En publicaciones electrónicas del exilio se debate,
a veces, la literatura cubana con nociones más arcaicas o menos modernas que
las que predominaban en la isla, a mediados del siglo XIX. Se da por
descontado, por ejemplo, que literatura es sólo poesía y narrativa, no ensayo,
crítica, filosofía o historia. O se exige al crítico o al historiador que
escriba como escriben los narradores o los poetas. O se relega el ensayo a una suerte de género judicial –y no “centáurico”, como pensaba
Alfonso Reyes- que está sólo para ofrecer jerarquías o veredictos, no interpretaciones.
Hay, de hecho, en medios intelectuales del exilio
cubano una especie de batalla contra la interpretación. No en el sentido de
Susan Sontag, quien en los 60 protestaba contra los abusos hermenéuticos, que
sobrecargaban el análisis de los contenidos y reprimían la erótica y la estética del arte, sino como mera reacción anti-intelectual, que prefiere imaginar la
literatura como un mundo intocado por las ideologías. Nada más ideológico que postular
una literatura regida, exclusivamente, por las normas del “buen gusto”.
Cuando no es esteticista, cierta crítica literaria
del exilio es ideologicista. O considera que no hay escritor cubano que valga la pena,
dentro o fuera de la isla, porque ninguno escribe como Nabokov o Sebald. O
piensa como buena literatura únicamente aquella que trasmite mensajes políticos
de oposición al gobierno cubano. Con frecuencia, ambas perspectivas, a pesar de
ser conceptualmente antagónicas, se empalman en la mente del crítico.
Son dilemas resueltos desde el siglo XIX. Ventura
Pascual Ferrer, en su viejo artículo “Sobre el gusto” (1800), publicado en El Regañón, defendió desde el
neoclasicismo la hegemonía del gusto, con una racionalidad jurídica, que Cintio
Vitier, atinadamente, criticó como “el infatuado y ridículo principio de una
censura colérica, judicial y aun penal”. Pero no fue Vitier, en realidad, el
primero en refutar la crítica formalista heredada del clasicismo. Antes que él,
otros críticos románticos y post-románticos de la segunda mitad del XIX, entendieron
de manera más flexible la noción de gusto y atribuyeron al juicio crítico una
mayor permeabilidad.
El poeta Juan Clemente Zenea, por ejemplo, en su
artículo “Sobre el buen gusto” (1852), aparecido en El Almendares, entendía la categoría de gusto en diálogo con la
filosofía, la historia e, incluso, las ciencias naturales. No llegaba Zenea a
los extremos positivistas de Enrique Piñeyro, unos años después, en “La literatura
considerada como ciencia positiva” (1862), que reproducía las ideas de Hippolyte
Taine, pero concluía que la literatura es incompresible sin las ideologías. “La
poesía sin ideas –decía- es como un cuerpo sin alma”.
No es extraño que Zenea, al proponerse un panorama
de la literatura norteamericana, en 1861, para la Revista Habanera –rescatado, veinte años después, por la Revista de Cuba- incluyera dentro de ese
mapa a poetas como Bryant y Longfellow o narradores como Cooper, pero también a filósofos como Ralph
Waldo Emerson, historiadores como John Lothrop Motley y hasta políticos como
George Washington, cuyos discursos, a su entender, también formaban parte de la
literatura nacional.
Esta idea de la literatura de Zenea implicaba, a su
vez, una idea del crítico, expuesta en otro artículo, “La Crítica” (1862),
también para la Revista Habanera, en
la que cuestionaba el “estilo poético” en la prosa ensayística y, sobre todo,
los ataques ad hominem, porque ponían
en tela de juicio, no la obra, sino la persona del escritor o el crítico y su
legitimidad como voz en el arte o la opinión. Según Zenea, el rol de la crítica
es “dar vuelo a la razón” y jamás limitar a otro autor o crítico “el uso
completo de su independencia de opinión y su derecho a hablar”.
Zenea era poeta, pero ejercía la crítica como un
arte de la prosa en “idioma razonado”. Coincidía en esto con su tío, José
Fornaris, quien en el artículo, “¿Será preciso ser poeta para ser crítico?”
(1862), aparecido en Cuba Literaria,
adelantaba ideas similares. La poesía, decía Fornaris, “se vale de los sonidos
como la música”. El estudioso del género debe conocer las técnicas y los
misterios de ese arte, pero también debe saberse mover en el mundo de las
ideas, ya que, en literatura, “idea y forma son hermanas gemelas”.
Fornaris y Zenea, ambos poetas y ambos críticos,
siguen siendo, por lo visto, lecturas vigentes en el debate literario cubano
contemporáneo. No sólo porque no se entregaron plenamente al paradigma
positivista, que llegaron a suscribir Varona, Piñeyro y otros críticos del XIX,
sino porque entendieron la diferencia elemental entre literatura y crítica, no
desterraron a la segunda de la primera y concibieron ambas en su intercambio secular con otros saberes. Que sean nuestros contemporáneos, en pleno siglo XXI, habla
mejor de ellos que de nosotros.