Libros del crepúsculo

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miércoles, 31 de enero de 2024

El pensar dialógico de Ramón Xirau




La idea del pensamiento como diálogo silencioso con el otro, consigo mismo o con Dios, remite a Sócrates y Platón, pero también a San San Agustín. En La ciudad de Dios, la dupla originaria del cielo y la tierra parece desdoblarse en otras: cuerpo y alma, fe y razón, teología fabulosa y teología civil. Sensación similar deja el recorrido por los principales títulos de Ramón Xirau, cuyos cien años se cumplen por estos días. 

Nacido en Barcelona en 1924, Xirau llegó a México a los 15 años con sus padres. Aquí estudió filosofía en la UNAM, escribió su obra poética y ensayística, y falleció en 2017, siendo miembro de El Colegio Nacional y la Academia de la Lengua. Cada libro del Xirau filósofo proponía una conversación entre dos términos que escenifican una guerra por el sentido. 

El primero de aquellos, Duración y existencia (1947), producía interlocuciones implícitas con Bergson y Heidegger, Sartre y Lévinas, pero planteaba una contradicción irreductible: la de la temporalidad duradera y el curso finito de la vida. Su siguiente título, uno de los más influyentes y entrañables, Sentido de la presencia (1953), repetiría la misma operación. El hombre, decía Xirau, es un “ser plenario”, pero como en el viejo libro de Job, estaba “corto días y harto de sinsabores”. Si el hombre como sentido aspiraba, más que a la eternidad, a la futuridad, su presencia efímera, limitada, desafiaba la búsqueda de toda condición trascendente. 

 Otro título más, Palabra y silencio (1964), venía a dotar de transparencia las lecturas que el joven Xirau hiciera de Platón y Plotino, Parménides y Maimónides, Wittgenstein y Teilhard de Chardin. Todo el arte de la literatura se cifraba en aquella empresa, por la cual, la palabra nacía del silencio. Pero una vez articulada en el aire, la palabra debía regresar a su origen inefable y sombrío. 

 Entre los años 60 y 70, el filósofo comenzó a rondar las relaciones entre la poesía, el mito y el saber. Convencido de que la metáfora entrañaba su propio conocimiento, su propia epistemología, exploró las diversas formas en que el mito y la poesía constituían fuentes alternas de la comprensión del mundo. Sus libros Mito y poesía (1964) y Poesía y conocimiento (1979), otra vez titulados como díadas, avanzaban por esa ruta. 

 Curioso que cuando Xirau no escribía sus propios ensayos filosóficos, es decir, cuando glosaba a otros filósofos o poetas, prefería hablar de más de dos autores. Sus Tres poetas de la soledad (1955) eran Villaurrutia, Gorostiza y Paz. Sus Cuatro filósofos de lo sagrado (1986) serían Wittgenstein, Heidegger, Weil y Chardin. En cambio, cuando dedicaba alguno de sus ensayos a un solo autor, Sor Juana Inés de la Cruz u Octavio Paz, las dos cumbres de la poesía mexicana, Xirau regresaba a sus habituales desdoblamientos. En Paz encontraba ese “sentido de la presencia”, que había indagado en su temprano ensayo; en Sor Juana, el maridaje entre el genio y la figura. 

 Poeta él mismo, Xirau practicó un tipo de pensamiento dialógico que mucho debe a Heidegger, pero también a María Zambrano, dos filósofos que se interesaron en la poesía como estilización del lenguaje que desemboca en una intelección del ser. Hölderlin y la esencia de la poesía (1936) del primero y Filosofía y poesía (1939) de la segunda debieron ser lecturas formativas de Xirau. El pensamiento dialógico de Xirau no sólo se nutría de una tradición filosófica, que arrancaba con los Diálogos de Platón, sino de una capacidad de desplazamiento personal entre la escritura filosófica y la poética. 

No pocos poetas hispanoamericanos (Reyes y Vallejo, Borges y Lezama, Paz y Cadenas) armaron vasos comunicantes con la filosofía. Cabe preguntarse si aquel hábito de confluencias entre filosofía y poesía ha llegado a su fin en Hispanoamérica y por qué. Tal vez, las transformaciones internas de una y otra las han colocado en un plano de incomunicación, que habría lamentado Xirau.

miércoles, 24 de enero de 2024

El socialismo agrario de Carrillo Puerto





Historiadores como Romana Falcón, Gilbert Joseph e Irving Reynoso han destacado la radicalidad que adquirió el reformismo agrario en las regiones del Sudeste mexicano, durante los años 1920. En Veracruz, Tabasco, Campeche, Quintana Roo y Yucatán, aquel agrarismo, especialmente durante los gobiernos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, se expandió hasta constituir una corriente regional, donde destacaron los liderazgos de Salvador Alvarado, Adalberto Tejeda y Úrsulo Galván, entre otros. 

 Figura ineludible de esa corriente, tan innovadora dentro de la tradición revolucionaria latinoamericana, que se adelanta en algunos años a José Carlos Mariátegui en Perú, fue el yucateco Felipe Carrillo Puerto, gobernador del estado entre 1922 y 1923. A diferencia de otros agraristas de la misma zona, Carrillo Puerto llegó a tener contacto directo con Emiliano Zapata y colocó su reforma agraria en línea de continuidad con las tesis del Plan de Ayala. 

 Carrillo Puerto y Zapata se reunieron en Milpa Alta en 1914 y el yucateco fue nombrado coronel de caballería del ejército sureño y miembro de la Comisión Agraria de Cuautla. Cuando se consolidó el gobierno de Alvarado en Yucatán, Carrillo Puerto regresó a la península y se puso a sus órdenes, a pesar del respaldo que Venustiano Carranza, enemigo de Zapata, ofrecía al militar y político sinaloense. 

 Una primera advertencia contra cualquier maniqueísmo histórico, que se desprende de la evolución de Carrillo Puerto, es que su experiencia como dirigente del socialismo agrario en Yucatán estuvo en sintonía, primero, con Carranza, que respaldaba a Alvarado, y luego con Álvaro Obregón, a quien sería leal hasta el final, como se desprende de su defensa de una sucesión favorable a Plutarco Elías Calles y su resistencia al levantamiento de Adolfo de la Huerta en Tabasco en 1923. 

 La ruptura de Carrillo Puerto con Alvarado venía de atrás, de cuando el primero había promovido la expulsión del segundo del Partido Socialista del Sureste. Pero se agudizó en los años de Carrillo Puerto como gobernador, sobre todo, a partir del momento en que Alvarado apoyó a los rebeldes delahuertistas. En las últimas cartas de Carrillo Puerto, en diciembre del 23, se reitera esa lealtad a Obregón, aunque se echa en falta un verdadero soporte militar y político desde la Ciudad de México. 

 La huella del Plan de Ayala se percibe en el agrarismo de Carrillo Puerto, si bien bajo la óptica de la “restitución y dotación de ejidos” implementada por el gobierno de Obregón. En “El nuevo Yucatán”, artículo póstumo que aparecería en la importante revista ilustrada socialista de Nueva York, The Survey, decía que para erradicar la economía de plantación esclavista de las haciendas henequeneras, era preciso repartir las tierras, no “a los individuos sino a las comunidades”, que poseían “una gran responsabilidad de grupo”. 

 El reformismo agrario, agregaba, había creado una nueva red organizativa, basada en las ligas socialistas del Sureste, que internamente se regían por métodos asamblearios, y reproducían a nivel local las medidas de política educativa, sanitaria, cultural y deportiva impulsadas por el gobierno. En términos culturales, Carrillo Puerto combinaba una defensa de las tradiciones mayas con un acento cosmopolita, especialmente volcado a Estados Unidos, que promovía el jazz, el foxtrot, el béisbol y el boxeo. 

 Carrillo Puerto recorrió Estados Unidos y algunas de sus ciudades, como Nueva Orleans, San Francisco y Nueva York, lo marcaron profundamente. Sus redes internacionales incluyeron a líderes soviéticos como D. H. Dubrowski o argentinos como Alfredo Palacios y José Ingenieros, pero sobre todo, norteamericanos como Julius Gerner, Morris Helquist, Ludwig Martens y, por supuesto, la periodista y activista Alma Reed. A cien años de la muerte de Carrillo Puerto, todavía se desconocen los alcances políticos de aquel socialismo agrario.