En las últimas semanas, el teórico y crítico cultural Desiderio Navarro ha circulado una serie de reacciones electrónicas a un artículo titulado "Gramsci y las "cosas de intelectuales", de la periodista Mayra García Cardentey, aparecido a principios de mes en Juventud Rebelde. El artículo era una semblanza y un elogio del primo mecánico de la periodista, ajeno, según ella, a la "casta" y el refinamiento del mundo de la cultura y que, a pesar de ser excluido y despreciado por ese mundo, era capaz de alcanzar la sabiduría y el gusto desde los misterios de la práctica.
El texto molestó a varios intelectuales (Juan Carlos Tabío, Leonardo Padura, Arturo Arango, Guillermo Rodríguez Rivera, Arturo Soto…), que se sintieron englobados en un estereotipo demagógico, y fue respondido por Graziella Pogolotti, en el mismo periódico. La respuesta de Pogolotti fue, a su vez, respondida por Javier Dueñas, en el texto editorial "Con la cultura como escudo y espada", que, al decir de Navarro, establecía la posición del periódico sobre el tema y eximía a la periodista de cualquier expresión de antintelectualismo.
Como en la célebre "guerrita de los emails" de 2007, que reseñó Antonio José Ponte en su libro Villa Marista en plata (2009), la defensa del rol del intelectual, por parte de esos escritores, cineastas y críticos, es comprensible y oportuna. Pero es inevitable advertir que esa defensa parte una narrativa, cuando menos, caprichosa, de la historia cultural y política de Cuba y de una noción bastante precaria del fenómeno del antintelectualismo.
El desprecio por la actividad intelectual cristalizó, según ellos, durante el "quinquenio gris" y luego fue corregido por la política cultural del gobierno. Pogolotti y Dueñas citan una misma frase de Fidel Castro, sobre la "cultura como escudo y espada de la nación", para aludir a esa supuesta rectificación del antintelectualismo en Cuba. Pero es que esa frase fue expresada por Castro en el discurso de clausura del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, en 1971, un documento que sintetiza el antintelectualismo, no como síntoma pasajero de una cultura política sino como política cultural de Estado.
El antintelectualismo cubano, dentro y fuera de la isla, ha sido y es profuso. No se trata, por supuesto, de un rasgo específicamente cubano ni específicamente comunista, ya que se practicó también en la Italia fascista y la Francia de entreguerras y se practica, incluso, en Estados Unidos, donde ha sido estudiado y criticado por Richard Hofstadter, Russell Jacoby y otros historiadores. El antintelectualismo tiene raíces en el pragmatismo de la cultura popular y el conservadurismo de ciertas élites sociales y una forma bastante tangible de dicho pragmatismo tiene que ver con la manera fidelista de hacer política, basada en el ardid, la astucia y el culto a la técnica del poder.
¿Hay algo más antintelectual que la idea militar de la cultura como "arma", "escudo" o "espada" de la nación? ¿No es esa noción instrumental de la cultura, en tanto ideología nacional defensiva, un concepto que expresa el desprecio que el político profesional siente por el intelectual? Bajo un régimen como el cubano, es absurdo entender el antintelectualismo como excepción y no como regla, como falla y no como elemento constitutivo del sistema. Con el antintelectualismo, en Cuba, sucede lo que con el racismo, el machismo y la homofobia: debe ser pensado como hegemonía, no como resistencia.
Libros del crepúsculo
domingo, 31 de agosto de 2014
jueves, 28 de agosto de 2014
Napoleón en Cuba
A diferencia de grandes países latinoamericanos, como Brasil, Argentina y México, que vivieron imperios o proyectos imperiales luego de la independencia, en las primeras décadas del siglo XIX, y donde son documentales algunas variantes de bonapartismo, como las estudiadas por el historiador argentino Ricardo Levene, en Cuba, la pertenencia de la isla al imperio español, durante toda aquella centuria, atizó un republicanismo que heredaba del liberalismo hispánico una visión negativa de quien alguien llamó "el corso vil". De Heredia a Martí, de Varela a Varona, es posible leer ese rechazo republicano al bonapartismo.
El culto a Napoleón, en Cuba, es un fenómeno de la primera mitad del siglo XX, cuando aquel republicanismo decimonónico entra en decadencia, a pesar de coexistir sin mayores fricciones con la veneración de José Martí, quien criticó más de una vez a los dos Napoleones, el primero y el tercero. Generalmente, ese culto se asocia con la gran colección de reliquias napoleónicas que llegó a acumular el magnate azucarero Julio Lobo, como se recordó recientemente en una reunión de bonapartistas en La Habana, con princesa incluida. Para reconstruir con mayor eficacia ese culto habría que volver a escribir la historia del militarismo y el autoritarismo en Cuba.
En ninguna de las notas que circularon recientemente, sobre los "tesoros napoleónicos" en la isla, la de la agencia EFE, la de El Mundo o, incluso, la de El Nuevo Herald de Miami, se mencionó que otro de los artífices de ese culto fue el general Fulgencio Batista. Según Jorge Mañach, Batista tenía en su finca Kuquine una biblioteca llena de libros sobre Napoleón, incluyendo naturalmente, la biografía de su amigo Emil Ludwig, quien en Biografía de una isla (1948) comparó su ascenso social, de telegrafista a general, con el de su ídolo europeo. Todavía en Dos fechas (1973), una miscelánea documental editada en el exilio, Batista sostenía que el significado del 4 de septiembre de 1933 era el de una revolución popular dentro del ejército cubano, equivalente a la de Napoleón dentro del ejército borbónico a fines del siglo XVIII.
Jorge Mañach, a quien no podría acusarse de batistiano, reconocía en su ensayo "El drama de Cuba" (1958), que esa revolución popular dentro del ejército había tenido lugar y estudios académicos posteriores, como el de Louis A. Pérez Jr. en Army Politics in Cuba (1976), así lo confirman. Batista, según Mañach, "cambió radicalmente las condiciones castrenses" en Cuba, al reclutar al campesinado y sectores populares para un cuerpo, que, en pocos años, se renovó socialmente desde el "nivel sargenteril" hasta la oficialidad. Es por ello que el ensayista cubano afirmaba que Batista había colocado en la mochila de sus soldados "el bastón de mariscal".
El culto a Napoleón, en Cuba, es un fenómeno de la primera mitad del siglo XX, cuando aquel republicanismo decimonónico entra en decadencia, a pesar de coexistir sin mayores fricciones con la veneración de José Martí, quien criticó más de una vez a los dos Napoleones, el primero y el tercero. Generalmente, ese culto se asocia con la gran colección de reliquias napoleónicas que llegó a acumular el magnate azucarero Julio Lobo, como se recordó recientemente en una reunión de bonapartistas en La Habana, con princesa incluida. Para reconstruir con mayor eficacia ese culto habría que volver a escribir la historia del militarismo y el autoritarismo en Cuba.
En ninguna de las notas que circularon recientemente, sobre los "tesoros napoleónicos" en la isla, la de la agencia EFE, la de El Mundo o, incluso, la de El Nuevo Herald de Miami, se mencionó que otro de los artífices de ese culto fue el general Fulgencio Batista. Según Jorge Mañach, Batista tenía en su finca Kuquine una biblioteca llena de libros sobre Napoleón, incluyendo naturalmente, la biografía de su amigo Emil Ludwig, quien en Biografía de una isla (1948) comparó su ascenso social, de telegrafista a general, con el de su ídolo europeo. Todavía en Dos fechas (1973), una miscelánea documental editada en el exilio, Batista sostenía que el significado del 4 de septiembre de 1933 era el de una revolución popular dentro del ejército cubano, equivalente a la de Napoleón dentro del ejército borbónico a fines del siglo XVIII.
Jorge Mañach, a quien no podría acusarse de batistiano, reconocía en su ensayo "El drama de Cuba" (1958), que esa revolución popular dentro del ejército había tenido lugar y estudios académicos posteriores, como el de Louis A. Pérez Jr. en Army Politics in Cuba (1976), así lo confirman. Batista, según Mañach, "cambió radicalmente las condiciones castrenses" en Cuba, al reclutar al campesinado y sectores populares para un cuerpo, que, en pocos años, se renovó socialmente desde el "nivel sargenteril" hasta la oficialidad. Es por ello que el ensayista cubano afirmaba que Batista había colocado en la mochila de sus soldados "el bastón de mariscal".
martes, 26 de agosto de 2014
La prole de Piñera: ¿recepción o escuela?
Hay críticos cubanos que, aunque hayan pasado años estudiando un doctorado en una gran universidad de Estados Unidos o Francia, no han aprendido a distinguir conceptos elementales de la teoría y la historia cultural como "recepción", "tradición" o "escuela". Uno pensaría, luego de leer dos o tres panfletos disfrazados de intervenciones o reseñas, que no se enteraron de qué trata la hermenéutica o la fenomenología o que no leyeron a Benjamin, Bourdieu, Eagleton o, tan siquiera, a Bloom.
Es por ello que frente a un tipo de estudio, como el que intentamos en los ensayos La prole de Virgilio o Después de Sarduy, se espantan de la cantidad de nombres y obras que se citan -a lo que llaman, como si fueran prosistas exquisitos y no scholars, "name dropping"- y consideran que esas referencias implican una visión "indiscriminada" de la desigual calidad estética de aquellos escritores contemporáneos, que integran corrientes de recepción de Severo Sarduy y Virgilio Piñera en la Cuba contemporánea.
Cuando, en el primero de esos ensayos, usamos la noción de "prole", estamos aludiendo, naturalmente, el uso que diera a la misma Roberto González Echevarría en su clásico, La prole de Celestina (1993). Entiéndase, prole, es decir, descendencia numerosa -la queja por el exceso de una prole es, además de elitista, tautológica- pero no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética, como podía ser el barroco, o más bien, los barrocos en Rojas, Cervantes, Lope, Calderón, Balboa, Espinosa, Carpentier o Guillén, estudiados por González Echevarría, sino como fenómeno de recepción colectiva de un autor del pasado -Piñera o Sarduy-, que los afirma y actualiza en un campo intelectual y una tradición literaria nacionales.
Documentar la recepción de Sarduy y Piñera, dentro y fuera de Cuba, entre los 80 y los 2000, no es un ejercicio de exposición de una escuela literaria, como la de Wallace Stevens estudiada por Harold Bloom en Estados Unidos, o la genealogía de un patrón estético a lo largo de la historia, como podría ser, con todas sus salvedades, La prole de Celestina de González Echevarría. Es por ello que comentamos textos de narradores, poetas y críticos, que carecen de sintonías estilísticas con uno u otro autor canónico, pero que participan de una misma dialéctica de la tradición.
Es por ello que frente a un tipo de estudio, como el que intentamos en los ensayos La prole de Virgilio o Después de Sarduy, se espantan de la cantidad de nombres y obras que se citan -a lo que llaman, como si fueran prosistas exquisitos y no scholars, "name dropping"- y consideran que esas referencias implican una visión "indiscriminada" de la desigual calidad estética de aquellos escritores contemporáneos, que integran corrientes de recepción de Severo Sarduy y Virgilio Piñera en la Cuba contemporánea.
Cuando, en el primero de esos ensayos, usamos la noción de "prole", estamos aludiendo, naturalmente, el uso que diera a la misma Roberto González Echevarría en su clásico, La prole de Celestina (1993). Entiéndase, prole, es decir, descendencia numerosa -la queja por el exceso de una prole es, además de elitista, tautológica- pero no como linaje que implica necesariamente una continuidad estética, como podía ser el barroco, o más bien, los barrocos en Rojas, Cervantes, Lope, Calderón, Balboa, Espinosa, Carpentier o Guillén, estudiados por González Echevarría, sino como fenómeno de recepción colectiva de un autor del pasado -Piñera o Sarduy-, que los afirma y actualiza en un campo intelectual y una tradición literaria nacionales.
Documentar la recepción de Sarduy y Piñera, dentro y fuera de Cuba, entre los 80 y los 2000, no es un ejercicio de exposición de una escuela literaria, como la de Wallace Stevens estudiada por Harold Bloom en Estados Unidos, o la genealogía de un patrón estético a lo largo de la historia, como podría ser, con todas sus salvedades, La prole de Celestina de González Echevarría. Es por ello que comentamos textos de narradores, poetas y críticos, que carecen de sintonías estilísticas con uno u otro autor canónico, pero que participan de una misma dialéctica de la tradición.
domingo, 24 de agosto de 2014
La estética de la soledad en el desierto
Aviones que se desvanecen en el aire, sin dejar rastro, soldados que regresan de un largo cautiverio entre terroristas islámicos y que, al llegar a Estados Unidos, no son recibidos como héroes sino como posibles conversos, que continuarían la yihad en el corazón del imperio, candidaturas a la presidencia que se arman sobre redes de sexo y dinero, nepotismo y ambición… Buena parte de las noticias que estremecen nuestra cotidianidad ya han sido codificadas por la trama de series televisivas como Lost o Homeland, Scandal o House of Cards.
No vivimos la era de la estetización del terror sino algo más inquietante: la era de la naturalización política de una estética del terror. La decapitación del periodista norteamericano James Foley ante las cámaras globales, según se ha revelado recientemente, por un joven londinense que milita en la organización Estado Islámico, además de un acto criminal y aterrador es una acción estética, como, al decir de Jean Baudrillard, en declaración que escandalizó a más de uno, también lo fuera el derribo de las Torres Gemelas en septiembre de 2001.
Los dos hombres solos, en medio del desierto, uno de rojo y otro de negro, es una imagen que convoca toda la estética de la soledad en el espacio infinito. Tema pensado por Blaise Pascal y recreado por Antoine de Saint-Exupéry, en su novela Terre des hommes, y que, como observa el filósofo Alfonso López Quintás, acoge toda una tradición moral de crítica a la modernidad occidental y, especialmente, a la secularidad y el laicismo de la civilización urbana.
Desierto y barbarie, como formas ancestrales de la negación de Occidente, pero también como escenarios de la soledad, de la radical y "auténtica" individuación del ser humano, como criatura de Dios. No es extraño que el verdugo y su víctima sean mostrados, por el Estado Islámico, como lo que son, dos hombres occidentales, y que la propia estética del terror que ambos escenifican haga guiños a un cúmulo de resonancias, que puede encontrarse lo mismo en cuadro de Giorgio de Chirico que en una carátula de Pink Floyd.
No vivimos la era de la estetización del terror sino algo más inquietante: la era de la naturalización política de una estética del terror. La decapitación del periodista norteamericano James Foley ante las cámaras globales, según se ha revelado recientemente, por un joven londinense que milita en la organización Estado Islámico, además de un acto criminal y aterrador es una acción estética, como, al decir de Jean Baudrillard, en declaración que escandalizó a más de uno, también lo fuera el derribo de las Torres Gemelas en septiembre de 2001.
Los dos hombres solos, en medio del desierto, uno de rojo y otro de negro, es una imagen que convoca toda la estética de la soledad en el espacio infinito. Tema pensado por Blaise Pascal y recreado por Antoine de Saint-Exupéry, en su novela Terre des hommes, y que, como observa el filósofo Alfonso López Quintás, acoge toda una tradición moral de crítica a la modernidad occidental y, especialmente, a la secularidad y el laicismo de la civilización urbana.
Desierto y barbarie, como formas ancestrales de la negación de Occidente, pero también como escenarios de la soledad, de la radical y "auténtica" individuación del ser humano, como criatura de Dios. No es extraño que el verdugo y su víctima sean mostrados, por el Estado Islámico, como lo que son, dos hombres occidentales, y que la propia estética del terror que ambos escenifican haga guiños a un cúmulo de resonancias, que puede encontrarse lo mismo en cuadro de Giorgio de Chirico que en una carátula de Pink Floyd.
jueves, 21 de agosto de 2014
Guajiros en Nueva York: la "raza trasplantada"
Es conocida la admiración que los escritores norteamericanos Ernest Hemingway y John Dos Passos sintieron por la obra del pintor cubano, Antonio Gattorno, a quien veían como un Matisse o un Gaugin caribeño. Hemingway y Dos Passos conocieron a Gattorno a principios de los 30, en Cuba, y publicaron una monografía, con sendos ensayos sobre el pintor y 36 reproducciones de su obra, en Ucar y García, en La Habana, en 1935.
En su correspondencia con su amigo Arnold Gingrich, residente en Key West, Hemingway narra cómo, además de escribir el ensayo sobre Gattorno, compró varios ejemplares y ayudó a vender otros en Estados Unidos. No sólo eso, en 1936, el escritor patrocinó la primera muestra de Gattorno en Nueva York, en la galería Georgette Passedoit. La gira de las pinturas de Gattorno por Estados Unidos, que le ganó un premio en el Art Institute de Chicago, fue pensada por Hemingway y Dos Passos, ante todo, como un desembarco de guajiros cubanos en Nueva York.
Aquella fascinación de los norteamericanos con la imagen del guajiro, que se discutió hace algunos años en el blog Puente Ecfrático de Gerardo Muñoz, era, en buena medida, una derivación del interés de ambos por España. La guerra civil había estallado en la península, ese mismo año, y mientras ayudaban en la promoción de Gattorno en Nueva York, Hemingway y Dos Passos se incorporaban a las redes de solidaridad con la República. Los guajiros de Gattorno, según los escritores norteamericanos, eran españoles pobres, como los que en la península respaldaban la causa republicana.
En un texto publicado en Esquire Magazine, a propósito de aquellas muestras de Gattorno en Estados Unidos, Dos Passos puso en claro su interés por los guajiros del pintor cubano: "… And always a look of poverty, a certain malarial refinement and sadness and isolation of a transplanted race. They are the guajiros, the poor whites of Cuba, and Gattorno has put them on paper and canvas so well that once you have seen his paintings you continue to see the guajiros through his eyes".
Tristeza y soledad de "raza trasplantada", decía Dos Passos. Curiosamente, algo muy parecido dirá Pablo de la Torriente Brau en su famosa crónica sobre aquella exposición de Gattorno en Nueva York, que se publicó en la revista Bohemia con el título de "Guajiros en Nueva York", en junio de 1936, y que ganara el Premio Nacional de Periodismo Justo de Lara en 1937, poco después de su muerte en Majadahonda. Como Dos Passos, Brau hablará del "color palúdico, malárico, color de sol enfermo, color de sol de eclipse, de los pobres hombres siempre cansados y siempre incansables".
Los guajiros de Gattorno estaban animados, salían de los lienzos y observaban al espectador, abandonaban las salas de galerías y museos y caminaban por las calles de Manhattan. Pablo de la Torriente Brau daba a ese contacto con la ciudad y sus moradores el valor de una revelación. Con sus guajiros, Gattorno probaba que Cuba no estaba únicamente habitada por "rumberos y rumberas, mulatas de solar y negros de bongó". Si para los norteamericanos, el guajiro era el español trasplantado, para el republicano caribeño era la raza de la pobreza, del trabajo y de la revolución.
En su correspondencia con su amigo Arnold Gingrich, residente en Key West, Hemingway narra cómo, además de escribir el ensayo sobre Gattorno, compró varios ejemplares y ayudó a vender otros en Estados Unidos. No sólo eso, en 1936, el escritor patrocinó la primera muestra de Gattorno en Nueva York, en la galería Georgette Passedoit. La gira de las pinturas de Gattorno por Estados Unidos, que le ganó un premio en el Art Institute de Chicago, fue pensada por Hemingway y Dos Passos, ante todo, como un desembarco de guajiros cubanos en Nueva York.
Aquella fascinación de los norteamericanos con la imagen del guajiro, que se discutió hace algunos años en el blog Puente Ecfrático de Gerardo Muñoz, era, en buena medida, una derivación del interés de ambos por España. La guerra civil había estallado en la península, ese mismo año, y mientras ayudaban en la promoción de Gattorno en Nueva York, Hemingway y Dos Passos se incorporaban a las redes de solidaridad con la República. Los guajiros de Gattorno, según los escritores norteamericanos, eran españoles pobres, como los que en la península respaldaban la causa republicana.
En un texto publicado en Esquire Magazine, a propósito de aquellas muestras de Gattorno en Estados Unidos, Dos Passos puso en claro su interés por los guajiros del pintor cubano: "… And always a look of poverty, a certain malarial refinement and sadness and isolation of a transplanted race. They are the guajiros, the poor whites of Cuba, and Gattorno has put them on paper and canvas so well that once you have seen his paintings you continue to see the guajiros through his eyes".
Tristeza y soledad de "raza trasplantada", decía Dos Passos. Curiosamente, algo muy parecido dirá Pablo de la Torriente Brau en su famosa crónica sobre aquella exposición de Gattorno en Nueva York, que se publicó en la revista Bohemia con el título de "Guajiros en Nueva York", en junio de 1936, y que ganara el Premio Nacional de Periodismo Justo de Lara en 1937, poco después de su muerte en Majadahonda. Como Dos Passos, Brau hablará del "color palúdico, malárico, color de sol enfermo, color de sol de eclipse, de los pobres hombres siempre cansados y siempre incansables".
Los guajiros de Gattorno estaban animados, salían de los lienzos y observaban al espectador, abandonaban las salas de galerías y museos y caminaban por las calles de Manhattan. Pablo de la Torriente Brau daba a ese contacto con la ciudad y sus moradores el valor de una revelación. Con sus guajiros, Gattorno probaba que Cuba no estaba únicamente habitada por "rumberos y rumberas, mulatas de solar y negros de bongó". Si para los norteamericanos, el guajiro era el español trasplantado, para el republicano caribeño era la raza de la pobreza, del trabajo y de la revolución.
sábado, 16 de agosto de 2014
¿Baudelaire o Pessoa? Dos ideas de la crítica
Una vez que nos despojamos de toda falsa idea edificante de la crítica, del embuste de una crítica "amorosa", de la que hablaba José Martí en el Liceo de Guanabacoa. Esa crítica que "no muerde, ni tenacea, ni clava en la áspera picota" o que no "escudriña lunares y manchas" y que, en el fondo, no es "ejercicio del criterio", como pensaba él mismo, sino otra cosa, mensajes benévolos, dirigidos a fijar autoridades en la esfera pública.
Una vez, digo, que no queda más remedio que aceptar la noción moderna de la crítica, en la que se rebasa, finalmente, la subordinación del juicio al derecho o a la teología, a la metafísica o a la ideología, y se admite que el rol del crítico en la ciudad tiene que ver, en resumidas cuentas, con la autonomía intelectual y con la lealtad a ciertas ideas, parece haber dos alternativas. O piensas como Fernando Pessoa, que la crítica es el arte del desdén:
"La función última de la crítica bien entendida es que satisfaga la función natural del desdeñar, que es tan natural como la de comer y que conviene a la buena higiene del espíritu satisfacer cuidadosamente".
O piensas como Charles Baudelaire, para quien no era imposible ser justo y, a la vez, parcial:
"Para ser justa, es decir, para tener razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde un punto de vista que abra el máximo de horizontes".
Una vez, digo, que no queda más remedio que aceptar la noción moderna de la crítica, en la que se rebasa, finalmente, la subordinación del juicio al derecho o a la teología, a la metafísica o a la ideología, y se admite que el rol del crítico en la ciudad tiene que ver, en resumidas cuentas, con la autonomía intelectual y con la lealtad a ciertas ideas, parece haber dos alternativas. O piensas como Fernando Pessoa, que la crítica es el arte del desdén:
"La función última de la crítica bien entendida es que satisfaga la función natural del desdeñar, que es tan natural como la de comer y que conviene a la buena higiene del espíritu satisfacer cuidadosamente".
O piensas como Charles Baudelaire, para quien no era imposible ser justo y, a la vez, parcial:
"Para ser justa, es decir, para tener razón de ser, la crítica debe ser parcial, apasionada, política, es decir hecha desde un punto de vista exclusivo, pero desde un punto de vista que abra el máximo de horizontes".
martes, 12 de agosto de 2014
La vanguardia peregrina y sus críticos
Mi libro La vanguardia peregrina (FCE, 2013) ha
tenido la fortuna de ser reseñado, criticado y hasta refutado. Es a lo que debe
aspirar todo libro de ensayo y es arrogante y de mal gusto responder reseñas.
Nunca lo he hecho, pero he decidido hacer una excepción, esta vez, porque
observo en dos comentarios inteligentes sobre ese libro y en alguna diatriba vestida de reseña, una distorsión o, cuando menos, una mal interpretación que
se reitera, sin fundamento en una lectura textual del volumen.
El libro,
como comentábamos aquí, intenta explorar las poéticas y las políticas de seis
escritores cubanos (Lorenzo García Vega, Severo Sarduy, Calvert Casey, Nivaria
Tejera, Julieta Campos y José Kozer), exiliados durante los años 60 y 70, en
diversas capitales de Occidente. Todos esos escritores sintieron formar parte
de una vanguardia cultural, articulada en la isla antes del triunfo de la
Revolución, potenciada por ésta durante sus primeros años en el poder y
perfilada luego, de diversas maneras estéticas, en cada uno de los exilios que
aquí se estudian. Esa vanguardia, como se reitera en el libro, está ligada a la
experiencia de publicaciones como Orígenes,
Ciclón y, sobre todo, Lunes de Revolución –el único medio
donde llegaron a publicar todos esos escritores-, en las que se produjo, a la
vez, una crítica y un arqueo de la tradición literaria nacional.
Los tres
conceptos básicos del libro son vanguardia, exilio y tradición, como se
desprende de una lectura íntegra del volumen y del propio título. Los colegas
que comentaron La vanguardia peregrina
en la Universidad de Princeton y quienes la han reseñado en suplementos y
publicaciones mexicanas como Laberinto,
La Gaceta del Fondo de Cultura Económica o La Jornada Semanal destacan el cruce de esas
tres nociones. Escritores y críticos cubanos exiliados, como Ernesto Hernández
Busto y Pablo de Cuba Soria, en Letras Libres y la revista Crítica, se
concentran, en cambio, sólo en uno de los conceptos, el de vanguardia,
desenfocando los otros dos, e instalan sus objeciones en la certeza de que no
todos aquellos autores fueron realmente vanguardistas.
Tienen
razón Hernández Busto y Cuba Soria en que este libro maneja una noción “imprecisa”
–yo prefiero decir flexible- de vanguardia, que prescinde de jerarquías
estéticas entre seis escritores de probada calidad, en sus diferentes estilos. Cito a
estudiosos con distintas ideas de “lo vanguardista”, como Mario de Micheli,
Peter Bürger y Jorge Schwartz, precisamente para sugerir que las teorías de la
vanguardia y el vanguardismo han sido y pueden ser tan divergentes que poco sentido
tiene posicionarse desde alguna de ellas. El reparo que hacen es válido, pero,
como ambos reconocen, tiene su origen en que la categoría de vanguardia que
utilizo es cultural, política y, sobre todo, histórica, no rígidamente
estética.
Todos
aquellos escritores formaron parte de una generación que se propuso
revolucionar la literatura cubana, romper con la tradición y, a la vez,
reinventarla, por medio de genealogías estilísticas o de reescrituras de la
historia literaria del país. Pablo de Cuba Soria considera que el único, entre ellos, de “filiación netamente vanguardista es Lorenzo García Vega”
-quien tampoco optó por una vanguardia “desde la cuna”, como puede constatarse
leyendo su tradicionalista novela Espirales
del cuje o su Antología de la novela
cubana, que, en su momento, criticó Antón Arrufat. Llega a esa conclusión a
partir de una idea “precisa” de vanguardia que, a mi juicio, le impide leer
como literatura que juega con otras modalidades de vanguardia textos como De donde son los cantantes y Escrito sobre
un cuerpo de Sarduy, Sonámbulo del sol
y Huir de la espiral de Tejera, Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina
y El miedo de perder a Eurídice de
Campos o, incluso, cuadernos tempranos de Kozer, como la poesía reunida en Bajo este cien, que él mismo ha estudiado.
¿No son,
no eran en los años 60 y 70, vanguardistas la incorporación del postestructuralismo
a las ficciones y ensayos de Sarduy, los monólogos delirantes de Tejera, los
experimentos de narración objetiva, inspirados en la obra de Nathalie Sarraute
y Michel Butor, de Campos, o la primera poesía de Kozer en Nueva York? Un
recorrido por la crítica que en aquellos años se interesó en esa literatura y
por la propia autorrepresentación estética de esos escritores apunta al
horizonte cultural e ideológico de lo que entonces se llamaba “new vanguardism”.
Admito que el caso de Calvert Casey es más complicado, pero no creo que los
cuentos de El regreso, las prosas de Memorias de una isla, “Piazza Morgana”,
el fragmento que sobrevivió a la destrucción de la novela Gianni, Gianni, o el poema
“A un viandante”, sea literatura “tradicional” o “realista”. Por otra
parte, mi ensayo sobre Casey no se propone describirlo como escritor
vanguardista sino explorar la representación del sexo y la muerte en su
escritura.
Debo, por
último, referirme a una distorsión puntual que leo en los comentarios, por
demás, agudos, de Ernesto Hernández Busto y Pablo de Cuba Soria, y que aparece
también en un texto de Duanel Díaz, en Potemkin, sobre La vanguardia peregrina, que dejo para el final, por tratarse, no
de una reseña, sino de una descalificación. Ambos reseñistas reprochan que en el
libro sea “incluido” Antón Arrufat como escritor de aquella vanguardia
exiliada, sin ser un autor vanguardista ni exiliado. Pero es que Antón Arrufat
no aparece nunca como autor vanguardista o exiliado en La vanguardia peregrina. Varias veces en el libro e, incluso, en el
texto de contraportada, se dice que los seis autores estudiados son los aquí
mencionados y en un momento se habla de un séptimo, Octavio Armand, que
inicialmente pensé analizar, pero que por haber producido su obra más experimental,
entre fines de los 70 y principios de los 80 en Nueva York, quedaba fuera del periodo que intenté reconstruir.
Antón
Arrufat y su obra son comentados como piezas clave de la recepción de Virgilio
Piñera en Cuba, un fenómeno que, a mi juicio, es buena muestra de la “diálectica de la
tradición” en la cultura cubana contemporuena muestra de la diánea. El ensayo “La prole de Virgilio”, así
como el excurso final, “El mar de los desterrados”, son los que desarrollan más
plenamente los otros dos conceptos del libro -tradición y exilio-, por lo que
me pareció conveniente incluirlos. Cuando se habla de Arrufat en el prólogo de La vanguardia peregrina es para señalar
que en él encuentro una lectura de la tradición literaria nacional, con fricciones y armonías, semejantes a las que experimentaron algunos de los escritores exiliados en los 60. Hernández
Busto y Cuba Soria tuercen el argumento, atribuyéndome presentar a Arrufat como
un vanguardista más, en un plano de equivalencia estética o política con los otros escritores
exiliados, que nunca se sostiene o sugiere en el libro. Cuba Soria llega,
incluso, a preguntarse, “si está Arrufat”, por qué no incluir también a otros
poetas de la isla –algunos posteriores a aquella generación-, como César López,
Rafael Alcides, Reynaldo González y Lina de Feria.
Esas injustificadas demandas de inclusión o exclusión demuestran, una vez más, la
ansiedad del canon que invade la crítica literaria cubana. Hay algo arcaico y
tradicionalista en esa manera de pensar la literatura, aunque se exprese a
través de la disputa por establecer quién es el escritor cubano “más” o
“verdaderamente” vanguardista. Es tal la ansiedad por canonizar que los temas
específicos de un libro de ensayo sobre un grupo de escritores cubanos –la errancia o el nomadismo en
Tejera, el “mariposeo” post-estructuralista en Sarduy, la muerte y el sexo en Casey, Orígenes y lo "siniestro cubano" en García Vega, las meta-ficciones de Campos, el "arte de la conversación" en Arrufat o el mecanismo poético de la lectura en Kozer- no se
discuten. Lo que se discute, en resumidas cuentas, es quiénes, entre esos escritores,
valen o no la pena según la soberana estimativa literaria del crítico.
La misma distorsión,
en relación con Antón Arrufat, aunque expuesta
en un lenguaje descalificador, cercano al libelo colegial, aparece en el texto
de Duanel Díaz. Si dejamos a un lado el insulso reproche de “name dropping”,
por parte de un académico, no un estilista de la prosa, que también cita y recita, se atiene a rígidos marcos
teóricos y que, en sus últimos libros, tampoco hace crítica literaria, ni historia intelectual sino interpretación ideológica de la literatura, aunque con frecuentes apelaciones neopositivistas al "error" o a la "equivocación" en el saber cultural. Si obviamos, agrego, la abierta
tergiversación –como cuando afirma que en el ensayo “Mariposeo sarduyano” se identifica el “barroco de la Revolución”
de Sarduy con la ideología oficial cubana o con el propio régimen- , o el deliberado equívoco
–decir que confundo “modernism” y “vanguardia”, siendo todos los escritores
cubanos que estudio posteriores y críticos del “modernism”-, o el evidente escamoteo -descartar que el 68 sea un tema del libro, cuando aparece, por lo menos, en cuatro de los ensayos, además de la Introducción-, el principal
reproche de Díaz sería que La vanguardia
peregrina y, de paso, otras dos obras anteriores, El estante vacío y La máquina
del olvido, son libros desechables porque no son “orgánicos” y aparentan
serlo.
El lector
interesado puede ir a la nota de presentación de La máquina del olvido, donde se especifica que los ensayos ahí
reunidos fueron publicados en distintas revistas iberoamericanas, o a la
Introducción de El estante vacío,
para comprobar que esos volúmenes se presentan como lo que son: libros de
ensayos. La vanguardia peregrina, en
cambio, fue pensada como un volumen orgánico –aunque no formalmente académico- y
debo su idea, en buena medida, a Pío Serrano, quien en 2010 me invitó a
escribir el prólogo de Huir de la espiral
de Nivaria Tejera en la editorial Verbum, donde se expone el proyecto del libro, y a Jorge Herralde, que
inicialmente pensó publicarlo en Anagrama. En todo caso, la historia del ensayo
occidental está llena de maravillosos libros inorgánicos, que no cito por
aquello del “name dropping”…. Al menos por ahora.
domingo, 10 de agosto de 2014
Vade retro Internet
Leo con algún retraso el libro de Emily Parker sobre las limitaciones al acceso a Internet en Rusia, China y Cuba, que reseñó Mario Vargas Llosa hace meses en El País. Tengo la impresión, tal vez equivocada, de que el libro ha tenido poco impacto en medios electrónicos de la oposición y el exilio cubanos. Es lamentable porque este tipo de libros, escritos por periodistas o funcionarios y no por académicos, suelen tener mayor resonancia en la opinión pública global.
El libro identifica con tres actitudes el rechazo a Internet de los gobiernos de esos tres países: el "aislamiento" (China), el "miedo" (Cuba) y la "apatía" (Rusia). A pesar de que un psicólogo no entendería esas actitudes como discordantes, ya que las tres reflejan animosidad o negación, la mayor virtud del libro, a mi juicio, es que su autora distingue con cuidado los tres contextos y los tres regímenes.
A diferencia de Vargas Llosa, quien habló en su reseña de "totalitarismos", Parker, en el libro, habla de "diferentes cicatrices del comunismo autoritario" en esos tres países. Me parece una formulación más adecuada, ya que aunque China y Cuba siguen siendo regímenes comunistas de partido único, sus economías y sus sociedades están asimilando elementos más propios del capitalismo de Estado. China desde los 70 y 80 y Cuba en los últimos años, y de manera más acotada, por lo que la fisonomía de ambos sistemas no es equiparable.
Rusia, por otro lado, dejó de ser un régimen comunista desde principios de los 90 y, al margen del autoritarismo de su gobierno actual, posee un orden social y una vida pública más abiertos que en China y, sobre todo, que en Cuba, cuyo sistema es, de acuerdo a este libro, el más cerrado y el más vulnerable a la influencia de Internet. Parker ha tenido en cuenta algo elemental, que con frecuencia se pierde de vista en medios oficiales u opositores de la isla o el exilio, y es el peso de la geografía y la demografía.
Rusia y China son enormes países asiáticos -el primero con un pie en Europa-, de cientos o miles de millones de habitantes. La apatía o el aislamiento frente a Internet son actitudes que cuadran a esa condición. Cuba, sin embargo, es una pequeña isla de 110 000 kilómetros cuadrados y una población envejecida y descendente de 11 millones de habitantes, ubicada en el centro de Occidente, que carece de capacidad económica y tecnológica para retraerse, como China, o para distanciarse, como Rusia. Este libro, además de una denuncia contra la censura o el control de la red electrónica global, es un llamado a no abusar de falsas equivalencias.
El libro identifica con tres actitudes el rechazo a Internet de los gobiernos de esos tres países: el "aislamiento" (China), el "miedo" (Cuba) y la "apatía" (Rusia). A pesar de que un psicólogo no entendería esas actitudes como discordantes, ya que las tres reflejan animosidad o negación, la mayor virtud del libro, a mi juicio, es que su autora distingue con cuidado los tres contextos y los tres regímenes.
A diferencia de Vargas Llosa, quien habló en su reseña de "totalitarismos", Parker, en el libro, habla de "diferentes cicatrices del comunismo autoritario" en esos tres países. Me parece una formulación más adecuada, ya que aunque China y Cuba siguen siendo regímenes comunistas de partido único, sus economías y sus sociedades están asimilando elementos más propios del capitalismo de Estado. China desde los 70 y 80 y Cuba en los últimos años, y de manera más acotada, por lo que la fisonomía de ambos sistemas no es equiparable.
Rusia, por otro lado, dejó de ser un régimen comunista desde principios de los 90 y, al margen del autoritarismo de su gobierno actual, posee un orden social y una vida pública más abiertos que en China y, sobre todo, que en Cuba, cuyo sistema es, de acuerdo a este libro, el más cerrado y el más vulnerable a la influencia de Internet. Parker ha tenido en cuenta algo elemental, que con frecuencia se pierde de vista en medios oficiales u opositores de la isla o el exilio, y es el peso de la geografía y la demografía.
Rusia y China son enormes países asiáticos -el primero con un pie en Europa-, de cientos o miles de millones de habitantes. La apatía o el aislamiento frente a Internet son actitudes que cuadran a esa condición. Cuba, sin embargo, es una pequeña isla de 110 000 kilómetros cuadrados y una población envejecida y descendente de 11 millones de habitantes, ubicada en el centro de Occidente, que carece de capacidad económica y tecnológica para retraerse, como China, o para distanciarse, como Rusia. Este libro, además de una denuncia contra la censura o el control de la red electrónica global, es un llamado a no abusar de falsas equivalencias.
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