Libros del crepúsculo

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martes, 19 de febrero de 2019

Orwell, el elefante y la aspidistra


Conforme avanza el siglo XXI el pensamiento de George Orwell se vuelve más actual. No tanto porque hiciera profecías certeras sobre el Estado de vigilancia o sobre la propagación de noticias falsas. O porque elaborara perfectas alegorías del fanatismo político del siglo XX. Orwell es nuestro contemporáneo porque dio con la manera de narrar los riesgos de la asunción del fundamentalismo en política, cualquier fundamentalismo.
       Dice Irene Lozano, editora de los Ensayos de Orwell en 2013 en Debate, siguiendo a Christopher Hitchens, que el escritor británico tuvo la rareza de enfrentarse a tres fenómenos del siglo XX que, para muchos, no eran causas compaginables: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. Tiene razón: antes de diseccionar los totalitarismos de derecha o izquierda, Orwell denunció el imperialismo británico en Birmania. Siendo muy joven, derivó de su experiencia de policía imperial en aquella colonia del Sudeste Asiático, una visión crítica que se plasma en la novela Burmese Days (1934).
       En otros textos de aquella época como “Matar un elefante”, Orwell describía la “naturaleza del imperio” de tal manera que son notables sus coincidencias con el nacionalismo descolonizador posterior, que tiene en Los condenados de la tierra (1961) de Frantz Fanon un texto básico. Lo que para Orwell era la esencia del imperialismo no era la posesión de tierras o el dominio financiero sino algo más profundo e intemporal: la asunción del hombre blanco como guardián de la seguridad de los pueblos “bárbaros”.
       La parábola del enorme elefante, ejecutado por el policía británico para salvar la vida de toda una comunidad birmana, supone una denuncia de la falacia de que el colonizador protege al colonizado. Pero también de la creencia muy arraigada, sobre todo en el Occidente metropolitano de hoy, de que los colonizados agradecen ese resguardo, cuando en realidad asisten a un espectáculo en el que, más bien, se ríen de la afectada bravuconería o el humanismo del colonizador.
       Lo fascinante en Orwell es que, al tiempo que es capaz de percibir la mirada irónica de la multitud birmana, no se toma en serio a sí mismo y acaba reconociendo que mata al elefante, sencillamente, por “no hacer el ridículo”. En este sentido, Orwell es una suerte de anti-Hemingway: no se cree ningún heroísmo, aunque lo practica en grado sumo, lo mismo cuando se incorpora a la filas del POUM en Cataluña que cuando rompe con el comunismo británico por su alianza con Stalin.
       ¿Cuánto antimperialismo o antifascismo no se ha justificado en nombre de alguna causa comunista, que no deja clara su posición frente al estalinismo? Todavía hoy es muy común escuchar disculpas de todo tipo al estalinismo, como si fuera pecado reconstruir con precisión el terrible saldo del Gulag o de las purgas estalinistas de los años 30 y 40. Mucho del chantaje de las simetrías discursivas, que, ante cualquier crítica a China o a Rusia, exige reiterar, una vez más, el rechazo al hegemonismo estadounidense o europeo, tiene su origen en aquellas décadas.
       Desde entonces se estableció una lógica del “mal menor” que resguardaba a los totalitarismos de izquierda frente a los de derecha. Por preferencias ideológicas se decidió que a las dictaduras de izquierda había que perdonarles la vida, mientras que a las de derecha se les condenaba al infierno. Pero, como sostenía el propio Orwell, en aquella carretera al infierno, como la única vía que conduce al muelle de Wigan, se amontonan todos los cadáveres de la barbarie del siglo XX.
       Podrán simular una existencia nueva, los adoradores de los viejos tiranos. Al final, todos, tendrán frente a sí al enorme elefante, como metáfora de la amenaza o el peligro extremo. Matar al elefante, nos dice Orwell, no significa conjurar el riesgo de las mayores pérdidas, sino, apenas, la ilusión de una sobrevida rutinaria y tediosa. Tan tediosa como la de la aspidistra.
      

lunes, 4 de febrero de 2019

México, refugio de traductores


Por su condición fronteriza, de puente entre las Américas, y por su posición geográfica septentrional, abierta de un lado al Golfo, el Caribe y el Atlántico, y del otro al Pacífico, México ha sido siempre destino de viajeros, exiliados y traductores. Aún está por medirse el peso de la traducción en la cultura mexicana, desde los años románticos de José María Heredia, que hizo versiones de Byron y Chateaubriand, hasta los vanguardistas de León Felipe, que tradujo a Whitman y a Eliot.
         Hacerse de palabras (2018), un libro espléndido de la estudiosa Nayelli Castro, profesora de la Universidad de Massachusetts, explora la obra de traducción filosófica de cuatro exiliados en México: José Gaos, Eugenio Imaz, Wenceslao Roces y Adolfo Sánchez Vázquez. Antes y después de analizar la teoría y la práctica de aquellos traductores de Hegel, Kant, Heidegger, Marx y Dilthey, Castro explora el rol de la traducción en la historia de las ideas de México e Hispanoamérica, en décadas, como las de mediados del siglo XX, que colocaron en el centro de las políticas intelectuales el ideal de las filosofías nacionales.
         La autora se percata de algo que la historiografía ha descuidado y es que en el supuesto choque entre nacionalismo y cosmopolitismo, ya sea en las artes, la literatura o la filosofía, la traducción juega a dos bandas. La sonada crítica de Samuel Ramos a Antonio Caso, en la revista Ulises, en 1927 - continuada en la revista Examen de Jorge Cuesta a principios de los 30 y en el clásico El perfil del hombre y la cultura en México (1934)- se basaba en el carácter exógeno de la crítica al positivismo: según Ramos, en vez de producir una filosofía propia, Caso glosaba a filósofos antipositivistas, sobre todo franceses. Sin embargo, en su respuesta a Ramos, Caso usaba un argumento muy parecido: el joven filósofo carecía de producción propia: apenas unos comentarios sobre Benedetto Croce y el resto, una adaptación del psicoanálisis de Alfred Adler a la mentalidad del mexicano.
         Ambos polemistas se acusaban de pensamiento foráneo, pero reclamaban para sí la condición de la autenticidad. La traducción de filosofías europeas era, a la vez, un elemento constitutivo de lo falso y lo verdadero, de lo artificial y lo esencial. La tensión se repetirá en los años 50, cuando el grupo Hiperión, especialmente, Emilio Uranga, Luis Villoro y Leopoldo Zea, alentados por el magisterio de Gaos, tomen distancia del propio Ramos, por medio de una aproximación más resuelta a Heidegger, el existencialismo francés y el marxismo occidental. El objetivo de aquellos jóvenes seguía siendo más o menos el mismo, articular una filosofía del mexicano y lo mexicano –en diálogo con las ideologías latinoamericanistas de la primera Guerra Fría-, pero su campo referencial y su repertorio de traducciones desbordaban las lecturas de sus maestros.
         Los traductores estudiados por Nayelli Castro son solo cuatro y los cuatro republicanos, pero con diferencias notables entre sí: dos de ellos (Gaos y Roces) eran asturianos, Imaz era vasco y Sánchez Vázquez, de Algeciras, Cádiz, Andalucía. Gaos militó en el PSOE, Roces en el Partido Comunista Español y Sánchez Vázquez, el más joven, nacido en 1915, en las Juventudes Socialistas. Filosóficamente también eran diversos: Gaos era orteguiano y, sobre todo, heideggeriano, Imaz neokantiano y Roces y Sánchez Vázquez marxistas.
         Esa diversidad se reflejó en la oferta de traducción que aquellos pensadores hicieron a México e Hispanoamérica entre los años 40 y 60. Aquella inmensa obra de difusión del pensamiento occidental, y específicamente alemán, en español, no fue solo de ellos, también lo fue de editoriales como el Fondo de Cultura Económica y Siglo XXI, especialmente en el periodo de Arnaldo Orfila, y de instituciones como la UNAM y el Colegio de México. Sirva este libro para recapitular, una vez más, aquel momento glorioso de las humanidades en México.