Libros del crepúsculo

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jueves, 23 de septiembre de 2021

El grito y la consumación




En la nueva intensidad que adquieren las conmemoraciones en la política mexicana, este año sobresale y por mucho. Nunca antes se habían juntado la conmemoración de aniversarios redondos de la caída de Tenochtitlan y la consumación de la independencia. De hecho, sólo en 1921, siendo presidente Álvaro Obregón, se habían conmemorado a lo grande, en un mismo año, el grito y la consumación de la independencia. 

 Tanto la ideología liberal del siglo XIX como la nacionalista revolucionaria del siglo XX proyectaron incomodidad con la efeméride del 27 de septiembre. La consumación de la independencia, con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, luego de la firma de los Tratados de Córdoba por Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú, no fue vista como un triunfo pleno de los independentistas sino como una solución a medias. 

 En la memoria oficial y en la historia patria –no así en la historiografía académica-, el llamado al combate del cura Hidalgo en 1810 o la gesta de Morelos, entre 1811 y 1815, eran más claramente épicos que la transacción entre insurgentes y realistas que se plasmó en el Plan Iguala, en el abrazo de Acatempan entre Iturbide y Vicente Guerrero -imaginario o real- y en la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la capital del virreinato en 1821. 

 A pesar de las ambivalencias de Hidalgo ante la soberanía de Fernando VII, la revuelta contra el “mal gobierno” era el disparo de arranque para una guerra anticolonial, que convergía en toda la gesta separatista de los antiguos reinos borbónicos. Para la historia patria liberal o nacionalista revolucionaria, el Grito de Dolores estaba llamado a convertirse en un hito central de la liturgia republicana. 

 No obstante el malestar que provocaba, se intentó atraer al 27 de septiembre a esa misma liturgia. Mauricio Tenorio cuenta en su libro Historia y celebración (2009) que el gobierno de Álvaro Obregón mantuvo la celebración del 16 de septiembre, como fecha del nacimiento de la nación, pero confirió al 27 de septiembre un sentido más de reconocimiento internacional del nuevo estado. 

 Esos énfasis tienen fundamento, aunque pasan por alto ciertas afinidades políticas y coyunturales entre ambos fenómenos: el Grito de Dolores y la entrada del Ejército Trigarante. En ambos momentos tuvo lugar un proceso de cambio constitucional y político en España: la guerra de independencia peninsular contra Napoleón y las Cortes de Cádiz en el primero, y la revuelta de Rafael de Riego y el arranque el Trienio Liberal en el segundo. 

  La poderosa influencia del contexto peninsular en los dos momentos explica, en buena medida, las ambigüedades entre independencia y autonomía que recorren todo el discurso político tanto de Hidalgo como de Iturbide, no así de Morelos, más claramente republicano. A despecho de tantos contrastes forzados entre los dos héroes, hay un elemento común en la práctica política de uno y otro, que es el trasfondo del constitucionalismo gaditano, más allá de los propios intentos constituyentes, sobre todo en e periodo insurgente de Morelos y bajo el imperio de la América Septentrional.

  En todo caso, la dimensión pactista y transaccional de la consumación de la independencia está fuera de dudas. Las tres garantías, religión católica, independencia de la "nación mexicana" o del trono del nuevo imperio y unión entre mexicanos y españoles, eran sumamente atractivas para gran parte de los peninsulares residentes en la Nueva España. Es por ello que Juan O’Donojú, nombrado como Jefe Político –no como virrey- por los liberales de la península, pudo tan fácilmente dar la orden de capitulación al ejército borbónico. 

  La preservación de la denominación de “imperio”, el ofrecimiento de la corona de la América Septentrional a Fernando VII o algún infante de la dinastía borbónica y las propias garantías de unión entre españoles y mexicanos y religión católica introducían elementos de poderosa continuidad con el virreinato de la Nueva España. Tan sólo por eso, dice el historiador argentino Gabriel Entin, la idea de la “consumación de la independencia” resulta imprecisa.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Moctezuma y Spengler






El filósofo e historiador alemán Oswald Spengler (1880-1936) tuvo una ascendencia extraordinaria en la vida intelectual latinoamericana de mediados del siglo XX. Luego de la publicación de los dos tomos de La decadencia de Occidente, entre 1918 y 1922, la obra de Spengler inició su viaje hacia el mundo hispanoamericano. La traducción de Manuel García Morente y la presencia del pensador alemán en la obra de José Ortega y Gasset y la Revista de Occidente, donde en 1924 apareció su ensayo “Pueblos y razas”, facilitaron el viaje. 

 Muchos intelectuales latinoamericanos acreditaron su deuda con el pensamiento de Spengler. La tesis de una morfología de las culturas, que seguía un ciclo inexorable de nacimiento, madurez y decadencia, resultaba atractiva en una región que, tras el colapso definitivo del imperio español en el Caribe, en 1898, se enfrentaba a la hegemonía de Estados Unidos. El peruano José Carlos Mariátegui, los mexicanos José Vasconcelos y Alfonso Reyes, los argentinos Ernesto Quesada y Jorge Luis Borges y los cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier fueron lectores de Spengler. 

 El espectro ideológico de las lecturas era lo suficientemente diverso para producir las críticas de Alfonso Reyes, quien en su “Doctrina de paz (1938)” señaló que la teoría de Spengler se “reducía a afirmar que el hombre es un animal de presa”, y las apropiaciones de Alejo Carpentier, no sólo en el prólogo a El reino de este mundo (1949), como ha estudiado Roberto González Echevarría, sino antes, en la serie de artículos “El ocaso de Europa” (1941) publicada en la revista Carteles

 Llama la atención la falta de correspondencia entre la influencia de Spengler en América Latina y el escaso interés del pensador alemán en el subcontinente. A diferencia de su discípulo británico Arnold J. Toynbee, que viajó y escribió sobre esta parte del mundo, Spengler, tras anunciar en la Introducción de su libro que una de las culturas que estudiaría era la azteca, dedicó muy pocas páginas al México antiguo. 

 El reciente rescate, traducción y estudio introductorio del drama Moctezuma (1897) de Spengler, realizado por la académica Anke Birkenmaier, profesora de literatura latinoamericana de la Universidad de Indiana, ayuda a comprender la visión del pensador alemán sobre México. Sugiere la académica que la ausencia de las culturas prehispánicas mesoamericanas en la obra posterior de Spengler tal vez se deba a su idea de que la conquista significó un caso único en la historia, por el cual una cultura no moría de manera natural sino por la “destrucción, como la de una flor que un transeúnte decapita con su vara, de unos cuantos aventureros”. 

 Esa idea había sido plasmada por Spengler, veinte años antes de La decadencia de Occidente, en su drama juvenil. Allí el pensador alemán no seguía el relato de Hernán Cortés ni el de Bernal Díaz del Castillo, ni siquiera el de Antonio Solís y Rivadeneyra, en que se basó Girolamo Giusti, libretista de la ópera Moctezuma (1733) de Vilvaldi. Había leído esas fuentes, más las alemanas (Humboldt, Peschel, Hoffmann), y hasta el libreto de otra ópera Moctezuma (1755), la de Carl Heinrich Graun, escrito por Federico el Grande. Pero su versión de la conquista fue distinta y, como dice Birkenmaier, asombrosamente contemporánea. 

 Spengler no suscribió el relato de que los españoles eran vistos como dioses, ni que habían deslumbrado a los mexicas con la superioridad de sus armas, su tecnología, su religión o su cultura. Tampoco aceptaba que Moctezuma se hubiese rendido sino que fue capturado con ardides y no sin resistencia. Spengler no hizo una interpretación culturalista sino política de 1519, que enfatizaba la confrontación entre dos imperios y la ilegitimidad de la conquista. Una interpretación que, acaso por relecturas de la “leyenda negra”, confirma lo poco nuevas que son tesis como las de Matthew Restall en When Moctezuma Met Cortés (2018).