Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 30 de septiembre de 2015

El comunismo cubano y los regímenes híbridos del siglo XXI

La teoría del totalitarismo ha evolucionado de Hannah Arendt a nuestros días, al paso de la propia evolución de la teoría de la democracia. Pero no se trata únicamente de una evolución dentro del campo de la teoría política. Las nuevas conceptualizaciones de los regímenes no democráticos son un intento de captar la complejidad y las mixturas que se producen en la práctica política contemporánea. Teóricos como el profesor de Harvard, Steven Levitsky, han intentado dar cuenta de esa transformación utilizando términos como "regímenes híbridos" o autoritarismos competitivos para referirse a las mezclas cada vez más frecuentes entre formas democráticas y no democráticas de gobierno, que observamos en países como Venezuela, Rusia, Irán o Nicaragua.
Los comunismos que aún subsisten en el planeta -y uso aquí el concepto de comunismo como se maneja en la teoría política no en la filosofía neomarxista- describen una marcada tendencia a su reconstitución como regímenes híbridos. China y Viet Nam serían los casos más evidentes, por el avance que ha tenido en esos países la economía de mercado y por la incipiente, casi imperceptible, incorporación de mecanismos electorales, parlamentarios o de gobernanza democrática, como ha observado el estudioso catalán Marc Selgas. No sería extraño que en los próximos años, esa tendencia, que se advierte más claramente en Viet Nam, comience a manifestarse en Cuba. Naturalmente, el avance hacia un régimen híbrido es más lento en los pocos países comunistas que quedan en el mundo, que en los que provienen de una democracia o un autoritarismo.
Un régimen híbrido, como sostiene Levitsky, es una mezcla terrible de corrupción, impunidad, despotismo, creciente disparidad social, represión sistemática, más elecciones regulares y pluralismo acotado. Pero es un régimen que, por lo menos, permite a las oposiciones, a la sociedad civil y a la esfera pública comenzar a movilizar sus demandas, de cara a la ciudadanía, en busca de consensos que conduzcan a una transición democrática. Por supuesto que Cuba está muy lejos de eso, pero las mutaciones que está viviendo su régimen en los últimos tres años podrían encaminarse en esa dirección, como sostenemos en el ensayo "La democracia postergada", incluido en el volumen Cuba. ¿Ajuste o transición?  (2015), coordinado por Velia Cecilia Bobes en Flacso, México. Pensar que el régimen cubano actual es el mismo que hace cuarenta años, cuando concluyó su constitución, o que hace 55 años cuando comenzó a construirse, es un error teórico y político. Un error que puede servir para procesar el duelo, escribir literatura, realizar protestas locales o hacer una oposición testimonial, pero no para intervenir directamente en la reforma de ese régimen o en su democratización.

martes, 29 de septiembre de 2015

Revolución, régimen, orden

Uno pensaría que la distinción entre conceptos elementales de la política moderna es un asunto exclusivo de los primeros semestres de cualquier licenciatura en ciencias sociales, pero, lamentablemente, no es así. En la vida diaria e, incluso, en las intervenciones en la opinión pública de escritores, académicos o intelectuales, sin formación en filosofía o teoría políticas, se mezclan los conceptos o se les atribuye una connotación intercambiable.
Es lo que a veces se lee en relación con los términos revolución, régimen y orden, que los mejores historiadores del siglo XIX, como Alexis de Tocquevile en El antiguo régimen y la Revolución (1856), usaban de manera diferenciada. Según Tocqueville una revolución era un proceso de cambio social y político que destruía un viejo régimen y construía uno nuevo. Por ser un proceso que involucraba a buena parte de la sociedad, la revolución no podía identificarse con un líder, una corriente política, un Ejército o una clase, contrario a lo que argumentaba Marx por esos mismos años. Tampoco podía reducirse su significado al nuevo régimen o al nuevo orden construidos, ya que en buena medida una vez que el proceso de cambio se consumaba la revolución concluía.
Es en el concepto de régimen donde nos apartamos más de Tocqueville. En aquella época seguía vigente la clasificación de las formas de gobierno (monarquía y república, democracia y aristocracia, despotismo y tiranía) heredadas de Aristóteles y los antiguos y reformulada por los modernos en obras de Hobbes, Locke, Maquiavelo o Montesquieu. Tocqueville pensaba el régimen como el reino ascendente de la igualdad, en el que la sociedad, más que el gobierno mismo, se volvía más democrática en la medida que dejaba de ser aristocrática. Hoy, en cambio, régimen es un concepto político, no social, que decide los elementos democráticos o no del sistema.
Sin embargo, cuando Tocqueville utilizaba la palabra orden lo hacía en un sentido muy similar a como se utiliza en las ciencias sociales contemporáneas. El concepto de orden es el más abarcador de los tres porque incluye el sistema jurídico y político, la estratificación social, la distribución de la propiedad, la recaudación fiscal, el Estado de derecho, la ciudadanía, los ejércitos y hasta las relaciones con la Iglesia. Si se quiere hablar con una mínima claridad conceptual sobre la política moderna, de cualquier país, es absurdo atribuir el campo semántico de revolución al de régimen o el de éste al de orden.
Esta terminología es tan válida para los regímenes democráticos como para los no democráticos, sean fascistas o comunistas, totalitarios o autoritarios. La teoría del totalitarismo ha evolucionado de Hannah Arendt a Juan Linz, por poner un solo ejemplo, y ya entiende el régimen totalitario estrictamente como régimen político, no como orden social. Lo totalitario define una forma específica de la identidad no democrática del sistema político, que es diferente, a su vez, a la autoritaria, como son diferentes una tiranía y una dictadura. Por lo tanto, el concepto de totalitarismo no capta toda la relación entre un Estado y una sociedad en un momento determinado, mucho menos en la era global.

lunes, 28 de septiembre de 2015

José Lezama Lima y la aduana del silencio

El poeta católico cubano José Lezama Lima fue un gran conocedor de la obra del místico español del siglo XVII Miguel de Molinos, creador de una corriente espiritual conocida como "quietismo". Desde su primer libro de ensayos, Analecta del reloj (1953), Lezama aludía a un pensamiento de Molinos ("el amor puro nos hace desechar la salvación eterna") para referirse a una "crisis poética" que asociaba con la "imposibilidad de despego" o con la "no bifurcación en caminos transitados o infieles".
Ya en su Diario juvenil, Lezama había advertido una "influencia oriental" en Molinos que volverá a interesarlo en los últimos años, mientras redactaba su novela Oppiano Licario (1977). El protagonista del mismo nombre hace leer a su hermana, Ynaca Eco, la tradición de la mística española, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús, y especialmente la Guía espiritual de Molinos. En un momento del texto se reproduce la filosofía del silencio propuesta por el quietismo: "Molinos nos hablaba del silencio como en nuestra época se habla del vacío o de la nada..."
En esos años finales, Lezama entró en contacto con otro admirador de Molinos, el poeta gallego José Ángel Valente, quien viajó a la isla en 1967 con carta de presentación de su amiga María Zambrano. Valente hizo una reedición de la Guía espiritual de Molinos y Lezama se la pide en una carta de diciembre de 1974. En enero de 1975, el poeta gallego confirma a Lezama que ha enviado la Guía, desde Ginebra, a la dirección habanera de Trocadero 162, pero Lezama le responde, en julio de 1975, lo siguiente: "La Guía espiritual, que Usted tuvo la gentileza de enviarme, fue decomisada, según comunicación que recibí. Parece que, al leer la palabra espiritual, se entendió que hacía referencia a la metapsíquica, o vulgo espiritismo, y que era una obra para los numerosos discípulos de Allan Kardec. Ya ve Usted que Molinos sigue ganando batallas, se aniquila o lo aniquilan".
A Lezama se le hizo sugerente la ironía de que la aduana cubana decomisara la Guía espiritual de Molinos que le envió Valente. Era como si la invitación al silencio del místico español se viera confirmaba por la censura de la Seguridad del Estado castrista. El poeta cubano experimentaba aquella aduana del silencio con humor, pero también con miedo. Al punto que en una de sus últimas cartas a Valente le hace esta solicitud reveladora: "no comente lo de Miguel de Molinos, por motivos obvios. Bástenos saber que sigue dando batallas".

jueves, 17 de septiembre de 2015

El concepto de totalitarismo en María Zambrano

Con frecuencia se dice que la noción de "totalitarismo" surgió, en un sentido no peyoritavo, en círculos fascistas de la Italia de Benito Mussolini y que filósofos como Giovanni Gentile, Ministro de Educación del Duce, la utilizaba desde los años 20. Si es así, una de las primeras conceptualizaciones críticas del totalitarismo que se produjeron en Europa fue la de María Zambrano, en su libro Horizonte del liberalismo (1930). A partir de la tesis de su maestro José Ortega y Gasset, en su ensayo La rebelión de las masas, Zambrano observaba el ascenso de una política "totalizadora" en la Europa de entreguerras, directamente relacionada con el fascismo y el comunismo. En buena medida, esos regímenes surgían, según ella, como consecuencia de la incapacidad del liberalismo decimonónico para asumir la doctrina cristiana de la persona humana y abrirse a una democracia social que representara intereses de las mayorías.
Si en ese temprano ensayo, Zambrano utilizaba palabras como "política totalizadora o unitaria", para referirse a las grandes tiranías del siglo XX, en un ensayo posterior, escrito en el exilio caribeño, Isla de Puerto (Nostalgia y esperanza de un mundo mejor) (1940), usa el término "totalitarismo" en el mismo sentido que le imprimirá Hannah Arendt diez años después, en su gran obra, Los orígenes del totalitarismo (1951). En un ensayo posterior, La agonía de Europa (1945), reaparece el concepto de totalitarismo, relacionado con una tradición del "terror" y la "violencia" en Europa, que ha llegado a su caricatura en el nazismo y el comunismo. La "anulación totalitaria", dice Zambrano adelantándose de nuevo a Hannah Arendt y a tantos otros, tiene que ver con la "barbarie monista" del ideal del "hombre nuevo", con que las ideologías del siglo XX intentaron suplantar a religiones milenarias.
La teoría del totalitarismo de Zambrano desemboca en su gran ensayo de filosofía política, Persona y democracia (1958), donde se propone una reconstrucción del liberalismo en sintonía con la doctrina demócrata cristiana de la "persona humana". Sin embargo, aquí, el concepto de totalitarismo es reemplazado por el de "absolutismo", que Zambrano, naturalmente, remonta a las monarquías europeas anteriores al gobierno representativo moderno. Aún así es evidente que los grandes totalitarismos del siglo XX, fascistas o comunistas, eran comprendidos dentro de esa larga historia del absolutismo occidental, aunque como versiones "decadentes" o "degradadas". El totalitarismo, concluía, "reaparece por última vez como una demencia regresiva; como una involución extrema" de la tradición absolutista.
La teoría política y, en especial, la teoría política iberoamericana ha dado poca importancia a la conceptualización del totalitarismo en María Zambrano. El estudioso Jesús Moreno Sanz, editor de las Obras completas de Zambrano en Galaxia Gutenberg, ha sido uno de los primeros en advertir con mayor énfasis sobre el valor de esta temprana conceptualización del totalitarismo y de las conexiones de la pensadora malagueña con filósofas judías de su misma generación como Edith Stein, Simone Weil y, por supuesto, Hannah Arendt. Jóvenes filósofas como Julieta Lizaola comienzan a colocar la teorización del totalitarismo de Zambrano donde merece estar: en el centro del pensamiento político democrático del siglo XX.

sábado, 12 de septiembre de 2015

Borges, Ortega y la "mala" lectura literaria de la filosofía

En la revista cubana Ciclón (Año II, Núm. 1, 1956, p. 28), dirigida por el crítico y traductor José Rodríguez Feo apareció este texto de Jorge Luis Borges sobre José Ortega y Gasset, tres meses después de la muerte del filósofo español. El artículo fue incluido en un dossier en homenaje a Ortega, en el que aparecieron también textos de María Zambrano, José Ferrater Mora, Guillermo de Torre y Juan Marichal. El de Borges fue el único texto que no era propiamente un homenaje y, además de proyectar el malestar de Rodríguez Feo y su amigo, Virgilio Piñera, con una figura venerada por José Lezama Lima y Orígenes –en el último número de esta revista, también de 1956, apareció el ensayo de Lezama “La muerte de Ortega y Gasset”, que puede ser leído como una refutación de Borges, o al revés, el texto de Borges como una refutación del de Lezama, vía Piñera- sintetiza el equívoco de las lecturas filosóficas de los escritores. Borges, como tantos otros grandes escritores, leyó siempre la filosofía como género literario o como estilo, algo que, en efecto, es la filosofía, además de ser precisamente eso: filosofía 

  
Nota de un mal lector
Jorge Luis Borges
Ortega continuó la labor por Unamuno, que fue de enriquecer, ahondar y ensanchar el diálogo español. Este, durante el siglo pasado, casi no se aplicaba a otra cosa que a la reivindicación colérica o lastimera; su tarea habitual era probar que algún español ya había hecho lo que después hizo un francés con aplauso. A la mediocridad de la materia correspondía la mediocridad de la forma; se afirmaba la primacía del castellano y al mismo tiempo se quería reducirlo a los idiotismos recopilados en el Cuento de cuentos y al fatigoso refranero de Sancho. Así, de paradójico modo, los literatos españoles buscaron la grandeza del español en las aldeanerías y fruslerías rechazadas por Cervantes y por Quevedo... Unamuno y Ortega trajeron otros temas y otro lenguaje. Miraron con sincera curiosidad el ayer y el hoy y los problemas y perplejidades eternos de la filosofía. ¿Cómo no agradecer esta obra benéfica, útil a España y a cuantos compartimos su idioma?
A lo largo de los años, he frecuentado los libros de Unamuno y con ellos he acabado por establecer, pese a las "imperfectas simpatías" de que Charles Lamb habló, una relación parecida a la amistad. No he merecido esa relación con los libros de Ortega. Algo me apartó siempre de su lectura, algo me impidió superar los índices y los párrafos iniciales. Sospecho que el obstáculo era su estilo. Ortega, hombre de lecturas abstractas y de disciplina dialéctica, se dejaba embelesar por los artificios más triviales de la literatura que evidentemente conocía poco, y los prodigaba en su obra. Hay mentes que proceden por imágenes (Chesterton, Hugo) y otras por la vía silogística y lógica (Spinoza, Bradley). Ortega no se resignó a no salir de esta segunda categoría, y algo -¿modestia o vanidad o afán de aventura?- lo movió a exornar sus razones con inconvincentes y superficiales metáforas. En Unamuno no incomoda el mal gusto, porque está justificado y como arrebatado por la pasión; el de Ortega, como el de Baltasar Gracián, es menos tolerable, porque ha sido fabricado en frío.
Los estoicos declararon que el universo forma un solo organismo; es harto posible que yo, por obra de la secreta simpatía que une a todas sus partes, deba algo o mucho a Ortega y Gasset, cuyos volúmenes apenas he hojeado.
Cuarenta años de experiencia me han enseñado que, en general, los otros tienen razón. Alguna vez juzgué inexplicable que las generaciones de los hombres veneraran a Cervantes y no a Quevedo; hoy no veo nada misterioso en tal preferencia. Quizá algún día no me parecerá misteriosa la fama que hoy consagra a Ortega y Gasset.



miércoles, 9 de septiembre de 2015

¿Fue Lezama Lima candidato al Nobel en 1973?

Hay momentos de las correspondencias y los epistolarios en que se habla de amigos a terceros con fingida frialdad o con un tipo de curiosidad aleatoria, falsamente azarosa o indeterminada. Sobre todo, entre exiliados, que cambian de hábitat con frecuencia y reconstruyen sus círculos íntimos de tanto en tanto, encontramos ese extraño testimonio de una amistad que se vuelve noticia vieja, dato inútil, colgado en el aire del tiempo. Leer epistolarios no cruzados es una buena manera de anudar las redes inconfesas del afecto.
Me ha llamado la atención, leyendo la correspondencia de María Zambrano del periodo de Roma y de La Pièce, Francia, entre los años 50 y 70, la escasa alusión a sus amigos cubanos, especialmente a José Lezama Lima, en sus cartas a nuevos amigos como Alfredo Castellón, Tomás Segovia, Agustín Andreu, Jaime Gil de Biedma, Diego Mesa o Ramón Gaya. El teólogo y filósofo valenciano Agustín Andreu es uno de los pocos a los que Zambrano habla de Lezama, aunque lo hace, a veces, con cierta dosis de falso distanciamiento o, incluso, fantasía, en el epistolario reunido en Cartas de La Pièce (2002).
El 22 de junio de 1975, Zambrano escribe a Andreu arrepentida de las "asperezas" que había escrito a su amigo a propósito de la "legión de machi-hembras en el ambiente culto mujeril" o de los hombres "que se van al homosexualismo, desvirilizados, hechos polvo". Intenta disculparse de sus afirmaciones con el argumento de que hay una tendencia a la "diafanidad" o a la "transparencia", en su prosa, que tempranamente le había advertido su maestro José Ortega y Gasset. Recuerda entonces Zambrano a su amigo José Lezama Lima, quien a principios de mes le ha enviado desde La Habana un poema titulado "María Zambrano", que comienza con los versos: "María se nos ha hecho tan transparente/ que la vemos al mismo tiempo/ en Suiza, en Roma o en La Habana.".
En la carta que acompaña al poema, Lezama le dice a Zambrano que si le gusta el poema, lo envíe a las revistas Ínsula o "Cuadernos de San Armadans" (sic). A Zambrano le llama la atención la coincidencia entre Ortega y Lezama sobre la "diafanidad" y la "transparencia" y escribe a Andreu: "Y sin que yo haya hablado nunca de esto, ahora José Lezama Lima me ha mandado un poema que saldrá pronto en Ínsula; pues, humildemente, me decía que si me gustaba lo diera y si no, lo guardara como prueba de amistad y ¡claro! Ud. lo manda y felices de poder publicarlo".
Y agrega Zambrano este pasaje intrigante: "Ay, ay, ay. Durante decenios he luchado para que le publicaran en revistas y editoriales. Sin lograrlo más que en las Revistas en que yo tenía parte. Lo propusieron para el Nobel hace dos años". Zambrano, en efecto, no sólo ayudó a Lezama a sobrevivir en la isla y a publicar fuera de Cuba, sino que escribió, por lo menos, tres ensayos sobre la obra del cubano: "José Lezama Lima en La Habana" (1968), aparecido en Índice y reproducido en La Gaceta de Cuba, y dos versiones del texto, "José Lezama Lima: hombre verdadero", escrito a la muerte del autor de Paradiso, cuyo título habría que releer a la luz del malestar de Zambrano con la homosexualidad, plasmado desde su temprano ensayo El freudismo, testimonio del hombre actual (1940), editado, justamente, por La Verónica en La Habana.
¿Fue Lezama candidato al Nobel en 1973 o fue una de esas exageraciones coloquiales de Zambrano, para ilustrar el drama de la soledad, el "estado de silencio", del escritor habanero en sus últimos años? En todo caso, bastaría para deshacer cualquier fantasía recordar que en aquellos mismos años, el escritor sueco y miembro de la Academia, Artur Lundkvist, hacía lo imposible por evitar que Jorge Luis Borges recibiera, finalmente, el Premio Nobel. Además de a Lundkvist, Lezama habría tenido en su contra al Estado cubano con todas sus conexiones ideológicas en el campo socialista y en la propia izquierda occidental.

lunes, 7 de septiembre de 2015

Insularidad y totalitarismo

En otro raro y poco leído escrito de María Zambrano, Isla de Puerto Rico. Nostalgia y esperanza de un mundo mejor (La Habana, La Verónica, 1940), la filósofa malagueña parece sostener la imposibilidad de que el totalitarismo triunfe en una isla. La argumentación de Zambrano es perfectamente lógica. Dice que en las islas, los hombres se familiarizan con una soledad esencial, que adjetiva de múltiples formas: soledad "floreciente, hacia afuera, fecunda, llena, abierta, rodeada por la vida..., oscura soledad que busca un ilimitado horizonte".
Esa soledad raigal del habitante de las islas hace que el culto básico de toda democracia, como estilo de vida, que es la "integridad de la persona humana", deje de ser una abstracción y tome cuerpo en la vida cotidiana. Toda vez que el totalitarismo, según Zambrano, tiene su origen en el miedo a la soledad, las islas parecen ser territorios resistentes a esa forma de organización de la sociedad y el Estado. Zambrano está hablando específicamente del totalitarismo español y de la Isla de Puerto Rico, destino y hogar de muchos exiliados republicanos, pero su argumento parece trasladable a cualquier totalitarismo europeo y a cualquier isla del Caribe:

"Si fuésemos a ver, en el fondo de todo totalitarismo está el terror del hombre a su soledad. La criatura totalitaria, infinitamente aterrorizada se esconde de su propia soledad, se esconde de Dios. Y ya no le podrán llamar diciéndole: "¿Qué has hecho de tu hermano?", sino preguntándole "¿Qué has hecho de ti mismo?" Es el hombre escondido, enmascarado, replegado, no sobre sí, sino hacia afuera. Hacia un afuera, que se ha quedado también vacío".

El librito Isla de Puerto Rico, como es sabido, fue el inicio de un largo diálogo de Zambrano con otro discípulo de José Ortega y Gasset, el puertorriqueño Jaime Benítez, rector de la Universidad de Río Piedras y uno de los principales ideólogos del Estado Libre Asociado. Aquel diálogo culminaría, de algún modo, en el ensayo Persona y democracia (1958), publicado precisamente en San Juan, un año antes del triunfo de la Revolución Cubana. Muchos años después, cuando el ensayo fue reeditado en España, sin referirse explícitamente a Cuba, Zambrano parecía reconocer la inactualidad de su texto. Cuba era la formidable refutación de la tesis de la imposibilidad del totalitarismo en las islas.