Tanto la ideología liberal del siglo XIX como la nacionalista revolucionaria del siglo XX proyectaron incomodidad con la efeméride del 27 de septiembre. La consumación de la independencia, con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, luego de la firma de los Tratados de Córdoba por Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú, no fue vista como un triunfo pleno de los independentistas sino como una solución a medias.
En la memoria oficial y en la historia patria –no así en la historiografía académica-, el llamado al combate del cura Hidalgo en 1810 o la gesta de Morelos, entre 1811 y 1815, eran más claramente épicos que la transacción entre insurgentes y realistas que se plasmó en el Plan Iguala, en el abrazo de Acatempan entre Iturbide y Vicente Guerrero -imaginario o real- y en la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la capital del virreinato en 1821.
A pesar de las ambivalencias de Hidalgo ante la soberanía de Fernando VII, la revuelta contra el “mal gobierno” era el disparo de arranque para una guerra anticolonial, que convergía en toda la gesta separatista de los antiguos reinos borbónicos. Para la historia patria liberal o nacionalista revolucionaria, el Grito de Dolores estaba llamado a convertirse en un hito central de la liturgia republicana.
No obstante el malestar que provocaba, se intentó atraer al 27 de septiembre a esa misma liturgia. Mauricio Tenorio cuenta en su libro Historia y celebración (2009) que el gobierno de Álvaro Obregón mantuvo la celebración del 16 de septiembre, como fecha del nacimiento de la nación, pero confirió al 27 de septiembre un sentido más de reconocimiento internacional del nuevo estado.
Esos énfasis tienen fundamento, aunque pasan por alto ciertas afinidades políticas y coyunturales entre ambos fenómenos: el Grito de Dolores y la entrada del Ejército Trigarante. En ambos momentos tuvo lugar un proceso de cambio constitucional y político en España: la guerra de independencia peninsular contra Napoleón y las Cortes de Cádiz en el primero, y la revuelta de Rafael de Riego y el arranque el Trienio Liberal en el segundo.
La poderosa influencia del contexto peninsular en los dos momentos explica, en buena medida, las ambigüedades entre independencia y autonomía que recorren todo el discurso político tanto de Hidalgo como de Iturbide, no así de Morelos, más claramente republicano. A despecho de tantos contrastes forzados entre los dos héroes, hay un elemento común en la práctica política de uno y otro, que es el trasfondo del constitucionalismo gaditano, más allá de los propios intentos constituyentes, sobre todo en e periodo insurgente de Morelos y bajo el imperio de la América Septentrional.
En todo caso, la dimensión pactista y transaccional de la consumación de la independencia está fuera de dudas. Las tres garantías, religión católica, independencia de la "nación mexicana" o del trono del nuevo imperio y unión entre mexicanos y españoles, eran sumamente atractivas para gran parte de los peninsulares residentes en la Nueva España. Es por ello que Juan O’Donojú, nombrado como Jefe Político –no como virrey- por los liberales de la península, pudo tan fácilmente dar la orden de capitulación al ejército borbónico.
La preservación de la denominación de “imperio”, el ofrecimiento de la corona de la América Septentrional a Fernando VII o algún infante de la dinastía borbónica y las propias garantías de unión entre españoles y mexicanos y religión católica introducían elementos de poderosa continuidad con el virreinato de la Nueva España. Tan sólo por eso, dice el historiador argentino Gabriel Entin, la idea de la “consumación de la independencia” resulta imprecisa.