Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 31 de agosto de 2015

Lino Novás Calvo en Revista de Occidente

No fue Jorge Mañach o cualquiera de los muchos seguidores habaneros de José Ortega y Gasset la principal conexión cubana con Revista de Occidente, tal vez, la más importante publicación intelectual iberoamericana de la primera mitad del siglo XX. Quien colocó a Cuba en esa revista, aunque fuera de manera lateral, fue el novelista, cuentista y traductor Lino Novás Calvo, escritor gallego nacido en A Coruña, quien llegó de niño a vivir a la isla, con sus padres, en 1912. Como es sabido, Novás Calvo fue enviado como corresponsal del semanario Orbe del Diario de la Marina, a Madrid, en el verano de 1931, justo cuando se estrenaba el primer gobierno de la Segunda República española, encabezado por Manuel Azaña.
En los años siguientes, este escritor gallego, hecho en Cuba, acabará involucrándose fuertemente en la experiencia republicana y en la Guerra Civil que estalló en 1936. Durante esos cinco años que van de 1931 y 1936, cuando se suspende la publicación, Novás Calvo logrará cerca de 20 colaboraciones, entre traducciones, cuentos y reportajes, en la revista fundada por José Ortega y Gasset en 1923. Son conocidos, sobre todo, sus tres cuentos "La luna de los ñáñigos", retitulado luego como "La luna nona", que daría nombre a su primer volumen de relatos en 1942, "Aquella noche salieron los muertos", incluido en el mismo libro, y "En el cayo", que con el título "El otro cayo" fue incluido en su segundo libro de cuentos, Cayo Canas (1946).
Pero no fueron esas las únicas colaboraciones de Novás Calvo en Revista de Occidente, una publicación dirigida por un filósofo, que siempre publicó más ensayo que literatura. En la revista de Ortega y Gasset, Novás escribió un tipo de reportaje geográfico e histórico, que exponía una parte sustancial de su trabajo investigativo como narrador, puesto a prueba en la novela El negrero (1933). Además de notas sobre Hemingway y Faulkner o traducciones de Aldous Huxley, Novás Calvo publicó en Revista de Occidente crónicas como "Las espuelas del general Nogales", sobre el excéntrico general venezolano Rafael de Nogales Méndez que, formado en las guerras civiles suramericanas, acabó peleando bajo las órdenes del imperio otomano en la Primera Guerra Mundial y luego vinculado con los anarquistas de los hermanos Flores Magón en California y con la revolución de Augusto César Sandino en Nicaragua.
Otra nota, "Donde el Oriente se encuentra con Occidente", sobre Singapur, sostenía que algunas islas Pacífico evidenciaban un tipo de encuentro entre las civilizaciones del Oeste y el Este diferente al que había tenido lugar en América o en el Sur de España. Un tipo de encuentro "de lado", no "de tope", que restituía el verdadero sentido de una frontera cultural, en apasionada réplica de Rudyard Kipling. Otra colaboración por el estilo fue "Filipinas en vísperas", a propósito del volumen Filipinas, orgullo de España. Un viaje por las islas de la Malasia (1934), publicado tras la misión en Manila del geógrafo español Julio Palacios y el poeta Gerardo Diego. Novás Calvo reinvidicaba el mestizaje, como una marca de la colonización hispánica, y cuestionaba el intervencionismo de Estados Unidos en las Antillas y el Pacífico.
En otras notas como "El Olonés, hermano de la costa" o "A remo y vela" emergía toda la cultura marina de Novás Calvo, aunque con un énfasis anticolonial y antiesclavista, que lo mismo exploraba las aventuras filibusteras de Francois l'Olonnais que biografiaba al marino holandés Hendrik van Loon. Las Antillas, el Caribe y, específicamente, Cuba, aparecían y reaparecían en las notas de Novás Calvo para Revista de Occidente si bien el escritor gallego pudo dedicar expresamente a la isla un artículo, titulado "Los ánimos literarios en Cuba", rememoración exhaustiva de las vanguardias culturales cubanas de los años 20, hasta la desaparición de la Revista de Avance. Hoy por hoy, ese artículo de Novás Calvo, en 1933, sigue siendo una síntesis de aquella década más completa que algunas monografías sobre el tema publicadas en los últimos años.
¿Cómo llegó Novás Calvo al círculo ortegueano? Algunos estudios como el de Enriqueta Morillas son útiles pero nos dicen poco sobre el acceso del escritor gallego-cubano a la revista. En la más reciente y muy completa biografía de Ortega y Gasset de Jordi Gracia no se le menciona. ¿Por dónde llegó Novás Calvo a Revista de Occidente? Es difícil imaginar que llegara por los filósofos, tipo Xavier Zubiri, o, incluso, por los discípulos filosóficos de Ortega, tipo María Zambrano o Fernando Vela. Más probable es que el vínculo llegara por críticos o historiadores como Antonio Marichalar o por poetas, narradores y editores, bien ubicados en las redes intelectuales republicanas, como Manuel Altolaguirre o Francisco Ayala que, tras la caída de la República, marcharían al exilio.
En una carta a José Antonio Portuondo, de 1931, recogida por Cira Romero, Novás Calvo ofrece una pista. Cuenta que ha visitado la redacción de Revista de Occidente y que mientras Marichalar y Ayala lo reciben con simpatía, advierte frialdad en los "monaguillos que rodean a Ortega". En todo caso, Lino Novás Calvo debe haber sido uno de los escritores, no filósofo ni historiador, con mayores colaboraciones en Revista de Occidente en los últimos cinco años de vida de aquella importante publicación mensual, en su primera época. Hay ahí un material para antologar y estudiar, entre otras cosas, por la fuerte conexión americana que establece en el centro de las redes intelectuales españolas.

martes, 25 de agosto de 2015

María Zambrano sobre el comunismo y el liberalismo

En su brillante y poco leído ensayo, Horizonte del liberalismo (1930), una veinteañera María Zambrano dice del comunismo:

"Es el caso del comunismo ruso actual. Partiendo de una teoría de la historia, crea una economía, una moral, un arte, es decir, una cultura. Es una política inspirada en la vida; en la que la vida predomina y aun aplasta al individuo. Es querer fundar una nueva vida, sí, pero una vida concebida por un cerebro humano, una vida racional, racionalizada. Lejos de ser entrega a lo espontáneo, a lo natural, es afán de dominio sobre ello. Hasta en esto coincide con la religión. Hay horror a lo imprevisto. Se persigue toda posible espontaneidad -heterodoxia- hasta el detalle, hasta la obsesión. El comunismo ruso ama tanto la vida que, en ansia erótica, quiere apoderase de ella y detenerla".

Pero como a su maestro José Ortega y Gasset, en La rebelión de las masas (1927), le parecía que el ascenso del comunismo y del fascismo, en la Europa de entreguerras, se debía, en buena medida, a la incapacidad del liberalismo para reinventarse:

"A que hayan pertenecido a este tipo (intelectuales de café o inactivos, gentes sin vida, si pasión, políticos de invernadero...) la mayoría de nuestros queridos liberales, debemos el encontrarnos, en el primer tercio del siglo XX, cuando teóricamente se cree por algunos superado el liberalismo, con el vacío efectivo de una verdadera y honda revolución liberal. Y hoy tendremos que ser nosotros, los que quizá hemos nacido bajo el signo de su superación, los que hayamos de crearla (la revolución liberal), lo cual nos depara una confusa situación, por ser inadecuado lo que traemos en nosotros con la labor que fuera se precisa realizar. Ello envuelve el serio peligro de que nuestra generación se pierda en lo político".


miércoles, 19 de agosto de 2015

María Zambrano y la izquierda liberal

Comienzo a leer por estos días los artículos juveniles de María Zambrano, reunidos en el tomo quinto de las Obras completas editadas por Galaxia Gutenberg, y que aparecieron en publicaciones de la Segunda República como Nueva España, Hoja Literaria, Cruz y raya, El mono azul y Hora de España, y descubro los orígenes del liberalismo político de la filósofa española. Todos esos artículos sobre las juventudes universitarias, la función política de la educación superior o la necesidad de un "renacimiento litúrgico" para que la religión católica pueda sumarse a la "revolución civil", concepto que usa Zambrano con mucha familiaridad, son el cajón de sastre de su primer gran ensayo, el injustamente olvidado Horizonte del liberalismo (1930), donde las ideas centrales de su obra de madurez, Persona y democracia (1958), ya estaban insinuadas.
Sorprenden en esos artículos políticos la vecindad que Zambrano, desde su liberalismo y su cristianismo, llegó a vivir con anarquistas, socialistas e, incluso, comunistas. En Hora de España, especialmente, compartió páginas con Juan Marinello, Octavio Paz y Lino Novás Calvo, demandó una vuelta al "realismo social" de Benito Pérez Galdós y escribió un elogio sobre la poética "materialista" de Pablo Neruda. Luego de leer esos textos juveniles se entienden mejor sus dudas sobre la profesión filosófica, confesadas en sus memorias Delirio y destino (1989), escritas a principios de los 50 en La Habana. Dudas que, en realidad, comenzaron muy temprano, tal vez desde su primer ensayo en Revista de Occidente, "Hacia un saber del alma" (1934).
Con esos textos a la mano no resulta extraño tampoco que en su breve paso por La Habana, en 1936, con su esposo Alfonso Rodríguez Aldave, camino a Chile, cuando un grupo de jóvenes invita a la pareja a comer en la Bodeguita del Medio, Zambrano identifique a un "joven, inédito y de izquierda" José Lezama Lima, que se había leído sus nueve colaboraciones en la Revista de Occidente, aunque en su mayoría fueran breves reseñas de libros de filosofía. Todo aquello era entonces "izquierda", Cruz y raya de José Bergamín y también Revista de Occidente de José Ortega y Gasset. Y aquella izquierda era republicana y liberal, como se encargaría de reafirmar la propia Zambrano cuando se negó a adoptar el "dogma de la educación socialista", en el México cardenista, asignada por la Casa de España como profesora de filosofía en la Universidad de Morelia, Michoacán.

domingo, 9 de agosto de 2015

Aguilera, narrador

Los dos últimos libros del escritor cubano Carlos A. Aguilera (La Habana, 1970)  respetan y, a la vez, violan una regla no escrita del grupo Diáspora(s), que lanzó el samizdat habanero del mismo nombre a fines de los 90. Aquellos escritores parecían decir no a la novela y entregarse al rol del "narrador", pensado por Walter Benjamin no como una categoría integradora de todas las ficciones sino como arquetipo contrapuesto al del novelista. El narrador, según Benjamin, era un escritor de relatos que se resistían a la formas genéricas del cuento o de la novela. Y no precisamente por la mayor o menor extensión del texto.
Varios de ellos y, especialmente, los dos principales editores de la publicación, Rolando Sánchez Mejías y el propio Aguilera, se han movido en las últimas décadas entre la poesía y un tipo de relato  -Historias de Olmo del primero o Teoría del alma china del segundo- que cabría dentro de la conceptualización benjaminiana de lo narrativo. Aguilera, sin embargo, ha publicado en el último año una novela y una nouvelle, que se abren más claramente a la encrucijada que el mercado del libro impone a escritores que han apostado, centralmente, por la escritura antes que por la institución-literatura.
Aguilera ha vivido la última década peregrinando entre diversas ciudades centroeuropeas: Bonn, Dresde, Frankfurt, Graz, Hannover y, finalmente, Praga, donde reside actualmente. Esa experiencia se ha filtrado en su narrativa por medio de la novela El imperio Oblómov (2014), perfecta parodia de la tradición de la saga familiar en la literatura de esa región fronteriza, donde comienza el Este o donde acaba el Oeste. Un tradición que lo mismo puede reclamar para sí la última novela de Fiódor Dostoyevski, Los hermanos Karamásov, o la primera de Thomas Mann, Los Buddenbrook, y que, de tanta afirmación predecible, ha acabado en caricaturas como Sunshine (1999), el film genealógico de István Szabó.
La parodia de Aguilera, en la que una estirpe de Oblómov -el personaje de Iván Goncharov que se convertiría en tipificación del tedio y la abulia en la cultura rusa del XIX- se reproduce a lo largo de varias generaciones por medio de variantes seriales de un mismo sujeto (Oblómov el Grande, Oblómov el Tuerto, Oblómov el Mudo, Oblómov el Piadoso, Oblómov Satanás, Gran Oblomovina, Mamushka Oblomovina, Oblomovina la Contenta...), es un pretexto para narrar los imperios, las guerras, las dictaduras, los exilios y los racismos en el Este de Europa. Una historia de muertes, en la que la genealogía Oblómov abre paréntesis a otras tramas de sangre, como la de los Uliánov en Rusia, que resume, a su vez, la experiencia de la Revolución Rusa, leída por Aguilera en la obra del historiador londinense E. H. Carr.
La clave de El imperio Oblómov no está en la trama de la novela sino en la extrañeza de un narrador que se ubica desde las primeras líneas fuera del territorio de la ficción. Un narrador que "odia el Este y todo lo que simboliza el Este". Ese narrador, que aborrece la sobrevida del pasado en la memoria, es el mismo que cuenta en primera persona la trama del relato Clausewitz y yo (2015). La historia de un parricida, que con una Remignton revienta el cráneo a su padre alcohólico y patán. Un relato sádico que, por momentos, recuerda a Kafka o a Palacio, el ecuatoriano de Un hombre muerto a puntapiés (1927), que describe el parricidio como una de las bellas artes.
La experiencia centroeuropea vuelve a asomar la cabeza en esta nouvelle de Aguilera. Toda la mentalidad opresiva del padre ejecutado estaba codificada por un puñado de referencias al tratado Sobre la guerra de Karl von Clausewitz. El padre es aquí la alegoría cabal de un autoritarismo, cifrado en la Prusia del siglo XIX, que hace del mal gusto la estética oficial del despotismo y que convierte la cría e ingesta de conejos en una versión familiar de la economía de Estado. Europa central funciona, en la narrativa de Carlos A. Aguilera, como una suerte de gran archivo del totalitarismo, del que es posible derivar cualquier representación literaria del terror.

viernes, 7 de agosto de 2015

Montaigne en la playa

Antoine Compagnon, profesor de Columbia y autor de ese ensayo ejemplar titulado Los antimodernos, vuelve a escribir sobre Michel de Montaigne, padre del ensayo moderno, en buena medida, por haber sido un pensador "antimoderno". No escribe, esta vez, Compagnon como el profesor que es, no se interesa por la "alegoría" o cualquier otra puerta conceptual a los Ensayos. Escribe como comentarista, como vacacionista que glosa a un autor entrañable.
Un verano con Montaigne (2015) repite el gesto de Jean Lacouture en su Montaigne a caballo (2007) de devolver al escritor a su cuerpo y, en especial, a la historia de su cuerpo. A sus cólicos, sus largas cabalgatas, sus miedos y fiebres. Pero a Compagnon le interesan más puntualmente las marcas que esos llamados del cuerpo dejan en la escritura. El resultado es un Montaigne enfermo, que se cae del caballo con frecuencia, que pierde dientes, que depende del olfato como de ningún otro sentido y que aborrece a los médicos.
Lo que ha hecho Compagnon, bajo la luminosidad de la playa, es leer el cuerpo de Montaigne que se oculta bajo la escritura de los Ensayos. Un ejercicio de transparencia radical, en el que la lectura es develación de noticias y datos, expedientes y diagnósticos, como si se tratase de un discurso clínico cubierto por una espesa capa moral. El Montaigne antimoderno que sigue interesando a Compagnon, que duda del progreso y augura que el contacto de la civilización occidental con América pervertirá al Nuevo Mundo, es un caballero que escoge bien la camisa que se pone, que estudia a los hermafroditas, que caza y galantea.
En resumidas cuentas, lo que ha intentado Compagnon es presentarnos al antimoderno Montaigne como un contemporáneo suyo. No una sino varias veces detectamos a Compagnon retratándose a sí mismo a través de su semblanza de Montaigne. Lo mismo cuando relativiza la positividad de la memoria que cuando vindica el poder epistémico y moral de la verdad. Pero sobre todo cuando lee a Montaigne colocado en las antípodas de Maquiavelo, que piensa que el éxito político del letrado está en presentarse como lo que es y no como eminencia gris o poder espiritual detrás del trono.
El letrado que, como Montaigne o Maquiavelo, entra en lides diplomáticas o políticas, según Compagnon, tiene más posibilidades de triunfar si actúa más como el primero que como el segundo. Es decir, si no aspira al rol de consejero del príncipe o a cualquier modalidad del compromiso y se atiene al lugar de la cultura o el saber como territorios de intervención en la diplomacia o la política. Presentarse como lo que es y seguir la "vía abierta", en vez de la "vía encubierta" de Maquiavelo, es, según Montaigne y según Compagnon, la opción más feliz y, también, la más eficaz.

domingo, 2 de agosto de 2015

Léon Bloy y la crítica como panfleto

En medios iberoamericanos se lee con frecuencia el lamento de que ya no se escribe crítica literaria profesional en periódicos, revistas o suplementos culturales. Quienes lamentan tienen razón, pero la crítica literaria que echan en falta suele ser de muy distinta naturaleza. Hay quienes añoran la crítica literaria de estilo ponderado y grave de Dámaso Alonso o Alfonso Reyes y hay quienes se identifican con el arquetipo del crítico "impune", de que ha hablado Christopher Domínguez Michael, a la manera de ciertos momentos de Jorge Cuesta o, más claramente, de Virgilio Piñera. Pero existen también quienes asocian la crítica literaria con el panfleto, no con el panfleto religioso, moral o político, sino con el panfleto estrictamente literario.
En Iberoamérica se escribió mucho panfleto sobre masonería, catolicismo o temas coyunturales de la política entre fines del siglo XVIII y mediados del siglo XIX. En buena medida, el modelo de aquellos panfletistas religiosos, morales o políticos fue el francés Paul-Louis Courier (1772-1825), autor de decenas de libelos, cartas abiertas, peticiones y pasquines sobre todo tema público, que él mismo llamaba "venenos impresos". A fines de la centuria, otro escritor francés, Léon Bloy  (1846-1917), llevaría el género cabalmente a la crítica literaria. Católico converso y fervoroso, admirador de Napoleón y de Pío IX y partidario de la canonización de Cristóbal Colón, Bloy escribió una crítica literaria dirigida contra las autoridades de la literatura francesa de su tiempo.
Recientemente la editorial Berenice, en España, ha rescatado en traducción de Teresa Lanero, una parte de la crítica literaria de Bloy, sobre todo, en los años 1880. Se trata de las colaboraciones del escritor católico para la revista Le Chat Noir, editada en un cabaret parisino del mismo nombre, donde se reunía un grupo de escritores de poco reconocimiento, nucleados en torno al poeta Émile Goudeau, que antes había integrado el efímero club de Les Hydropathes. Aquellas críticas literarias de Bloy fueron reunidas en un volumen titulado Propos d'un entrepreneur de démolitions (1884), que ahora se traduce al español como De un experto en demoliciones.
El blanco de las demoliciones de Bloy fueron, como decíamos, las celebridades literarias de la Francia de la Tercera República, vivas o muertas: desde los liberales antibonapartistas Benjamin Constant y Madame Staël, reivindicados tras la caída del Segundo Imperio, hasta los grandes novelistas románticos y naturalistas y los poetas parnasianos y simbolistas. Staël, según Bloy, era la "gran Sibila del entusiasmo" y Constant, ese "Trissotin (por el personaje avaro y pedante de Mollière) del jacobinismo atemperado". Entre los pensadores de su tiempo, casi todo el odio de Bloy se concentraba en Ernest Renan: "rostro lampiño, nariz vitelina enrojecida y picada con pequeños sabañones que parecían mezcla entre las yemas de la flor del melocotonero y las pústulas bermellón del lloriqueo crónico..., su papada gorda y suculenta es la de un eclesiástico que lleva tiempo acomodado a las delicadezas de este mundo carnal..., su oreja estirada de doctor viejo y saduceo poseído por el espíritu de la disputa y medio sordo".
Según Bloy, los poetas y narradores de la generación anterior (Lamartine, Hugo, Balzac, De Vigny, Stendhal, Baudelaire, Musset...) tenían muy poco que decir a la Francia finisecular. Entre los novelistas milagrosamente se salvaba Flaubert y los naturalistas, al estilo de Zola y Maupassant, eran los "parásitos de nuestro virus nacional", que sólo estaban ahí para saciar al "insalubre burgués que los adora". Zola, especialmente, es, según Bloy, el "mas afecto y vanidoso de los novelistas que se ha pasado quince años pavoneándose y estafando sobre una tarima de estrepitosa publicidad". Simbolistas o parnasianos, Baudelaire o Banville, Leconte de Lisle o José María de Heredia son "rumiantes del Parnaso", adoradores de una aristocracia venida a menos.
Entre los poetas Bloy se ensaña con Catulle Mendès, al que, en evidente antisemitismo, llama "Abraham" y "horrible judío que necesita una piel nueva que sustituya la suya, que comienza a estar demasiado usada". Mendès, al decir de Bloy, resulta "tan bizantino que podría representar él solo toda la decadencia". Entre los críticos, naturalmente, la "masacre" se dirige contra Sainte-Beuve y su discípulo Louis Veuillot. Ambos son ese "caracol sin clarividencia que deja tras de sí una baba de treinta volúmenes antes de extraer una serie de frivolidades inauditas de su pensamiento para regresar a la pavorosa nulidad de sus orígenes".
Pero las masacres y demoliciones de Bloy tienen límites precisos, que son, en resumidas cuentas, sus amigos y patrocinadores. Émile Goudeau, Rodolphe Salis y Maurice Rollinat, tres nombres hoy menos recordados que cualquiera de los anteriores, son referidos como genios. Y entre todos sus amigos, desde luego, el ídolo de Bloy, Barbey d'Aurevilly, monarquista y jansenista, enemigo de la Tercera República, será tratado como príncipe secreto o no reconocido del Parnaso. En una supuesta reseña de Lo que no muere, luego de exaltar Las diabólicas y otras obras de Barbey d'Aurevilly como "frescos morales del horror más obsesivo, que no pretenden ser más que la historia del Pecado y que cuentan esa historia de una manera poderosa", Bloy se disculpa de no tener necesidad de comentar la obra de marras: "después de esta afirmación, sin duda entenderán que me niegue a realizar cualquier análisis o examen estricto de Lo que no muere". Si se ha dicho que su autor es un genio, qué más decir.
Grandes admiradores de Léon Bloy en Hispanoamérica como Rubén Darío y Jorge Luis Borges se percataron de esas arbitrariedades y, en el fondo, aunque disfrutaron su estilo no lo colocaron en el lugar de eso que Domínguez Michael, pensando en Leopoldo Alas (Clarín), llama "la crítica impune". Según Darío, en Los raros, Bloy fue un "sagitario del moderno bajo imperio social e intelectual", que midió a "grandes, medianos y pequeños con el mismo rasero". Borges dirá que había en la prosa de Bloy un tono de "profeta demoniaco" o de miembro de secta esotérica, a pesar de su tradicionalismo católico. El encumbramiento literario de sus amigos y empleadores, contra las autoridades literarias de Francia, respondía a esos modos sectarios, tan comunes en el panfletismo de todos los tiempos.