Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 29 de diciembre de 2023

Dos historiadores se despiden






Quien revise títulos recientes de historia de las revoluciones modernas en América Latina y el Caribe, encontrará dos nombres de autores repetidos en las bibliografías: el británico J. G. A. Pocock y el estadounidense Arno J. Mayer. Ambos acaban de fallecer, con días de diferencia, y dejan una obra ineludible para el estudio de las revoluciones atlánticas. 

 Nacido en Londres en 1924, hace casi cien años, Pocock enmarcó su obra en el estudio de las ideas y los lenguajes políticos entre los siglos XVI y XVIII. Sus investigaciones lo llevaron a reconstruir el pensamiento de Locke y Burke, Maquiavelo y Gibbon, Harrington y Montesquieu. Tan sólo esta breve lista de filósofos permite advertir la gran capacidad de desplazamiento de Pocock, que lo llevó a desandar los orígenes del republicanismo, el liberalismo y el conservadurismo modernos. 

 Entre los muchos estudios de Pocock, fundador de una corriente de historia intelectual conocida como Escuela de Cambridge, hay dos que destacan por su impronta en la historiografía latinoamericana contemporánea: Virtud y comercio en el siglo XVII (1972) y El momento maquiavélico (1975). Entre ambos, Pocock propuso discernir una tradición republicana en el pensamiento político moderno, que iría de Maquiavelo a Harrington y a las revoluciones de fines del siglo XVIII, para la cual resultaba fundamental la contraposición entre virtud y comercio. 

 Hasta Pocock, la historia de las ideas mostraba comodidad con el predominio del liberalismo dentro de las fuentes doctrinales de las revoluciones atlánticas modernas. A partir de sus estudios comenzó a prestarse mayor atención a las otras dos tradiciones, la republicana y la conservadora, donde es posible localizar diversos énfasis, más allá de la concordancia básica con el gobierno representativo. 

 Aunque nació en Luxemburgo, dos años después que Pocock, la carrera académica de Arno J. Mayer se produjo fundamentalmente en Estados Unidos. Como tantos otros grandes historiadores de su generación, exiliados tras el ascenso del nazismo, se formó en Nueva York, luego en Yale y terminó enseñando en Harvard y Princeton. Proveniente de la historia social, la obra de Mayer es un perfecto complemento de la de Pocock, por lo que a la experiencia de las revoluciones modernas se refiere. 

 Un primer título de Mayer que circuló ampliamente en español, gracias a la traducción y edición de Alianza, en Madrid, fue La persistencia del antiguo régimen (1981). Aquí Mayer sostenía que la Europa que emergió del crepúsculo de las revoluciones atlánticas de 1789 a 1848, mantuvo muchos elementos del antiguo régimen, como los privilegios, la estratificación y el despotismo, que explican, en buena medida, la militarización y el choque imperial de la Gran Guerra. 

 Otro libro importante de Mayer, de considerable difusión en medios iberoamericanos, fue Las furias. Violencia y terror en las revoluciones francesa y rusa (2000), que editó en español la Universidad de Zaragoza. El punto de partida era una reacción contra la historiografía crítica o contraria al legado de las revoluciones modernas, que se difundió a fines del siglo XX, en sintonía con la caída del Muro de Berlín y las equivocadas tesis sobre “el fin de la historia”. 

 Por medio de la vulgarización de ideas de Francois Furet y otros historiadores, se estableció un signo de igualdad entre la revolución y la dictadura y se atribuyó esta última a un único tipo de violencia: la del terror jacobino. El libro de Mayer vino a recordar algo elemental: gran parte de la violencia, en las revoluciones modernas, fue generada por sus enemigos, dentro y fuera de Francia y Rusia. 

 Pocock y Mayer nacieron casi al mismo tiempo y se han ido a la vez. Entre ambos dejan todo un estante de la biblioteca de historia moderna sobre las revoluciones de los siglos XVIII, XIX y XX. Habrá que regresar a ellos una y otra vez en estos tiempos de desmemoria.

domingo, 24 de diciembre de 2023

Bonifaz Nuño y el clasicismo americano






Este fue el año del centenario del poeta veracruzano Rubén Bonifaz Nuño. La editorial El Equilibrista, en coedición con la Universidad Veracruzana y otras instituciones, reunió sus poemas y ensayos más representativos. En prólogo al volumen, que lleva por título Rubén por nosotros (2023), Vicente Quirarte dice algo que no por conocido merece ser pensado a fondo: la obra poética y ensayística de Bonifaz Nuño está signada por un clasicismo que se nutrió de su trabajo como traductor de griegos y latinos. 

 Se dice fácil, pero aquel poeta, hijo de telegrafista, nacido en la misma casa donde Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú firmaron los Tratados de Córdoba, en 1821, tradujo al castellano escrito y hablado en México a Homero, Virgilio, César, Eurípides, Cicerón, Catulo, Propercio, Ovidio, Lucano y Píndaro. De algunos de ellos, como los poetas latinos Catulo y Propercio, dejó escritas páginas reveladoras que se reúnen en este libro. 

 Catulo encarna, para su traductor mexicano, el sufrimiento juvenil: la pasión y el odio por la amada o el amigo, el dolor por la muerte del hermano, la rabia y la impotencia frente a los desmanes de la república romana. Ese Catulo rabioso, según Bonifaz, era la “iluminación de una ponzoña”, que afirmaba una fuerte personalidad en la literatura latina. Casi como subversión del orden virtuoso de la república, Catulo sacaba a la luz los vicios de los romanos. 

 Propercio, en cambio, era el poeta lírico y elegiaco por excelencia, entregado al testimonio del amor por Cintia. No encuentra en él las típicas fluctuaciones pasionales de Catulo sino el sentimiento amoroso como batalla contra la muerte. A la vez, hay en Propercio una tendencia a la humillación, al conformismo con la imperfección de la amada, muy distante de aquella rebeldía de Catulo. 

 Atento a las traducciones de la poesía nahua de Miguel León-Portilla y Ángel María Garibay, Bonifaz intentó hacer lecturas paralelas del clasicismo mexicano y el greco-latino. Sus discursos de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1963 y a El Colegio Nacional en 1972 contienen pasajes que se internan en esa ruta. Pero más que una helenización de mexicas y mayas, lo que Bonifaz proponía era una revelación de las confluencias entre aquellas antigüedades. 

 En el primero de los discursos anotaba que mientras Homero decía “ni la piedad dará demora, a la instante senectud y a la indomada muerte”, en uno de los Cantares mexicanos, un poeta de este lado advertía: “no para siempre estamos en la tierra; sólo un poco aquí”. En el Códice matritense y en Los romances de los señores de la Nueva España encontraba, no ecos sino atisbos similares a los de las Odas de Horacio, las Geórgicas de Virgilio y las Elegías de Propercio. 

 En el segundo discurso, el de El Colegio Nacional, titulado “La fundación de la ciudad”, se aventuraba en una interpretación comparada de la Eneida de Virgilio y el Chilam Balam de Chumayel. En ambos se narraban guerras y éxodos, dioses actuantes y héroes melancólicos, juegos fúnebres y ciudades incendiadas. Las fundaciones de Roma y Chichén adquieren en los textos antiguos una representación equivalente. 

 Lo más sorprendente, sin embargo, del clasicismo de Bonifaz Nuño, es que no deja de ser profundamente americano. Existe en la crítica literaria latinoamericana una desproporcionada tendencia a asociar la identidad regional con el barroco. Pero en este escritor mexicano, como antes en Alfonso Reyes o el uruguayo José Enrique Rodó, helenismo, latinismo y americanismo van de la mano. 

 Para el poeta veracruzano, la fundación misma de una cultura es un descubrimiento: “la ciudad existe por siempre; existió, existe y existirá en la eternidad”. Más que una génesis, su fundación es un develamiento. De ahí que el nacimiento de Roma o el de Chichén produzcan “una coincidencia, en un instante dado, entre el plano del tiempo y el de la eternidad, entre la labor del hombre y el trabajo universal”.

viernes, 24 de noviembre de 2023

Cien años en el Hotel Abismo






En 1923, gracias a una donación de Félix Weil, empresario judío nacido en Buenos Aires, que estudiaba su doctorado en ciencias políticas en Alemania, surgió el Instituto de Investigación Social de la Universidad Goethe de Fráncfort del Meno, más conocido como Escuela de Frankfurt. Su grupo fundacional, Theodor Adorno, Max Horkheimer, Herbert Marcuse, Erich Fromm, Friedrich Pollock y Franz Neumann, se convertiría en uno de los núcleos fundamentales del marxismo occidental en el siglo XX. 

 En su trayectoria centenaria, la Escuela de Frankfurt ha acumulado todo tipo de distorsiones. Desde las del marxismo pro-soviético, con György Lukács a la cabeza, quien, a pesar de su deuda con la teoría crítica alemana, la acusó de falta de compromiso político y ambivalencias burguesas, hasta las más recientes del conservadurismo y la nueva derecha, tipo Jonathan Wiener, que atribuye al “marxismo cultural” de los frankfurtianos el origen de las políticas equitativas y paritarias. 

 Como expone Stuart Jeffries, en su biografía coral de las generaciones de la Escuela de Frankfurt, la trayectoria de esa corriente de pensamiento, desde su fundación hasta hoy, desafía esas caricaturas. De Adorno a Habermas, una constante de esos filósofos ha sido su instalación en la teoría, es decir, en el acto profesional del pensar. Pero sus posicionamientos públicos han sido múltiples y en una dirección fundamentalmente contraria al capitalismo y los autoritarismos, de izquierda o derecha. 

 La crítica de Lukács, que en sectores ortodoxos de las izquierdas se ha reciclado hasta hoy, acusaba a aquellos teóricos de vivir en un cómodo hotel, al borde del abismo, atisbando en el horizonte cada nueva hecatombe. Pero la demanda de Lukács, que fue Comisario de Cultura en el gobierno de Béla Kun, no era un llamado a la acción revolucionaria sino a la lealtad al Partido Comunista. La Escuela de Frankfurt declinó esa vía y se mantuvo fiel al desarrollo académico de una teoría crítica, que no prescindía de la intervención en la esfera pública. 

 En su primera etapa, antes de la llegada de Hitler al poder, la teoría crítica trató de procesar el fracaso de la Revolución alemana de 1919 por medio de una mezcla de marxismo y psicoanálisis. Entre los años 30 y 50, su orientación fue esencialmente antifascista y antiautoritaria, desde la premisa de que el totalitarismo, cualquier totalitarismo, era consecuencia del desarrollo de tecnologías del poder, cuyas raíces emergían de la propia modernidad. 

 Ese fue el eje argumentativo de Dialéctica de la Ilustración (1944) de Adorno y Horkheimer. Como reconocería luego éste último, aquel ensayo, firmado en Los Ángeles y dedicado a Pollock, fue escrito bajo el impacto del suicidio de Walter Benjamin en Portbou y la lectura de sus Tesis de filosofía de la historia (1940). No por gusto se convertiría en un cruce de caminos para el centro y la periferia de la teoría crítica, que conecta con Los orígenes del totalitarismo (1951) de Hannah Arendt y El hombre unidimensional (1964) de Herbert Marcuse. 

 Mucho se han exagerado las diferencias entre Adorno y Horkheimer, por un lado, y Benjamin y Marcuse, por el otro. En lo esencial, más allá de la posición de los primeros sobre las revueltas juveniles del 68, que no vieron con tanto entusiasmo, estaban de acuerdo. La nueva generación frankfurtiana (Habermas, Apel, Negt, Schmidt, Wellmer) heredaría la centralidad académica del grupo, aunque se aproximaría más claramente a la socialdemocracia. 

 En el conjunto de los marxismos occidentales del siglo XX, donde podrían ubicarse los existencialistas y estructuralistas franceses, los británicos de New Left Review y los italianos de la Nuova Sinistra, la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt se caracterizó por un tipo de compromiso intelectual, más distanciado de los partidismos políticos. Todo un legado para este tiempo de compulsiones sectarias, en que el pensamiento renuncia a su autonomía y se entrega de manera visceral a la lucha por el poder.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Said contra los mitos antipalestinos





En estos días de guerra en Gaza las redes sociales se llenan de viejas patrañas antisemitas e islamófobas. Pero también se reproducen, con mayor contundencia y velocidad, mitos específicamente antipalestinos. En Facebook y Twitter reaparecen viejos mapas y se repite, hasta el cansancio, que Palestina no existía antes de 1948, no ha existido en los últimos ochenta años y no existe hoy. 

 Se machaca que los árabes que habitan Palestina han llegado allí luego de la fundación de Israel y el proceso de colonización que le siguió. Es decir, que los palestinos habitarían en un país llamado Israel y su condición de ciudadanos de segunda no estaría determinada por las leyes e instituciones de ese Estado sino por una subordinación natural. 

 Edward Said, brillante pensador palestino, nacido en Jerusalén en 1935, y fallecido en Nueva York, en 2003, en medio de la “guerra contra el terror” de George W. Bush en Irak y Afganistán, cuestionó cada uno de esos mitos en múltiples libros, artículos, manifiestos y cartas. La obra de Said está totalmente atravesada por su identidad específicamente palestina, pero tal vez los títulos emblemáticos de esa batalla contra los mitos serían La cuestión palestina (1979), Covering Islam (1981), Gaza y Jerifcó, pax americana (1995), sus memorias Out of Place (1999) y sus artículos sobre los procesos de paz en Oslo, reunidos en español, póstumamente, bajo el título de Nuevas crónicas palestinas (2004). 

 Hay, sin embargo, otras compilaciones y libros de entrevistas, como La pluma y la espada (2001), una larga conversación con David Barsamian, que ponen en claro la visión de Said sobre la historia de Israel y Palestina y su prolongado conflicto. En este libro, que editó y reeditó Siglo XXI, en México y Argentina, es posible constatar la fe de Said en la existencia de Palestina como como una comunidad cultural y política, que llamaba nación, con su pasado, su presente y su futuro. 

 Pero ahí mismo, junto con sus refutaciones puntuales de cada mito de la propaganda oficial israelí y del eurocentrismo intelectual, Said llamaba la atención sobre algunos daños autoinfligidos del extremismo nacionalista palestino, que conspiraban contra el logro del objetivo de una soberanía estatal. Dos de esos riesgos eran, justamente, el antisemitismo y el terrorismo, que hoy se expanden aún más que hace treinta o veinte años y, en sectores de la esfera pública y las redes sociales, se confunden con la propia causa palestina. 

 Said, que admiraba las tradiciones culturales hebreas y que impulsó con su amigo Daniel Barenboin una fundación para estudiantes de música árabes y judíos, cuestionó los limitados alcances de la paz negociada por Yasir Arafat e Isaac Rabin en los años 90, pero nunca renunció al ideal de dos estados en un mismo territorio. Lo interesante es que en la conversación con Barsamian, Said se detiene más en la necesidad de que esos dos estados posean a su vez una diversidad cultural interna, asegurada por la convivencia entre musulmanes, cristianos y judíos. 

 Ya lo hemos comentado aquí, pero vale la pena recordar que Said murió en 2003 y no alcanzó a ver la radicalización islamista protagonizada por Hamás y Hezbolá a mediados de la primera década del siglo XXI, en buena medida, como reacción contra las intervenciones de Estados Unidos y sus aliados europeos. Esa radicalización ha erosionado la hegemonía de la antigua OLP, hoy Autoridad Nacional Palestina, con la que Said siempre dialogó y polemizó. 

 Una pregunta que eluden muchos partidarios de considerar el terrorismo de Hamás como resistencia anticolonial, especialmente en la izquierda latinoamericana, es qué tanto esa causa sigue siendo nacional, favorable a la creación de un estado palestino, vecino de Israel. Todo parece indicar que aquella causa nacionalista palestina está hoy en desventaja en Gaza y Cisjordania, frente al avance de un yihadismo teocrático y panárabe.

jueves, 19 de octubre de 2023

Ítalo Calvino y la escritura de la voluntad





En “La espina dorsal” (1955), conferencia del volumen Punto y aparte (1980), Ítalo Calvino recordaba a Antonio Gramsci para sostener que la literatura era un acto de voluntad, por medio del cual se afirmaba un ser que no era otro, al fin y al cabo, que el ser del escritor mismo. Veía entonces superadas o “debilitadas” sus ansias juveniles de una “literatura comprometida”, que había intentado en las primeras novelas neorrealistas, y anunciaba el giro a la ficción fantástica que se verificaría con la serie Nuestros antepasados (1952-1960). 

 La conferencia fue pronunciada en el Pen Club de Florencia un año antes de la renuncia de Calvino al Partido Comunista Italiano, tras el respaldo de éste a la invasión soviética de Hungría. Luego de la primera novela de aquella serie, El vizconde demediado (1952), y en medio de su decepción con el PCI, Calvino escribió la segunda, El barón rampante (1957), que perfiló el sentido de la trilogía que culminaría con El caballero inexistente (1960). Las tres novelas contaban los dilemas del desdoblamiento o la confusión identitaria: un personaje duplicado por una bala en la guerra, un hermano que vive en los árboles y el otro en la tierra, un soldado que debe su nombre y su persona a una armadura. 

 En los tres casos, la definición del ser por obra de la voluntad: esa verdadera gesta de la vida, según Calvino, que aprendió en sus lecturas de Cesare Pavese, Joseph Conrad y Jorge Luis Borges, tal vez, los escritores que más admiró y estudió. Aquellos antecedentes hacen más comprensible su experiencia en Cuba, en los años 60, cuando viajó a la isla en busca de los rastros de sus padres, el agrónomo Mario Calvino y la botánica y naturalista Eva Mameli. 

  Calvino padre residió en México desde 1909 y formó parte de la Sociedad Agrícola Mexicana, al punto de ser nombrado Jefe del Departamento de Agricultura del Estado de Yucatán, en Mérida, en 1915. Dos años después, Mario Calvino sería contratado como director de la Estación Experimental de Agronomía de Santiago de las Vegas, en las afueras de La Habana. Ahí nació el escritor hace cien años y esa sería la razón –más buena dosis del entusiasmo que la Revolución cubana produjo en la izquierda italiana- de su viaje a la isla en 1964, como jurado del Premio Casa de las Américas. 

  En sus colaboraciones en la revista Casa de aquellos años, especialmente, en el relato autobiográfico “El camino de San Giovanni” (1964), que adelanta pasajes de sus memorias Ermitaño en París (1974), y en el ensayo “El hecho histórico y la imaginación en la novela” (1964), es posible leer la combinación de motivos que lo llevaron a Cuba, donde se casaría con la traductora argentina Esther Judith Singer. 

 Pero la historia de aquel reencuentro no estaría completa sin el desencanto que produjo, en Calvino y otros intelectuales de la izquierda italiana de los años 60, como Alberto Moravia, Pier Paolo Pasolini, Lucio Magri, Rossana Rossanda, Dacia Maraini, Lorenzo Tornabuoni o Giulio Einaudi, el arresto y la autoinculpación de los poetas cubanos Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé en 1971. 

  Padilla compartía con Calvino la admiración por los poemas de Cesare Pavese, cuyos versos utilizó como epígrafes en el libro Fuera del juego (1968). Todavía en sus últimas novelas, El castillo de los destinos cruzados (1969), Las ciudades invisibles (1972) y Si una noche de invierno un viajero (1979), el escritor italiano reafirmó su idea de la literatura como exposición del ser del escritor o como escritura de la voluntad del yo. 

  Muy lejos estaban aquellas ficciones de los devaneos juveniles sobre la “antítesis obrera” o, incluso, de una posible “planificación literaria”, como la esbozada a partir de la obra de Elio Vittorini. El Calvino novelista, que acaba naturalizado como referente central de la literatura latinoamericana, especialmente en los años del boom, es el que no pondrá en duda la autonomía estética del escritor y sus ficciones. Una premisa innegociable de sus seis propuestas para la literatura de este milenio, cada vez más vigentes en la tercera década del siglo XXI.

domingo, 8 de octubre de 2023

El Sur Global en la Bienal de Venecia



La Bienal de Venecia ha sido siempre una vitrina propicia para la cultura global. La condición fronteriza de Italia, entre el Tirreno, el Adriático y el Mediterráneo, entre la Europa del Oeste y la del Este, además de sus conexiones africanas y árabes, se reafirman en el magno evento veneciano. Este año, la Bienal de Arquitectura ha llamado a la presentación de proyectos urbanos sustentables. 

Un recorrido por los pabellones nacionales permite advertir las preocupaciones comunes del Sur global, pero también las pronunciadas diferencias entre algunos de sus principales países. Brasil, Argentina, Venezuela y Uruguay son las naciones latinoamericanas que, más protagónicamente, intervienen en la Bienal de Venecia. 

De las cuatro, sólo tres, Brasil, Uruguay y Venezuela, son las únicas que mantienen pabellones nacionales permanentes en los Giardini de Venecia. Durante un tiempo, el Instituto Internacional Italo-Latinoamericano (IILA) propició la instalación de pabellones o muestras temporales de otros países, como México, Chile y Cuba, en las bienales venecianas. En ocasiones, aunque el país no posea un espacio propio, algunos cineastas y artistas han tenido una presencia destacada en ese foro. 

 Fue así como, durante la Guerra Fría y gracias a la gestión del político Carlo Ripa de Meana, primero comunista y luego socialista, hubo bienales dedicadas a Chile, como la de 1974, fuertemente orientada a defender la experiencia de gobierno de Salvador Allende y Unidad Popular, en contra de la dictadura de Augusto Pinochet. Ripa también promovió, con Alberto Moravia y otros intelectuales de la izquierda italiana, bienales dedicadas a la disidencia cultural en la Unión Soviética y Europa del Este. 

De ese enfoque de contrapeso en la Guerra Fría se derivó un interés en el arte y el cine cubanos entre los años 60 y 80, que explicaría la asistencia de cineastas como Tomás Gutiérrez Alea y Humberto Solás y artistas como Wifredo Lam, René Portocarrero, Flavio Garciandía y José Bedia. Este año, con la convocatoria sobre desarrollo sustentable, se observa también una orientación globalista, que toma distancia de la ascendente derecha xenofóbica y nativista italiana, parcialmente reflejada en el gobierno de Giorgia Meloni. 

El clarísimo protagonismo de países como China, Sudáfrica y Brasil así lo trasmite. En el caso de los latinoamericanos es notable el fuerte ecologismo de las muestras. La de Brasil, titulada “Tierra” y curada por Gabriela de Matos y Paulo Tavares, está centrada en las representaciones arquitectónicas y urbanísticas de las comunidades indígenas y afrodescendientes de Brasil. En la misma línea está la de Perú, que recorre el cauce y los pueblos del Amazonas andino. 

 El proyecto de Uruguay, a cargo de Facundo de Almeida, Mauricio López y Matías Carballal, entre otros, explora los diversos escenarios que se desprenderían de una posible Ley Forestal a adoptarse en el país suramericano. El de Argentina, por su parte, encara los efectos de la crisis del agua a nivel nacional. La misma mezcla de utopismo y ambientalismo se plasma en la obra mexicana “La cancha de basquetbol campesina”, coordinada por Diego Sapién Muñoz y el INBAL. 

 Muy distinto es el tono del enorme pabellón de China en el Arsenal, que lleva por título “Renewal: a symbiotic narrative”. Las decenas de maquetas presentan la modernización tecnológica y urbanística de China, en ciudades como Shanghái, Hangzhou o Cantón, como parte de un impulso de renovación consustancial a la cultura china. La naturaleza y el paisaje son absorbidos por las grandes estructuras metálicas. 

 Podría establecerse un contraste entre el utopismo arcaico latinoamericano y el utopismo futurista chino, a partir de estas imágenes de la Bienal de Venecia, que tendría otras implicaciones para las expectativas, cada vez más desbordadas, de que China lidere la comunidad de países del Sur global.

jueves, 7 de septiembre de 2023

El tortuoso camino de la justicia transicional






Los investigadores Mónica Serrano y Juan Espíndola, de El Colegio de México y el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM, han compilado un libro tan necesario como perturbador. Se titula Verdad, justicia y memoria: derechos humanos y justicia transicional en México (Colmex, 2023) y da cuenta de las dificultades de ese concepto, justicia transicional, para avanzar en las instituciones y leyes del país. 

 El volumen parte de la certeza estadística del aumento de la violencia, la criminalidad y su saldo tangible de muertes y desapariciones. Hace ya más de un año que México superó la cifra de 100 000 desaparecidos. Según datos oficiales, en lo que va del gobierno actual, desde diciembre de 2018, más de 150 000 personas habrían sido asesinadas. 

 Esta estadística infernal, que ilustra sin ambages una situación de crisis humanitaria, demanda mecanismos de memoria, justicia y verdad como los que se han intentado en países cuyas democracias surgieron de dictaduras militares o guerras civiles como las del Cono Sur o Centroamérica, a fines del siglo XX. Una zona lateral del volumen está, justamente, dedicada a cotejar esas experiencias, en Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Colombia, con el México actual. 

 Varios de los autores y autoras, como Daniel Vázquez, Ezequiel González Ocantos, María Paula Saffon, Pablo Gómez Pinilla, Diana Isabel Güiza Gómez, Rodrigo Uprimny Yépez, Karina Ansolabehere y Leigh A. Payne, destacan el cúmulo de obstáculos que se ha interpuesto a la justicia transicional en México. Desde la negativa a crear una Comisión de la Verdad y el mediocre desempeño de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado en el sexenio de Vicente Fox, hasta el desentendimiento de esta administración del proyecto elaborado por la CNDH y el CIDE, en 2019, todo parece evidenciar una falta de voluntad política para hacer frente a las masacres y sus víctimas. 

 Las y los colaboradores del libro reiteran que las diferencias ideológicas o políticas entre los crímenes del pasado, bajo un régimen autoritario u otro democrático, exigen por igual dispositivos de esclarecimiento de la verdad y de justicia restaurativa. A la tendencia a la opacidad en esos temas, en un gobierno como el actual, muy dado a la reafirmación plebiscitaria cotidiana, se suma una cultura extendida de la impunidad en la que confluyen los grupos criminales, la clase política, las instituciones de seguridad y las autoridades judiciales. 

 Algunos autores, como Carlos A. Pérez Ricart, Claudio Frausto, Luis Alfonso Herrera Robles, José María Ramos García y María de Vecchi Gerli, tratan casos concretos como el asesinato de los 43 normalistas de Ayotzinapa, los feminicidios de Ciudad Juárez, el papel de la DEA en la guerra contra el narco o la violencia criminal en Tijuana y otras ciudades fronterizas. En cada caso observan esa perversa colusión entre criminales, policías, funcionarios locales, estatales y federales y agentes del orden y la seguridad. 

 El libro coordinado por Espíndola y Serrano cierra con un ensayo revelador de Benjamin Nienass y Alexandra Délano Alonso sobre los debates, protestas e intervenciones que ha generado el Memorial a las Víctimas de la Violencia, construido en Chapultepec durante el sexenio de Felipe Calderón. Varias organizaciones de derechos humanos y víctimas de la “guerra sucia” y la “guerra contra el narco”, en los últimos años, han rebautizado el monumento como “Memorial a las Víctimas de la Violencia del Estado”. 

 El libro trasmite con eficacia la idea de que también en México, en democracia y con un gobierno de izquierda, no sólo sigue habiendo muertes y desapariciones sino una disputa por la memoria de los crímenes. También aquí se repite la escena vergonzosa de un Estado que no escucha a las madres buscadoras y a los familiares de las víctimas y escamotea el número de muertos.

viernes, 1 de septiembre de 2023

La Habana de Fina





La editorial El Equilibrista y la Universidad Veracruzana publicaron este año un manuscrito inédito de la poeta cubana, Fina García Marruz (1923-2022), prologado por la escritora Josefina de Diego, hija del poeta Eliseo Diego y sobrina de la autora, y cuidado por la traductora e investigadora cubana Lourdes Cairo Montero. 

El libro se titula Pequeñas memorias y es una evidencia más del espléndido catálogo que ha reunido Diego García Elío en su colección Pértiga. El texto viene a confirmar el peso de la memoria en el grupo de escritores cubanos que conformaron la revista Orígenes entre 1944 y 1956. 

Sin el arte de la memoria no serían concebibles las novelas de José Lezama Lima, Paradiso y Oppiano Licario, los poemas de En la Calzada de Jesús del Monte o Por los extraños pueblos de Eliseo Diego, la Poética de Cintio Vitier, que no por gusto lleva un acápite titulado “Mnemosyne”, y buena parte de la propia poesía de García Marruz, especialmente sus cuadernos Visitaciones y Habana del centro

El género mismo de la memoria fue practicado por varios de aquellos poetas y narradores: Lorenzo García Vega en Los años de Orígenes, Rostros del reverso o El oficio de perder y Cintio Vitier en De peña pobre. A diferencia de éstas, las memorias de García Marruz, humildemente adjetivadas como “pequeñas”, se colocan en la prehistoria de Orígenes, en La Habana anterior a la revista y a las primeras obras de sus miembros. 

 La familia no es aquí la “familia de Orígenes”, como en otro título conocido de García Marruz, sino la estrictamente filial, la de los Badía, los Baeza, los Pagés y los García Marruz, ramas que se describen, como en Homero, con sus respectivos aretés o virtudes. Fina, la poeta y ensayista consagrada de fines del XX, asoma a veces, muy sutilmente, cuando la escritora habla de sus lecturas o preocupaciones futuras. 

Por estas memorias nos enteramos que, al igual que Eliseo Diego, tal y como ha contado su hijo Lichi, en La novela de mi padre, García Marruz comenzó escribiendo narrativa. Su cuento “La venganza”, con su personaje Nathaniel, tiene resonancias bíblicas, pero también de disquisición teológica sobre la soledad. El texto no especifica cuándo fue escrito, pero probablemente haya sido antes de la publicación de su “Carta a Vallejo”, en el tercer número de Orígenes

El tránsito de las casas espaciosas de la Víbora a los segundos pisos de Centro Habana, en las calles Lealtad, Manrique o Neptuno, se narra como el descubrimiento de un mundo sonoro, donde se voceaban los periódicos republicanos, El Mundo, el Diario de la Marina, El País, se escuchaba el piano de Cervantes, Saumell y Lecuona y se cruzaba el Paseo del Prado, para internarse en la vieja ciudad y recorrer las librerías de Obispo. 

A fines los 30, en medio de la guerra civil en España y la reconstrucción de la república en Cuba, que siguió a la Revolución contra Machado, la joven conocerá, junto a Cintio Vitier y Eliseo Diego, a dos poetas centrales en su formación: el español Juan Ramón Jiménez, en su breve exilio habanero, y el cubano Gastón Baquero. Son estos, y no Lezama todavía, los primeros maestros de la joven escritora. 

García Marruz tomó clases de filosofía con Jorge Mañach y Joaquín Xirau, leyó a Plotino, San Agustín y Bergson, pero nada parece haberla marcado más que escuchar al poeta español en la Institución Hispano-Cubana de Cultura y en el Lyceum de la Habana. Llega a conocerlo, junto a su madre, en el Hotel Vedado, y el poeta le dedica el poemario Canción, que ya sabía de memoria. 

Baquero, por su parte, emerge como una presencia entrañable. No sólo era, desde entonces, ese gran lector de poesía, que dominaba la mística española del Siglo de Oro, sino un melómano solícito, que introduce a García Marruz en la música de Debussy, Ravel y Stravinski. Baquero parece haber sido muy importante, también, en la conversión juvenil de la poeta al catolicismo, una fe indisociable de su obra poética y ensayística.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Boris Kagarlitsky: el intelectual como "terrorista"




Boris Kagarlitsky es un doctor en estudios políticos por la Universidad de Moscú, que destaca por una de las obras más sólidas en relación con la historia de las ciencias sociales rusas. En estricto sentido vendría siendo uno de los referentes del campo de la historia intelectual rusa en las tres últimas décadas. 

 Nacido en 1958, ha publicado en medios internacionales reconocidos como New Left Review, Times Literary Supplement y The Moscow Times y es referido en el campo intelectual latinoamericano por su excelente libro Los intelectuales y el Estado soviético (2005), que publicó la editorial Prometeo en Buenos Aires. 

  No creo que exista una historia más completa de la gran transformación cultural de la perestroika y la glasnost en la antigua URSS, como la producida por aquel libro. Una de sus conclusiones, que hoy parece profecía cumplida, es que el “fin de la intelligentsia soviética” produjo, bajo la supuesta modernización “liberal” de los 90, un reciclaje del nacionalismo cultural ruso decimonónico, con todos los elementos xenófobos, racistas, conservadores y antisemitas, que le eran afines. 

  El régimen de Vladimir Putin y su ideología neonacionalista son el desenlace de aquella mutación cultural. Kagarlitsky, como la mayoría de disidentes socialistas de su generación, que no se reconvirtió al nuevo nacionalismo, rechaza el conservadurismo cultural y el revisionismo histórico de Putin, cuya premisa es una exaltación del viejo imperio de los Románov, especialmente del periodo reformista del primer ministro Piotr Stolypin, y una denigración de la Revolución bolchevique y de las figuras de Lenin y Trotski. 

   Desde el Instituto para la Globalización y los Movimientos Sociales, que encabeza en Moscú, este académico ha destacado como una de las voces críticas de esa política cultural revisionista, personalmente impulsada por Putin. Al iniciar la invasión de Ucrania, el 24 de febrero de 2022, que venía anticipando desde la anexión de Crimea en 2014, el académico entendió que el nuevo movimiento de Putin era coherente con una visión profundamente antisoviética, que el nuevo caudillo del Kremlin heredó directamente del grupo neoliberal de Boris Yeltsin. 

   Desde entonces, el estudioso ha hecho diversas intervenciones en publicaciones occidentales de izquierda, en las que alerta sobre el poderoso despliegue de un nuevo imperialismo ruso contra nacionalidades del centro y el este de Europa. Esta nueva versión del paneslavismo, según Kagarlitsky, carecería del espíritu culturalmente dialógico que intentaron imprimirle los liberales rusos del XIX y los bolcheviques del XX. 

  Por pensar lo que piensa y escribir lo que escribe, Boris Kagarlitsky ha sido encarcelado en Moscú, donde enfrenta cargos infundados de “terrorismo”, a partir de sus críticas más que razonables a la escalada rusa en Ucrania. Es muy probable que pase siete años de cárcel, tan sólo por ejercer el derecho a cuestionar una política de Estado desde las reglas del campo académico de las ciencias sociales.

jueves, 17 de agosto de 2023

Anatomía del malestar




Mauricio García Villegas es un politólogo colombiano, formado en la Universidad Católica de Lovaina, que en los últimos años ha intentado explicar la prolongada crisis de su país a partir de una corriente de pensamiento, que tiene a Baruch Spinoza como figura central, y que piensa la política desde el territorio de las emociones. 

El fallecido filósofo italiano Remo Bodei llamó al proyecto ético de Spinoza “geometría de las pasiones”. Algo de aquella combinación de exactitud matemática y especulación moral se encuentra en los ensayos de García Villegas. En El país de las emociones tristes (Ariel, 2020), el ensayista colombiano se propuso explorar la larga data de la guerra y el narcotráfico, los estallidos sociales y las feroces pugnas políticas, como obras de la socialización de sentimientos como la furia y el odio. 

En su libro más reciente, El viejo malestar del Nuevo Mundo (Ariel, 2023), extiende el enfoque a toda América Latina y el Caribe. Quien siga diariamente la realidad política latinoamericana, sobre todo en los años recientes, encontrará un mundo como el retratado por Simón Bolívar en sus últimas cartas, regido por la frustración y el malestar. Las evidencias de esos sentimientos se reflejan en los altos índices de desconfianza hacia las instituciones democráticas, pero también en la ascendente desaprobación de toda la clase política, gobernante u opositora. 

Las altas mediciones de la felicidad latinoamericana suelen ser engañosas porque, por lo general, reflejan estados de ánimos personales y no colectivos. Si esas mediciones se armaran a partir de preguntas que indagan las relaciones entre la sociedad y el Estado, como hace regularmente Latinobarómetro, revelarían un panorama de infortunios y pesares como el que capta García Villegas en sus libros. 

Deliberadamente, el ensayista sigue un método que no respeta la historia cronológica de la región. En una página puede haber alusiones al estilo polarizador de líderes de la izquierda reciente, como Hugo Chávez y Evo Morales, en la siguiente una serie de glosas de historiadores de las guerras civiles del siglo XIX como el peruano Jorge Basadre o el uruguayo Carlos M. Rama, y en otra más adelante, semblanzas del peronismo y el varguismo. 

Dos de las emociones que recorre García Villegas en su último libro, de proyección más latinoamericana, son el miedo y la desconfianza. Recuerda el ensayista el estudio clásico del historiador francés Jean Delumeau sobre el miedo en Occidente y encuentra que desde los tiempos barrocos, marcados por la “teología mundana” de las Leyes de Indias, proliferaron en tierras americanas sociedades atemorizadas por la esclavitud, la servidumbre y el Santo Oficio. 

El miedo acumulado desde los tiempos coloniales dio paso a una cultura del desencanto republicano que es reconocible ya desde la primera mitad del siglo XIX. El romanticismo latinoamericano, que podría personificarse en el venezolano y chileno Andrés Bello o el cubano y mexicano José María Heredia, está profundamente atravesado por el desaliento que siguió a las utopías republicanas de la independencia. 

Al miedo y la desconfianza, García Villegas agrega el delirio como vocación continental, siguiendo de cerca otro libro reciente de un ensayista colombiano, Carlos Granés, justamente titulado Delirio americano (Taurus, 2022). El delirio ha sido constitutivo de la literatura y la política, el arte y el derecho, en América Latina, en doscientos años de vida independiente. 

Podría asociarse esa formulación con las fáciles metáforas del realismo mágico, pero el proyecto de García Villegas busca exponer los dilemas de la moral pública en una cultura del malestar. Al final, ese “aire de familia”, como diría Carlos Monsiváis, que vagamente identifica a los países de la región, estaría más asociado a la tristeza y la melancolía que a la fiesta o el jolgorio de sus estereotipos.

miércoles, 9 de agosto de 2023

Narrar al padre





La vulgarización del gesto parricida, que acompaña el cliché psicoanalítico, hace del padre un tabú o un pretexto. Algo así le leímos a Héctor Abad Faciolince en El olvido que seremos (2006), donde se recuerda el hecho elemental de que no todas las cartas al padre tienen que parecerse a la de Franz Kafka. La figura del mundo (Random House, 2023) es justamente eso: un tipo muy distinto de carta al padre. 

Un padre que no es un comerciante frío sino un filósofo apasionado, al que se dirige su hijo escritor. Las memorias de Juan Villoro reparan todo el tiempo en los silencios de su conversación con Luis Villoro. De ahí que el tono del libro se acerque mucho al de un recado póstumo. Luis Villoro Toranzo –el dato se reitera en el libro como como el arjé griego- nació en Barcelona en 1922. Pero a diferencia de tantos otros intelectuales españoles de su generación que, por su oposición al franquismo, acabarían exiliados en México, sus conexiones mexicanas eran previas. Su madre venía de una familia hacendada de San Luis Potosí, que llegó a España huyendo de la Revolución mexicana. 

El futuro filósofo de izquierda comenzó su formación en un internado jesuita en Bélgica y Villoro hijo advierte que ese itinerario, del catolicismo a la revolución, es muy común en la América Latina de la Guerra Fría. Menciona a Fidel Castro, Julio Scherer García y el Subcomandante Marcos como rebeldes criados en escuelas jesuitas. Pero la lista podría ampliarse con los jóvenes del Mapu de la Unidad Popular de Salvador Allende, en Chile, o el “cura Pérez” y varios guerrilleros colombianos de los 60. 

Cuenta Juan Villoro que su padre, graduado en la UNAM e integrado al Grupo Hiperión (Emilio Uranga, Jorge Portilla, Ricardo Guerra, Joaquín Sánchez McGregor, Salvador Reyes Nevárez, Fausto Vega Gómez), discípulos de José Gaos que exploraron la “filosofía de lo mexicano”, tuvo muy poco contacto con el ambiente contracultural de los años 60. Su mundo no era el del rock, el sexo y las drogas sino el de la revista El Espectador y de una reveladora admiración por Mahatma Gandhi y Martin Luther King. 

 La historiadora Elisa Servín ha estudiado El Espectador, donde colaboraron varios impulsores del MLN cardenista (Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés…), como un proyecto inscrito en el ideario de la Nueva Izquierda mexicana en la Guerra Fría. Una antología reciente, a cargo de Guillermo Hurtado, que reúne textos de Luis Villoro en aquella publicación, La identidad múltiple (El Colegio Nacional, 2022), confirma el análisis de Servín. 

 Dos de los libros fundamentales de Luis Villoro, Los grandes momentos del indigenismo en México (1950) y El proceso ideológico de la revolución de independencia (1953), que han cumplido setenta años con mucha vigencia, fueron ejercicios de historia de las ideas que buscaban claves emancipatorias en el pasado mexicano. Pero sus fuentes no provenían del marxismo sino de una tradición teológica que se remontaba al siglo XVI hispánico con Suárez, Vitoria, Las Casas y Vasco de Quiroga. 

 Villoro hijo narra esa ruta alterna hacia la izquierda como una opción intelectual que explicaría la identificación final de Villoro padre con la rebelión zapatista en Chiapas. La figura del mundo presenta ese último gesto, que es filosófico y práctico a la vez, como un legado que el hijo preserva del padre. La apuesta por la causa de los pueblos chiapanecos, en los dos, parece ser la salida más digna a los dilemas de la condición letrada. 

 Otra herencia de Luis, que Juan reclama para sí, es la pasión por el futbol. Hay pasajes aquí, como en tantos otros libros de Juan Villoro, que muestran esa pasión bajo la luz de una sabiduría que recuerda al Séneca de las cartas a Lucilio. Justo en esos momentos aparecen, también, los aspectos más inquietantes de la relación con el padre, que tienen que ver con aquellos silencios que se ahogaban en los gritos de las gradas.

jueves, 13 de julio de 2023

Otra inmediatez




De Platón a Hegel y de Marx a Lacan, buena parte del pensamiento occidental ha entendido que lo que se nos presenta como real es ilusorio. Que lo real está escondido detrás de la cotidianidad o la inmediatez. En la vida pública global, esa inmediatez está fuertemente marcada por la política. 

 La política, en nuestros días, no sólo se afianza en su espectacularidad sino que gana en infiltración. Si la radio y la televisión llevaron la política a las casas y las familias, los medios digitales y las redes sociales la instalan en el corazón del individuo. Las pasiones por los nuevos mesías y sus causas encendidas suben de temperatura en estos tiempos. 

 En México ya ha comenzado la sucesión presidencial y en el próximo año la política se colocará en el centro de la vida de millones. Es por ello tan agradable el efecto que deja la lectura de Andar y ver. Tercer cuaderno (Taurus, 2023) de Jesús Silva-Herzog Márquez, una bitácora de lo visto, escuchado y leído por el ensayista mexicano en los últimos años. 

 Silva-Herzog Márquez es uno de los más acuciosos observadores e intérpretes de la política mexicana. Pero este libro, como las dos entregas anteriores de la serie Andar y ver, que publicó El Equilibrista, nos convence de que hay otra realidad y otra inmediatez, nubladas por la irradiación del politiqueo mexicano. El crítico asiste a muestras de Hadid, Noguchi, Kapoor, Serra o Hagerman y se deleita en las formas que atraviesan el aire: una negra ventana que se convierte en un pozo profundo, un mural abandonado donde se estampa la fórmula de relatividad de Einstein, un diálogo entre la “pureza cósmica y el caos visceral”, unas sillas que “esculpen la sociedad”. 

 Lee también a los poetas. Corre tras la liebre que atraviesa la carretera en un poema de Milosz, se escabulle en una conversación entre W H. Auden y Oliver Sacks -el poeta y el neurólogo-, sueña con “libros derretidos” en la biblioteca de Anne Carson, viaja a la tierra abierta, infinita de Seamus Heaney y a las ciudades acuáticas de Joan Margalit, Barcelona o Venecia, donde la vulgaridad hace de las suyas tras las fachadas de los palacios. 

 He usado verbos como correr, soñar o viajar, para describir las lecturas de poesía de Silva-Herzog Márquez, y advierto que el título de su serie expone dos infinitivos: andar y ver. Y advierto también que el pedaleo de la bicicleta es algo más que una metáfora en este libro. Entre ciclismo y literatura hay más de una conexión, como vieron Gabriel Zaid, David Byrne y Marc Augé, que remite a prácticas de la lectura y a diseños de la ciudad ya idos o en vías de extinción. 

Aquí se habla de la bicicleta de Julio Torri, a partir de una evocación de Margo Glantz, como una imagen que resumiría al acto de la escritura bajo una disciplina corporal que facilitaría, a la vez, la fuga, la huida de la institución literaria. Y se habla también de una “ética del pedaleo”, a propósito de un libro de Humberto Beck, según la cual “la modernidad puede llevar el alegre compás de una bicicleta”. 

Figuran personajes poco probables en el ensayo letrado más rancio como Anthony Bourdain, a quien define como alguien que literalmente quería “comerse el mundo”, Tony Soprano –y no tanto James Gandolfini-, el que demostró que la “violencia puede ser un alivio al miedo”, y Rosalía, “la “esponja que estudia todo lo que absorbe”. Una nota sobre George Steiner tal vez dé con la clave de las preferencias del ensayista. Lo que interesa a Silva-Herzog Márquez no es la lógica sino la “poesía del pensamiento”. 

Esa gravitación lo lleva a eludir los lugares comunes de la ciencia política y, a la vez, a buscar otra inmediatez en la vida pública contemporánea. Es de agradecer que uno de los más perspicaces críticos de la política mexicana sea, también, un lector y espectador omnívoro e incansable. Su ejemplo ayuda a contener, en algo, esa avalancha de visibilidad y transparencia con que la política ensombrece la cultura y el saber en México y el mundo.

martes, 11 de julio de 2023

Severo Sarduy: el testimonio de la plaga



Cuando Severo Sarduy murió, hace treinta años, en París, víctima del SIDA, dejó escrita una novela que la editorial Tusquets publicó póstumamente. El libro resultó ser una ficción en la que narraba su propia enfermedad con el mismo humor, desparpajo y refinamiento que empeñó en sus novelas previas. Pocas escenas de coraje y dignidad hay en la literatura latinoamericana de fines del siglo XX como aquella de un moribundo Sarduy escribiendo Pájaros de la playa (1993). 

 La historia se ubicaba en una suerte de “hospicio” o “sanatorio” para infectados de VIH, al borde de una playa. Como en otras ficciones de Sarduy, el lugar era un no lugar, difícilmente localizable en la geografía del planeta. Pero el paisaje era perfectamente tropical (sol, mar, palmeras, jóvenes desnudos) y algunos personajes, como Caimán, el Caballo o Siempreviva, provenían del bestiario neobarroco y travesti del escritor cubano. 

 La crítica dijo entonces que la novela póstuma de Sarduy escenificaba un regreso a Cuba, como el de Reinaldo Arenas en algunos de sus últimos relatos o en las memorias Antes que anochezca (1992). Lo cierto es que Arenas, quien también enfermo de SIDA, se suicidó en 1990, en Nueva York, testimonió la enfermedad de muy distinta manera. Sarduy entendió la epidemia como un mal biológico y teológico: una plaga; Arenas, más exactamente, como una maldición o un infortunio no desligados de su experiencia personal bajo el castrismo y el exilio. 

 Apenas hay otro rastro de cubanidad en la novela póstuma de Sarduy que la vegetación, la playa, la herbolaria santera de Caimán o el personaje de Monsieur Julián, inspirado en la famosa canción de Bola de Nieve. Sin embargo, algunos críticos quisieron leer una vuelta al país natal, que tendría poco sentido si se advierte que en las novelas menos cubanas de Sarduy, después de Gestos o De donde son los cantantes, como Cobra, Maitreya, Colibrí y Cocuyo, no dejaron de reaparecer motivos cubanos. 

 El ademán de la última novela de Sarduy fue más allá de una operación nostálgica sobre Cuba y buscó el sentido en la comunidad de enfermos y moribundos por la plaga. El texto está lleno de apuntes sobre la epidemia y sus víctimas como aquel en que clasificaba las reacciones al diagnóstico: “cuando un sujeto, sobre todo si es joven, conoce la naturaleza del mal que lo aqueja, la textura del veneno que se ha infiltrado en su piel, tiene dos posibles reacciones”. 

 Una reacción era la de los “ululantes”, que “destruyen, blasfeman, insultan, abjuran” y hasta, “en su desasosiego, tratan de inocular a los sanos la lepra perniciosa”. La otra era la de los “ensimismados”, los que “se amurallan en un mutismo inapelable, afásicos imanes empantanados en una somnolencia bobalicona, como la de los místicos”. Según Sarduy, los enfermos de SIDA conformaban una comunidad y, como toda comunidad, una “minoritaria y encerrada en sí misma”: la de los “debilitados por el mal” que padecían y resistían las modas médicas (el pepino de China, los cocimientos, la homeopatía…). 

La peor versión de aquellas ofensivas terapéuticas era el “terrorismo botánico” practicado por Caimán y el Caballo. No sé si en la vida, pero claramente en la literatura, Sarduy optó por la vía mística. En las páginas finales de la novela y en el poema final, “Diario del cosmólogo”, el infectado y su comunidad eran entes sagrados. Las descripciones exhaustivas, morbosas, de la degradación del cuerpo (uñas roídas, pies leprosos, forúnculos, purulencias) daban pie a verdaderos excursos místicos, con citas de San Juan de la Cruz. 

 La novela póstuma de Severo Sarduy reeditó el debate de La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, entre Castorp y Settembrini, sobre la enfermedad como estigma o sacralidad. Ahora que salimos de una pandemia, para pronto entrar en otra, vale la pena volver a aquella novela valiente del gran escritor camagüeyano, fallecido en París, un 8 de junio de 1993.

sábado, 10 de junio de 2023

Una nueva biografía de Álvaro Obregón



Al igual que Venustiano Carranza, su antecesor en el máximo liderazgo de la Revolución, Álvaro Obregón mostró muy pronto una clara conciencia de lo que significaba ser un político profesional en el México revolucionario. Agricultor y empresario, pasó en dos ocasiones de la vida pública a la vida privada, y encabezó dos campañas electorales exitosas, una entre 1919 y 1920, y la otra entre 1927 y 1928. 

 Una nueva biografía del caudillo sonorense, escrita por el historiador Felipe Ávila, dibuja un perfil preciso del personaje. Ciertos modos de esa conciencia del liderazgo llevaron a Obregón y los obregonistas a exagerar pasajes entresacados de libros como Ocho mil kilómetros de campaña (1917) o de las páginas de algún cronista extranjero, como el escritor español Vicente Blasco Ibáñez, quien lo retrató en El militarismo mejicano (1920). 

 El Obregón de Blasco Ibáñez era un conversador empedernido, que daba entrevistas en restaurantes de la Ciudad de México, siempre en mesas cercanas a las orquestas, para pedir canciones. Según el escritor, el caudillo decía lo que cada interlocutor quería escuchar: a unos presumía sus ascendentes indios mayos y alardeaba de sumar a cientos de ellos a la Revolución, pero a Blasco Ibáñez le enfatizó que sus abuelos eran españoles. 

 La biografía de Ávila arranca con la imagen de un joven Obregón, inmerso en los negocios agrícolas de Huatabampo, Sonora, y ajeno a la Revolución maderista. Un hermano suyo, José Obregón, que fue presidente municipal interino, en 1911, lo convenció de sucederle en el cargo. A principios de 1912, siendo presidente municipal, es que entra de lleno en la lógica revolucionaria, enfrentándose al Plan de la Empacadora y Pascual Orozco, quien se había levantado en armas contra Madero. 

 Desde entonces desarrolló una relación estrecha con el gobernador sonorense José María Maytorena, que lo llevaría a codearse con los grandes militares norteños (Salvador Alvarado, Benjamín Hill, Pablo González, Manuel Bracamonte, Plutarco Elías Calles…), a pesar de no haber sido maderista. Su rápido posicionamiento, primero contra Orozco y luego contra la dictadura de Victoriano Huerta, lo colocarían muy pronto en el círculo de confianza de Venustiano Carranza, cabeza del constitucionalismo. 

 Describe Ávila, al detalle, la habilidad con que Obregón desplazó a Alfredo Robles Domínguez, en la cúpula carrancista, y logró ser comisionado para la entrada triunfal en la Ciudad de México, en agosto de 1914. A partir de ahí, se convertiría en enviado de Carranza a los frentes militares y políticos fundamentales del constitucionalismo: Pancho Villa -quien estuvo a punto de ejecutarlo-, la Convención de Aguascalientes, el zapatismo, la guerra civil, otra vez Villa -al que vencería en la batalla de Celaya- y el Constituyente de Querétaro. A pesar de su hoja de servicios, Carranza no lo quiso como sucesor y prefirió a Ignacio Bonillas, su embajador en Estados Unidos. 

Tema inevitable de la biografía de Ávila era, pues, el papel de Obregón en la ejecución de Carranza en Tlaxcalantongo, en 1919, luego del Plan de Agua Prieta, que provocó el derrocamiento del presidente. El historiador no duda en utilizar el término “parricidio” para calificar la acción ordenada por Obregón y ejecutada por el general Rodolfo Herrero. Los acápites finales del libro de Ávila, dedicados al gobierno de 1920 a 1924, dan cuenta de esas “luces y sombras” del caudillo sonorense, que se aluden en el subtítulo. 

El biógrafo reconoce el aporte fundamental de aquella presidencia a la construcción del Estado, especialmente en lo referido a la reforma educativa y cultural, conducida por José Vasconcelos, y el avance de los derechos agrarios y laborales. Pero agrega a las “sombras” un nuevo magnicidio, el de Pancho Villa en 1923, que trazó un signo violento sobre su vida, hasta la última escena: su asesinato a manos del joven cristero potosino José de León Toral en 1928.

lunes, 5 de junio de 2023

El socialismo de González Casanova



Se ha recordado en estos días que la obra de Pablo González Casanova pasó por diversas fases, en más de setenta años de producción intelectual. Si nos remontamos a sus primeros escritos sobre el obispo de Puebla, Juan de Palafox y Mendoza, el misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII, la utopía americana de Juan Nepomuceno Adorno y la literatura perseguida por la Inquisición al final del virreinato novohispano, habría un tránsito inicial de la historia de las ideas a la sociología del poder en los 60. 

 Como señala Andrés Lira, en prólogo a una compilación de aquellos textos en El Colegio de México, bajo el magisterio de Silvio Zavala y José Miranda, la obra histórica juvenil fue invisibilizada por la sociológica de madurez. Sin embargo, las dos tienen más conexiones de las que generalmente se admiten. Temas centrales de aquellos primeros ensayos eran la libertad de expresión y la necesidad de una esfera pública abierta, la imaginación utópica y el derecho de las minorías, que reaparecerían de diversas maneras a partir de La democracia en México (1965). 

 Otra forma de explorar esa continuidad sería el diálogo entre liberalismo y socialismo que recorre toda la obra de González Casanova, desde sus críticas al misoneísmo antiliberal católico y su interés en las utopías de Adorno. Ese diálogo, no tanto con el socialismo como con el marxismo, se intenta en La democracia en México (1965), donde sostenía que en México no había condiciones para una revolución socialista. La ruta reformista, entonces esbozaba por González Casanova, se mantenía dentro de los límites de lo que definía como el “liberalismo” constitucional de 1917. 

 Siguiendo de cerca a su admirado C. Wright Mills, con quien había compartido el interés por la Revolución cubana y el MLN cardenista, desde principios de los 60, González Casanova proponía la síntesis de dos métodos, el “marxista” y el “sociológico”. El propio Wright Mills había hablado del necesario diálogo entre Marx y Weber para superar el determinismo soviético, que González Casanova llega a cuestionar en La democracia en México (1965), a pesar de la, a su juicio, “posible”, conquista paralela del “desarrollo y la democracia” en los guerrilleros 60. 

 El reformismo desarrollista de aquel González Casanova, basado en el diagnóstico del “colonialismo interno” y el “sistema dual”, en México, fue cuestionado por otros intelectuales de la izquierda mexicana y latinoamericana, más instalados en el repertorio neomarxista, como André Gunder Frank, Rodolfo Stavenhagen y su ex compañero en el MLN, Víctor Flores Olea. Sin embargo, a pesar de aquellas críticas, en un libro siguiente, Sociología de la explotación (1969), no en Era sino en Siglo XXI, y dedicado a C. Wright Mills y al sacerdote guerrillero colombiano Camilo Torres, González Casanova reiteró las mismas ideas. 

 La noción de socialismo aparece plenamente en la obra del pensador mexicano en un libro posterior a la breve experiencia del rectorado de la UNAM, entre 1970 y 1972, y los golpes militares en Chile y Argentina, cuando González Casanova inicia una colaboración más sistemática con teóricos dependendistas y socialistas latinoamericanos, refugiados en México, como Theotonio dos Santos y Vania Bambirra. Firmado en La Habana, La nueva metafísica y el socialismo (1982), así como uno anterior, Imperialismo y liberación en América Latina (1978), consuman el tránsito del liberalismo al socialismo en González Casanova. 

 Aún así, es difícil dilucidar si ese socialismo, que González Casanova defendía en su solidaridad con Cuba y Nicaragua, era un ideal que creía aplicable a México. La solidaridad con países hostilizados desde Washington, en la izquierda mexicana, ha funcionado muchas veces como reafirmación del excepcionalismo de la experiencia histórica del sistema político postrevolucionario y la vecindad con Estados Unidos. La desconexión de México de aquellas variantes revolucionarias de la Guerra Fría centroamericana y caribeña, tradicionalmente se ha basado en una lógica excepcionalista y casuística que afirma la irrepetibilidad de los modelos políticos de la izquierda latinoamericana.

viernes, 5 de mayo de 2023

Una historia de las derechas en América Latina



Como las izquierdas, las derechas han sido muchas y variadas en América Latina y el Caribe desde el siglo XX. El uso de los términos, en la región, comenzó a difundirse en las primeras décadas de la centuria al calor de las grandes pugnas producidas por revoluciones como la rusa y la mexicana y la crisis de las repúblicas liberales oligárquicas, heredadas del siglo XIX.  Un libro reciente del historiador argentino Ernesto Bohoslavsky, editado por El Colegio de México, en la colección Historias Mínimas, que dirige Pablo Yankelevich, traza a grandes rasgos la evolución de las derechas latinoamericanas desde entonces hasta hoy. 

 Es, justamente, el quiebre de aquella hegemonía liberal, bastante generalizada en el subcontinente, entre 1910 y 1930, la coyuntura que impulsa auto-localizaciones de partidos, asociaciones y grupos de muy diversa índole, en la izquierda o la derecha. Desde las primeras décadas del siglo XX, el campo intelectual latinoamericano produjo varias impugnaciones doctrinales de la democracia, que recuperaron una imagen jerárquica y excluyente de las sociedades de la región. El argentino José Ramos Mejía, el uruguayo Luis Alberto de Herrera, el venezolano Laureano Vallenilla Lanz, el chileno Alberto Edwards y el cubano Alberto Lamar Schweyer fueron algunos de los autores que enarbolaron doctrinas de la desigualdad. 

 La reacción contra ideas socialistas y revolucionarias tomó forma en las ligas –Liga de Defensa Nacional brasilera, fundada por el poeta Olavo Bilac, Ligas Patrióticas de Argentina y Chile, Vanguardia Patriótica en Uruguay-, pero también en una serie de dictaduras que intentaron rearmar los autoritarismos de fines del siglo XIX, desde una ideología más claramente conservadora: Juan Vicente Gómez en Venezuela, Augusto Leguía en Perú, Manuel Estrada Cabrera en Guatemala o Gerardo Machado en Cuba. 

 Ya en los 20 se verificarían muy distintas aproximaciones al fascismo italiano, que se inscriben en la historia de las derechas latinoamericanas. Bohoslavsky comenta el discurso del poeta Leopoldo Lugones, “La hora de la espada”, en Perú, en 1924, cuando la conmemoración del centenario de la batalla de Ayacucho, pero más consistente fue la creación de una serie de asociaciones como el Partido Popular Corporativo y el Comité Central Nacionalista en Chile, la Legión Crucero del Sur en Brasil y los Partidos Fascistas también en Brasil y Argentina. 

 El catolicismo latinoamericano que, a fines del siglo XIX, había pasado de la perspectiva antiliberal de la Quanta cura y el Syllabus de Pío IX a la Rerum Novarum de León XIII, una encíclica de mayor vocación social, se sumó, por algunos flancos, al resurgimiento de las derechas en el periodo de entreguerras. En México, la Acción Católica de la Juventud Mexicana, la Liga de Defensa de las Libertades Religiosas, el levantamiento cristero y, más tarde, las Camisas Doradas y la Unión Nacional Sinarquista, serían casos representativos de la nueva derecha católica. 

 Hubo todo tipo de agrupaciones filofascistas, desde las de gran base social como la Acción Integralista Brasileña, los falangismos locales y el minoritario Partido Nazi cubano de Juan Prohías. Pero se hace muy difícil encontrar vínculos orgánicos entre aquellas asociaciones y regímenes políticos concretos como el Estado Novo brasileño de Getulio Vargas, el golpe contra Hipólito Yrigoyen en 1930 y el breve gobierno de José Félix Uriburo en Argentina o la presidencia civil de Fulgencio Batista, de 1940 a 1944. 

 El recorrido de Bohoslavsky cierra con el contexto de la Guerra Fría y las décadas que le siguieron. Ahí encuentra, primero, un gran desplazamiento de las derechas hacia el anticomunismo, especialmente, durante las dictaduras de seguridad nacional. Y, luego, la identificación con el neoliberalismo, que acompaña las transiciones a la democracia a fines del siglo XX.

jueves, 4 de mayo de 2023

Paulina Luisi y la Protesta de los 13






Paulina Luisi (1875-1949) fue una de las primeras mujeres en graduarse en medicina en la Universidad de la República de Uruguay. Se especializó en ginecología y destacó en las campañas contra la explotación sexual de las mujeres, el proxenetismo y la trata. Hacia 1920, como actualmente estudian varias historiadoras uruguayas y argentinas, era una líder continental del movimiento sufragista. Luisi viajó por capitales latinoamericanas como activista del sufragio femenino, pero también como especialista en educación sexual y salud pública de mujeres y niños. 

En visita a La Habana, en marzo de 1923, la Academia de Ciencias de Cuba quiso rendirle homenaje y se organizó un acto en su honor en el Club Femenino de La Habana. El movimiento a favor del sufragio femenino daba sus primeros pasos en Cuba y la resistencia machista era notable. Una Comisión Mixta de profesores y alumnos, impulsada por el gobierno del presidente Alfredo Zayas, en la Universidad de La Habana, había generado reacciones adversas de no pocos académicos que, en otras cuestiones sociales, tenían actitudes progresistas. 

 Días antes de la visita de Luisi, el mismo gobierno de Zayas había autorizado la compra del antiguo convento de Santa Clara, vendido a particulares a bajo precio, años atrás. El Estado pagó el triple del precio por el inmueble en un momento de aguda crisis económica en la isla, conocida como la época de “vacas flacas”, que siguió a la “danza de los millones” en tiempos de la Gran Guerra. La compra del ex convento de Santa Clara generó rechazo en el congreso de la isla y en el propio gobierno de Zayas. 

El objeto de la compra era habilitar el edificio como sede de la Secretaría de Obras Públicas, pero ni el titular del ramo, Demetrio Castillo Pockorny ni el Secretario de Hacienda, el oficial de la última guerra de independencia, Manuel Despaigne Riverí, estaban de acuerdo con la decisión del presidente. Tampoco gustaba la operación al gobierno de Estados Unidos y, específicamente, al general Enoch Crowder, que desde 1919 encabezaba una misión en la isla, de fuerte injerencia en los asuntos cubanos. Crowder era cercano a varios de los ministros de Zayas, del autonombrado “gabinete de la honradez”, que intentaban contener la corrupción administrativa y se oponían a los negocios turbios del gobierno. 

 Quien sí apoyó al presidente Zayas fue el Secretario de Justicia, Erasmo Regüeiferos Boudet, que sería designado para representar al gobierno en el homenaje a Paulina Luisi en el Club Femenino de La Habana. En cuanto el ministro comenzó a hablar, fue interrumpido e increpado, desde el público, por el joven poeta y abogado Rubén Martínez Villena, quien denunció la compra del ex convento de Santa Clara y otros actos de corrupción del gobierno cubano. 

 Pocos días después, Martínez Villena y otros doce jóvenes intelectuales, entre ellos, Marinello, Mañach, Lamar Schweyer e Ichaso, quienes en los años siguientes destacarían en la vida literaria cubana, firmaron un manifiesto conocido como “Protesta de los 13”. Al igual que la del Grupo Minorista, que se constituiría al año siguiente, la composición ideológica de aquellos primeros movimientos intelectuales cubanos era sumamente plural. En la historia oficial cubana, la Protesta de los 13 es entendida como el bautizo de una vanguardia cultural que impulsaría las revoluciones de los años 30 y 50 y la creación del Estado socialista en los años 60. 

Lo que no siempre se recuerda es que en ella intervinieron intelectuales que luego no acompañarían esas revoluciones y se opondrían al rumbo comunista de la segunda. Tampoco se recuerda, y en estos días es inevitable hacerlo, que la protesta fue, también, un escrache al homenaje del Club Femenino de La Habana a la feminista uruguaya Paulina Luisi y que quienes rechazaban la compra del ex convento de Santa Clara coincidían, en eso, con la posición oficial del gobierno de Estados Unidos.

martes, 11 de abril de 2023

Ucronías americanas




La editorial Anagrama ha rescatado, en español, un viejo ensayo de Emmanuel Carrère, de allá por los postmodernos 80, sobre la historia contrafactual en Francia. El librito se titula El estrecho de Bering (2022), por una historia real: cuando Lavrenti Beria, el temible esbirro stalinista, cayó en desgracia en 1953, luego de la muerte de Stalin, su entrada en la Gran Enciclopedia Soviética fue sustituida por otra sobre la franja de mar que separa a Siberia de Alaska. 

 Carrère encuentra el primer caso de ucronía o historia alternativa, o plausible, de la Francia moderna, en el Napoleón apócrifo (1841) de Louis-Napoleón Geoffroy-Chateau, sin otro parentesco con Bonaparte que el de haber sido hijo de un oficial francés que murió en la batalla de Austerlitz. El fervor bonapartista llevó a Geoffroy a contar una historia en la que Napoleón vencía en Moscú y vencía en Waterloo, conquistaba Inglaterra y ponía en su trono a su hijo con María Luisa, el que en la historia real será conocido como Rey de Roma. 

 Este Napoleón alternativo no sólo se apoderaba de Inglaterra y Europa, Rusia y África, sino que extendía su imperio por toda América, con ayuda de los británicos, los portugueses, los españoles y el Vaticano, y llegaba a coronarse en Japón, China, la India y Oceanía. En 1832, en un mundo perfectamente dominado y en paz, el emperador universal, a sus 72 años, moría de un ataque de apoplejía en París. Carrère califica de ingenuo o superficial este tipo de ejercicio de historia paralela. 

 Más serio le parece el de otro francés, el filósofo Charles Renouvier, que acuñó el término de “ucronía”, en un extraño libro de 1876. Subtitulado Esbozo apócrifo del desarrollo de la civilización europea, no tal como ha sido, sino como habría podido ser, el libro de Renouvier iba más atrás y narraba una historia de la civilización occidental marcada por la derrota del cristianismo y la prolongación indefinida del paganismo greco-latino. 

 El cristianismo arraigaba en Oriente, mientras un Occidente conducido por la república romana, hasta el siglo XVI, era víctima de sucesivas cruzadas al revés. En una de esas cruzadas moriría como un mártir el emperador Constantino, quien en la historia real sería responsable de la asimilación occidental del cristianismo. Según la ucronía de Renouvier, la cristianización de Europa se produciría a partir de entonces, con una Reforma religiosa que comenzaba, justamente, en Germania. 

 Otra ucronía que reseña Carrère en su libro es la del más conocido Poncio Pilatos (1961) de Roger Caillois. En esta ficción histórica, quien es crucificado es Barrabás y no Cristo, por lo que el cristianismo, tal y como lo conocemos, no habría tenido lugar. Sin embargo, Caillois cierra su libro con un pasaje intrigante en el que asegura que, aún así, Pilatos se suicidó en el exilio y la historia siguió un curso parecido al que conocemos.  

  Es esto último lo que atrae de la ucronía a Carrère: la factura de un relato histórico alternativo, con una buena dosis de similitud con la Historia, tal y como ha sido. Su admiración por la obra del escritor de ciencia ficción estadounidense, Philip K. Dick, se entiende mejor después de leer El estrecho de Bering

 ¿Qué ucronías podrían imaginarse desde la historia de América Latina? En principio estarían aquellas en las que los tantos héroes que mueren jóvenes y derrotados (Bolívar, Martí, Madero, Zapata, el Che Guevara, Allende) sobreviven, llegan al poder o lo conservan. En casi todos los casos, lo más probable es que la historia resultante fuera una mezcla de ficción y realidad. 

 Más complicado sería responder a la pregunta de qué hubiera pasado si en la entrevista de Guayaquil, San Martín se impone a Bolívar y extiende la forma de gobierno monárquica en los Andes. O si Fernando VII y las Cortes de Madrid hubiesen aceptado los términos del Plan de Iguala. Son las variantes con mayor grado de probabilidad las que dan vida a la ucronía.

lunes, 20 de marzo de 2023

Raymond Vernon y la democracia en México





En 1963 el economista de la Universidad de Harvard, Raymond Vernon, publicó un libro fundamental en los debates sobre el desarrollo de México. Se tituló, justamente, El dilema del desarrollo en México, y lo editó la propia Universidad de Harvard, donde Vernon había estudiado antes de incorporarse al equipo de asesores de la Alianza para el Progreso, el proyecto que impulsó en América Latina el gobierno de John F. Kennedy. 

 El libro de Vernon, editado por Diana en 1966, tuvo un impacto discernible en los debates intelectuales de México en la Guerra Fría. Un volumen reciente, coordinado por Soledad Loaeza y Graciela Márquez en El Colegio de México, titulado Raymond Vernon en 1963 (2023), reconstruye las tesis del economista estadounidense y su complicada recepción en el México de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz. 

 Vernon pertenecía a la misma generación de Walt. W. Rostow, famoso teórico de las etapas del crecimiento económico, enfáticamente anticomunista, que se incorporó al Departamento de Estado y el Consejo de Seguridad Nacional en los gobiernos de Kennedy y Johnson. Y aunque compartían más de una idea, en su visión de México y América Latina, Vernon se diferenciaba de Rostow por un enfoque menos prejuiciado y más atento a las desigualdades de la región. 

Como recuerda Loaeza, Vernon partía de una valoración positiva de la industrialización mexicana entre los años 50 y 60 y suscribía, a grandes rasgos, la tesis del “milagro mexicano” bajo el modelo del “desarrollo estabilizador” durante la larga gestión de Antonio Ortiz Mena en la Secretaría de Hacienda. Pero el economista advirtió que aquel modelo estaba dando todo de sí y era indispensable una reforma económica y política, basada en una estrategia fiscal progresiva y en una democratización del sistema presidencialista y de partido hegemónico del PRI. 

 La recepción adversa a Vernon, en sectores económicos y políticos del PRI, se evidenció con la reseña crítica de Ifigenia Martínez Navarrete, entonces asesora de Antonio Ortiz Mena, quien definió la propuesta del economista estadounidense como “conservadora y contraria a la historia y la filosofía de la Revolución Mexicana”. Según Martínez Navarrete era “falso” que el país estuviera amenazado por alguna inestabilidad política o económica, en un texto publicado en la revista Investigación Económica de la UNAM, a unos meses de la masacre de Tlatelolco. 

 Vernon respondió, en la misma revista, a la crítica de Martínez Navarrete, asegurando que no era cierto que su propuesta consistiera en que “México debía adoptar una política oficial amistosa o favorable hacia el inversionista extranjero ni al sector privado nacional”. Le afectaba especialmente que su libro fuera entendido en clave anticomunista de la Guerra Fría, como un llamado a una privatización radical de la economía, que se desentendiera del gasto público orientado a combatir la pobreza y la desigualdad. 

 Más hospitalaria resultó la reseña de Rafael Segovia, profesor de El Colegio de México, en la revista Foro Internacional. Segovia concluía que el libro de Vernon era “una síntesis de la vida de la nación insuperable en más de un sentido”. Reconocía Segovia que la posición de Vernon estaba lejos del anticomunismo elemental de W. W. Rostow o Frank Tannenbaum, pero tampoco admitía la existencia de un “dilema” entre los volúmenes del sector público y el privado o entre autoritarismo y democracia. 

 Es muy útil volver a la lectura del libro de Raymond Vernon y el debate que suscitó en el México de los 60, en momentos en que el gobierno mexicano, oficialmente, trasmite una imagen entusiasta del periodo del “desarrollo estabilizador”. Muchas de las críticas de Vernon, como advierte Ignacio Marván en uno de los capítulos del libro, especialmente las dirigidas contra el autoritarismo, eran suscritas entonces por la izquierda y son válidas para el México de hoy.

jueves, 16 de marzo de 2023

Cuarenta años de un libro clave



Acaban de cumplirse cuatro décadas de la publicación, por El Colegio de México, del libro México frente a Estados Unidos (1982), escrito por los historiadores Josefina Z. Vázquez y Lorenzo Meyer. Rescatado luego por el Fondo de Cultura Económica, el volumen ya va por su quinta reedición y sigue siendo de enorme utilidad para comprender, en la larga duración, la difícil contigüidad de esos dos vecinos tan disparejos en América del Norte. 

 El libro se dedicaba a Daniel Cosío Villegas, quien, como no siempre se recuerda, no estudió únicamente la política exterior de la República Restaurada y el Porfiriato sino, también, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina durante la Guerra Fría. Y como Cosío Villegas, los dos autores mostraban un perfecto conocimiento de los avances y límites de la historiografía sobre esas relaciones, escrita de un lado o el otro de la frontera. 

 Citaban, por ejemplo, a historiadores estadounidenses como J. Fred Rippy, James M. Callahan y Howard Cline, y a historiadores mexicanos como Alberto María Carreño, Gastón García Cantú, Luis G. Zorrilla y Carlos Bosch García. En ediciones posteriores, actualizaron la bibliografía, especialmente para el periodo de la Revolución en adelante, con trabajos como los de Berta Ulloa, Friedrich Katz, Peter H. Smith o Abraham Lowenthal. 

 Tan lejos del nacionalismo antiestadounidense como de una visión justificativa del expansionismo o la hegemonía de Washington, Vázquez y Meyer reconocían que el nexo entre los dos países había estado marcado, desde mediados del siglo XIX, por la asimetría. Ni en los momentos menos conflictivos, durante la Guerra de Secesión en Estados Unidos o durante la Segunda Guerra Mundial, esa asimetría dejó de manifestarse.

 La primera edición de 1982 concluía con una caracterización de la política bilateral en los sexenios de Luis Echeverría y José López Portillo, en la que se observaba un crecimiento de la dependencia de México de Estados Unidos, aunque con una estrategia de diversificación de vínculos internacionales y activismo a favor de América Latina y el Tercer Mundo, que se valoraba como relativamente eficaz. De manera curiosa, los dos siglos tratados, el XIX a cargo de la Dra. Vázquez y el XX a cargo del Dr. Meyer, describían secuencias similares. 

  Luego de hechos tan costosos y traumáticos como la pérdida de Texas, primero, y luego de más de la mitad del territorio, con el Tratado Guadalupe-Hidalgo de 1848, la relación, sin dejar de ser conflictiva, había fluido con algunas ventajas para México durante la República Restaurada y el Porfiriato. Más o menos lo mismo había sucedido después del complicado periodo revolucionario, entre 1910 y 1940, cuando el intervencionismo y las presiones de Washington se habían desbocado. 

  El cierre del libro, en 1982, replanteaba la tesis de la “concordia limitada” de Cosío Villegas por medio de una muy pertinente distinción entre “interdependencia asimétrica” y “dependencia” de nuevo tipo. Aquel final, sin embargo, debió actualizarse en las ediciones de 1989, 1994, 2001 y, ahora, en 2022. De hecho, esta última edición, que apenas en las tres últimas páginas alcanza a mencionar el T-MEC, muy pronto deberá ajustarse al nuevo contexto de una relación bilateral, no planteada en términos de “interdependencia” sino de “integración”. 

  En la última Declaración de Norte América, del 10 de enero de 2023, esa integración también se define en un sentido cultural. Tal vez, en el nuevo final de México frente a Estados Unidos, que necesariamente tendría que estudiar la relación con Washington durante el sexenio de Andrés Manuel López Obrador, se eche en falta un desarrollo más sostenido del proyecto de diversificación internacional, que como el de la propia integración a América del Norte, es política de Estado en México, por lo menos, desde el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.