Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

domingo, 30 de septiembre de 2012

El incesto y la regla del don



El psicoanálisis y la antropología han ofrecido explicaciones ligeramente distintas del incesto. Para Freud, se trataba de uno de los primeros instintos sexuales reprimidos, toda vez que el padre, la madre y los hermanos eran los sujetos a la mano de la erótica infantil. Para Claude Lévi-Strauss, sin embargo, el tabú del incesto no tenía tanto que ver con la represión de la sexualidad infantil como con el funcionamiento de las instituciones sociales.
En Las estructuras elementales del parentesco, Lévi-Strauss tuerce ingeniosamente el argumento freudiano cuando afirma que “la prohibición del incesto es menos una regla que prohíbe casarse con la madre, la hermana o la hija, que una regla que obliga a dar la madre, la hermana o la hija a otro. Es la regla del don por excelencia”. El rechazo del incesto no estaría relacionado con una inhibición sino con una suerte de generosidad comunitaria, que pone a la familia en función de la sociedad.
Esta idea de la “regla del don” podría trasladarse a algunas representaciones del incesto en la literatura y el cine, que relacionan esa práctica sexual con diversas clases sociales. Por ejemplo, en la novela El castillo en el bosque de Norman Mailer, éste pone en boca del jerarca nazi Heinrich Himmler la teoría de que una de las razones de la fuerza moral del campesinado alemán se debía a la práctica del incesto. Alois Hitler y Klara Pölzl, los padres de Adolf, eran primos. El incesto y la endogamia eran, según Himmler, piezas claves de la superioridad aria.
Mailer, naturalmente, a través del personaje de D.T., el joven SS bajo las órdenes de Himmler, acabará invirtiendo el argumento, a la manera Lévi-Strauss. El incesto y la endogamia, al abandonar la “regla del don”, no son la vía hacia la grandeza sino hacia la locura y la maldad. Más o menos, la misma idea que encontramos en el film Savage Grace, que cuenta la historia de los magnates Brooks Baekeland y Barbara Daly, cuyo hijo homosexual y esquizofrénico, Anthony, asesina a su madre luego de tener relaciones con ella.
El incesto aparece en Savage Grace no sólo como señal de decadencia y depravación, en la clase alta, sino como el origen de la locura, a la manera de Mailer en El castillo en el bosque. El abandono de la “regla del don” sería, lo mismo para la aristocracia norteamericana del emporio Bakelite que para el campesinado alemán de Himmler, la clave de la preservación, pero, también, de la autodestrucción.    


domingo, 23 de septiembre de 2012

Escritores, fuera del poder!


En el más reciente The New Yorker, Jill Lepore escribe una deslumbrante crónica sobre la célebre pareja de publicistas y mercadólogos de la política norteamericana, formada por Clem Whitaker y Leone Baxter, fundadores de la poderosa Campaigns, Inc. Por décadas, estos estrategas diseñaron campañas a favor o en contra de políticos, beneficiando mayoritariamente a líderes de la derecha republicana y anticomunista de su país.
Una de las campañas en contra  de socialistas y demócratas que emprendieron Whitaker y Baxter tuvo como víctima al novelista Upton Sinclair. El autor de Dragon’s Teeth (1942) era un ferviente partidario de las causas sindicales y alentaba un programa radical de erradicación de la pobreza en California, que rebasaría por la izquierda el New Deal de Roosevelt.
En 1934, Sinclair ganó la nominación de los demócratas para la candidatura al gobierno de California. La maquinaria infamante de Baxter y Whitaker se echó a andar en su contra, por medio de libelos y anuncios radiales, que mellaron el prestigio de Sinclair y facilitaron el triunfo, aunque por estrecho margen, del derechista republicano Frank F. Merriam.
Cuenta Lepore que Whitaker y Baxter creyeron siempre que la descalificación de Sinclair sería fácil, por ser un escritor liberal o socialista, cómodamente atacable en el plano moral. “Upton was beaten, diría Whitaker, because he had written books”. La pareja encontró algunos pasajes dudosos sobre el matrimonio en la novela Love´s Pilgrimage (1911) y los utilizó para deslegitimar al novelista como político ante el público de clase media y alta de California.
La crónica de Lepore me ha recordado los pasajes del marxista peruano José Carlos Mariátegui sobre la indisociable relación entre anti-intelectualismo y fascismo. Como recuerda Enrique Krauze en Redentores (2011), a Mariátegui no le parecía raro que un “continuador y exégeta del pensamiento hegeliano, como Giovanni Gentile, aceptase un puesto en las brigadas del fascismo, en promiscua sociedad con los más dogmáticos neo tomistas y los más incandescentes anti-intelectualistas”. El anti-intelectualismo une a la derecha fascista con la izquierda estalinista.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Rubén Cortés sobre Lichi Diego



Por uno de esos errores, seguramente deliberado, reproduje, en el post anterior, el prólogo de Rubén Cortés al libro La vida alcanza (2010) y no el que este certero periodista y escritor cubano, residente en México, escribió para el reciente volumen Viento a favor (2012). En este caso, creo, bien vale el error y la corrección.






Amores con una punta rota


Me resulta imposible hablar en pasado de Eliseo Alberto, aunque sus cenizas reposen en el fondo de un barranco de Cuba, cruzado por un puente férreo donde él, en su niñez, hacía equilibrios sobre las líneas del tren. Ni siquiera los vier­nes por la noche, cuando cubro mis santos con una pátina de humo de tabaco y mi hijo Santino baña con agua de colonia el cristal del retrato de Lichi que tenemos en casa: el aroma delvaho y el sacramento de la loción dilatan la plegaria por nues­tros muertos hacia el inmenso cielo sin nubes de la Ciudad de México.
Porque Lichi, que es sobre todo un escritor urbano (aun con su mar imaginado en Caracol Beach y los caminos de ceni-za que recorre el circo de Asdrúbal, el mago, en La eternidad por fin comienza un lunes) transita un mundo mágico de espíritus y supersticiones arropadas por un sincretismo de dei­dades blancas y negras, colmado de misterios: algo natural en un hombre que vivió sus primeros dieciocho años en un pueblito de las afueras de La Habana, Arroyo Naranjo, rodeado de montes donde en las noches ululaban las lechuzas, esas aves nocturnas a cuyo canto los cubanos temen porque llama a la muerte y porque su preferencia por la oscuridad es interpretada como un rechazo a Dios.
Aquel batir de alas de pájaros de mal agüero sembró en Lichi la semilla que luego agregaría un cuarto enunciado a su condición de escritor, según las facetas anotadas por Nor­man Mailer en su aforístico artículo “The Thousand Words a Minute” (Esquire, febrero de 1963), que distingue tres ca­tegorías del escritor: poeta, novelista y periodista. El caso de Lichi añade otra: “fabulante”, ese término encantador de los psiquiatras locos para referirse a los hombres cuerdos “con hábitos adquiridos de hacer relatos fantásticos extraídos de su imaginación”.
Por eso su santo no puede ser otro que Babalú Ayé, San Lázaro en la religión católica, su venerado viejo de las muletas, favorito de Lichi por algo que él considera mucho más grande que la esperanza o el fanatismo, por algo muchísimo más profundo que la desilusión, por una razón tan misteriosa como la fe y tan íntima como el amor: porque Babalú Ayé lo entiende: “No recuerdo un solo mediodía en que Babalú Ayé me haya fallado, estando yo triste, sin mi isla, mis santos, mis difuntos, ese mar de fantasmas donde naufrago cada domingo sin mí”. A él dedica uno de los fragmentos mejor logrados de la literatura cubana de todos los tiempos, escrito por Lichi en Caracol Beach al estilo de la letanía que tan bien ovilla las pocas ocasiones en que lo utiliza:

A Babalú Ayé lo siguen perros sarnosos, caballos raquí­ticos, gallos roncos, vacas enclenques, jutías sin cola, abejas destronadas, patos con gangrena, loros munda­nos, pavorreales deprimidos, gatos esqueléticos, moscas amputadas, cerdos cascarrabias, mariposas sin alas, lom­brices del pantano, cisnes suicidas, culebras bandoleras, hormigas bravas, pavos desplumados, palomas perdidas, conejas estériles, lobos hambrientos, y a cierta distancia, callados, respetuosos, fieles, compatriotas, miles de cu­banos en solemne procesión, hombres y mujeres, niños y ancianos, pecadores y arrepentidos, vagabundos, leprosos, minusválidos, mongólicos, cojos, ciegos, mudos, tontos, diabéticos, desesperados, tullidos, tuertos, tuberculosos, sordos, lelos, paralíticos, mancos, tartamudos, cardiacos, desahuciados, asmáticos, sidosos, paranoicos, soli­tarios, melancólicos, neuróticos, locos, locos, locos cientos y cientos de pobres locos.

Balaba Ayé también le fascina porque es “el que trabaja con los muertos”, una certidumbre que lo estremeció una noche en el caserón del Pedregal de San Ángel donde vive su maestro Gabriel García Márquez en el Distrito Federal, y donde Lichi pernoctó en 1990, mientras calentaba la billetera para establecerse en México. En la sobremesa, García Márquez solía re-cordar las noches remotas de Aracataca en las que escuchaba a su abuela materna hablar con los muertos.
Una madrugada, Lichi despertó en el caserón del Pedre­gal empapado en sudor, sobresaltado por una epifanía: “tenía delante” a una amiga muy querida que vivía en La Habana y estaba embarazada. Fue a la cocina a servirse un vaso de leche, que siempre ha sido su recurso para recuperar el sueño. Bebía la leche cuando apareció García Márquez en piyama, pues una idea le había impedido pegar ojo toda la noche y quería escribirla antes de que se le extraviara entre las brumas del amanecer.
Lichi le contó por qué estaba despierto: “Llámala ahora mismo por teléfono, porque está pariendo un hijo macho”, le dijo García Márquez, con la misma cara de palo con que su abuela le hablaba de aparecidos en Aracataca, mientras practicaba de memoria la ciencia de los presagios. “Cuando un hombre sueña con una mujer embarazada, es que ella está pariendo un hijo macho”, advirtió García Márquez e hizo que telefoneara a la casa de su amiga. Del otro lado de la línea, la madre de la mujer respondió con alarma: “No, ella no está. La ingresaron de parto en Maternidad de Línea. Acaba de parir”.
—¿Y qué parió? —alcanzó a balbucear Lichi.
—Macho.
Aquella noche todavía faltaban siete años para que suce­diera lo que sucedió después: el enfriamiento de la relación entre alumno y maestro, episodio convertido para siempre en uno de los dos amores de Lichi que tienen una punta rota: el otro es su querer por Cuba.
Su historia con García Márquez empezó un miércoles de 1975 cuando éste tocó con los nudillos la puerta de la casa de los Diego-García Marruz en La Habana, dijo que quería conocer al poeta Eliseo Diego y, al entrar, tuvo una alucinación similar a las de su abuela materna: He estado antes en esta casa y fue de niño y muchas veces y todas para bien, como lo narra Lichi en “Un nuevo libro de Gabriel”, incluido en Viento a favor. La amistad con los Diego-García Marruz resultó instantánea y duradera.
Luego, adoptó literariamente al hijo menor de la familia, quien empezó a llamarlo como lo llamaría siempre: “Maes­tro”. García Márquez lo cobijó con intensidad después de que Lichi fue separado de la emblemática gaceta cultural El caimán barbudo, de la que fue jefe de redacción entre junio de 1982 y junio de 1983. Perdió el trabajo justo a causa de García Márquez, pues publicó una crónica suya aparecida originalmente en el diario español El País en junio de 1981, titulada “Vidas de perros”, donde mostró que en París los pe­rros llevaban una existencia de privilegios. Lichi lo reprodujo por la fuerza dramática del estilo periodístico:

Subíamos en silencio por la vieja escalera mecánica, er­guidos y en orden, como siempre he pensado que se debe subir al cielo, cuando se oyó un chillido espantoso, una explosión como la de una piñata cuando se revienta en una fiesta infantil, y todos corrimos sin saber qué pasaba, pero con el instinto certero de que pasaba algo grave. En la ráfaga de pánico alcancé a ver una señora con un pobre abrigo de primavera salpicado de sangre todavía calien­te, y otra que trataba de limpiar las piernas de su hijo embadurnadas de una materia espesa. Sólo entonces nos dimos cuenta de lo que ocurría: la escalera mecánica ha-bía oprimido entre dos peldaños un perrito pequinés, lo había reventado, y sus vísceras dispersas habían salpicado a los que estaban más cerca. En la escalera vacía sólo quedó el dueño del perrito, paralizado de espanto, mirando con la boca abierta la traílla rota que le quedó colgando en la mano. Esto sucedió el jueves de la semana pasada en un almacén de París, y es uno de los episodios más raros y estremecedores que he visto en mi vida.

Sin embargo, un burócrata del departamento ideológico del gobierno juzgó como elogio imperdonable a la sociedad capi­talista publicar en la prensa del primer país socialista de Amé­rica que en París “los perros llevan una vida de privilegios”.
Gran favor para Lichi, porque entonces García Márquez vivía de tiempo completo en La Habana y lo contrató para que le ayudara a impartir talleres de cine y literatura y hacer guiones en mancuerna. Escribieron tres mil páginas a cuatro manos en temas de películas, entre éstas Cartas del parque (1988), dirigida por el cubano Tomás Gutiérrez Alea, y Me al­quilo para soñar (1989), realizada por el brasileño Ruy Guerra.
Trabajaba en una oficina junto a la del maestro y comenzó a dar los primeros toques a su novela La eternidad por fin comienza un lunes.
—¿En qué tiempo estás escribiendo: en pasado, en tercera persona? ¿Cómo se llama el personaje? —le preguntó García Márquez.
—Una se llama Anabel y otra se llama Aruba.
—¿Cómo le dices a Anabel?
—Bueno, Anabel unas veces, otras veces la modelo, la muchacha, la trapecista, según...
—Tienes que decirle sólo de dos maneras: Anabel y la trapecista. No le digas la muchacha o la modelo, porque la gente se confunde. Y recuerda que las oraciones nunca empiezan con verbo, siempre con artículo, y que en el uso de formas verbales y palabras siempre hay que escoger con cuidado. Como en la carpintería, porque ningún mueble es de una sola pieza.
García Márquez le explicó que para escribir debía usar normas muy simples y que la célula básica de un texto es la oración, que hay que ligar de una manera muy sencilla: el sujeto, el verbo, el predicado, los tiempos verbales y, muy en especial, el uso de los verbos irregulares para evitar la cacofonía.
—¿Y usted, maestro, en qué anda? —preguntó Lichi.
—En una frase: “Fueron felices toda la vida”.
—Oiga: eso no se le puede olvidar, así terminan los libros.
—Pues sí, pero tengo que escribirlo —respondió García Márquez, quien no había escrito otra novela desde que el rey Carlos Gustavo de Suecia le entregara el Premio Nobel de Literatura el 10 de diciembre de 1982 en Estocolmo.
Por esos días, maestro y alumno eran inseparables. García Márquez le pidió un gran favor: “Empecé a escribir la novela, pero cada día le contaré una versión distinta a todo el mundo de lo que estoy escribiendo. Cuando cuente la misma versión dos veces, tú me avisas. Entonces sabré que ya acabé”.
Tiempo después, durante una comida con el fallecido co­mandante sandinista Tomás Borge, García Márquez contó la novela de la misma manera que lo había hecho tres semanas antes. Luego, a solas, Lichi le avisó: “Maestro, esta tarde contó usted la novela de forma idéntica por segunda vez desde que la está contando”.
García Márquez se encerró a escribir de siete a catorce horas diarias, estudiando, buscando datos y leyendo poesía española para encontrar la fuente, la sonoridad y las palabras olvidadas de la lengua.
Hasta que una madrugada de otoño, en 1985, a las cua­tro, Lichi se desvelaba en la sala de la casa solariega de García Márquez en el antiguo Havana Country Club & Park Lake, un club hípico y de golf para millonarios en la Cuba de los años cuarenta y cincuenta, cuando vio bajar a García Már­quez las escaleras, envuelto en una colcha para ir a su estudio porque había soñado algo y quería escribirlo.
—Acompáñame —apremió a Lichi.
Se sentó frente a la computadora, una Macintosh, y tecleó unas palabras.
—Lee esto —pidió el maestro.
Lichi se situó a sus espaldas, acercó la mirada a la pantalla y leyó:
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites.
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.
—Toda la vida —dijo.
García Márquez le preguntó a Lichi si había acabado de leer y éste asintió. El maestro se levantó de la silla y se la cedió:
—Ya acabé la novela, Lichi. Se llama El amor en los tiem­pos del cólera. Ponle tú el “Fin”.
Luego tomó un plumón negro y escribió “Para Lichi” en el marco de la pantalla. “Es tuya. Te la has ganado”, dijo. Aquella prehistórica Macintosh está guardada en la casa de los Diego-García Marruz en La Habana.
En 1990, ya instalado en la Ciudad de México, Lichi si­guió cerca del maestro y publicó La eternidad por fin comienza un lunes en una casa editorial —El Equilibrista— donde tenía participación el segundo hijo de García Márquez, Gonzalo. El distanciamiento sucedió en 1997, cuando Lichi publicó su mejor libro: Informe contra mí mismo, un gran éxito editorial, a partir de su catarsis como hijo de la Revolución Cubana —tras la caída del Muro de Berlín— que sintió la necesidad de hacer una revisión crítica del proceso político donde se había formado como un “hombre nuevo”, con una primera oración que lo anunciaba todo:
El primer informe contra mi familia me lo solicitaron a finales de 1978.
La respuesta del gobierno cubano fue previsible: canceló a Lichi el pasaporte que le permitía vivir fuera del país conser­vando todos los derechos de ciudadano cubano dentro de la isla, y a partir de entonces lo consideró oficialmente un “emi­grado”, lo cual, para quienes viajan con pasaporte oficial y no regresan, significa ser un “quedado” o, hablando en plata, un “indeseable”, un “traidor”. La inmensa mayoría en esta situación, como Lichi, puede regresar si está dispuesta, una vez cumplidos los requisitos migratorios, pero sin derechos plenos como ciudadanos cubanos. Lichi se defendió como sabe hacerlo: con el corazón. Dijo: “soy responsable de la escritura del libro, no de sus lecturas; del grito, no del eco”; “reclamo el derecho a estar equivocado”; “que no te obedezca no quiere decir que te traicione”.
En La Habana, Silvio Rodríguez consideró el libro “una mierda”, pero que no decía una sola mentira; Pablo Milanés defendió el derecho de Lichi “a no estar de acuerdo”. El entonces canciller, Robertico Robaina, ordenó a sus asesores que leyeran muy bien el libro para ver cómo rayos lo criticaba en caso de que la prensa extranjera le preguntara al respecto. ¿García Márquez? Pues al maestro le disgustó la publicación de Informe contra mí mismo: no que su alumno lo escribiera, sino que lo publicara. Y puso distancia entre ambos.
Volvieron a encontrarse alguna que otra vez. Una tarde de 2007 coincidieron, junto con el escritor Rafael Pérez Gay y su esposa Delia Juárez, en una comida en la casona de penumbras bondadosas y aires campestres de Héctor Aguilar Camín y Ángeles Mastretta, en la colonia San Miguel Cha­pultepec, cerca del bosque donde García Márquez, una tarde de 1961 —cuando lo visitó por primera vez— vio la lluvia con rayos de sol entre los árboles: quedó tan fascinado con aquel prodigio que su orientación se trastornó y se puso a dar vueltas bajo la lluvia, sin encontrar la salida.
La última vez que se vieron fue en el caserón del Pedregal, una tarde de 2008. Lichi, acompañado por su inseparable amigo Pedro Luis Rodríguez, el pintor Peyi, le llevó un ejem­plar de su última novela, El retablo del conde Eros. Fueron en el Tsuru color crema de Lichi, un carro viejísimo, pero que se dejaba manejar con mansedumbre, pues la máquina era noble y generosa como su dueño. Peyi permaneció en el Tsuru, Lichi tocó el timbre de la puerta. La señora del ser­vicio le pidió que esperara y regresó: “Que pase, por favor”.
Lichi entró al hogar que una vez lo había acogido con generosidad y Gabriel García Márquez, anciano y enfermo, le dijo, con la rotunda energía de los buenos tiempos haba­neros del dúo:
—Las novelas se entregan en la mano, carajo.

* * *
Eliseo Alberto se hizo novelista en México. En Cuba había sido básicamente poeta (Importará el trueno, 1975; Las cosas que yo amo, 1977; Un instante en cada cosa, 1979), periodista y guionista de cine, aunque en 1985 publicó una novela para jóvenes, La fogata roja. Su debut se produjo en México, con La eternidad por fin comienza un lunes (1992) y cinco años después Informe contra mí mismo, que lo entronizó como es­critor imprescindible de la literatura cubana, con un timbre exclusivo: el de la nostalgia sin lágrimas, a partir de la natura­lidad y la elegancia de una prosa con la que inventó una Cuba de bolsillo para los que comparten ese tipo especial de me­lancolía: la del emigrado que regresa a casa siempre que ten-ga dinero y ganas para pagarse el boleto, reconstruyendo su tierra desde la remembranza o la metáfora.
La Habana que recrea Eliseo Alberto es una ciudad idíli­ca que heredó de su entorno familiar de villa en las afueras, primero; y casa y departamento, después, en la zona distin­guida de la capital, rodeado desde pequeño del recuerdo y la presencia física de hombres y mujeres fundacionales de la nación y la cultura cubanas. Una Habana apacible de boleros y deleites conmovedores.
¿Por qué la literatura de Eliseo Alberto alcanza tanta popularidad entre los cubanos del exilio? Lo sabe mejor que nadie otro de sus amigos de todos los días, el musicólogo Carlos Olivares Baró:

La respuesta hay que buscarla en sus gestualidades ex­traliterarias, sus atributos humanos, sus afanes de tener siempre un amigo a su lado, su calidad de cuentacuen­tos natural que le granjeó grandes lectores incondicionales. Gran conversador, anfitrión desmedido, quizás sus mejores novelas fueron las que escribía de tarde en tarde con su tropa, como a él le gusta llamarnos. La novela como la extensión de un bolero (Esther en alguna par-te), como un columpio de maromas y magias (La eternidad por fin comienza un lunes), como ritmo de son montuno (Caracol Beach), como mirada impertinente (La fábula de José), como un vodevil (El retablo del conde Eros), como épica de la devoción (La fogata roja) y siempre como poeta heredero de los folios formales de Cintio Vitier (De peña pobre) y Lezama Lima (Paradiso).

Vale, pues, otra pregunta: ¿es Eliseo Alberto un gran novelis­ta? Sí, pero algo más: Eliseo Alberto es el mejor narrador de Cuba desde Alejo Carpentier, un logro mayor si se tiene en cuenta que lo consigue a partir del sentimiento menos popu­lar: la tristeza. Sólo que Eliseo Alberto la convierte en un tema novedoso y singular, tanto que hace pensar que la literatura cubana es sólo melancolía, dolencia, exilio y congoja de personajes abandonados o huérfanos que buscan redimirse.
Las novelas de Eliseo Alberto defienden de manera per­sistente el derecho al amor desesperado, infortunado, rugoso, húmedo, perdido, arrollador, fantástico. Algo así como el bo­lero que el panameño Carlos Eleta escribió en 1955:

Es la historia de un amor
como no hay otro igual
que me hizo comprender
todo el bien y todo el mal
que le dio luz a mi vida
apagándola después...

Aquí las últimas líneas que recibí de Eliseo Alberto:

Salvaje intento llamarte pero nunca te encuentro. Lláma­me a casa.
Lichi
PD: hoy es sábado, ¿comemos juntos?

Pero las leí sólo hasta el martes y de casualidad, en la oficina de correos de una aldea de pescadores en la isla de Sicilia, adonde yo mismo había ido para olvidar en vano al amor de mi vida, en aquellas callejuelas ondulantes y vendadas por la espuma jubilosa del Mediterráneo, con una playa en forma de herradura y acantilados de color mostaza, punteados de olivos verdísimos que se recortaban bajo un haz de luz viejo, pesado y esplendoroso en la última hora de la tarde, cuando Sicilia se vuelve melancólica, dulce, íntima y sensual. Y me perdí aquella comida del sábado, la más importante de los días finales de Eliseo Alberto, porque el hombre melancólico, dolido, exiliado y acongojado quería que sus amigos oyeran el último hálito de su corazón: les presentó a su amor terminal, una cubana rubia de ojos verdes y cade­ras cubanísimas que había conocido en Facebook y a quien hizo aprender de memoria el primer párrafo de Esther en alguna parte para recitarlo en la sobremesa y premiarla con un beso.
Fue su último amor.
* * *
En 1998, Alfaguara diseñó una estrategia comercial a partir del prestigio y la celebridad de Lichi tras Informe contra mí mismo: se colgó de Caracol Beach, una obra de calidad superior que ganó el Primer Premio Internacional Alfaguara de Novela, para premiar a Lichi (junto con Sergio Ramírez por Margarita, está linda la mar) y lanzarlo como “el escritor cubano del exilio”, ya que el tema de la emigración cubana siempre vendió bien en la industria editorial.
Las credenciales de Lichi aplicaban: era el mejor novelista cubano del momento, carismático, no vivía en Miami (lo cual lo habría puesto demasiado a la derecha para el gus­to de los lectores de Alfaguara), hijo de uno de los intelectuales representativos de la Revolución, y su discurso político podía considerarse afín a la socialdemocracia europea, más inclinado a la centroizquierda y lejos de la estriden­te derecha reaccionaria de Miami. Pero Lichi miró para otro lado, pues la verdad es que nunca quiso pelearse del todo con La Habana, y sustentó su decisión en una respuesta más poética que política:
—No escribiré nunca nada que le haga daño a Cuba, antes de eso, mejor me corto la lengua y los brazos... a mí me gusta decir, y estoy dispuesto a demostrarlo, que nadie ama más a Cuba que yo.
Y no escribió un libro anticastrista. Después de Informe contra mí mismo entregó dos novelas sobre Cuba: Esther en alguna parte, ubicada en la época revolucionaria —aunque la palabra Revolución aparece una sola vez en sus 198 pági­nas— y El retablo del conde Eros, acerca de la Cuba anterior al gobierno comunista.
Debo añadir que esta es una reflexión absolutamente per­sonal. “Para imaginar una escena hay que imaginar otra”, me aconsejaba siempre Lichi. En el otoño de 2009 le comenté mi cavilación a uno de sus mejores amigos, el historiador Rafael Rojas, Rafa, quien puso el grito en el cielo:
—No. No. A Lichi lo que le interesa es hacer buena lite­ratura. Su postura en favor de la libertad y la defensa de los derechos humanos en Cuba es pública, puntual, incesante —respondió.
Estábamos rodeados de una muralla de libros en la sala-biblioteca del agradable departamento donde vivía Rafa con su esposa Aylín y sus hijos, a pocas cuadras del de Lichi, frente al Parque de Tlacoquemécatl, en la defeña Colonia Del Valle. Él viajaba al día siguiente, sábado, a España, y yo fui a verlo para que me trajera La ninfa inconstante, novela pós­tuma de Cabrera Infante que acababa de editarse en Madrid.

Rafa tenía razón y así lo demostraban los textos perio­dísticos de Lichi en los diarios El País, El Nuevo Herald, La Crónica de Hoy, Milenio, La Jornada, Reforma y las revistas Nexos, Encuentro de la Cultura Cubana, Die Weltwoche, El País Dominical, Milenio Semanal, Proceso, Los Universitarios, Etcétera, Día Siete y otras de medio mundo. Nunca fue un adversario ideológico del castrismo, sino un intelectual agudo, más en el aire del concilio que de la ruptura.

Cuba no será realmente libre, y mucho menos indepen­diente, si no se unen y se rencuentran todos los cubanos, sin rencor y sin revanchismo, para que podamos, por una parte, continuar los logros de una revolución como la cubana, que en honor a la verdad hizo verdaderas haza­ñas en cuanto a igualdad entre los hombres, y por otra parte hizo disparates descomunales —declaró en la revista Replicante de agosto de 2011.
Creo (¿debo decir temo?) que los cubanos nos pasaremos los noventa y siete años que faltan del siglo XXI tratando de condenarlo o perdonarlo, mientras borramos apresura­damente las huellas de sus botas militares en la arena de una historia que ha dejado a nuestro sensual país partido en dos por los rayos de la intolerancia y el abuso de un po­der sin límites, la isla en un naufragio y la nación en una profunda, acaso insalvable bancarrota —escribió en Dos Cubalibres, un libro de reflexiones y retratos hablados sobre sus amigos, publicado en 2004 por Ediciones Pe­nínsula, de Barcelona, considerado por Lichi como “una especie de continuación” de Informe contra mí mismo.

Raúl Castro es un enamorado de su familia. Su casa siem­pre ha tenido las puertas abiertas para los amigos de su familia. Es un hombre sencillo y hay mucho más cono­cimiento en él de lo que sucede realmente en la calle, de lo que la gente opina en el barrio, en la escuela... los amigos de sus hijos llevan esos ecos a su hogar. Otro elemento que jugaría en ese sentido es la hija de Raúl, Mariela.
Ella es quien lidera todos los temas de apertura sexual. Es gran defensora de homosexuales, de lesbianas, tiene otra visión y tiene poder. Por eso Raúl, además de tener la disciplina militar, es un hombre de visión —confesó a la re-vista Milenio Semanal en diciembre de 2006.

Después de que el gobierno cubano modificó su pasaporte, en 1997, Lichi visitó Cuba en el año 2000 y, después, varias ve­ces más hasta 2011, una de ellas en 2006 por la muerte de su madre Bella García Marruz. La última, en el invierno de 2009. Pocos viajes a la semilla para alguien que quiere a Cuba más que nadie. Cuba empezó a dolerle o, más bien, “los es-trechos márgenes que me permiten los sellos migratorios cu­banos, la humillación legal de la necesidad de pedir visa”. El contenido de las maletas de cada regreso siempre fueron un parapeto contra la nostalgia: fotografías de su infancia, banderitas cubanas con chupones de goma en la base del asta para pegar en los cristales, vírgenes en papel maché de Regla y de la Caridad del Cobre, compradas en las tiendas para turistas del aeropuerto, una lamparita de bronce para pintar de azul su cuarto.
El amor entre Lichi y Cuba continuó como el de los matrimonios con desavenencias, pero sin fuerzas ni ánimos para encarar el divorcio. En 2010, el gobierno le permitió el reencuentro con sus lectores naturales, al publicar Esther en alguna parte con el sello de Ediciones Unión, además de aprobar su producción como película, bajo la dirección del reconocido cineasta y gran amigo de Lichi, Gerardo Chijona, quien inició el rodaje en mayo de 2012 en las barriadas de El Vedado y Centro Habana, con el elenco de actores y actrices que sugirió el propio autor, de acuerdo a las características de los perso­najes del libro. Uno de los intérpretes, Reinaldo Miravalles, debió ser autorizado al más alto nivel, ya que vive exiliado en Miami; además de Enrique Molina, Daisy Granados, Luis Alberto García, Eslinda Núñez, Elsa Camps, Verónica Lynn, Laura de la Uz y Héctor Medina.
Y cuando Lichi enfermó de muerte de una dolencia re­nal, en el invierno de 2009, Abel Prieto, actual asesor de Raúl Castro y en aquel entonces ministro de Cultura y miembro del Consejo de Estado, comisionó su tratamiento gratuito en el Hospital Clínico Quirúrgico Hermanos Ameijeiras, en La Habana. Estuvo ahí noventa (el plazo máximo que con­cede su categoría migratoria para permanecer en la isla) con su hermana Josefina, Fefé, en la casa de los Diego-García Marruz de El Vedado, viviendo como un cubano cualquiera: la ale-gría de estar en casa durante los atardeceres que cobran un vivo color de coral, el murmullo de los puercos y po­llos criados por los vecinos, disfrutar los buenos servicios del sistema y sufrir los malos, las carencias económicas y las antenas políticas activadas para no provocar suspicacias oficiales, como lo muestran sus correos electrónicos desde La Habana:

Después de casi un mes de ingreso en el confortable Hos­pital Ameijeiras, ya estoy de regreso en casa de Fefita, dado de alta. La verdad es que me atendieron con gran amabilidad y honda dedicación. Me encontraron muy mal, con una pata del otro lado. Me cayeron en pandi­lla. Los médicos son serios, callados: las enfermeras cari­ñosas, muy profesionales. El cuarto limpio. El mar a la vista. Me hicieron un recojonal de pruebas y todas las aprobé satisfactoriamente, menos la de los riñones, claro, que siguen esbeltos pero vagos. Hígado saludable, cora­zón fuerte, pulmones por fin limpios, estomago batalla­dor, páncreas sin problema, presión arterial bajo control —llevo un mes con 80 y 120. He bajado diez kilos de peso, unas 22 libras de manteca que ocupan todo un cubo de grasa —explica en un mensaje para diez amigos comunes.
Necesito que me manden lo siguiente:
—Dos tubitos de Corega en pasta para poderme reír. URGENTE
—Refresquito Claire de mandarina y sandía, para el vicio.
—Si no es muy cara, Bola, otra caja de protectores de catéteres, que me aligeran la vida, mucho. ¿Te queda algún cheque?
—Unos lentes de vista cansada, de cristal grande, 2.5 de graduación, de esos baratos que venden en el súper. Tengo unos enanos. URGENTE
—Dos números recientes de TV y Novelas para ver cómo va la historia de La Diabla y recordar las tetas de Ninel Conde.
—Un sobrecito de besos para untarme en las noches habaneras. URGENTE
—Rubencito, habla con la periodista de Excélsior que me enviaste y ruégale, de mi parte, que me lleve suave enla parte política-cubana. Debo cuidarme. Dile que me cuide —pide en otro mensaje enviado a cuatro amigos comunes.
Querido Rubencito: He demorado en contestarte a la es-pera de nuevas noticias sobre mi futuro y estancia en Cuba. Aún no llegan esas noticias pero ninguna parece mejor que otra. Por lo pronto, tendré que seguir acá una larga temporada. Las diálisis son muy duras, hermano, un reto diario a La Muerte. Hoy tengo sesión. Por eso te escribo rápido. Llega a mi computadora de mesa. Bus­ca en Documentos OK la carpeta que dice Eva y Julieta o La vida alcanza, no recuerdo bien. Ahí está el ícono con el documento Eva y Julieta Adán y Romeo. Son unos 350 folios. Podemos dejarlo en 250. Mándame copia a este correo desde tu correo. Dile a Rafa [Rafael Pérez Gay, director de la editorial Cal y arena] que lo que me pueda pagar es bienvenido. Ojalá pudieras traérmelo tú en efectivo para las Navidades. No tengo ingresos. Vivo raspando. Trabaja tú el libro editorialmente. En el prólo­go, por favor, no digas como siempre que soy “el mejor novelista vivo de Cuba”, jajaja, al menos di que yo te dije que no lo dijeras. Los colegas del patio son muy sensi­bles a esos excesos del cariño. Un abrazo. Ya sale el sol. Drácula debe irse a su ataúd, por su transfusión de san­gre. Eres un hermano —me instruye en un mensaje personal.

Lichi regresó a México sin el trasplante de riñón cubano con que tanto se había ilusionado, pero a tiempo para publicar La vida alcanza en Cal y arena y dar a sus amigos un manda­miento terminante para enfrentar el destino con optimismo y alegría:

Queda prohibido llorar sin aprender,
levantarte un día sin saber qué hacer,
tener miedo a tus recuerdos.
Queda prohibido no sonreír a los problemas,
no luchar por lo que quieres,
abandonarlo todo por miedo,
no convertir en realidad tus sueños.
Queda prohibido no demostrar tu amor.
Queda prohibido dejar a tus amigos.
Queda prohibido olvidar a toda la gente que te quiere,
escribió Pablo Neruda, como lo cita Lichi en el texto final de Viento a favor.

Volvió a la gran acuarela cubana que era su luminoso de­partamento, frente al Parque Hundido, sin más remedio que su condición de exiliado, “mientras perduren tantos equívo­cos”. Retornó con el mismo aspecto de oso grande y tierno, y esa manera tan suya de mirarte, después de que dices algo que él no cree y entrecierra los ojos, y aguanta la risa en una larga pausa que provoca que seas tú quien ríe primero. Pero en el fondo había cambiado. Empecé a ver en Lichi, por primera vez en muchos años, su “cara de emigrante”, como la describe su amigo Raúl Rivero en el pesaroso poema “Estrella 555”:

Estoy poniendo cara de emigrante
es decir
la misma cara que uno tiene
mezclada con una especie de altivez
de indiferencia, de abandono, de hastío
de asco y de tristeza.


Rubén Cortés
Colonia Condesa
                 28 de mayo de 2012