Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 30 de enero de 2010

Franny en el tren, Zooey en la bañera

Con J. D. Salinger sucede como con Herman Hesse: son autores leídos en la adolescencia o en la juventud que siempre remiten a la primera lectura. A Mann, a Joyce o a Proust se les relee con frecuencia y sus mensajes se renuevan con agilidad, precisamente por haber sido leídos en diversas edades y contextos. Salinger y Hesse, en cambio, difícilmente abandonan aquella turbación de la primera lectura: la lectura juvenil.
Debo haber leído El guardián en el trigal y los Nueve cuentos en la Habana de principios de los 80, en las ediciones cubanas de ambos volúmenes –el primero, en Huracán, y el segundo, con el extraordinario cuento Un día magnífico para el pez plátano, en Cocuyo. Pero ahora que ha muerto Salinger, el texto suyo que recuerdo con mayor intensidad es la noveleta Franny and Zooey, que leí gracias a mi tía, la arquitecta Ángela Rojas, que me prestó su ejemplar editado por Bruguera.
No se trata de un recuerdo nítido, como el que se puede tener de un pasaje de Flaubert o de Dostoievski , sino de una vaga evocación, como las que quedan tras la lectura de Hesse o Salinger. Lo que uno recuerda de esos autores no es tanto la trama, las escenas o los personajes, sino el estado de ánimo o la rara mezcla de sentimientos que experimentó en la lectura. Hesse y Salinger son autores juveniles porque los dilemas de sus personajes son los de cualquier adolescente que se aproxima o llega a la juventud.
El relato de Franny and Zooey es mínimo: Franny Glass es esperada por su novio en una estación de trenes, la muchacha llega y ambos se van a cenar. La conversación de la pareja comienza a tensarse cuando el novio de Franny alardea de su sabiduría y su éxito –acaban de aceptarle un ensayo sobre Flaubert en una revista. Franny escribe una carta a su hermano Zooey, que éste lee en la bañadera de su casa, mientras comenta con su madre los problemas de la hermana.
El sentimiento de Franny, que se vuelve una preocupación incestuosa en Zooey, es muy parecido al que Milan Kundera llamaba la lítost, una suerte de depresión provocada por la egolatría del otro y, a la vez, por una sublimación estética o mística de la inferioridad. Franny envidia la erudición y el desenfado de su novio, pero expresa ese complejo por medio de una apelación a la espiritualidad y la filantropía, como si sintiera que su fortaleza no está en el saber sino en la piedad.
Nada de esto es lo que recordamos de nuestra lectura juvenil de Salinger. Lo que recordamos es la imagen que entonces nos hicimos del mundo universitario de la costa este de Estados Unidos –Harvard, Yale, Princeton…-, sus trenes y sus andenes, la lectura de cartas íntimas, las confesiones, las fanfarronerías y esa mezcla de angustia e incertidumbre, de miedo y valor, que sólo se siente a los dieciocho o a los veinte años.

jueves, 28 de enero de 2010

La respuesta de Jacques Rancière

Si La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2009) no hubiera aparecido, en su versión francesa, en 1998, podría pensarse que se trata de una respuesta a la conferencia de Antoine Compagnon en el Colegio de Francia. El libro del filósofo neomarxista está concebido como una no respuesta a la pregunta qué es la literatura, pero su definición de esta como un arte contradictorio y escéptico intenta explicar el estatuto actual de la literatura.
Rancière caracteriza la situación de la literatura, hoy, por medio de la transición de “poéticas restringidas” a “poéticas generalizadas”, de la mutación de la poesía como “género del futuro” a la poesía como “género del pasado”, de la fragmentación del libro, de la reducción de la fábula a la letra y de la propagación de “guerras de las escrituras”, que terminan convirtiendo en “letras mudas” esas poéticas generalizadas que pusieron en crisis la vieja alta literatura. Ante la metamorfosis de lo literario, el crítico contemporáneo no puede eludir la pregunta qué es ese arte, pero la prudencia le recomienda no plantearla.
“Hay preguntas que ya nadie se atreve a plantear. Un eminente teórico de la literatura nos lo señalaba recientemente: no hay que tenerle miedo al ridículo para llamar hoy a un libro ¿Qué es la literatura? Y Sartre, que lo hacía en una época que ya nos parece tan alejada de la nuestra, había tenido la sabiduría de no contestar. Porque, nos dice Gérard Genette: a preguntas necias no hay respuesta; entonces, la verdadera sabiduría residiría tal vez en no plantearlas”.

martes, 26 de enero de 2010

La pregunta de Antoine Compagnon





Hace algunos años el estudioso Antoine Compagnon, profesor de de las universidades de Columbia y la Sorbona, cuya primera carrera fue la ingeniería de caminos, pronunció en el Collège de France una conferencia con el título de “¿Para qué sirve la literatura?”. Luego aquella charla fue recogida en un volumen de la editorial Acantilado, traducida por Manuel Arranz.
El breve texto de Compagnon comienza documentando un lugar común: cada generación literaria se pregunta qué es la literatura y para qué sirve. En la Francia del siglo XX, por ejemplo, se hicieron la misma pregunta Proust, Valéry, Gide, Sartre, Blanchot, Foucault y Barthes. La interrogación de Compagnon tiene, entonces, la ventaja del tiempo: él no sólo puede dar una respuesta sino que puede proponer la arqueología de una pregunta.
Compagnon reconstruye, en la historia del pensamiento occidental, tres explicaciones de los poderes de la literatura: 1) la literatura, por medio de la mímesis, educa moralmente; 2) redime o libera a las personas de autoridades reales o imaginarias; 3) suple los defectos del lenguaje. A esos tres poderes –es raro que no mencionara Compagnon el dotar de identidad a las comunidades, ya que buena parte de la literatura ha sido escrita en nombre de los nacionalismos- agrega un cuarto: “matar el tiempo”.
“Negar a la literatura cualquier otro poder que no fuera el de la distracción ha podido motivar la degradada noción de la lectura como simple placer lúdico, noción que se ha extendido a la escuela de finales de siglo; pero, sobre todo: entendiendo el más mínimo uso de la literatura como una traición, era necesario que en adelante se enseñara, no ya a confiar en ella, sino a desconfiar, como si se tratara de una trampa”.

viernes, 22 de enero de 2010

Un debate cubano sobre Haití



Una de las pocas cosas buenas que ha dejado la tragedia del terremoto en Haití es una activación del debate sobre la historia de esa nación caribeña y los orígenes de su depauperación progresiva. Dos intelectuales cubanos exiliados, Carlos Alberto Montaner, conocido escritor, periodista y político, y Haroldo Dilla, académico de la sede dominicana de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), polemizaron sobre el asunto a través de la red electrónica del amigo Pedro Ramón López, otro exiliado cubano en República Dominicana.
Ambos, Montaner y Dilla, son intelectuales públicos, es decir, hombres de ideas con una buena formación teórica e histórica que, además, se posicionan políticamente frente al problema de la pobreza en Haití o frente a la falta de libertades en Cuba. Uno y otro poseen, también, la peculiaridad de asumir una ideología concreta -el liberalismo, en el caso de Montaner; el marxismo, en el caso de Dilla-, lo cual le otorga a la polémica una riqueza intelectual que no es frecuente en los debates electrónicos cubanos.
Algunos leerán este debate en busca de un vencedor y, por tanto, de una ideología derrotada. Otros, en cambio, lo leemos como la comprobación de que la tensión entre liberalismo y marxismo, constitutiva de la esfera pública de cualquier país moderno en el último siglo, puede ser liberada por medio de la discrepancia respetuosa y no de la aniquilación de una ideología por la otra. Al fin y al cabo, liberalismo y marxismo no son sólo ideologías, también son tradiciones filosóficas e historiográficas, sin las cuales las ciencias sociales contemporáneas perderían la orientación.
Es difícil no coincidir con Montaner en que los orígenes de la pobreza haitiana no se deben atribuir únicamente a la dependencia de ese país de grandes potencias atlánticas en los dos últimos siglos. Pero muchos coincidiremos, también, con Dilla, en que el marxismo, como teoría o como ideología, no debe ser criminalizado a partir de los horrores que cometieron en su nombre Stalin o Mao. Marxistas, como sabemos, no sólo fueron Lenin y Castro sino muchos socialdemócratas y socialistas democráticos que se enfrentaron a los totalitarismos en el siglo pasado y que hoy defienden la democracia en el mundo.
No pocos pensadores liberales (Furet, Berlin, Bobbio) han leído a Marx con provecho y han encontrado, incluso, un aspecto liberal en el mismo. Tampoco faltan los marxistas (Benjamin, Wright Mills, Hobsbawm), que han rendido honores a la gran tradición del pensamiento liberal, sin la cual difícilmente hoy habría gobiernos representativos y regímenes democráticos, de los cuales se benefician casi todas las izquierdas del planeta. Es hora ya de comenzar a pensar dichas tradiciones a partir de su capacidad dialógica, no de su incomunicación o su autorreferencia.




Puerto Príncipe
Haroldo Dilla Alfonso

Siempre que voy a Puerto Príncipe, o simplemente pienso en ella, me asalta la mente una canción de Nat King Cole que mi hermana hacía resonar una y otra vez en un tocadiscos color crema que le regalaron por el cumpleaños, allá por los lejanos 60s. En ella, con su espanglish azucarado, Nat King Cole hablaba de una ciudad que mira al mar e invita al amor en un inolvidable atardecer.
Una ciudad que ya no existe. No por el terremoto, sino por la pobreza. El terremoto fue sólo quien haló el gatillo: la pistola es la pobreza. En Seattle, en el 2001, hubo un terremoto de categoría 7 que sólo causó un centenar de heridos y un muerto, un anciano infartado. El terremoto es recordado porque Bill Gates daba una charla cuando comenzaron los temblores. Un video muestra al hombre más rico del mundo emergiendo detrás de un podio con una sonrisa de pánico incrustada en la cara. No había una pistola apuntando a la cabeza de Seattle. En cambio, la pistola de la pobreza ha sido disparada muchas veces en Haití. En el 2004 una tormenta tropical, que causó dos muertos en Puerto Rico y 7 en República Dominicana, dejó cerca de 3 mil cadáveres regados en el norte del país; y tres años más tarde otras dos tormentas mataron a 600 personas.
Cuando Nat King Cole cantaba a la capital haitiana, Puerto Príncipe tenía unos 150 mil habitantes, esparcidos junto al puerto, lo que aun puede notarse en las fotos aéreas: un área cuidadosamente reticulada al oeste del Palacio Nacional que alberga una arquitectura de casas sólidas y elegantes indicativas de la fuerza de la ciudad histórica. Esa era la ciudad que constituía uno de los principales atractivos turísticos del Caribe –sólo superada por La Habana- y que los dominicanos habían estado visitando durante décadas en busca de las aventuras lúdicas que la entonces adusta Santo Domingo –fatalmente Ciudad Trujillo por tres largas décadas- no tenía.
Pero ya por entonces Haití, y su ciudad capital, comenzaban a mostrar los síntomas de la autofagia y el empobrecimiento. No se trata de que Haití fuera rica cuando era la colonia francesa de Saint Domingue, y que comenzó a ser pobre cuando los esclavos hicieron una vigorosa revolución sencillamente para poder ser personas. Ciertamente era un pulmón económico del capitalismo naciente, pero a expensas de la degradación física, intelectual y moral del 95% de la población. Los esclavos hicieron una guerra sin cuartel a las mismas tropas napoleónicas que habían rendido imperios en Europa y al final heredaron una nación en escombros y sometida al doble cerco de la contrarrevolución europea y de la ingratitud de los nuevos países independientes hispanoamericanos, a cuyas gestas los haitianos colaboraron activamente recibiendo a cambio más aislamiento. Para apaciguar los ánimos revanchistas de la ex metrópoli los sucesores de los próceres decidieron pagar por lo que sus antecesores habían logrado a sangre y fuego: Francia recibió una compensación que según los expertos equivale a unos 20 mil millones de dólares.
Pero sin lugar a dudas lo que aceleró la autofagia haitiana fue su lugar en el diseño económico regional como proveedora de mano de obra barata y desprotegida para las economías agroexportadoras de Cuba y República Dominicana en un principio y para todo el hemisferio posteriormente, cuando exportar fuerza de trabajo se convirtió en un gran negocio para las clases dominantes haitianas y en un drenaje brutal e irrecuperable de capital humano. Desde entonces Haití fue cada vez más pobre, y en consecuencia más personas buscaban sus sobrevivencias o sus realizaciones en otros lugares, dejando allí sus aportes y sus plusvalías, en un terrible círculo vicioso que genera más y más pobreza. Y Puerto Príncipe pasó a ser una inmensa aglomeración de cuatro millones de pobladores pobres, sin servicios, con casas colgadas de las colinas y un puerto atrozmente contaminado donde, en épocas “normales” no era difícil encontrar cadáveres de indigentes que simplemente morían de pobreza. Una aglomeración de cuatro millones de seres vulnerables. Después del terremoto, una cantidad que aun no sabemos, ahora técnicamente de sobrevivientes.
Desde la caída de la sangrienta tiranía de Duvalier –por mucho tiempo considerada como un aliado predilecto de los Estados Unidos en su lucha contra el comunismo en el Caribe- se han ensayado muchas fórmulas políticas en Haití. Se han sucedido gobiernos democráticos y gobiernos militares, se han alentado insurrecciones antigubernamentales, han ocurrido golpes militares, se han intentado gobiernos tecnocráticos bajo supervisión internacional y se han producido bloqueos y liberalizaciones. Pero Haití no ha despegado. Y creo que ha sido así porque el único recurso que puede salvar a Haití es movilizar su orgullo, su energía nacional, la misma que destrozó al ejército napoleónico en 1804, que puso en jaque a los ocupantes americanos en 1915, que destronó a Duvalier en 1986 y que en 1991 derrotó el intento de los tontons macoutes de regresar al palacio nacional. Hubo un momento en que parecía que un movimiento político había logrado hacerlo. Fue cuando Jean Bertrand Aristide y su grupo Lavalás despertaron el ánima de la nación postduvalierista, hasta que, removido por un golpe de estado, pactó con la oligarquía más insensible de este continente y regresó al poder, domesticado, de la mano de la administración Clinton. Por un tiempo permaneció en el poder –en el trono o tras él- revolcado en la corrupción, la represión y el mesianismo, hasta que Bush lo secuestró y lo depositó en la República Centroafricana. Fue un acto ilegal de prepotencia imperialista que, sin embargo, nadie lamentó seriamente.
Quizás este es otro momento decisivo de la historia haitiana. Siempre pensamos que Haití estaba tocando fondo, en particular cuando ciclones y lluvias podían producir miles de muertos, cuando su economía de subsistencia era arrasada y cuando sus habitantes comían barro con mantequilla. Pero ahora hemos entendido que las caídas no tienen fondo y es posible seguir bajando hasta la extinción.
Corresponde al mundo ayudar a detener esta caída. Se necesita dinero, recursos materiales y humanos y es obligación de la comunidad internacional acudir en ayuda de Haití, no simplemente para que no mueran los millones de damnificados, sino para que en lo adelante la vida tenga para ellos un significado. Pero a pesar de que de ello se habla desde hace muchos años, hasta el momento la provisión de recursos ha sido lenta, limitada, y manejada por una burocracia internacional insensible y tan cara que termina tragando un porcentaje muy alto de los recursos en compensación por el riesgo que implica querer ayudar a Haití. La propuesta del presidente francés de condonar la deuda externa del país es simbólicamente relevante pero de escaso valor práctico si no se acompaña de fondos frescos suficientes que siempre serán menores que los subsidios transferidos a los grandes bancos o que los gastos realizados en las aventuras militares “allende los mares”. Y por supuesto menores que los que Haití pagó a Francia en el siglo XIX.
Pero sobre todo, la suerte de Haití debe ser decidida y realizada por los haitianos. Haití es un país aguijoneado por la corrupción, la indolencia funcionarial y el narcotráfico, y aunque coincidamos en que es necesaria en la presente coyuntura, también por la ocupación militar extranjera. Su clase política y su oligarquía han padecido siempre de una insensibilidad social que raya en el crimen. Un escenario particularmente agreste para movilizar las energías nacionales. Pero al mismo tiempo esa sociedad posee suficientes reservas morales como para creer que es posible cambiar el curso de la vida y colocar a este país al nivel de su historia. Esas reservas yacen en los campesinos del Artibonito que arañan año tras año sus misérrimos conucos; en las mujeres del nordeste que recorren distancias mayores con sus bártulos de mercancías; en los jóvenes universitarios capitalinos que un día se expusieron a la violencia oficial para mostrar al mundo el derecho de un pueblo a la vida decente; en los funcionarios que contra viento y marea intentan hacer avanzar la institucionalidad y la eficiencia públicas; y en los cientos de miles de emigrantes que sacan tiempo y energía para trabajar extensas jornadas y estudiar, pensando en un día en que el regreso no signifique la miseria.
Es necesario imaginar un Haití para y por los haitianos, sencillamente porque no hay otro camino para revertir el trágico proceso de su permanente hundimiento y las sociedades, los pueblos, nunca se suicidan. Quiero pensar que hay espacio para convertir esta inmensa tragedia en el punto de partida de algo. También quiero pensar que seremos capaces de pagar nuestras deudas con Haití.




¿La culpa de Occidente?
Carlos Alberto Montaner

El artículo de Dilla es interesante, tiene algunos aciertos y sin duda esta recorrido por la buena fe, pero creo que no penetra en la esencia de la tragedia haitiana. Por la forma, el momento y los protagonistas con que los haitianos llegaron a la independencia, en 1804, no fueron capaces de crear las instituciones de la democracia, la modernidad y el desarrollo. La compensación exigida por Francia por la pérdida de la colonia más rica del planeta a principios del siglo XIX (generaba más riqueza que Canadá), 90 millones de francos oro, a pagar a lo largo de varias décadas, o el aislamiento diplomático que sufrió el país hasta que Lincoln lo reconoció, con ser elementos importantes, no explican el desastre haitiano.
Como dato curioso, y para simplificar lo que quiero decir: cerca de Haití, en Barbados, está el más exitoso estado de América, exceptuados Estados Unidos y Canadá. Barbados fue también una plantación esclavista azucarera, terriblemente explotada por Gran Bretaña. El origen étnico de barbadienses y haitianos es muy parecido, pero el posterior desempeño histórico de Barbados y Haití es totalmente diferente. Los barbadienses asimilaron las instituciones británicas y rompieron gradualmente con la Metrópoli. Los haitianos, heroicamente, pero carentes de una clase ilustrada capaz de manejar la autoridad eficazmente, saltaron del barracón a la casa de gobierno. Fue una gesta admirable en su momento, pero el costo posterior ha sido terrible. Mientras Barbados tuvo los beneficios culturales de la europeización progresiva, Haití comenzó un regreso paulatino a la africanización de la vida pública. Lo que me sucede con la interpretación de Dilla es que me parece que se queda con la visión esquemática de Occidente-es-culpable. La cosa no es así: el asunto es mucho más complejo y para tratar de entenderlo hay que tratar de colocarse en el momento en que ocurrieron los hechos.



La pieza débil de la ecuación
Haroldo Dilla Alfonso

Aunque no acostumbro a participar en estos intercambios, me veo en este caso impelido a hacerlo debido a dos razones. La primera es que Montaner necesita algunas lecturas históricas adicionales (no siempre se hace buena música tocando de oídos) y al respecto puedo poner a su disposición un interesante listado que van desde Price Mars hasta Casimir que le ayudarían a refinar su juicio interpretativo. La segunda, porque creo que Montaner necesita dar un paso adelante respecto a los dogmas liberales y la retórica del discurso seguro que le acompañan. Su innegable talento lo merece, y sus buenas intenciones lo reclaman.
Rápidamente, pues el tiempo de todos apremia:
1-Barbados es un microestado cuya excepcionalidad es tal que mueve a risa que le consideremos el estado más exitoso de América. En serio, señores, hablemos en serio. Como decía Marx, esto se pone por debajo de la crítica. Huelga anotar, sin embargo, que jamás pensaría, ni insinúo, ni menciono, que los problemas de Haití se ligan al origen étnico de sus habitantes. No sé por cual razón Montaner hace la aclaración.
2-Es difícil compartir la idea de una colonia de Saint Domingue tan rica cuando esta riqueza se apoyaba en la superexplotación y el sometimiento absoluto de la abrumadora mayoría de la población. La riqueza de una sociedad no se mide en términos de pura estadística económica, sino por razones de la economía política. Luego, la revolución haitiana no fue una desviación de la historia. Fue la polarización absoluta de la colonia la que generó la radicalidad absoluta de la revolución. Las revoluciones son una respuesta social a coyunturas de la historia. Y me temo que así seguirá siendo mientras existan las condiciones que las generan.
3-No discuto la suma total de lo pagado a Francia en varias décadas, sino que remito a los cálculos de los historiadores que asesoraron al gobierno haitiano en 1991. Creo que fue una hemorragia financiera que en algunos años obligó a pagar a Francia hasta el 80% de las rentas internas. Pero yo nunca digo que eso haya sido la causa de la caída haitiana. Deben leer más cuidadosamente el artículo. Yo remito esa caída a la manera como Haití quedó inserto en la economía regional/mundial en el siglo XX, como proveedora de mano de obra barata y desprotegida para la acumulación capitalista en Cuba y Rep. Dom., y aun hoy en este país. La razón es compleja y está ligada al panorama político que los americanos encontraron en 1915 y que impidió el establecimiento de la agroindustria exportadora en el Artibonito. Pero es un tema muy amplio.
4-Compartiría casi todos los argumentos sobre las limitaciones históricas de la elite haitiana, y si nos referimos a la actualidad, me sentiría compensado en abundar en ello. Pero es cándido creer que el fracaso estuvo dado porque en 1804 no implantaron la democracia liberal o la modernidad (por cierto, ¿qué es la modernidad?). En 1804 eso no existía en ningún lugar y el término democracia era francamente subversivo. Los americanos, que inventaron la política moderna, demoraron bastante en modelarla. Pero quizás sorprendería constatar (pero hay que leer) que en el siglo XIX la vida institucional republicana haitiana era notablemente rica, mucho más que en buena parte de los países latinoamericanos. Si exceptuamos el período de Soulouque, los gobernantes haitianos eran frecuentemente personas cultas y con vocación pública (Petion, Boyer, Geffrad, Saget, Hyppolite, Salomon… (Probablemente por eso la escasa educación pública haitiana es notablemente buena). La percepción elitista de que brincar del barracón al palacio es intrínsecamente malo es un juicio prejuiciado, y de cualquier manera son muchas las buenas cunas que producen alimañas políticas.
5-En comparación con RD, por ejemplo, en el siglo XIX y hasta bien avanzado el XX Haití era mucho más desarrollado, moderno y sofisticado. Los dominicanos visitaban a PP como si fuera una referencia de civilización. Y aun hoy me temo que los políticos haitianos son más sofisticados (aquí uso la palabra en exacto español) que los dominicanos, lo que determina que a pesar de que H es la pieza débil de la ecuación, puede manipular las situaciones con mayor éxito. Y los dominicanos nos quedamos siempre tragando una buena parte de las “externalidades negativas” de la relación.



Un estado fallido
Carlos Alberto Montaner

He leído con mucho interés, como suelo hacer, la respuesta de Haroldo Dilla. No sabía que era un experto en historia haitiana. La bibliografía de él que conozco no permite adivinar esa faceta suya. Me parece admirable.
Mi conocimiento sobre Haití, en cambio, es más bien precario. He leído lo que cuentan las historias generales de América Latina, algunos ensayos biográficos aislados y varias docenas de artículos especializados. Apenas he visitado el país media docena de veces, y sólo en dos de ellas me aventuré a recorrerlo junto a líderes haitianos que entonces estaban vinculados a la Internacional Liberal. Fue de labios de ellos que escuché muchas historias del cochero Toussaint L´Overture, un personaje dotado de cierto talento como guerrero, de Henry Christophe, sirviente en un hotel con bastante de psicópata sanguinario, cuya Citadelle recorrí con una mezcla de admiración y horror, y de Dessalines, tan desdichado que era esclavo de otro negro, lo que, curiosamente, no disminuyó su odio feroz contra los blancos, actitud de la que los dominicanos todavía guardan cierta memoria.
Mi visión de las relaciones entre Haití y República Dominicana la adquirí en los magníficos libros de mi amigo Frank Moya Pons y en larguísimas charlas con tres de los dominicanos más inteligentes que he tratado en el país: Federico Henríquez Gratereaux, Frank Marino Hernández y José Israel Cuello. Frank Marino, lamentablemente, ya murió.
Los escuchaba con gran atención porque, al fin y al cabo, era una historia que, en alguna medida, me resultaba cercana. Una rama de mi familia materna llegó a Santo Domingo en el segundo viaje de Colón, allí se mantuvo cuatro siglos, y desciende directamente de Rodrigo Bastida y de su yerno Gonzalo Fernández de Oviedo. Mi abuela (Lavastida Landestoy) ahí nació y emigró a Cuba a principios del siglo XX. A lo largo del XIX, generalmente huyendo de la guerra y de la invasión haitiana, muchos de sus parientes ya se habían instalado en Cuba. Mi abuela, por cierto, estaba emparentada, con dos ilustres domicanos-cubanos: Máximo Gómez Báez (por los Báez) y José María Heredia (por los Heredia).
Nada de esto, naturalmente, tiene que ver con el intercambio de ideas (no lo llamaría debate) con el amigo Dilla, pero supuse que a algunos lectores cubanos avecindados en RD les interesaría conocer estos curiosos detalles familiares escasamente relevantes, salvo para mi propia tribu.
Voy al grano.
Repito el corazón de mi argumentación: Haití, paulatinamente, se convirtió en un estado fallido porque saltó del barracón a la casa de gobierno, sin experiencia en la administración y con una élite tan frágil y tan poco densa que no fue capaz de crear instituciones republicanas sólidas y no supo transmitir la autoridad de una manera racional.
En última instancia, lo que afirmo es que el estado haitiano fracasó por razones endógenas y no por causas externas. Ni la deuda impuesta por los franceses como indemnización por la pérdida de la colonia, ni la ausencia de reconocimiento internacional (que no impedía el comercio), ni el trato áspero de las grandes potencias causaron la progresiva pauperización y crisis del Estado haitiano. Fue la élite haitiana, salida del seno de esa convulsa sociedad, la que tomó los caminos equivocados para el conjunto.
Con el objeto de demostrar que las cosas hubieran podido ser de otro modo, destaqué el caso de la vecina isla de Barbados, reseñada en el Índice de Desarrollo Humano que anualmente publica Naciones Unidas como la sociedad más exitosa de América, exceptuados Estados Unidos y Canadá. Y si apelé a ese ejemplo, fue para demostrar que una sociedad de orígenes muy parecidos a los de Haití (una terrible plantación de esclavos cruelmente maltratados por sus amos) podía triunfar si contaba con las instituciones adecuadas, extremo que fue posible en ese país por la honda huella civilizadora y la experiencia en autogobierno que dejó Gran Bretaña en la Isla.
La reacción de Dilla a este argumento me parece sorprendente. Dilla se rió cuando la leyó y hasta buscó a Marx en su ayuda (entiendo que con esas apoyaturas se equivoque frecuentemente). Precisamente, por el hecho de ser un “microestado” desovado por el peor colonialismo esclavista, con sólo 431 kilómetros cuadrados y unos 300,000 habitantes –una densidad poblacional parecida a la haitiana--, es la demostración de que no hay estados “inviables”, sino estados pésimamente gobernados.
Si los barbadienses, en el mismo escenario caribeño, en un espacio mucho más reducido, con peores condiciones naturales que Haití, han logrado crear suficientes riquezas (US$17,000 de PIB anual medido en poder de compra) y constituido una sociedad educada y decente, con sólo una décima parte de la población por debajo de los límites de pobreza, eso demuestra que tanto los problemas como las soluciones dependen del comportamiento interno de la sociedad y no de las circunstancias exteriores.
Me imagino que a Dilla también le parecerá risible el caso del Principado de Andorra, de tamaño similar a Barbados, pero con un milenio de historia exitosa y pacífica en medio de dos países que se destripaban frecuentemente. Y seguramente se reirá de Singapur, otro microestado que comenzó su andadura independiente en 1966, en medio de una crisis política y económica enorme, exactamente cuando las supersticiones marxistas demolían el aparato productivo cubano.
Como los resultados de ambos países –Cuba y Singapur--, al cabo de varias décadas están a la vista, ni siquiera me tomo el trabajo de contrastar qué ha ocurrido en el microestado asiático frente a lo sucedido en la pobre Cuba, porque estoy seguro de que Dilla, además de conocer profundamente la historia haitiana, maneja la información adecuada sobre la economía contemporánea. La diferencia, además, no es para reír sino para echarse a llorar.
Por otra parte, fui yo quien encontró cómica la explicación de Dilla del catastrófico desempeño haitiano: “Yo remito esa caída –dice—a la manera como Haití quedó inserto en la economía regional/mundial en el siglo XX, como proveedora de mano de obra barata y desprotegida para la acumulación capitalista en Cuba y República Dominicana (…)”. O sea, para el amigo Dilla la Teoría de la Dependencia, pese a la experiencia de la segunda mitad del siglo XX, continúa vigente. Como suelen decir los españoles, hay gente “inasequible al desaliento”. Cuanto lo siento.
Dilla no ha leído las declaraciones de Fernando Henrique Cardoso (autor del mejor resumen de ese disparate, escrito junto a Enzo Faletto), en las que pide que olviden cuanto escribió basado en la absurda premisa de la Teoría de la Dependencia, desmentida una docena de veces por casos como los de Taiwán, Corea del Sur, Singapur, etc., países de la supuesta “periferia” que pasaron a formar parte del “centro” con la colaboración y no la oposición de las naciones desarrolladas.
Dilla no ha tomado en cuenta las humildes rectificaciones de la CEPAL a las elucubraciones equivocadas de los economistas estructuralistas que le dieron vida, ni siquiera las del propio Raúl Prebisch, apóstol del desaguisado a mediados del siglo pasado. Dilla, cuando ve el ejemplo del Estado de Israel, un pequeño gigante brotado en el desierto, no es capaz de comprobar que nada ni nadie impide que una sociedad progrese y prospere en las peores circunstancias. Empantanado en la visión victimista de la Teoría de la Dependencia, el amigo Dilla es indiferente a la realidad.
Como Dilla, además, no sabe qué es la modernidad ni cómo se forjó, pero tiene la gentileza de recomendarme lecturas (que buscaré ávidamente), me permito proponerle que lea con mucho cuidado la obra de Douglass North, el Premio Nobel de Economía (1993), para que pondere el peso de las instituciones en el desarrollo económico, y en especial sus finas disquisiciones sobre las “sociedades de acceso abierto y acceso limitado”, porque probablemente eso contribuirá a ampliarle sus horizontes de análisis, tal vez muy constreñidos por la pobreza sin remedio del pensamiento marxista.
Otros autores que seguramente no eran populares en Cuba, pero que le recomiendo vivamente para que entienda mejor cómo las sociedades crean o destruyen la riqueza, además de North, son F. Hayek, James Buchanan, Gary Becker, Robert Fogel, Milton Friedman –los cinco obtuvieron el Nobel de Economía, y dos que no lo recibieron, pero lo merecían: L. von Mises e Israel Kirsner. La ventaja que tiene este selecto grupo de pensadores liberales es que abordan el tema desde diversas perspectivas: culturalistas, institucionalistas, monetaristas, fiscalistas y empresarialistas.
Tampoco entiendo muy bien (salvo si tomo en cuenta los estereotipos absorbidos por Dilla en Cuba tras medio siglo de distorsiones de la percepción) que me incite a “dar un paso adelante respecto a los dogmas liberales y la retórica del discurso seguro que le acompañan”.
¿Qué debo abandonar del pensamiento liberal? Me encantaría que me lo señalara. Los principios básicos que defendemos los liberales, y las medidas de gobierno que solemos recomendar, son estos: defensa de las libertades individuales, límites a la autoridad, separación y equilibrio de poderes, respeto por los derechos humanos, laicismo del sector público, tolerancia con la diversidad, supremacía de la sociedad civil, exigencia de transparencia y rendición de cuentas en los actos de gobierno, igualdad ante leyes neutrales, pluralismo político, consultas democráticas periódicas, descentralización del Estado, economía libre que respete la propiedad privada y que deje al mercado, y no a la arbitrariedad de los comisarios, la asignación de recursos o la fijación de los precios (como sucede en Cuba), comercio libre, control del gasto público y de la inflación, equilibrio fiscal, competencia entre las empresas y meritocracia entre las personas.




El sistema regional
Haroldo Dilla Alfonso


Ante todo quiero pedir perdón a todos los lectores de esta red informal por someterlos a esta discusión a la cual me he visto arrastrado no sé ni como, pero de la que me salgo bajo cualquier circunstancia tras escribir y enviarles este muy breve mensaje que trata sólo de puntualizar algunas cosas a Carlos Alberto Montaner (CAM). Por supuesto que obvio todo lo que CAM dice que yo digo y que no digo, como que me río de los microestados, cuando en verdad no me río de nada y lo que hago es poner en tela de juicio no a los microestados, sino al uso poco riguroso que CAM hace de esas experiencias.
La manera como CAM trata de conducir esta discusión me recuerda la manera como reaccionó Dios, según Saramago, cuando Lucifer le ofreció su arrepentimiento. Porque CAM, como la figura inventada por Saramago, necesita un diablo para justificar su propia existencia. Y en este caso el diablo de CAM es un marxismo demonizado hasta en sus detalles (le llama sangrienta utopía, odiosa, erectora de paredones y mataderos, etc) que contrasta con las inmensas virtudes de un liberalismo angelical del cual sólo un mal nacido puede esperar alguna externalidad negativa. Esto no es teoría y no se puede discutir, esto es ideología, y respecto a las ideologías hay que aplicar un axioma: cada cual con su cruz. Y es además un rasgo personal de CAM: carece del don del quizás.
De cualquier manera hago notar que reconozco notables falencias en el marxismo como teoría social y por eso siempre he sido bastante ecléctico, y lleno de dudas, pero sigo creyendo que el marxismo es en lo fundamental la megateoría sociológica contemporánea más completa que existe. Pero eso es otra discusión.
Como también es otra discusión la manera tan poco elegante como CAM acusa a los marxistas de tener como hobby predilecto fusilar liberales. En verdad se han fusilado mutuamente, pero no entro ahora en los pormenores que han motivado esa actitud tan destructiva. Lo que me interesa es apuntar que cuando CAM escribe estas cosas, ha cerrado todos los caminos de la conversación y el debate. La denigración, la anatematización, la disminución del oponente en un debate no es una norma civilizada y respetuosa de discutir. CAM no representa aquí la tradición liberal cubana –soy un admirador de los liberales cubanos y justamente ahora preparo una jornada de recordación de Mañach en la UPR- sino la tradición autoritaria, elitista y excluyente de los capitanes generales. CAM hace ahora lo que los voceros de Granma, Cubadebate y KAOS hacen con él. Por tanto se ubica a su nivel. Afortunadamente no es el mío.
Otra aclaración: yo nunca fui un fan de la teoría de la dependencia, y que resulta en verdad una construcción gnoseológica externa y posterior al propio debate que tuvo lugar entonces. Y por eso creo que lo que estoy discutiendo tiene poco que ver con el dependentismo latinoamericano. El intercambio desigual que menciono, por ejemplo, llega de Enmanuel, no de Cardozo, y creo que hasta el momento no ha sido rebatido. Yo no diría jamás que hay una determinación externa y otra interna, eso es muy simple. Yo hablo de un sistema regional (que a la vez es parte de un sistema mundo capitalista) al que Haití se inserta como pieza del proceso de acumulación capitalista que tiene lugar a esas escalas. Y las élites son parte del asunto.
Decir que las élites no son culpables porque la culpa es de un agente capitalista exterior es tan disparatado como asumir que esas elites han actuado en un vacío sistémico que les permitía tomar cualquier decisión y tomaron la peor. Esto último, simplificado, es lo que dice CAM. Pero jamás lo que ha dicho North.
CAM es totalmente sincero cuando menciona la precariedad de sus fuentes sobre la historia haitiana. Eso no es un problema, pues todos somos ignorantes en muchos asuntos. El problema reside en que seamos incapaces de detener nuestra locuacidad en el umbral de lo desconocido, justamente lo que no hace CAM. En el siglo XIX la élite haitiana tenía y ostentaba en acciones prácticas, una vocación republicana y “moderna” superior a buena parte de los países latinoamericanos, y en particular respecto a República Dominicana. Es decir que los graduados del barracón intentaron hacer las cosas en la mejor tradición francesa, y eso los hacía brillar ante los ojos de sus vecinos dominicanos. Finalmente, la reiteración que hace CAM en contra del barracón me parece ofensiva para muchas personas.
Es posible que eso me demerite, pero mi barracón estaba en Regla, un pueblo de negros abakuas al otro lado de la bahía, y mi familia fue toda de gente de barracón sin filiaciones genealógicas tan sofisticadas. Mi abuela nena era una guajira analfabeta de Madruga, y mi abuelo Alfonso era tan pobre como anarquista y mujeriego. Mi madre solo tenía unos grados de enseñanza, aunque adoraba leer tanto a Balzac como a Corín Tellado; y mi padre trabajaba en el puerto. Yo fui un producto de la movilidad social revolucionaria, que me permitió deambular por algunas universidades europeas, americanas, canadienses y latinoamericanas, y leer la mayor parte de los autores que Montaner cita del propio anaquel liberal, junto a otros que no cita (Rawls, Mills, Hermet, etc). Lo de conocer la revolución haitiana y Haití es más eventual: hice mi tesis de licenciatura sobre la revolución haitiana y mi tesis de postgrado en Canadá sobre los problemas del desarrollo en Haití. Ya en RD, trabajo fuertemente con los haitianos en temas fronterizos, sobre lo cual he publicado tres libros en los últimos cuatro años.
Y ahora debo terminar esta discusión porque debo volver a mi barracón. Yo no soy empresario, ni rentista, ni asalariado político. Soy FreeLancer, esa variedad de nuevos ilotas insertados en el mercado laboral desregularizado (una invención terrible de la economía liberal) y debo buscarme la vida en mi país tercermundista. Y el poco tiempo que me queda lo uso en publicar artículos y de vez en cuando preparar algún librito. Agradezco a todos(as) ustedes (CAM incluido) que me hayan acompañado hasta aquí y ojalá un día nos encontremos para hablar de temas más simpáticos de la vida, que créanme, son muchos.

jueves, 21 de enero de 2010

Balzac, Napoleón y el matrimonio gay


En la ciudad de México, lugar de triple tradición de activismo gay, represión homófoba y prejuicio machista, se ha instalado el debate sobre los derechos civiles de los homosexuales. Una ley aprobada por el parlamento del Distrito Federal e impulsada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que gobierna en la capital, ha autorizado el matrimonio entre personas del mismo sexo. El Partido Acción Nacional (PAN), que gobierna la federación, ha anunciado que impugnará constitucionalmente dicha ley y la Iglesia Católica ha reiterado que la homosexualidad es una “desviación y una falta moral” y ha llamado a los homosexuales a “dominar sus pasiones”, aunque ha tenido la delicadeza de prometer que “no los va a excomulgar”.
Más allá del sustrato homófobo que se percibe en esas reacciones, la mayoría de ellas pone el énfasis, no tanto en el amor homosexual propiamente dicho, sino en las implicaciones que para la sociedad civil podría tener la existencia de matrimonios y familias encabezados por parejas de un mismo sexo. No pocos, por ejemplo, están a favor del matrimonio gay, pero se oponen a que las parejas homosexuales posean derechos de adopción. El tema a debate, en buena medida, es la inevitable transformación de la institución matrimonial y familiar en sociedades multiculturales, como las que se arraigan en el siglo XXI.
Tema este, el del cambio matrimonial, desarrollado por Honoré de Balzac en su raro tratado Fisiología del matrimonio. Meditaciones de filosofía ecléctica relativa a la felicidad y desgracia de los casados, editado en México, en 1945, por la editorial Leyenda, e ilustrado por el pintor valenciano Enrique Climent, exiliado republicano. A Balzac, naturalmente, no le interesaba reconocer el derecho al matrimonio y a la familia de homosexuales, sino recomendar a los hombres la mejor manera de preservar el matrimonio ante la amenaza creciente del adulterio. De ahí que su fisiología estuviera concebida como un manual del arte militar –la primera parte se titulaba “De la defensa en el interior y en el exterior” y la segunda “De la guerra civil”- que se reducía, por lo general, a una serie de consejos misóginos.
Pero Balzac iniciaba su tratado con una observación trasladable a la defensa del matrimonio gay. Citaba entonces a su ídolo Napoleón, quien en una intervención ante el Consejo de Estado que discutía el Código Civil, habría afirmado que el “matrimonio no proviene de la naturaleza –la familia oriental difiere totalmente de la occidental. El hombre es el ministro de la naturaleza en la cual está contenida la sociedad -las leyes se hacen para las costumbres y las costumbres varían. El matrimonio es, pues, susceptible del perfeccionamiento gradual a que todas las cosas humanas parecen estar sometidas”.

miércoles, 20 de enero de 2010

La triste belleza

Así definió alguien las imágenes de la fotógrafa india Dayanita Singh (Nueva Delhi, 1961), reunidas ahora, en gran muestra, por el Instituto de Cultura de la Fundación Mapfre de Madrid. Aunque sonrían, los rostros de Singh son tristes, no porque el espectador sufra por ellos sino porque ellos, al mirarnos o al darnos la espalda, sufren por nosotros.




 

 


martes, 19 de enero de 2010

¿Crímenes del comunismo?

La Guerra Fría duró 45 años, si tomamos como punto de partida el armisticio de agosto de 1945 y de llegada la caída del Muro de Berlín en 1989 o la descomposición de la URSS en 1991. El periodo posterior a la misma acaba de cumplir, apenas, dos décadas. Es por ello bastante natural que muchas visiones sobre la economía, la sociedad, la política y la cultura de la era global, sigan respondiendo a esquemas binarios, construidos durante ese medio siglo anterior. Podría afirmarse, exagerando un poco, que sólo los nacidos en las tres últimas décadas son sujetos con verdaderas posibilidades de rebasar aquellas estructuras mentales.
Comentábamos en un post anterior, a propósito de esa pesada herencia de estereotipos, que todavía persiste, en zonas considerables de la opinión pública y de las ciencias sociales, una inclinación a pensar la democracia como sistema, no como método, o como concepto contrario y, por tanto, equivalente al de comunismo. No es raro, entonces, que desde uno de los extremos ideológicos del espectro político se llegue a hablar de los “crímenes” de la democracia, entendiendo por estos desde las bombas de Hiroshima y Nagasaki hasta el apoyo a los contras en Nicaragua, pasando naturalmente por Bahía de Cochinos y Viet Nam.
Desde el otro polo, tampoco es raro escuchar que se hable de los “crímenes” del comunismo, entendiendo por éste último, no a gobiernos totalitarios concretos como el de Stalin en Rusia, el de Mao en China o el de Pol Pot en Camboya, sino a toda una tradición intelectual y política que arranca en 1848, con el Manifiesto comunista de Marx y Engels, y desemboca en nuestros días en buena parte de la izquierda mundial. Esa indistinción entre el comunismo, como conjunto de regímenes totalitarios concretos, y el comunismo como corriente política, es una de las principales limitaciones del, por otra parte, importante y documentado Libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (1997), editado por Stéphane Courtois.
La espantosa estadística elaborada por aquel libro -20 millones de muertos en la URSS, 65 en China, 2 en Camboya, 2 en Corea del Norte, 1 en Viet Nam…- tenía sentido en algunos aspectos, pero en otros sigue siendo controversial ¿Son víctimas del totalitarismo quienes mueren en una guerra civil, en la que se enfrentan nacionalistas y comunistas de un país, antes de que el régimen totalitario esté construido en el mismo? La cifra de 150 00 muertos del comunismo en América Latina, por ejemplo, incluye a quienes murieron enfrentados a revoluciones que, en sus primeros años, ni siquiera tenían un perfil comunista definido.
La mejor refutación a la idea de “crímenes del comunismo”, aplicable también a quienes desde las izquierdas radicales otorgan un carácter criminal a la democracia, la he encontrado en un ensayo del filósofo neomarxista francés, Alain Badiou, titulado De un desastre oscuro. Sobre el fin de la verdad de Estado (2006). Ahí Badiou apela a la filosofía del sujeto para discernir entre el saldo criminal del comunismo como experiencia de Estado –saldo tampoco equiparable en todos los gobiernos comunistas del siglo XX- y la equivocada criminalización del comunismo e, incluso, del marxismo como ideología o como corriente intelectual y política.
Aunque no es tema de Badiou, este discernimiento podría trasladarse, por ejemplo, a la historia del marxismo y el comunismo latinoamericanos ¿Fueron criminales los tantos comunistas y marxistas que conoció la región en el siglo XX? Algunos piensan que formular teóricamente la destrucción de la burguesía es un crimen, pero resulta que la mayoría de los comunistas y marxistas latinoamericanos, en la primera mitad del siglo XX, no intentó exterminar las burguesías de sus propios países. Luego de un breve predominio de la tesis de “clase contra clase”, Moscú le propuso a sus seguidores en la región que siguieran una estrategia de colaboración entre clases para alcanzar la “liberación nacional”.
El principal desafío a esa tesis provino, como sabemos, de la Revolución Cubana y algunos de sus principales ideólogos, como el Che Guevara, que entendieron que la lucha contra el imperialismo y las burguesías implicaba la guerra contra estas últimas y su aniquilación. Hasta 1960, fueron pocos los partidos o las corrientes comunistas que apostaron por la lucha armada en la región, la mayoría de ellos aceptó el juego democrático –al que regresaron, por cierto, muy pronto, desde los años 70 y 80- y ninguno de ellos llegó al poder, por lo que el crimen de Estado, como el que existió en la Unión Soviética o en China, no tuvo lugar.

lunes, 18 de enero de 2010

La embriaguez de la guerra

Félix de Azúa publicó, el pasado sábado, un artículo envidiable en las páginas de opinión de El País, titulado “Dificultades para empezar una guerra”. Digo envidiable con todas las letras porque a más de un amigo y a mí nos habría gustado escribirlo. Su tema, el alto grado de aceptación popular que han tenido siempre las guerras, incluso aquellas recientes, lanzadas en un contexto de universalización de la forma democrática de gobierno. La guerra hace contacto con pasiones colectivas que, por lo visto, no logran ser plenamente desestabilizadas por la secularización y la racionalidad modernas. De ahí que aquellos que se sienten libres de la amenaza de la guerra, como las últimas generaciones de europeos, o que han vivido varias décadas sin sufrir una en carne propia, no deban “cantar victoria”.

“Muy pocos ciudadanos quedan libres de esa embriaguez que parece emanar del olor a sangre humana, y menos aún quienes adivinan las proporciones del acto de la enajenación, el abismo en que van a hundirse quienes se creen vencedores”.

“La demencia del agresor –y del agredido-, de aquel que cree ser el más fuerte (incluso cuando es el más fuerte), viene siempre teñida de alucinaciones nacionales, heroicidades añejas, patrias heridas de muerte, agravios remotos, como si el mundo entero hubiera conspirado contra esa nación que ahora va a demostrar su poderío con el fin de que quienes la despreciaron se arrepientan y no sólo le cobren admiración, sino se vean en la necesidad de respetarla y amarla”.


domingo, 17 de enero de 2010

Democracia y exclusión






Todavía, en considerables sectores de las ciencias sociales y la opinión pública latinoamericanas, subsiste una idea de la democracia heredada de la Guerra Fría, que no cede a pesar de los avances de la teoría política en las dos últimas décadas. Me refiero a la idea de entender la democracia, no como un conjunto de reglas para garantizar la competencia electoral equitativa o la distribución más amplia posible de derechos políticos, sino como sistema social, es decir, como un ordenamiento total de la sociedad, equivalente, por ejemplo, al del comunismo en la época del socialismo real.
El equívoco aparece, por ejemplo, cuando se esgrime el argumento de que las “democracias latinoamericanas excluyen a las mayorías de sus poblaciones” ¿Es así? ¿Son las instituciones de la democracia –sufragio universal, derecho de asociación y expresión, gobierno representativo, división de poderes, sistema de partidos, código electoral…- las que excluyen o esas exclusiones provienen del complejo estructural de países subdesarrollados como los latinoamericanos? Planteemos la pregunta de otra manera: ¿es función de la democracia erradicar la pobreza y la indigencia, ofrecer cobertura de educación y salud a toda la población, distribuir equitativamente el ingreso y garantizar la seguridad de los ciudadanos?
Ciertamente, no: esa función deben cumplirla los mercados y los Estados, las administraciones locales y los gobiernos nacionales, las comunidades y las empresas. Ni el crecimiento económico, ni el reparto igualitario del mismo son asunto de la democracia. Tampoco lo son la miseria, la marginación, la contaminación, el analfabetismo, la insalubridad, problemas que con frecuencia se atribuyen a la misma. La génesis y la solución de esos problemas estructurales de las sociedades latinoamericanas tienen poco ver con las reglas del juego democrático. Sin embargo, dichos problemas se reflejan en la mala calidad de las democracias latinoamericanas y en sus tendencias a la regresión autoritaria, por la izquierda o por la derecha.
Detrás de esa equivocada comprensión de la democracia, subsiste algo de la vieja identificación marxista-leninista entre democracia y capitalismo. Identificación cuestionable desde el punto de vista histórico y teórico, ya que existió democracia antes del capitalismo, en la antigüedad por ejemplo, y la mayor parte de la historia del capitalismo, hasta ahora, ha transcurrido bajo regímenes no democráticos. La democracia moderna se difundió en Gran Bretaña y Estados Unidos a fines del siglo XVIII y en Europa luego de la Revolución de 1848, es decir, cuando esas naciones occidentales llevaban varias centurias de economía capitalista.
En la historia de América Latina, la democracia, como experiencia relativamente estable de sucesivos gobiernos y de alternancia de líderes y partidos en el poder, es más reciente aún: podría decirse que, de manera generalizada en la región, es un fenómeno de los últimos veinticinco años. De ahí que sea teórica e históricamente erróneo pensar la democracia como causa de los problemas estructurales de América Latina. Quienes atribuyen esos problemas al capitalismo –no a la democracia- tienen mayores posibilidades de argumentación, aunque dicho razonamiento tampoco carezca de elementos refutables.

viernes, 15 de enero de 2010

Kafka en Tel Aviv



Hace unos días el diario israelita Haaretz dio la noticia de que las hijas de Esther Hoffe, secretaria de Max Brod, albacea de Franz Kafka, habían depositado en cajas fuertes de varios bancos de Tel Aviv una colección de manuscritos inéditos y editados del autor de La metamorfosis y El proceso. Además de diarios, cartas, notas y fotografías, la colección incluye las primeras versiones de Un médico rural, Preparaciones para una boda en el campo, Un sueño y Carta al padre.
En vez de entregar los manuscritos de Kafka a la Biblioteca Nacional de Israel o al mismo Estado de Israel, las hijas de Hoffe han preferido guardarlos en bancos privados, mientras se dirime el destino –y el precio- de los autógrafos de Kafka. Ya el actual albacea, Shmuel Casuto, ha escrito a los tribunales de Tel Aviv, asegurando la veracidad de la posesión de los manuscritos por las hermanas Hoffe y llamando a un litigio que conceda al Estado de Israel los derechos sobre los papeles.
Que la obra de un autor como Kafka, obsesionado con la ley y el poder, sea propiedad de un Estado es de por sí kafkiano. Que el propietario sea el Estado de Israel también lo es, pero no deja de ser biográfica e históricamente comprensible. En 1939, cuando se produjo la ocupación nazi de Praga, Max Brod se exilió, con los manuscritos de Kafka, en lo que entonces era el Mandato Británico de Palestina y que en 1948, tras la partición del territorio, comenzaría a llamarse Israel. Brod fue un fervoroso partidario de ese estado y murió en Tel Aviv en 1968.
Los biógrafos coinciden en que la relación de Kafka con el judaísmo fue bastante débil durante la mayor parte de su vida. Sus padres no eran devotos y su inclinación por el mundo lingüístico y literario germano parlante de la madre le hizo tomar distancia de los guetos de Bohemia y lo acercó a la cultura alemana y austriaca. Hacia 1910, Kafka, a través de Max Brod, quien militaba en las juventudes sionistas, se enroló en el proyecto de un teatro judeo-alemán en Praga, pero es en sus últimos años, a partir de la relación con Dora Diamant, una joven judía que conoció en el balneario de Müritz, que creció su interés por su origen étnico y religioso.
En sus diarios y cartas de 1922 y 1923 –cito de la edición de Diarios (Buenos Aires, Emecé, 1953)- se percibe un ascenso de la religiosidad y la memoria de la infancia, en Praga, dentro de una protectora comunidad judía. Es entonces cuando piensa en la “posibilidad de ser útil con toda el alma”, enumera los “cinco principios que conducen al infierno”, cavila sobre la “fata morgana celestial” y lee el pasaje de los Vedas en que a un “gandarense” abandonado en el desierto, con los ojos vendados, le devuelven la mirada y le indican que debe caminar hacia el lugar de su origen.
El 12 de junio de 1923, meses antes de ser internado en el sanatorio de Kierling, cerca de Viena, donde murió de tuberculosis al año siguiente, anotó: “me es cada día más doloroso escribir. Es comprensible. Cada palabra, retorcida en manos de los espíritus…, se convierte en una lanza dirigida hacia el que habla…. Y así hasta el infinito. El único consuelo sería: sucede, quieras o no quieras. Y lo que tú quieras sólo tiene una importancia mínima. Más que consuelo es esto: también tú tienes armas”.

miércoles, 13 de enero de 2010

De los Ríos y Lenin

El 9 de enero, el eurodiputado socialdemócrata Luis Yáñez-Barnuevo dio a conocer en el diario español Público un artículo titulado “Cuba en el corazón”, en el que reaccionaba contra la expulsión que le aplicó el gobierno cubano. Yáñez asociaba su rechazo al régimen comunista de la isla con el que, en su momento, sintió Fernando de los Ríos, líder histórico del PSOE, por el comunismo soviético.
Recordaba entonces Yáñez el libro Mi viaje a la Rusia sovietista (1921), en el que De los Ríos contaba su visita a Rusia en 1920, como delegado de España a una reunión de la III Internacional. De los Ríos había sido partidario de que el PSOE se afiliara a dicha entidad, siempre y cuando pudiera elaborarse una visión de la realidad soviética de primera mano. El viaje de De los Ríos y de Daniel Anguiano a Moscú tuvo como objetivo fijar la posición oficial del PSOE frente al proyecto soviético.
El relato de De los Ríos no carece de fascinación ante el “experimento social” de los soviets. No le cabe duda al socialista español que Moscú marcará la historia del siglo XX y que sus avances económicos y sociales pueden llegar a ser importantes. Pero entre la llegada y la partida sus temores sobre las restricciones a derechos públicos de los ciudadanos rusos no hacen más que crecer.
De los Ríos da cuenta de sus intentos por tratar con los líderes soviéticos temas polémicos como la libertad de movimiento, la capacidad productiva de la pequeña propiedad agraria, la necesaria apertura de la prensa para reflejar intereses de las mayorías o la igualmente necesaria autonomía de los sindicatos. Zinoviev les pone mala cara a los españoles, Trotsky está demasiado ocupado y Bujarin es amable, pero ortodoxo.
Finalmente, De los Ríos logra entrevistarse con Lenin en su oficina del Kremlin. El socialista español va al grano: “¿cuándo podrá pasarse del actual período de transición a un régimen de plena libertad para sindicatos, prensa e individuos?”. La respuesta de Lenin es precisa: “nosotros nunca hemos hablado de libertad, sino de dictadura del proletariado”.
De los Ríos recuerda entonces sus lecturas de La crítica al programa de Gotha de Marx y de El Estado y la Revolución de Lenin y vuelve a la carga: “¿cuánto tiempo podría durar esa dictadura del proletariado?” Lenin responde que en Rusia, a diferencia de Alemania o Gran Bretaña, deberá durar más, unos cuarenta o cincuenta años, y concluye: “para nosotros el problema no es de libertad, pues respecto de ésta siempre preguntamos: ¿libertad para qué?”.
Luego de la conversación, De los Ríos trata de poner en orden sus ideas. Lenin, a su juicio, está colocándose más allá de Marx, en relación con los derechos individuales. En su comentario sobre el programa de Gotha, Marx entendía el periodo de transición al comunismo como parte del proceso de “desenvolvimiento completo del individuo”. En cambio, Lenin, en El Estado y la Revolución, llega a decir que los socialistas no deben “prometer” el advenimiento del comunismo.
Si el proyecto soviético, concluye De los Ríos, es una “dictadura del proletariado que debe existir en tanto no se consiga lo que no se puede prometer”, entonces los socialistas españoles no deben afiliarse a la III Internacional “¿Bajo qué régimen hay que vivir en tanto se llega a la meta de la organización comunista?”, es la pregunta “nudo” ¿Bajo el “despotismo ilustrado” de una “vanguardia” de la clase obrera, que controla toda la economía, la cultura y la expresión de un país?
A su regreso a Madrid, De los Ríos propuso la separación del PSOE de la III Internacional, mientras que Daniel Anguiano se mantuvo fiel a Moscú. Con el surgimiento del Partido Comunista Obrero Español (PCOE) se produjo en la península la escisión entre socialdemocracia y comunismo que, desde fines del siglo XIX, experimentaban las izquierdas europeas.

martes, 12 de enero de 2010

Jefferson a Humboldt





Las historiografías nacionalistas del siglo XX edificaron, a partir de las guerras de 1847 y 1898 y del intervencionismo de Washington en la región, un tópico que atribuía a Estados Unidos, desde sus orígenes, la oposición a la independencia de América Latina y un proyecto de expansión territorial hacia el Sur, constitutivo de la experiencia política de las excolonias británicas.
Una carta de Thomas Jefferson a Alexander von Humboldt, del 8 de diciembre de 1813, reproducida en el último número de la revista Nexos, ayuda a comprender la simpatía real con que los padres fundadores de Estados Unidos vieron los procesos de independencia de Hispanoamérica y, también, la crítica y, a la vez, estereotipada percepción que tuvieron de las dificultades de la construcción republicana al sur del Río Bravo.
Esta carta es reveladora de un momento republicano, en la fundación de Estados Unidos, cuando la idea de una hegemonía regional aún no estaba plenamente conformada. El sombrío pronóstico de Jefferson se cumplió, también en México, donde, a partir de su lectura entusiasta del Ensayo político sobre el reino de la Nueva España de Humboldt, creyó ver la esperanza de una república próspera y libre.



“Creo de lo más afortunado que sus viajes en aquellos países (México, Cuba, Sudamérica) fueran tan a tiempo para darlos a conocer al mundo en el momento en que estaban a punto de volverse actores en su escenario. No tengo la menor duda de que acabarán zafándose de su dependencia europea; pero en qué tipo de gobierno acabará su revolución no estoy tan seguro. La historia, creo, no proporciona un ejemplo de un pueblo jineteado por curas manteniendo un gobierno civil libre. Esto marca el grado más bajo de ignorancia, de la cual tanto sus líderes civiles como religiosos sacarán provecho siempre para sus propósitos. La vecindad de la Nueva España con Estados Unidos y su consecuente intercambio, puede proveer escuelas para los ciudadanos de clase alta y dar ejemplo a los de las clases más bajas. Y México, donde hemos aprendido por usted que no faltan hombres de ciencia, puede revolucionarse a sí mismo bajo mejores auspicios que las provincias del Sur. Estas últimas, me temo, terminarán en despotismos militares. Las diferentes castas de sus habitantes, sus celos y odios mutuos, su profunda ignorancia, serán aprovechados por líderes astutos, y cada uno será el instrumento para esclavizar a otros”.

sábado, 9 de enero de 2010

Derecho a penar


Con frecuencia, la idea de exilio interior se aplica a sociedades cerradas en las que una parte de la ciudadanía es desprovista de derechos públicos y condenada a la muerte civil. Bajo regímenes autoritarios o totalitarios, dictaduras o tiranías, los exiliados interiores son aquellos sujetos invisibilizados por el poder, convertidos en personas sin reconocimiento jurídico ni representatividad política, a las que el Estado y la sociedad colocan en una suerte de limbo, entre el ser y la nada.
El historiador español Gutmaro Gómez Bravo, estudioso del sistema penitenciario peninsular en los siglos XIX y XX, otorga otra acepción al concepto de exilio interior. Para él los exiliados de adentro son, fundamentalmente, los presos políticos de la España franquista, sobre todo, en la época más doctrinaria de ese régimen que fue la década de los 40. Entonces el franquismo, que había vencido en la guerra civil, intentaba consolidarse desde el punto de vista institucional e ideológico.
El exilio interior. Cárcel y represión en la España franquista. 1939-1950 (Madrid,Taurus, 2009) es la mejor historia que se ha escrito, hasta ahora, sobre la reclusión de 300 000 “desafectos al régimen” en la península. La construcción autoritaria no habría sido posible sin la exclusión de aquella numerosa población que, junto con el exilio, conformaba la base social de la oposición al franquismo. A Gómez le interesa historiar no sólo el proceso de reclusión sino las estrategias ideológicas de “redención” que aplicó la dictadura sobre la masa carcelaria.
Gómez sostiene que el franquismo, a diferencia de los totalitarismos alemán, italiano y soviético, no poseía una ideología de Estado con la cual justificar el exterminio. De hecho sugiere una paradoja, aplicable a otras experiencias dictatoriales: “el franquismo no tuvo nunca una vocación de exterminio como la del nazismo o el estalinismo, lo que no significa que fuera más humanitario sino que hizo un uso distinto de la fuerza”.
El Chile de Pinochet y las dictaduras militares del Cono Sur fueron regímenes autoritarios, no totalitarios como el cubano, y, sin embargo, sí poseyeron una “voluntad de exterminio” que en este último, como en el franquismo, se manifestó, fundamentalmente, por medio de la cárcel y el exilio. La tesis de Gómez viene complejizar aún más las tipologías de regímenes no democráticos desarrolladas por historiadores y politólogos, en una materia tan relevante para los mismos como es la metodología de la represión.
A falta de una ideología de Estado, propia de los regímenes totalitarios, el franquismo utilizó la iglesia y la religión católicas como instrumentos de adoctrinamiento nacionalista y regeneración moral de los presos. “El elemento –dice Gómez- de legitimación del poder que más sobresalió en España fue el religioso: el derecho a penar fue concebido como un derecho divino autorizado por la violación del orden sagrado, que quedaba muy lejos del componente racial o estatal de la Alemania nazi, la Italia fascista” o la Rusia estalinista.

jueves, 7 de enero de 2010

Camus, el inasible



Hace unos días se cumplieron cincuenta años de la muerte de Albert Camus, en accidente automovilístico, mientras regresaba a París desde el sur de Francia. La propuesta del presidente francés, Nicolás Sarkozy, de trasladar los restos de Camus al Panthéon ha generado la típica querella por la herencia que persigue a los célebres en la muerte. El debate vuelve a plantear la deprimente pregunta de a quién pertenecen los huesos de un escritor y, sobre todo, vuelve a escenificar esa manía de apropiación de los muertos que sufren políticos e intelectuales.
Su hija Catherine ha escrito que su padre era un “solitario solidario”, cuyo legado no debe ser manipulado por el gobierno francés, el filósofo Michel Onfray ha protestado contra los usos de Camus por políticos de derecha como Bush o Sarkozy y el estudioso Jean Luc Moreau ha publicado el ensayo Camus, l’intouchable, en el que reacciona contra la instrumentación oficial de un símbolo subversivo. Otras reacciones contra la propuesta de Sarkozy no escapan a la propia instrumentación del mismo legado que intentan algunos escritores de la izquierda francesa, para quienes Camus fue un crítico del fascismo y de la democracia, pero no del comunismo.
La figura de Camus, sobre todo entre 1945 y 1960, ofrece la dificultad de una crítica paralela a los dos totalitarismos del siglo XX, el fascista y el comunista, y, también, a las democracias occidentales y a los regímenes coloniales creados por éstas en Asia, África y el Medio Oriente. Pero lo que hace inasible a Camus, en el sentido que da al término Moreau, es la elección de un lugar para la crítica, distante de la moral y la ideología, de los partidos políticos y las élites letradas. En sus relatos (El extranjero, La peste, La caída y El exilio y el reino), en sus piezas teatrales (Calígula, El malentendido, Estado de sitio, Los justos) y en sus prosas El mito de Sísifo y Cartas a un amigo alemán, Camus adoptó una perspectiva, por decirlo rápido, antropológica, en la que los problemas de la sociedad contemporánea eran presentados como problemas humanos.
Esa elección intelectual, que salvaba buena parte de la tradición filosófica antigua, medieval y moderna -que los totalitarismos de mediados del siglo XX intentaron abandonar- hizo de Camus un pensador inubicable en la geografía política de su época. En su ejemplar ensayo El hombre rebelde, en sus carnets de los años 50 y en sus polémicas con Sartre, Jeanson y Les Temps Modernes, aparecidas en la revista Combat, se lee aquella crítica multilateral, ejercida sin miedo a perder el apoyo de cualquier poder, en la que lo mismo se cuestionan las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki que la invasión soviética a Hungría, el realismo socialista que el compromiso sartreano, el mito revolucionario que la razón liberal.
Cuando Camus murió, en enero del 60, estaba en un proceso de reinvención de su escritura, que se percibe en su inconclusa novela El primer hombre (Barcelona, Tusquets, 1994). En esa ficción autobiográfica, sobre la saga de una estirpe alsaciana que emigra a Argelia, a fines del Segundo Imperio, y cuyo padre de familia perece en la Primera Guerra Mundial, fragmentada la cabeza por obús, dejando al hijo huérfano, en la miseria y la ignorancia de los pied noirs, se plasma con fidelidad la elección antropológica de Camus. La vuelta al padre era, para Camus, la verdadera proeza adánica.
Quienes se oponen a la consagración oficial de Camus por parte del gobierno de Sarkozy no dejan de tener razón. Pero habría que preguntarse qué hubiera sucedido si la propuesta del traslado de los restos, del camposanto de la aldea provenzal de Loumarin, al Panteón de París, no hubiera provenido del presidente sino de un grupo de escritores franceses. Entonces, probablemente, habría tenido mejor acogida, ya que, en resumidas cuentas, el Panthéon es un símbolo de la tradición laica y republicana francesa: allí están enterrados Voltaire, Rousseau, Dumas, Hugo, Zola y Malraux.

martes, 5 de enero de 2010

Una farsa de locos

A propósito del post sobre Aby Warburg, alguien nos preguntaba por el término “abderitismo” o idea de la historia como eterno estancamiento. Dicho concepto aparece en el ensayo “Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor” (1798) que, en traducción de Eugenio Ímaz, fue incluido en la edición de la Filosofía de la historia de Immanuel Kant, publicada, primero, por El Colegio de México en 1941, y luego rescatada por el Fondo de Cultura Económica.
Allí Kant hablaba de tres “estilos de imaginar la historia humana” en relación con su avance moral: el “eudemonista” o “quiliástico”, que afirma que la humanidad vive un permanente “progreso hacia mejor en lo que se refiere a su destino moral”; el “terrorista”, que sostiene que el hombre experimenta un “continuo retroceso hacia peor”; y el “abderitista”, que argumenta que la sociedad se halla en un “eterno estancamiento de sus valores morales”.
Kant, como es sabido, descarta los dos primeros con bastante claridad. La “caída a peor”, propuesta por los terroristas, no es válida porque conlleva un sentido apocalíptico, según el cual el desenlace de la historia humana, por su acumulación de mal, sería la autodestrucción. El “eudemonismo”, con sus “vigorosas esperanzas”, le parece “insostenible”, ya que la idea de un “progreso indefinido promete muy poco a favor de una historia previsora”.
Aunque el “abderitismo” –en la traducción de Ímaz aparece también como “abdeterismo”-, un término con el que Kant alude a la teoría de la acción recíproca del átomo y el vacío de Demócrito de Abdera, le parece “acaso la opinión que disponga de mayores votos a su favor”, tampoco sale ileso de la crítica kantiana. Kant cuestiona la idea de que el bien y el mal se “amalgamen” en el devenir humano, por medio de alguna síntesis -palabra mágica de hegelianos y marxistas-, y sostiene que, más bien, en ese "estilo" de imaginar la historia ambas categorías morales se “neutralizan”, con lo cual se estaría identificando, erróneamente, el estancamiento con la "inacción".
Los “abderitistas”, según Kant, piensan entonces la historia humana como una “agitación vacía en la que el bien y el mal se alternan, de suerte que el espectáculo del afán sobre la tierra de la humanidad consigo misma, a lo que más se pareciera sería a una farsa de locos, lo que no le haría acreedora ante los ojos de la razón de una estimación mayor de la concedida a la actividad de otras especies animales, que tienen en su favor llevar el juego con menos costo y sin derroche de razón”.

sábado, 2 de enero de 2010

El arquitecto, su esposa, la amante y la república


Ignacio Abel, el protagonista de La noche de los tiempos (Barcelona, Seix Barral, 2009), la voluminosa novela de Antonio Muñoz Molina -¡958 páginas!- es un arquitecto, que se formó en la Bauhaus con Walter Gropius y Mies van der Rohe , y que al triunfo de la II República española ofrece sus servicios al nuevo gobierno. Juan Negrín, personalmente, le encarga la construcción de varios edificios en la ciudad universitaria de Madrid.
Aunque no se considera un político, en los años previos a la guerra civil Abel se afilia al Partido Socialista Obrero Español (PSOE), fundado por Pablo Iglesias a fines del siglo XIX, y apoya los gobiernos del Frente Popular en la primera mitad de los 30. Su amistad con Negrín lo coloca en el centro de las disputas políticas de aquella España dividida, no sólo entre izquierda y derecha, sino entre diversas corrientes dentro de la propia izquierda.
Esa ubicación de Abel, en el centro del torbellino, lo convierte en testigo privilegiado de la fractura española. A través de Abel, Muñoz Molina describe a los intelectuales y políticos republicanos con la agudeza de un contemporáneo. Las semblanzas de unos y otros se suceden en la novela, con admirable agilidad, dejando al lector la sensación de haber vivido aquellos años turbulentos. El extremismo de Alberti y Bergamín, el desencanto de Moreno Villa, la retórica de Ortega y Azaña, el bolchevismo de Largo Caballero se van perfilando, no desde el análisis del historiador, sino desde la ficción de un novelista que sabe colocarse en el pasado.
Abel, como Negrín -figura retratada con suma amabilidad-, está siempre en el medio de la tensión. Rechaza tanto el nacionalismo y el falangismo, que tiene cerca, en la familia de su esposa, como el comunismo y el anarquismo que tanto atrae a los constructores de sus obras. Simpatiza con el sentido práctico de la política que posee un científico como Negrín y toma distancia de la política letrada, a lo Azaña, y de la política populista, a lo Largo Caballero. Una excesiva conciencia del centro, de la moderación, atormenta a Abel.
A esa localización en el medio del conflicto político, Muñoz Molina agrega un triángulo amoroso, que hace crisis en 1936, justo cuando estalla la guerra civil. Abel se enamora de una joven norteamericana que llega a Madrid a confirmar imágenes literarias de la ciudad, construidas en lecturas de Washington Irving, Benito Pérez Galdós y John Dos Passos. El romance entre Abel y la joven es, también, el choque entre la crítica de la cultura española –toros, santos, vírgenes, folklore…- del arquitecto vanguardista y la mirada turística de la estudiante norteamericana.
El desenlace de la vida de este arquitecto republicano es, como el de cientos de miles de españoles de su generación, el exilio. Su salida del conflicto, a pesar de la nota esperanzadora del reencuentro con la joven amante en Nueva York, es un mensaje en torno a la imposibilidad del equilibrio en un contexto de guerra civil. Cuando la violencia se apodera de cada extremo enfrentado y el mundo se divide, rígidamente, en amigos y enemigos, héroes y traidores, el único destino posible del moderado es el exilio.