La última esposa de Henri Cartier-Bresson fue la también fotógrafa belga Martine Franck, quien fuera discípula y colega suya en la agencia Magnum. En sus últimos años, cuando Cartier-Bresson dejó la fotografía y regresó a la pintura, que había sido su primera vocación, Franck le hizo algunos retratos que hoy se cuentan como piezas arquetípicas del género. El retratista de Borges y Camus, Matisse y Sontag, Picasso y Sartre, Capote y Miller, era finalmente retratado.
Cartier-Bresson no dejó tantos retratos de Martine Franck como ésta de su esposo. En los 60, sin embargo, mientras Franck retrataba a Sophia Loren o a Michel Foucault, fue captada por Cartier-Bresson con las piernas cruzadas, aunque en una postura de cierta dificultad, en el apartamento de ambos en París. Con frecuencia a esta foto se le llama "Las piernas de Martine Franck", pero el título correcto de la foto es "Martine Franck, París, Francia, 1967", por lo que la idea de Cartier-Bresson era hacer un retrato de la fotógrafa.
Un retrato como sinécdoque, en el que las piernas hablan por el todo o en el que el cuerpo entero e, incluso, el rostro de la artista, no se ocultan, sino que se defieren del escorzo que tienden piernas sobre el sofá. Aunque la postura, como decíamos, no es cómoda, el retrato trasmite sosiego, relajación y hasta placidez. No es difícil imaginar que el brazo derecho de Martine Franck, acodado sobre el muslo, termine en un cigarro entre los dedos o que la mirada de la fotógrafa, ahora modelo, recorra serenamente las páginas del libro que lee.
Libros del crepúsculo
viernes, 22 de mayo de 2015
miércoles, 20 de mayo de 2015
Marías, la ficción y el cine
Cuando comencé a leer la última novela de Javier Marías, Así empieza lo malo (2014), y llegué a la escena en que el joven De Vere, encaramado en un árbol, observa el encuentro sexual entre la mujer de su jefe, Beatriz Noguera, y el médico ex franquista Jorge Van Vechten, al fondo de un convento madrileño, hice la conexión tan predecible como equívoca con El mirón o La celosía de Alain Robbe-Grillet. Nada tiene que ver la prosa de Marías, tan introspectiva y psicológica, con aquellos relatos objetivos o físicos del nouveau roman francés, que viajaron cómodamente al cine.
Por esa prosa, la relación de un novelista como Marías con el cine sería más bien tensa o no tan cómplice como la de Robbe Grillet, que escribió novelas y dirigió películas. Sin embargo, esta última novela de Javier Marías es cinematográfica en varios sentidos. Uno de los personajes centrales es un productor y director de cine, Eduardo Muriel, amigo de los actores Jack Palance y Herbert Lom y también del productor Harry Alan Towers. Como ha observado el crítico Diego Soto, Muriel es un homenaje al tío de Marías, Jesús (Jess) Franco, fallecido en 2013.
Eduardo Muriel habla con familiaridad de actores como Errol Flyn, Basil Rathbone, David Niven y Robert Taylor y de directores como John Ford, Raoul Walsh y Nicholas Ray. Su cine es, fundamentalmente, el americano y, en menor medida, el británico, no el francés, de antes o después de la nueva ola. Pero, además, el homenaje de Marías al cine, en esta novela, produce algunas modalidades estilísticas como el trabajo casi fílmico de varias escenas. En una prosa como la de Marías, donde son constantes y extensos los monólogos interiores y las especulaciones del yo, las escenas pierden, con frecuencia, intensidad dramática.
Pero en Así empieza lo malo, además del pasaje ya citado, en que De Vere mira la fría cópula al fondo de un convento, la escena de su propio encuentro con la esposa de Muriel, mirado, a su vez, por la hija de ésta -que luego se convertirá en su esposa-, y el suicidio de Beatriz Noguera, estrellándose en una moto contra un árbol, fueron escritas siguiendo las técnicas del guión cinematográfico. Tengo entendido que la única novela de Javier Marías llevada al cine fue Todas las almas, en la que se basó el film El último viaje de Robert Rylands, dirigido por Gracia Querejeta, que no gustó al novelista. Con Así empieza lo malo habría una segunda oportunidad.
Por esa prosa, la relación de un novelista como Marías con el cine sería más bien tensa o no tan cómplice como la de Robbe Grillet, que escribió novelas y dirigió películas. Sin embargo, esta última novela de Javier Marías es cinematográfica en varios sentidos. Uno de los personajes centrales es un productor y director de cine, Eduardo Muriel, amigo de los actores Jack Palance y Herbert Lom y también del productor Harry Alan Towers. Como ha observado el crítico Diego Soto, Muriel es un homenaje al tío de Marías, Jesús (Jess) Franco, fallecido en 2013.
Eduardo Muriel habla con familiaridad de actores como Errol Flyn, Basil Rathbone, David Niven y Robert Taylor y de directores como John Ford, Raoul Walsh y Nicholas Ray. Su cine es, fundamentalmente, el americano y, en menor medida, el británico, no el francés, de antes o después de la nueva ola. Pero, además, el homenaje de Marías al cine, en esta novela, produce algunas modalidades estilísticas como el trabajo casi fílmico de varias escenas. En una prosa como la de Marías, donde son constantes y extensos los monólogos interiores y las especulaciones del yo, las escenas pierden, con frecuencia, intensidad dramática.
Pero en Así empieza lo malo, además del pasaje ya citado, en que De Vere mira la fría cópula al fondo de un convento, la escena de su propio encuentro con la esposa de Muriel, mirado, a su vez, por la hija de ésta -que luego se convertirá en su esposa-, y el suicidio de Beatriz Noguera, estrellándose en una moto contra un árbol, fueron escritas siguiendo las técnicas del guión cinematográfico. Tengo entendido que la única novela de Javier Marías llevada al cine fue Todas las almas, en la que se basó el film El último viaje de Robert Rylands, dirigido por Gracia Querejeta, que no gustó al novelista. Con Así empieza lo malo habría una segunda oportunidad.
domingo, 17 de mayo de 2015
Otro elogio de la sombra
La gran retrospectiva de Henri Cartier-Bresson (1908-2004) en el Palacio de Bellas Artes, de la ciudad de México, hace énfasis en la complementariedad entre arte fotográfico y reportaje gráfico en la obra de este importante fotógrafo francés. El espectador sigue, entre las salas, la biografía de una mirada, a lo largo de los grandes hitos del siglo XX: las revoluciones rusa, mexicana y cubana, la República y la guerra civil españolas, la Segunda Guerra Mundial, la descolonización de Asia y África, la vida cotidiana en Europa del Este, la China de Mao y la Indonesia de Sukarno, la cultura material en Occidente y en Europa del Este, los dos Berlines y el Nueva York de los 60, Truman Capote y Jean Paul Sartre, Henri Matisse y Martine Franck.
Hay algunas constantes en ese itinerario de perpetuo desplazamiento: los niños, los escorzos de los cuerpos sobre la hierba, la mirada en lontananza de algunas mujeres y, sobre todo, la sombra. Hay una trama de sombras en muchas de las fotos de Cartier-Bresson, que atraviesa la captación de la imagen desde la fotografía artística juvenil de los años 20 hasta el trabajo reporteril de madurez, en la agencia Magnum. Hay sombras evidentes, como la del gigante Lenin de cartón, a la entrada de un edificio en San Petersburgo, y otras más ocultas, como las que ondulan sobre las perfectas piernas de la fotógrafa belga, Martine Franck, que, en una suerte de animación de la imagen, modeló para Cartier-Bresson.
Todavía en los años 70 y 80, cuando Cartier-Bresson observaba que la sociedad de consumo reproducía una cultura material bastante parecida en el Occidente capitalista y en el Este comunista, en las islas del Mediterráneo o en las del Pacífico, en el Nueva York de Kennedy o en La Habana de Castro, uno de los elementos gráficos que involucró en aquella yuxtaposición de imágenes fue la sombra. La obra fotográfica de este gran artista francés podría ser leída como una refutación del célebre ensayo del novelista japonés, Junichirò Tanizaki, El elogio de la sombra (1933), que sostenía una polaridad entre el culto a la luz en Occidente y al de la sombra en el Oriente. Antes de que el libro de Tanizaki fuera conocido en Francia, ya Cartier-Bresson había capturado las sombras de los niños, que corrían entre las callejuelas y pasajes de algún barrio del Magreb.
Hay algunas constantes en ese itinerario de perpetuo desplazamiento: los niños, los escorzos de los cuerpos sobre la hierba, la mirada en lontananza de algunas mujeres y, sobre todo, la sombra. Hay una trama de sombras en muchas de las fotos de Cartier-Bresson, que atraviesa la captación de la imagen desde la fotografía artística juvenil de los años 20 hasta el trabajo reporteril de madurez, en la agencia Magnum. Hay sombras evidentes, como la del gigante Lenin de cartón, a la entrada de un edificio en San Petersburgo, y otras más ocultas, como las que ondulan sobre las perfectas piernas de la fotógrafa belga, Martine Franck, que, en una suerte de animación de la imagen, modeló para Cartier-Bresson.
Todavía en los años 70 y 80, cuando Cartier-Bresson observaba que la sociedad de consumo reproducía una cultura material bastante parecida en el Occidente capitalista y en el Este comunista, en las islas del Mediterráneo o en las del Pacífico, en el Nueva York de Kennedy o en La Habana de Castro, uno de los elementos gráficos que involucró en aquella yuxtaposición de imágenes fue la sombra. La obra fotográfica de este gran artista francés podría ser leída como una refutación del célebre ensayo del novelista japonés, Junichirò Tanizaki, El elogio de la sombra (1933), que sostenía una polaridad entre el culto a la luz en Occidente y al de la sombra en el Oriente. Antes de que el libro de Tanizaki fuera conocido en Francia, ya Cartier-Bresson había capturado las sombras de los niños, que corrían entre las callejuelas y pasajes de algún barrio del Magreb.
viernes, 8 de mayo de 2015
Julio Le Riverend contra los "expertos"
El importante historiador cubano Julio Le Riverend, que se doctoró, como Manuel Moreno Fraginals, en El Colegio de México en los años 40, dejó algunos títulos fundamentales en temas de historia intelectual e historia económica, dos líneas historiográficas que raras veces se cruzan. Le Riverend estudió la vida del ilustrado cubano José Martín Félix de Arrate y la inmigración habanera en el virreinato de la Nueva España, en el siglo XVIII, además de la cultura patriótica en ese mismo siglo. También dejó escritas su excelente La Habana: biografía de una provincia (1960) y la mejor Historia económica de la isla, para mediados del siglo XX, que formó parte del gran proyecto de Historia de la nación cubana (1952), coordinado por Ramiro Guerra y auspiciado por el gobierno de Fulgencio de Batista, en el año del centenario de la República. En la semblanza que dedicó a Le Riverend, el Diccionario de la literatura cubana (1980), se silencia su intervención en esa obra colectiva que reunió a lo mejor de la historiografía republicana de la isla.
Luego de la Revolución, Le Riverend hizo algunos intentos de síntesis histórica, inscritos en el relato hegemónico de la historia oficial. A ese género pertenecen La República: dependencia y revolución (1966), reeditada y ampliada en 1973 por el Instituto del Libro, y la más tardía y menos ideológica Breve historia de Cuba (1995), que sigue teniendo utilidad pedagógica. Hay, sin embargo, un texto de Julio Le Riverend, emparentado con las últimas páginas de La República, pero menos conocido, que es el capítulo sobre Cuba que el historiador escribió para la Historia de medio siglo de América Latina (1981), coordinada, en México, por Pablo González Casanova en la editorial Siglo XXI. En ese texto, el historiador, poco dado a la polémica, entra en el debate sobre la historia de la Revolución Cubana que tuvo lugar entre los años 60 y 70.
Escrito en 1975 e inspirado en la soterrada discusión teórica e histórica que acompañó al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, ese mismo año, el texto es una refutación de la tesis de las dos "fases" de la Revolución Cubana, sostenida, entre otros, por dirigentes como Carlos Rafael Rodríguez y Ernesto Che Guevara, y por historiadores marxistas, fuera de la isla, como J. P. Morray, Adolfo Gilly o Marcos Winocur. La idea de un tránsito de una fase "democrático-burguesa y antiimperialista" de la Revolución a otra "socialista y marxista-leninista", entre 1960 y 1961, que en esencia no se diferenciaba mucho de la tesis de la "revolución traicionada", sostenida por la primera oposición y por algunos historiadores liberales, implicaba que los orígenes ideológicos y políticos del proyecto revolucionario no eran socialistas.
La refutación de Le Riverend, sin embargo, no era similar a la de historiadores como Jorge Ibarra, en Ideología mambisa (1972) o Nación y cultura nacional (1981) o de dirigentes, como el propio Fidel Castro, en Porque en Cuba sólo ha habido una Revolución (1968), que enfatizaban la continuidad ideológica de la Revolución a partir de un nacionalismo radical, sino que se inspiraba en la idea de que la Revolución Cubana era marxista-leninista desde sus orígenes, en 1953, con el asalto al Cuartel Moncada. Esta tesis que, como hemos reseñado aquí, manejaba el presidente Osvaldo Dorticós desde el verano de 1961 y que tiene puntos de contactos con la anticomunista y batistiana, que presentaba a los moncadistas como comunistas, adquiría rango académico en el ensayo de Le Riverend:
"Todo ello quedó formulado de conjunto en el alegato de Fidel, donde aparecen conceptos fundamentales, como prerrequisitos, en medio de la lucha armada, de las concepciones socialistas que se desarrollan a partir de 1956. En La historia me absolverá..., la justicia queda definida como justicia de clase, porque los tribunales nunca han condenado a un rico delincuente. Comentaristas ligeros o "expertos" de mala fe no han visto que los contenidos reales de las palabras de ese documento coinciden con los que dan a su propio vocabulario los grandes creadores del socialismo científico, Marx, Engels y Lenin".
¿Quiénes eran esos "comentaristas ligeros y expertos de mala fe" a los que se refería Le Riverend? Ciertamente no el por entonces Vicepresidente del Consejo de Estado, Carlos Rafael Rodríguez, quien en su ensayo más enjundioso sobre el tema, que data de 1979, dos años antes de la publicación del capítulo de Le Riverend en el volumen de González Casanova, había escrito que "no hay otro modo de enfocar el nacimiento de la Revolución socialista en Cuba", fuera de aquel que localiza el punto de partida en las nacionalizaciones de octubre del 60. Cualquier otra manera, sugería Rodríguez, que intentara presentar la Revolución Cubana como un proceso ideológicamente unívoco, fuera desde 1868 o desde 1953, estaba obligada a desdibujar o, de plano, borrar la radicalización comunista entre 1960 y 1961.
Luego de la Revolución, Le Riverend hizo algunos intentos de síntesis histórica, inscritos en el relato hegemónico de la historia oficial. A ese género pertenecen La República: dependencia y revolución (1966), reeditada y ampliada en 1973 por el Instituto del Libro, y la más tardía y menos ideológica Breve historia de Cuba (1995), que sigue teniendo utilidad pedagógica. Hay, sin embargo, un texto de Julio Le Riverend, emparentado con las últimas páginas de La República, pero menos conocido, que es el capítulo sobre Cuba que el historiador escribió para la Historia de medio siglo de América Latina (1981), coordinada, en México, por Pablo González Casanova en la editorial Siglo XXI. En ese texto, el historiador, poco dado a la polémica, entra en el debate sobre la historia de la Revolución Cubana que tuvo lugar entre los años 60 y 70.
Escrito en 1975 e inspirado en la soterrada discusión teórica e histórica que acompañó al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, ese mismo año, el texto es una refutación de la tesis de las dos "fases" de la Revolución Cubana, sostenida, entre otros, por dirigentes como Carlos Rafael Rodríguez y Ernesto Che Guevara, y por historiadores marxistas, fuera de la isla, como J. P. Morray, Adolfo Gilly o Marcos Winocur. La idea de un tránsito de una fase "democrático-burguesa y antiimperialista" de la Revolución a otra "socialista y marxista-leninista", entre 1960 y 1961, que en esencia no se diferenciaba mucho de la tesis de la "revolución traicionada", sostenida por la primera oposición y por algunos historiadores liberales, implicaba que los orígenes ideológicos y políticos del proyecto revolucionario no eran socialistas.
La refutación de Le Riverend, sin embargo, no era similar a la de historiadores como Jorge Ibarra, en Ideología mambisa (1972) o Nación y cultura nacional (1981) o de dirigentes, como el propio Fidel Castro, en Porque en Cuba sólo ha habido una Revolución (1968), que enfatizaban la continuidad ideológica de la Revolución a partir de un nacionalismo radical, sino que se inspiraba en la idea de que la Revolución Cubana era marxista-leninista desde sus orígenes, en 1953, con el asalto al Cuartel Moncada. Esta tesis que, como hemos reseñado aquí, manejaba el presidente Osvaldo Dorticós desde el verano de 1961 y que tiene puntos de contactos con la anticomunista y batistiana, que presentaba a los moncadistas como comunistas, adquiría rango académico en el ensayo de Le Riverend:
"Todo ello quedó formulado de conjunto en el alegato de Fidel, donde aparecen conceptos fundamentales, como prerrequisitos, en medio de la lucha armada, de las concepciones socialistas que se desarrollan a partir de 1956. En La historia me absolverá..., la justicia queda definida como justicia de clase, porque los tribunales nunca han condenado a un rico delincuente. Comentaristas ligeros o "expertos" de mala fe no han visto que los contenidos reales de las palabras de ese documento coinciden con los que dan a su propio vocabulario los grandes creadores del socialismo científico, Marx, Engels y Lenin".
¿Quiénes eran esos "comentaristas ligeros y expertos de mala fe" a los que se refería Le Riverend? Ciertamente no el por entonces Vicepresidente del Consejo de Estado, Carlos Rafael Rodríguez, quien en su ensayo más enjundioso sobre el tema, que data de 1979, dos años antes de la publicación del capítulo de Le Riverend en el volumen de González Casanova, había escrito que "no hay otro modo de enfocar el nacimiento de la Revolución socialista en Cuba", fuera de aquel que localiza el punto de partida en las nacionalizaciones de octubre del 60. Cualquier otra manera, sugería Rodríguez, que intentara presentar la Revolución Cubana como un proceso ideológicamente unívoco, fuera desde 1868 o desde 1953, estaba obligada a desdibujar o, de plano, borrar la radicalización comunista entre 1960 y 1961.
lunes, 4 de mayo de 2015
Hegel en Jena y la industria de la memoria
En Weimar, Jena y otras ciudades de Turingia abundan las estatuas de Goethe y Schiller. En la plaza central de Weimar, donde vivieron ambos, están los dos, de espaldas al teatro donde se fundó la primera república alemana y frente por frente de la que sería la primera sede de la Bauhaus. También en Weimar, delante de la iglesia que tiene el tríptico de Lucas Cranach en el altar, se levanta una estatua magnífica de Herder. Son estatuas de fines del siglo XIX, como las de los hermanos Humboldt en Unter den Linden, a la entrada de la universidad de Berlín, o la de Schiller en la Gendarmenmarkt. La buena conservación de esos monumentos es señal de la vitalidad del culto al Sturm und Drang y a la Ilustración durante el turbulento siglo XX alemán. Los ilustrados sobrevivieron bien al nazismo y al comunismo en la Alemania del Este.
En una visita reciente a Jena me sorprendió constatar, junto los magníficos Goethe, Schiller y Herder de Weimar, una pequeña estatua de Hegel a la entrada de la universidad. Aunque la inscripción no dice el año de la construcción, es evidente que se trata de un monumento de la época de la RDA. El joven Hegel, el de las conferencias de Jena, antes de la redacción de la Fenomenología del espíritu, fue leído por los marxistas de ambas Alemanias como una suerte de antídoto contra el segundo, el emperador de la metafísica y la lógica. En la Alemania federal, Jürgen Habermas, tomaría a ese Hegel como guía de su teorización de la acción comunicativa. Pero en el lado comunista, desde los tempranos ensayos de Lukács y Bloch, filósofos como Robert Havemann, Helmut Seidel e, incluso, el disidente Rudolf Bahro, también se encomendaron al joven Hegel para cuestionar el materialismo vulgar y revitalizar la teoría marxista.
La industria alemana de la memoria, como recuerda Gerard Raulet en un libro fascinante sobre el marxismo en la RDA, no es un fenómeno enteramente nuevo, posterior a la caída del Muro de Berlín. Antes de la unificación alemana, había en el lado comunista una tendencia a la recuperación histórica del periodo de la República de Weimar e, incluso, del imperio guillermino. Mientras los filósofos desempolvaban al joven Hegel del periodo de Jena, anterior al encuentro con Napoleón y a la epifanía de la "idea absoluta a caballo", los historiadores volvían los ojos a la grandeza prusiana de los tiempos de Otto von Bismarck. Fue justamente un historiador de la Alemania comunista, Ernst Engelberg, quien escribiría la más completa biografía de Bismarck en 1985.
En una visita reciente a Jena me sorprendió constatar, junto los magníficos Goethe, Schiller y Herder de Weimar, una pequeña estatua de Hegel a la entrada de la universidad. Aunque la inscripción no dice el año de la construcción, es evidente que se trata de un monumento de la época de la RDA. El joven Hegel, el de las conferencias de Jena, antes de la redacción de la Fenomenología del espíritu, fue leído por los marxistas de ambas Alemanias como una suerte de antídoto contra el segundo, el emperador de la metafísica y la lógica. En la Alemania federal, Jürgen Habermas, tomaría a ese Hegel como guía de su teorización de la acción comunicativa. Pero en el lado comunista, desde los tempranos ensayos de Lukács y Bloch, filósofos como Robert Havemann, Helmut Seidel e, incluso, el disidente Rudolf Bahro, también se encomendaron al joven Hegel para cuestionar el materialismo vulgar y revitalizar la teoría marxista.
La industria alemana de la memoria, como recuerda Gerard Raulet en un libro fascinante sobre el marxismo en la RDA, no es un fenómeno enteramente nuevo, posterior a la caída del Muro de Berlín. Antes de la unificación alemana, había en el lado comunista una tendencia a la recuperación histórica del periodo de la República de Weimar e, incluso, del imperio guillermino. Mientras los filósofos desempolvaban al joven Hegel del periodo de Jena, anterior al encuentro con Napoleón y a la epifanía de la "idea absoluta a caballo", los historiadores volvían los ojos a la grandeza prusiana de los tiempos de Otto von Bismarck. Fue justamente un historiador de la Alemania comunista, Ernst Engelberg, quien escribiría la más completa biografía de Bismarck en 1985.
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