes, sigue a debate entre los críticos.
         El cubano Gastón Baquero (1914-1997) es un caso emblemático del ejercicio paralelo de buena poesía y buena prosa. No me refiero a la prosa como continuación de la poesía por otro medio, como a veces sucede en Rubén Darío o César Vallejo, o a la prosa de ficción, que Baquero nunca escribió. Me refiero a la prosa que se ramifica, cómodamente, entre el artículo, la crítica, el ensayo, la memoria o el epistolario. Una prosa que preserva la misma transparencia, el mismo tino, en ese desdoblamiento textual.
         Desde los años 90, cuando Baquero fue redescubierto por los poetas de la isla, crece el interés por este escritor, exiliado tan pronto como abril del 59. Prácticamente toda su poesía, cómplice de José Lezama Lima y sus revistas Espuela de Plata y Orígenes, se ha rescatado: desde Saúl sobre su espada (1942) hasta Poemas invisibles (1991). Sin embargo, la prosa sigue dispersa: luego de la incompleta antología de los Ensayos (1995), en Salamanca, hubo que esperar hasta fechas recientes para que Alberto Díaz-Díaz y Carlos Espinosa recuperaran parte de su cuantiosa y rica ensayística.
         Ahora el poeta, editor y crítico Pío Serrano, en Madrid, reúne unos Ensayos selectos (Verbum, 2016), que captan aquel amplio registro en prosa. Estos ensayos recorren la estantería personal del poeta, Eliot y Valéry, Perse y Rilke, Darío y Vallejo, pero también la impronta de los poetas cubanos más admirados: Julián del Casal, Mariano Brull, Emilio Ballagas y José Lezama Lima. Frente a su gran amigo Lezama, que fue un ensayista original sin ser un prosista muy hospitalario –salvo en los ejercicios periodísticos de Tratados en La Habana (1958), que escribió a exhorto del propio Baquero-, estas piezas son retazos de una misma claridad.
         A diferencia Lezama, y al igual que Jorge Mañach o Francisco Ichaso, Baquero estuvo siempre en el centro de la esfera publica de la isla. Aunque graduado de Ingeniería Agrónoma y doctorado en Ciencias Naturales, desde muy joven se insertó en los círculos periodísticos y políticos republicanos, llegando a ser Secretario de Redacción de Diario de la Marina. La prosa de Baquero, como la de Martí y la de Casal, se formó en el linaje del buen periodismo. De ahí esa vocación omnívora y esa constancia estilística que lo mismo descifraba la charada china que debatía la conveniencia o no de crear un nuevo partido político para enfrentar la crisis del golpe de Estado de 1952.
         Siempre se ha dicho que fue batistiano, pero una lectura atenta de sus artículos en Diario de la Marina, en los 50, obliga a matizar el juicio. En su “Despedida de los lectores”, de abril del 59, definía su ideología como “conservadora” –inusual honestidad en América Latina- y rechazaba la “censura, el crimen y la violencia” de los últimos años de Batista, cuyo régimen no dudaba en llamar “dictadura que cometió terribles errores y tantos horrores”. Pero descreía de la Revolución por su absolutismo: “las revoluciones quieren hacer por decreto que en un instante se precipite el progreso, y nazca el hombre nuevo y surja por encanto la ciudad soñada”.  
        
        
        
        

    

sábado, 1 de octubre de 2016

Marina Tsvietáieva y el espejo de la Revolución

Los Diarios de la Revolución de 1917 de Marina Tsvietáieva, rescatados el año pasado por Acantilado, en traducción de Selma Ancira, debieran ser lectura de quienes muestran algún interés genuino en entender qué es una Revolución. Es una lástima que el libro aparezca sin un buen prólogo que ayude al lector a orientarse en la terrible biografía de Tsvietáieva o en la historia de sus diarios, pero algunas notas aparecidas en periódicos españoles, como El País o El Mundo, ofrecen la información básica.
Tsvietáieva era una poeta de familia acomodada, aunque no aristocrática -su padre era profesor de Bellas Artes y director del Museo Pushkin de Moscú-, que se formó en internados de Friburgo y Lausana, tras quedar huérfana de su madre, pianista. En 1912, como en una novela de Tolstoi, se casó con un oficial del ejército, con el que tuvo tres hijos. Su esposo Sergei Efrón se enroló en el Ejército Blanco tras la Revolución de Octubre, pero a ella le sorprendió el evento viajando en tren entre Crimea y Moscú, con el fin de reunirse con sus hijos y sobrevivir, hasta que pudiera exiliarse.
La poeta es una espectadora y una potencial víctima de la Revolución, no una revolucionaria, pero intenta comprender y asimilarse al fenómeno. Pide trabajo a un vecino bolchevique, que la recomienda en el Comisariado para Asuntos de las Nacionalidades, instalado en el palacio del conde Sologub, que inspiró a Tolstoi en Guerra y paz para narrar la casa de los Rostov. La metamorfosis del palacio en institución obrera es uno de los primeros indicios de la Revolución en la mente de la poeta.
La Revolución es ese vuelco social, esa brusca mutación. En los trenes, Tsvietáieva hace contacto con jóvenes bolcheviques que le reprochan que fume o que lea novelas, que vista bien o se mueva entre una casa en Moscú y una dacha en Koktebel. Pero también encuentra partidarios del comunismo que defienden la igualdad de la mujer y que sienten curiosidad por esa joven escritora, que ha visitado París y habla varias lenguas.
El Comisariado para Asuntos de las Nacionalidades le parece la Babel de un nuevo fanatismo. Estonios, lituanos, finlandeses, moldavos, musulmanes, judíos… se integran en el aprendizaje de una nueva lengua marxista y soviética. La poeta abomina del revoltijo cultural de aquel imperio espurio, desde un nacionalismo ruso que, como en otros intelectuales de su generación, no oculta el antisemitismo o la islamofobia.
Para el otoño de 1918, la Revolución se ha consumado, es un asunto del pasado. La palabra desaparece de los Diarios, lo que ilustra una vez más el poco espesor semántico del concepto en la revolución más radical que ha conocido la historia, si se compara con otras, como la francesa, la mexicana o la cubana, que suscitaron todo un fetichismo retórico en torno a ese vocablo. Lo que ha sucedido es una caída en “tierra firme”, que le hace entender por qué en tiempos de la monarquía de los Románov se hablaba de “firmeza celestial”.
Es entonces que Marina Tsvietáieva alcanza una premonición de su exilio y su suicidio con la muerte del amigo Alexei Stajóvich. El viejo orden se ha trastocado de manera irremediable y ella lo constata una tarde en el restaurante Praga de la calle Arbat, de Moscú. Donde antes había un busto de Napoleón –un joven bolchevique le había dicho, en el vagón de un tren, que la francesa era una revolución “vieja” y “deteriorada”- ahora hay otro con la “jeta intimidatoria de Trotski”. Y recuerda que en febrero de 1917, su nana le regaló un espejito con el rostro de Kerenski, cuando la poeta prefería un “espejo verdadero, entero, sin Dictador”.