Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 30 de agosto de 2011

Un existencialista cubano critica a Sartre

En un último viaje a Miami pude hacerme de un ejemplar del libro Sartre y su idea de la libertad (New York, Senda Nueva Ediciones, 1989) del filósofo cubano Humberto Piñera Llera (1911-1986). El interés de Piñera Llera en Sartre surgió en la Cuba de los años 40 y 50, donde publicó, específicamente en la Revista Cubana de Filosofía, algunos de los primeros estudios sobre el filósofo francés aparecidos en la isla. Ya en el exilio, Piñera Llera desarrolló aún su más su preferencia por el existencialismo y, especialmente, por Heidegger y Sartre, en su libro Introducción e historia de la filosofía (Miami, Ediciones Universal, 1980).
En los ensayos que Piñera Llera dedicó a la filosofía contemporánea, en aquel libro del 80, las corrientes y autores mejor glosados eran la fenomenología de Husserl y Brentano, la filosofía de los valores de Scheler y Hartmann y, por supuesto, la que llamaba “filosofía existencial” de Heidegger y Sartre. Aunque Piñera Llera prefería al alemán, no dejaba entonces de elogiar al autor de El ser y la nada. La crítica con que Sartre sometía a la “conciencia occidental” y a los “elementos concretos que constituyen el mundo en que vivimos” le seguía pareciendo “ejemplar” a ese Piñera Llera exiliado.
Sin embargo, en el libro que el filósofo dejó escrito antes de morir, en Houston, en 1986, y que dedicó exclusivamente a Sartre, decidió extender su valoración al pensamiento político del francés y, específicamente, a las mutaciones de su idea de la libertad durante los periodos de mayor aproximación al marxismo. Lo sorprendente no es que Piñera Llera, un exiliado cubano en Miami, en plena Guerra Fría, criticara, por ejemplo, la Crítica de la razón dialéctica o el entendimiento del filósofo con la Unión Soviética o China. Lo sorprendente es que lo hiciera sin perder la admiración por Sartre:



“En este libro acometo el examen del gravísimo problema de la libertad en la obra escrita y hasta en la conducta individual de Sartre. Me mueve a ello el deseo de hacer ver, con la mayor claridad posible, la esencial contradicción que presenta una personalidad indudablemente brillante, entre su elaboración teórica y su concreta conducta. Sartre es un embriagado de sí mismo, cuya consecuente vanidad lo hizo incurrir con frecuencia en el ridículo y, a este respecto, contrasta fuertemente con la sobriedad y el equilibrio de los pensadores que le son coetáneos. Y, no obstante, una apreciable porción de su pensamiento es de innegable calidad, como sucede, por ejemplo, con El ser y la nada”.



sábado, 27 de agosto de 2011

Cabellera de gualda



Si aceptamos que la escritura alegórica es aquella que somete los símbolos a un proceso de figuración abierta, en el que las claves o los códigos no refieren directamente la realidad o la vivencia, deberíamos admitir que un poema alegórico no puede ser biográfica o historiográficamente explicado. En los Versos sencillos de Martí, la figura de Eva, a veces rubia, a veces pelirroja, representa, sin dudas, el universal de la mujer. Un universal genérico, por decirlo así, que involucra arquetipos morales o, más bien, estereotipos de la mujer bella y tentada, pecadora y traidora, veleidosa e interesada.
Esa Eva “amarilla”, como el médico avaricioso, aparece, en efecto, en los poemas XIII, XVI, XVII, XVIII, XIX, XX, XXI y XLIII, y porta atributos muy similares a los que reprodujo la poesía modernista y el bolero latinoamericanos. Es evidente que Martí introduce algunas vivencias en esa representación alegórica, como las que aluden a su ruptura definitiva con Carmen Zayas Bazán y sus amores con Carmen Miyares Peoli, viuda de Manuel Mantilla –“Eva me ha sido traidora: ¡Eva me consolará!”-, pero la operación alegórica está lejos de responder a una idea cifrada o codificada de la escritura, en la que cada verso sería la transcripción de una experiencia.
Lo distintivo de la representación alegórica es esa movilidad del significante, señalada por teóricos como Northrop Frye o Michel Foucault, que aparta los significados de la vivencia y vuelve intraducibles ciertas imágenes. Cuando el pintor Pedro Ramón López se toma la libertad de retratar a Carmen Miyares y María Mantilla como pelirrojas, parece que intentara devolver a la realidad la alegoría martiana. Pero, como sabemos, no es la biografía o la historia el discurso que da sentido, en última instancia, a la representación alegórica: es el arte, la literatura o, más específicamente, la poesía.


martes, 23 de agosto de 2011

Martí, el amante calvo















Me recuerda Orlando González Esteva que el estudioso de la obra de José Martí, Carlos Ripoll, ha propuesto una interpretación bastante literal del poema XIII de Versos sencillos, que hace unos días mencionamos aquí como una muestra de poesía alegórica. Reproduzco la interpretación de Ripoll, en su artículo “El amigo calvo: José Martí”, que puede consultarse en la página web de este importante crítico exiliado. No está de más decir, sin embargo, que el hecho de que el poema refiera una vivencia no altera el tono alegórico del mismo.



“A la muerte de César Romero, el actor de cine, su hermano Ernesto donó a la Universidad de Gainesville, en la Florida, varios libros que conservaba su madre María Mantilla. Entre ellos estaba un ejemplar de la primera edición de los Versos Sencillos dedicado a su abuela, Carmita Miyares; dice:


A Carmita, para que nunca dé una pena -
Su amigo calvo
José Martí
NY. Oct 91


Carmita Miyares, viuda de Manuel Mantilla, fue la amante de Martí. Como su hija también así se llamaba, podía pensarse que la dedicatoria, que no se conocía, iba dirigida a ésta, a quien también quiso mucho, pero, no, la Carmita del poemario era la madre. Y es único este testimonio afectuoso toda vez que ella, para proteger el nombre de Martí, ante los prejuicios de la época y la maldad de sus enemigos, después de Dos Ríos, destruyó cuanto podía poner al descubierto sus amores. El cuidado que tuvieron los dos en ocultarlos se evidencia en una carta de Carmita a Martí, ya en Cuba, en la que, temiendo que cayera en manos extrañas, lo trata con notable distancia y respeto, y le advierte: "Cuénteme todo. Ud. sabe que de mí no debe esperar ninguna indiscreción… No tema escribir a esta casa pues mis cartas nadie las ve, ni se fija nadie en las cartas que trae el cartero".






En esa conspiración de silencio, que dio motivo a ciertas calumnias sobre la conducta de Martí, con las mejores intenciones cooperaron amigos de ambos. El 8 de junio de 1895, a raíz de Dos Ríos, Horatio Rubens le escribió a Gonzalo de Quesada confirmándole la desgracia, y sobre el retrato de María Mantilla que en el cadáver encontraron los españoles, le aclaraba: "Recordarás que en la carta [desde Baracoa, del 16 de abril de 1895] del viejo [Martí: 'the old man', en el original] a la familia Mantilla, se mencionaba la fotografía [de María Mantilla] que llevaba sobre el corazón [le había escrito: 'voy bien cargado, mi María, con mi rifle al hombro… al pecho tu retrato']". Y sobre el asunto, para tranquilizarlo, le dice: "Logramos conseguir que esto [lo de la foto] se suprimiera de los relatos publicados [en la prensa] por razones obvias". Y aun Carmita misma, años más tarde, cuando ya expurgado por ella le envía el archivo de Martí a Quesada, quien estaba preparando sus Obras Completas, le advierte: "Gonzalo, le repito que vea bien esos papeles y ponga mucho cuidado con lo que se publica, ya Ud. sabe lo que quiero decir".




Entre 1891 y 1895 Martí y Carmita ocultaron sus relaciones porque la maledicencia de la gente podía dañar la causa de Cuba; y antes de esa fecha las ocultaron porque la esposa, Carmen Zayas Bazán, podía aprovecharse del asunto para impedir el viaje del hijo a Nueva York. Martí negó de manera categórica haber tenido relación íntima con Carmita antes de que enviudara, en 1885; le escribió en una carta a quien le criticaba su amistad con Martí: "Ni Carmita ni yo hemos dado un solo paso que no hubiera dado ella por su parte naturalmente, a no haber vivido yo… Usted no tiene derecho de suponer que lo que mi cariño me obligue a hacer por la mujer de un hombre que me estimó y sus hijos huérfanos es la paga indecorosa de un favor de amor".
Se puede pensar que Carmita no tuvo valor par destruir esas líneas de Martí al dedicarle los Versos Sencillos, o que creyó que nunca se darían a conocer, o que nadie las entendería, pero una lectura del poema número XIII de esa colección descubre el secreto del apelativo, "su amigo calvo":



Por donde abunda la malva
Y da el camino un rodeo,
Iba un ángel de paseo
Con una cabeza calva.


Del castañar por la zona
La pareja se perdía:
La calva resplandecía
Lo mismo que una corona.


Sonaba el hacha en lo espeso
Y cruzó un ave volando:
Pero no se sabe cuándo
Se dieron el primer beso.


Era rubio el ángel; era
El de la calva radiosa,
Como el tronco a que amorosa
se prende la enredadera”.

lunes, 22 de agosto de 2011

Gentilicios invertidos





En una magnífica nota de Antoni Dalmau i Ribalta, en la cuarta página de El País, se recuerda que Fernando Tarrida del Mármol (1861-1915), importante líder del anarquismo español a fines del siglo XIX y principios del XX, nació en Santiago de Cuba en agosto de 1861. La obra de este intelectual y político, autor de El anarquismo sin adjetivos (1899) se produjo, fundamentalmente, en España, como puede documentarse en sus colaboraciones en la revista Acracia o los diarios El Productor, El Heraldo de Madrid y El País o en su activismo dentro del Círculo Obrero La Regeneración.
Como su coterráneo Pablo Lafargue, nacido veinte años antes en la misma ciudad de Santiago de Cuba, Tarrida dejó pocos testimonios de su visión sobre Cuba, las guerras separatistas de la isla a fines del XIX y su incompleta transición republicana en las primeras décadas del siglo XX, a pesar de ser sobrino del importante jefe militar de la Guerra de los Diez Años, Donato Mármol. Podría pensarse que Lafargue y Tarrida, al adentrarse en dilemas universales, como la lucha obrera contra la burguesía y el Estado-Nación, rebasaron intelectual y políticamente las premisas de la descolonización caribeña.
No hay en el magnífico artículo de Dalmau ninguna alusión a las ideas de Tarrida sobre la independencia de Cuba, el 98 o la intervención de Estados Unidos en la isla, Puerto Rico y Filipinas. Sabemos, sin embargo, que el tema fue central en un periodo de su obra publicística, aunque enfocando a Cuba como la periferia y no como el centro de aquellos fenómenos. El centro para Tarrida era España o, en todo caso, la Europa industrial –especialmente, Francia, Gran Bretaña y, en menor medida, Estados Unidos, la parte industrializada de América-, países donde el anarquismo desplegó su prédica, como pudo constatarse en la campaña a favor de la liberación de los anarquistas presos en el castillo de Montjuic. La presentación que de Tarrida hace Wikipedia –“anarquista cubano de origen español”- tiene, por tanto, los gentilicios invertidos.

viernes, 19 de agosto de 2011

Borges y su mamá




Leo en Babelia del pasado domingo una vieja entrevista de Gay Talese a Jorge Luis Borges en el New York Times. La charla sucede el 31 de enero de 1962 en el hotel Algonquin de Manhattan y me impresionan dos cosas de aquel Borges de 62 años. Un Borges que viajaba con su madre de 85, Leonor Acevedo Suárez, que lo acompañaba a sus conferencias en Yale, Harvard, Columbia y Princeton, donde hablaba sobre William Henry Hudson, el Martín Fierro y Leopoldo Lugones, el poeta modernista argentino, a quien presentaba como el mejor traductor de Homero al español.
Un Borges de mayor olfato político que el que nos historian sus biógrafos y críticos. Era apenas enero del 62, tres años después del triunfo de la Revolución Cubana, y ya Borges observaba que Fidel Castro “estaba afianzado” en el poder. Y, como si quisiera aventurar una explicación del fenómeno, agregaba: “los comunistas son muy listos”. En enero de 1962 muy pocos enemigos o críticos de la Revolución Cubana –y Borges era uno de ellos- pensaba que Fidel Castro se afianzaría en el poder. Por lo visto Borges llegó a comprender mejor que muchos en la derecha de las dos Américas que los vientos de la guerra fría soplaban a favor de Fidel Castro.

miércoles, 17 de agosto de 2011

La censura al desnudo




En las páginas culturales de La Jornada de ayer, dos noticias sobre libros, una encima de la otra. Mientras en el Greenwich Village de Manhattan cada vez más bares se suman al proyecto “Naked Girls Reading”, creado por Michelle L’Amour en Chicago –bellas muchachas desnudas leyendo sonetos de William Shakespeare y pasajes enteros de La importancia de llamarse Ernesto de Oscar Wilde y Casa de muñecas de Henrik Ibsen- en Teherán, el Ministerio de Cultura iraní acaba de anunciar que ordena la censura de Khosrow y Shirin, poema épico persa, escrito por Nezami Ganjavi en el siglo XII, por contener frases como “ir a algún lugar donde podamos estar solos”, “pasear de la mano” o unos “borrachos no dejaron nada de vino”.





martes, 16 de agosto de 2011

Boston, la viuda negra y el surrealismo





He vuelto a recorrer las calles de Boston, los barrios perfectos y marineros de North End y Charlestown, los pequeños edificios rojos de Beacon Hill. Atravesé el Boston Common de norte a sur y de este y oeste, pensando que esta vez no sentiría las mismas ganas de quedarme allí para siempre, sentado en un banco, cerca del Frog Pond o del laguito del Public Garden.
De regreso al Downtown, por una callejuela que sale de Tremont Street, reencontré una librería de libros viejos, muy cerca de donde debió estar la decimonónica de Carl Schoenhof. Recuerdo que la primera vez que entré en esta librería lo que más me impresionó no fueron los volúmenes de los siglos XVIII y XIX, en perfecto estado, sino los ejemplares, casi nuevos, con las páginas pegadas, de cuadernos de poesía de los años 40 y 50, de Wallace Stevens y T. S. Eliot.
Pensé entonces que esos cuadernos tan limpios e intocados relativizaban lo “nuevo” de la librería. Un ejemplar de Eliot o Stevens tan bien cuidado no podía ser “viejo”. Ahora he sentido esa relatividad con mayor fuerza. En los estantes de poesía, que se encuentran a la izquierda de la entrada, no había volúmenes de los años 40 y 50 sino ediciones recientes de Black Widow Press, una editorial bostoniana que se especializa en literatura surrealista.
Lo que más se vende en esa librería de libros viejos de Boston, en este verano del 2011, son volúmenes novísimos como Chanson Dada (2005) de Tristan Tzara, Poems (2006) de André Breton, Capital of Pain (2006) de Paul Éluard, Essential Poems (2008) de Joyce Mansour, The Caveat Onus (2009) de Dave Brinks, Preversities. A Jacques Prevert Sampler (2010) y la novedad de la temporada, The Big Game (2011) de Benjamin Péret.

sábado, 6 de agosto de 2011

Mañach en Middlebury





Paso este verano en la Escuela Española de Middlebury College, entre las verdes montañas de Vermont y el lago Champlain. Los viejos profesores de estos lares recuerdan las estancias de Eugenio Florit y Jorge Mañach en esta institución, de tan grata memoria para los estudios hispánicos. Revisando los boletines de los cursos de verano, de los años 40 y 50, encuentro varios textos de ambos no rescatados en sus obras editadas. En los próximos días reproduciré algunos. Por ahora me limito a recordar una alusión de Mañach a Middlebury, que demuestra la aproximación a la filosofía norteamericana que caracterizó los últimos años de su carrera.

El filósofo y ensayista cubano, Jorge Mañach (1898-1961), fue profesor de la Escuela Española de verano de Middlebury College en cinco ocasiones consecutivas, entre 1947 y 1951, y luego regresó, por última vez, en el verano de 1955. En su historia de las escuelas de verano, "The Middlebury College Foreign Language Schools, 1915-1970. The Story of a Unique Idea" (Middlebury College Press, 1975), Stephen A. Freeman refiere la alegría que le dio recibir a Mañach en su primer curso, en el verano de 1947, ya que el pensador cubano había sido compañero suyo en Harvard, entre 1918 y 1920, donde el autor de "Indagación del choteo" (1928) realizó sus estudios universitarios básicos. Luego de graduarse en Harvard y de una breve estancia en París, Mañach cursó la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana y el doctorado en Filosofía y Letras en la misma institución.


Es probable que Mañach haya llegado a Middlebury recomendado por cualquiera de los intelectuales republicanos españoles que asistían a los cursos de verano desde fines de los 30, como Pedro Salinas, Juan Marichal, Luis Cernuda o Jorge Guillén -estos dos últimos, en la foto- quienes eran sus amigos, o por el poeta cubano Eugenio Florit -también en la foto-, profesor del Barnard College de la Universidad de Columbia. El propio Mañach había enseñado varios semestres en esta última institución, durante sus exilios de la dictadura de Gerardo Machado y de la primera dictadura de Fulgencio Batista, que habían decidido su distanciamiento de la política profesional, la cual ejerció como Ministro de Educación y de Estado, como constituyente en 1940 y como senador de la República.


Los temas de los cursos enseñados por Mañach en Middlebury, durante aquellos seis veranos, revelan tanto el amplio registro de intereses de este intelectual caribeño como la propia evolución de su autoría. Poesía gauchesca y filosofía norteamericana, la generación del 98 y el modernismo hispanoamericano, José Martí y Miguel de Cervantes fueron algunos de los asuntos que desarrolló Mañach durante sus estancias en Vermont. No es difícil identificar dichos intereses en los libros que Mañach escribió por aquellos años: "Filosofía del quijotismo" (1950), "Para una filosofía de la vida" (1951), "El espíritu de Martí" (1952), "El pensamiento de Dewey y su sentido americano" (1953). No son muchas las alusiones a Middlebury que dejó escritas Mañach pero hay una, por lo menos, que refleja con bastante nitidez el valor que otorgó a dichas estancias veraniegas.


Una de las obsesiones de Mañach, a lo largo de toda su carrera intelectual, fue el diálogo entre la cultura hispanoamericana y la cultura norteamericana. Luego de un periodo ligeramente arielista, que puede detectarse en ensayos como "La crisis de la alta cultura en Cuba" (1924), "Indagación del choteo" (1928), la biografía "Martí, el apóstol" (1934) e, incluso, las prosas de "Historia y estilo" (1944) y "Pasado vigente" (1946), Mañach se internó en una ardua reflexión sobre las posibilidades de comunicación entre las tradiciones intelectuales hispánicas y anglosajonas. Resultado de esa deriva arqueológica fueron sus lecturas de los pensadores norteamericanos de fines del siglo XIX (Thoreau, Emerson, Alcott…), que había admirado José Martí y que tanto influyeron en el republicanismo de este, y de los filósofos pragmáticos de las primeras décadas del siglo XX: Charles Peirce, William James y, sobre todo, John Dewey.


A la obra del último filósofo de aquel linaje, John Dewey (1859-1952), dedicó Mañach el ensayo "El pensamiento de Dewey y su sentido americano", que se editó poco después de la muerte del pensador norteamericano, en La Habana, por la editorial de la UNESCO. En los años siguientes Mañach hizo algunos ajustes a su estudio, que se publicaría en forma definitiva por la editorial Taurus, en Madrid, en 1959, bajo el título de "Dewey y el pensamiento americano". La tesis central del escrito de Mañach era que el pragmatismo y el instrumentalismo no debían verse como corrientes contrarias al espiritualismo hispánico, ya que las mismas poseían un trasfondo moral y pedagógico, que aunque de inspiración puritana, entraban en diálogo con la tradición católica española. La defensa deweyana de la educación y de la democracia, como medios reproductores de la libertad humana, según Mañach, tenía desconocidos antecedentes en la obra de filósofos cubanos del siglo XIX como Félix Varela, José de la Luz y Caballero y Enrique José Varona, quienes, a su vez, se inscribían en las corrientes más reconocibles del pensamiento peninsular e hispanoamericano de aquella centuria.


Mañach tenía muy presente en su ensayo que John Dewey había nacido en Burlington, Vermont. Las dos fuentes de la filosofía del autor de "Experience and Nature" (1925) eran el puritanismo y el pionerismo, la ética protestante y el espíritu de frontera. Ambos, a su juicio, eran todavía reconocibles en el Middlebury de mediados del siglo XX, cuando la Escuela Española de Verano se llenaba de profesores peninsulares e hispanoamericanos. Mañach comenzaba su ensayo con una evocación de Middlebury College y llegaba a fabular con la posibilidad de haber visto al anciano Dewey, sentado en una banca de Burlington, fumando su pipa. Sirvan estas primeras páginas de "Dewey y el pensamiento americano" (1959), para constatar la importancia que los cursos de verano de la Escuela Española tuvieron para el ensayista cubano.




martes, 2 de agosto de 2011

Morir con Lichi


La muerte de Lichi, como llamamos sus amigos al escritor cubano Eliseo Alberto de Diego y García Marruz (La Habana, 1951-México D.F., 2011), produce un dolor seco y sordo. Un dolor que no cesa ni amaina, que parece instalarse para siempre en nuestro interior. Un dolor que nos cambia, que nos regresa distintos al mundo, luego de una terrible sacudida. Nadie que haya sido amigo de Lichi -y somos muchos los que nos dejamos tocar por la magia de su nobleza y su ingenio- será el mismo después del domingo 31 de julio de 2011.

Escribir sobre la persona o la obra de Eliseo Alberto ha tenido para mí la dificultad de no poder deslindar el afecto y la admiración. La admiración que sentí por su persona y por su obra fue, de hecho, el origen de una amistad que el exilio convirtió en hermandad. Quería a Lichi porque lo admiraba, porque era uno de esos escritores que, para conocerlo verdaderamente, no basta con leerlo. A Lichi había que leerlo, pero también escucharlo y observarlo, verlo respirar, reír o llorar. Sus novelas y sus crónicas comenzaban o terminaban fuera de las páginas, en una conversación, una mirada o un silencio.

A pesar de que mis juicios sobre su obra han tenido siempre un acento afectivo, puedo ubicar racionalmente dónde reside mi admiración por el autor de Informe contra mí mismo. Podría decirse, incluso, que la literatura, a pesar de lo central que fue en nuestra amistad, no era la fuente de esa admiración. Lo que admiré en Lichi fue la honestidad emocional, esa voluntad de ser leal a sus emociones, de darles salida con tanto humor y bondad, con tanta inteligencia y ternura.

Sólo alguien leal a sus emociones puede escribir libros como las memorias Informe contra mí mismo o las crónicas de Dos cubalibres y La vida alcanza o las novelas La eternidad por fin comienza un lunes, Caracol Beach, La fábula de José, Esther en alguna parte o El retablo del Conde Eros. En la memoria, en la crónica o en la ficción, había un trasfondo espiritual que tomaba forma en la escritura por medio de la fidelidad a las pasiones. Una lealtad, con frecuencia agónica, que lograba hacerse visible luego de un forcejeo con demonios y fantasmas.

Es esa honestidad sentimental la que hizo del hijo de Eliseo Diego uno de los escritores más representativos de la nueva diáspora cubana. Lichi fue, junto con Jesús Díaz y Raúl Rivero, una de las voces más reconocibles de un tipo de crítica al sistema político de la isla, escrita desde la ausencia de rencor y revanchismo. Una crítica en la que la condición del exilio no se erigía en lugar de superioridad ideológica o pureza moral, sino en espacio de respetuosa discordancia.

Recuerdo los dos últimos años de Lichi, desde que le fue diagnosticada su crónica insuficiencia renal, en el verano de 2009, y el trasplante del pasado 18 de julio de 2011, y me percato de un aspecto de su personalidad, poco visible desde lejos: esa honestidad tenía un fuerte componente de valentía. Lichi, que se decía cobarde y que fue tan malcriado e irresponsable con su salud, enfrentó la enfermedad con un coraje que sólo se da en quienes tienen sus emociones a buen recaudo.

Luego de un breve periodo de melancolía, que como en su padre era atributo de su naturaleza, recuperó el ánimo y se puso a escribir su novela inconclusa. Se trata de una ficción que atravesaba las biografías de tres deportistas cubanos de las primeras décadas del siglo XX: el ajedrecista José Raúl Capablanca, el esgrimista Ramón Fonst y el boxeador Kid Chocolate. Lo que más le atraía de los tres personajes era la mezcla de arrojo, elegancia y tragedia. Tres tristes valientes, tres enamorados de la belleza y de la muerte.

No puedo dejar de asociar con esa valentía la resolución con que decidió someterse a un delicadísimo trasplante. Tampoco puedo dejar de advertir en esa fuerza de última hora lo que este maravilloso pecador logró preservar de la fe católica que le enseñaron sus padres. Él también, a su manera, creyó en el Dios hogareño y afectuoso de la calzada de Jesús del Monte. A Lichi no le gustaban las despedidas -"bueno, adió", decía cuando una conversación telefónica empezaba a aburrirlo- y se fue sin despedirse. Se fue con ganas de vivir, con la ilusión de una nueva novela y una nueva vida. Así será más fácil recordarlo.