Libros del crepúsculo

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martes, 19 de mayo de 2020

Otra periodización de Cuba

Cuba es un país que ofrece muchas dificultades para ser estudiado desde el espacio de las ciencias sociales latinoamericanas. Esas dificultades son diversas y tienen que ver con el entramado institucional de la isla y sus relaciones culturales y educativas con la región. Pero tienen un trasfondo innegable en el peso de lo afectivo y lo ideológico en la mayoría de los análisis sobre la situación cubana.
       Para muchos, Cuba no es un país, sino un mito, cuando no un emblema teológico. Una encarnación del bien o del mal, que aparece en el debate público como modelo o alternativa, no sólo a Estados Unidos o Europa, al imperialismo o a la globalización, sino a toda América Latina y el Caribe. De acuerdo con buena parte de la prensa occidental, especialmente de derecha, Cuba es el origen de todos los males del hemisferio.
       Hay, sin embargo, inteligencias que eluden ese torbellino pasional y logran estudiar a Cuba desde la metodología y el lenguaje de las ciencias sociales latinoamericanas. Podría poner varios ejemplos de académicas o académicos, residentes dentro o fuera de la isla, que lo han logrado. Me centraré sólo en uno, el politólogo Juan Valdés Paz.
       Valdés Paz pertenece a una brillante generación de marxistas cubanos, que emergió en el centro o la periferia del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana y la revista Pensamiento Crítico en los años 60. En aquella revista fundada por Fernando Martínez, en colaboración con otros intelectuales como Jesús Díaz, Aurelio Alonso y Thalía Fung, y donde se tradujo a marxistas críticos como André Gorz, Louis Althusser, Robin Blackburn y Perry Anderson, se encuentran las lecturas formativas de Valdés Paz.
       La obra de este académico, desde que se incorporó al Centro de Estudios sobre América (CEA), en los años 80, ha transitado por rumbos muy conocidos en las ciencias sociales latinoamericanas. Durante un tiempo, Valdés Paz se dedicó al tema del desarrollo rural, cuestión central en una región donde desde mediados de siglo, en buena medida por el impacto del México cardenista y postcardenista, se vivieron diversas experiencias de reforma agraria.
       Luego Valdés Paz estudió la “transición socialista” y el “sistema político” de la isla, en sendos libros aparecidos entre los años 90 y 2000. Aquellos trabajos son de referencia obligada para las nuevas generaciones académicas de la isla porque desplazan el análisis del caso cubano a la perspectiva de las instituciones y los actores. En un campo intelectual tan saturado de legitimación ideológica y culto al líder, ese enfoque incrementa su valor.
       Su proyecto más reciente es una historia del poder en Cuba, en dos volúmenes, que retoma la línea institucionalista. Valdés Paz entiende por poder “un tipo de relación asimétrica entre individuos o grupos sociales que sirve de soporte a relaciones de subordinación, dominación y explotación establecidas”. Uno de los principales obstáculos para estudiar el poder en Cuba ha sido, justamente, el tópico propagandístico de que en la isla es el pueblo, sin normas ni mediaciones, quien lo detenta.
       Este análisis sincrónico y diacrónico de la evolución del poder en Cuba aporta muchas cosas. Pero hay una que merece la mayor atención: su propuesta de periodización histórica. A diferencia de tanto relato histórico, a favor o en contra, que ve la historia contemporánea de Cuba en bloque, bajo conceptos difusos como “Revolución” o “Castrismo”, Valdés Paz la subdivide en cinco periodos: 1959-63, 1964-74, 1975-91, 1992-2008 y 2009-18.
       Esta periodización responde, fundamentalmente, a las mutaciones del marco jurídico e institucional, pero también a las relaciones de poder entre el Estado y la sociedad. La evolución del poder en la Revolución Cubana (2019), en dos tomos, editado por la Fundación Rosa Luxemburgo, es una de las mayores contribuciones a los estudios históricos sobre Cuba de los últimos años.    

miércoles, 13 de mayo de 2020

Pellicer en Jerusalén

Al antisemitismo católico se han dedicado muchos estudios como el de Jean Meyer en La fábula del crimen ritual (2012) y, más recientemente, en su análisis de la revista curial La Civilità Cattolica. Las ramas española y mexicana de aquel antisemitismo también han sido estudiadas. Gonzalo Álvarez Chillida lo hizo para la derecha falangista y franquista, que dominó la península casi todo el siglo XX. En México, Olivia Gall, Daniela Gleizer, Claudio Lomnitz y Pablo Yankelevich, entre otros, han explorado las aristas de un racismo que también tiene que ver con la ideología del mestizaje y el control migratorio.
            Pero como en toda tendencia vale la pena fijarse en las excepciones, en las líneas de quiebre o desvío que se abren, a veces, desde el corazón de una doctrina. Buen ejemplo sería la fascinación con la cultura judía y el resuelto apoyo al proyecto del estado de Israel que plasmó Carlos Pellicer en su obra literaria y diplomática. Un volumen recientemente compilado por el investigador Alberto Enríquez Perea y editado por El Equilibrista, en su colección Pértiga, da cuenta de la pasión judía del poeta tabasqueño.
            Tierra Santa. Invitación al vuelo (2018) recuerda los cuatro viajes de Carlos Pellicer a Israel en 1926, 1927, 1929 y 1966. Los tres primeros, viajes de joven peregrino, y el cuarto, como veterano embajador cultural del México postrevolucionario, invitado por el Instituto Cultural Mexicano-Israelí. Entre 1926 y 1929, Pellicer vivió en París con una beca otorgada por el Secretario de Educación José Manuel Puig Casauranc para realizar “estudios especiales de mecánica”. El tabasqueño aprovechó la estancia para viajar por el Mediterráneo y visitar Egipto y Tierra Santa. Uno de esos viajes fue en compañía de José Vasconcelos y, por lo visto, desde entonces se selló una amistad entre ambos escritores católicos, que sobrevivió a la muerte del segundo en 1959.
            En un poema dedicado a Alfonso Reyes, que lo había recibido en París en 1926, Pellicer contaba la poderosa impresión que le causó Palestina. Por los caminos de Jerusalén decía “haber pedido limosna a los luceros” y haber “callado, orado y llorado” en los mismos olivares, montes y desiertos por los que anduvo Jesús. Ya desde aquel poema, Pellicer establecía una asociación entre Cristo y Bolívar que volverá a aparecer cuarenta años después, en los documentos de su última visita a Jerusalén. Estar en Tierra Santa era, para el poeta, volver sobre la mirada y los pasos de Cristo en el monte Tabor, Nazaret y Cafarnaúm, revisitar cada estación del Viacrucis hacia el Calvario.
            En carta a Vasconcelos, Pellicer dice que en Jerusalén el viajero olvida de donde viene: París, Roma o Florencia. La ciudad sagrada es una patria universal y el repoblamiento judío, que se intensifica, justamente, en la década de 1920, le parece una confirmación de la universalidad de la “más importante de todas las tradiciones históricas del mundo: la tradición judía”. Desde aquellos primeros viajes, Pellicer se hace una idea positiva de la Declaración de Balfour (1917), que alentaba la repatriación de la diáspora hebrea, pero, curiosamente, entiende el nacimiento del Estado de Israel como un acto anticolonial, contra el imperio británico.
            “Mientras haya colonias, mientras haya mandatos tutelares de potencias sobre naciones pequeñas, no habrá relativa paz en el mundo”, dice Pellicer. En su conferencia sobre Israel, en Jerusalén, en 1966, vuelve a repetir que lo mejor de la cultura occidental está ligado a la obra de tres grandes judíos (Marx, Einstein y Freud) y exalta los valores comunitarios del kibutz y el moshav. Recuerda otra vez a su amigo Vasconcelos y a su héroe Bolívar, en una asociación intrigante entre judaísmo y latinoamericanismo. Meses después estallaba la “Guerra de los Seis Días” entre Israel y las naciones árabes. No sabemos qué pensó Pellicer de aquella tragedia, pero podemos imaginarlo.