Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 30 de diciembre de 2009

La herética ortodoxia de Joseph de Maistre

El pensador saboyano Joseph de Maistre es presentado, con frecuencia, junto al británico Edmund Burke, como uno de los fundadores del conservadurismo decimonónico. Es cierto que ambos fueron críticos de la Revolución Francesa, el segundo en sus Reflexiones (1790) y el primero en sus Consideraciones sobre Francia (1796). Pero las críticas de uno y otro al fenómeno revolucionario respondían a motivaciones intelectuales diferentes: para Burke la mayor amenaza de la Revolución se hallaba en la suplantación del derecho consuetudinario, protector del individuo, por una visión abstracta de los derechos naturales, generadora de la dictadura de la mayoría; para De Maistre, lo peor de la Revolución era su “maldad”: su implementación de una nueva religiosidad política, a su juicio, anticristiana.
En los dos últimos siglos, a las tradiciones ideológicas jacobinas, bolcheviques y comunistas –no tanto a la liberal, la socialdemócrata o la democristiana- les ha costado trabajo discernir entre el pensamiento político de Burke y el de De Maistre. Muchos han preferido no dar importancia a que Burke fue, en realidad, un old whig más que un new tory, es decir, un defensor del sentido representativo y constitucional de la monarquía británica, sin visos de absolutismo, como los que aparecen en la rígida lealtad borbónica de De Maistre, y sin una idea teológica de la política como la que desarrolló este último a partir de su formación jesuítica. Si Burke se entiende como conservador, en el sentido moderno y no antiliberal del término, De Maistre puede ser entendido como reaccionario.
Como muchos reaccionarios de los dos últimos siglos, De Maistre fue un pensador hábil, elocuente y polémico. Hay momentos en que se manifiesta en él una ortodoxia herética, por utilizar un oxímoron, que lo vuelve difícilmente ubicable en el conservadurismo de su época. No porque se acerque al liberalismo, como Burke, sino porque se aleja de las ideas conservadoras por el extremo derecho del espectro ideológico del siglo XIX. Esta dislocación se observa, por ejemplo, en el espléndido Tratado sobre los sacrificios, que han rescatado este año los inteligentes editores de Sexto Piso. No es raro que la defensa del sacrificio y de la “salvación por la sangre” del monarquista De Maistre haya sido aprovechada por más de un republicano y nacionalista francés a partir de la segunda mitad del siglo XIX.
Al igual que en otros textos suyos –las Consideraciones, el Ensayo sobre el principio generador de las constituciones políticas o Sobre el Papa-, De Maistre se enfrentaba a pensadores ilustrados franceses, como Condillac y Voltaire, que entendían los sacrificios humanos como prácticas salvajes de la antigüedad clásica o de culturas bárbaras. Según De Maistre, esos pensadores no entendían que hacer sacrificios a Dios era una necesidad de la condición culpable y pecaminosa del hombre, que confirmaba la fuerza de la religión en todas las culturas. Al defender el sacrificio como práctica religiosa, De Maistre se apartaba de muchos estereotipos ilustrados, que atribuían al paganismo, al hinduismo e, incluso, a las cosmogonías precolombinas de América una esencia “bárbara”.
El rito de arrancar el corazón y exprimir la sangre en la boca del ídolo, entre los aztecas, o el de las mujeres de la India, que se lanzan sobre las llamas, luego de recitar el Sancalpa, le parecen a De Maistre testimonios de la “horrible buena fe de esos pueblos”. Lo importante del sacrificio, aún del sacrificio humano, es ese espectáculo de entrega del hombre, finito, ignorante y culpable, a la grandeza, virtud y sabiduría de Dios: “no hay nada –concluye- que demuestre de una manera más digna de Dios lo que el género humano ha confesado siempre, incluso antes de que se le hubiese enseñado: su degradación radical, la reversibilidad de los méritos de la inocencia que redime al culpable, y la salvación por la sangre”.
Por la vía de la ortodoxia católica y contrailustrada de la época de la Santa Alianza –De Maistre, como es sabido, fue, entre 1802 y 1817, ministro plenipotenciario del rey de Cerdeña, Carlos Manuel IV, ante la corte del Zar Alejandro I, a quien asesoró en temas de política europea- este reaccionario se convertía, casi, en un defensor de la dimensión religiosa de las culturas paganas, precolombinas e hinduistas. Culturas que la mayoría de los liberales, conservadores y socialistas del siglo XIX consideró manifestaciones supersticiosas, heréticas y, cuando menos, primitivas, que ofendían o desvirtuaban al cristianismo y que debían ser superadas o transformadas por medio de la razón científica o de la “verdadera fe”.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Mendel y los libros


Una tarde lluviosa de 1929, Stefan Zweig entra empapado al café Gluck de Viena. El deja vu se le vuelve insoportable e intenta reconocer ese lugar, que le resulta tan familiar, por sus objetos. Finalmente da con una mesa que le devuelve la memoria: en esa misma mesa, en ese mismo café, durante los años de la Primera Guerra Mundial, se sentaba con todos sus libros Jakob Mendel, un anciano judío de Galitzia, que entre los dos poderes del alma de la religión hebraica, había elegido el sechel (intelecto) antes que la emunah (fe).
Alguna vez, en 1915, Zweig había consultado a Mendel sobre bibliografía para el estudio del magnetismo mesmerista, el sonambulismo, la hipnosis, la ciencia cristiana, el espiritismo y Madame Blavatsky. Más de diez años después, Zweig entraba al mismo café y no encontraba a Mendel en su mesa, rodeado de libros. Luego de indagar con bartenders y meseros se entera de que Mendel fue arrestado aquel mismo año, acusado de ¡triple espía! -de Francia, Gran Bretaña y Rusia- y enviado a un campo de concentración.
Zweig logra, finalmente, reconstruir la historia del viejo bibliófilo. La policía secreta austríaca había interceptado la correspondencia de Mendel con libreros franceses, británicos y rusos, en 1915, y luego de repasar los volúmenes que solicitaba el sabio judío –el Bulletin bibliographique de la France, los últimos números de la Antiquarian- a Jean Labourdaire, en París, y a John Aldridge, en Londres, había concluido que se trataba de mensajes secretos que revelaban la ubicación de posiciones militares estratégicas del imperio austro-húngaro.
Acusado de traición, como Alfred Dreyfus, Mendel fue recluido en un campo de concentración, donde pudo haber muerto de disentería, inanición o locura. Durante su desaparición y todavía en los años posteriores a la guerra, a Mendel le llegó correspondencia de sus amigos libreros europeos a la dirección del café Gluck, en Viena. Zweig pudo consultar aquellos libros la misma tarde de 1929, en la misma vieja mesa del café, y entre volúmenes de teología, espiritismo, hipnosis y mesmerismo, encontró un tomo de la Bibliotheca Germanorum erotica et curiosa, de Hayn, que no imaginó nunca como lectura del devoto Mendel.
Esta es la historia que cuenta Stefan Zweig en Mendel el de los libros, un raro librito publicado por Acantilado (Barcelona) este año. Podría pensarse que el tema central del relato es el antisemitismo, pero no es así. El tema central es el olvido. Zweig termina el relato recriminándose haber olvidado, en pocos años, a aquel erudito que, en más de una ocasión, lo ayudó en sus investigaciones: “yo me había olvidado de Mendel el de los libros. Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos del inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.

domingo, 27 de diciembre de 2009

Muertes de Lorca

Ahora que la Junta de Andalucía ha dado por terminadas las excavaciones en Alfacar, sin haber encontrado los restos de Federico García Lorca, se desatan las especulaciones sobre la muerte del poeta y sobre el destino de sus huesos. La mayoría de los historiadores sigue pensando que Lorca fue ejecutado en el barranco de Víznar, pero no pocos investigadores y periodistas comienzan a sugerir que el régimen franquista exhumó el cadáver y lo trasladó de lugar o le dio oculta sepultura, desde un inicio, para evitar que su tumba se convirtiera en santuario. No falta quien asegure que los restos del poeta se encuentran entre los varios miles enterrados en el Valle de los Caídos.
Los periódicos españoles se llenan, en estos días, de llamados a la memoria o al olvido, al desenterramiento de más de cien mil desaparecidos o a honrar el pacto de la transición y dejar los muertos en paz. Alguien recordaba una frase de Manuel Azaña, a propósito del traslado a Granada, en 1925, de los restos de Ángel Ganivet, suicidado en Riga, en 1898: “lo primero que se hace con los hombres ilustres es desenterrarlos. En España, la manía de la exhumación sopla a ráfagas”. Más allá de esa relación fetichista con los muertos, que pasó de la península a Hispanoamérica, y que en el caso de una víctima como Federico García Lorca adquiere tonos trágicos, la prensa española ha vuelto, también, a las fantasías sobre el final del poeta.
Un periodista recordaba que en la novela La luz prodigiosa, llevada al cine a principios de esta década, Fernando Marías contaba la ficción de una sobrevida de García Lorca. El poeta, desfigurado, había salido con vida del fusilamiento de agosto de 1936, en el barranco de Víznar, y enfermo y amnésico encontró refugio en un convento en las afueras de Granada. Ya anciano, irreconocible y olvidado de sí, García Lorca volvía a caminar las calles de su Granada, como en el poema de Antonio Machado.
Otra ficción sobre la muerte de García Lorca, no recordada por estos días en la prensa española, es la del escritor cubano Reinaldo Arenas en el cuento El cometa Halley. La pieza teatral La casa de Bernarda Alba, según Arenas, quedó inconclusa, ya que Federico García Lorca, enamorado de su personaje Pepe el Romano, fue quien se fugó con éste. Las hijas de Bernarda Alba, abandonadas por el amor de todas, se embarcan en Cádiz rumbo a Cuba, donde se establecen en Cárdenas. Allí viven el frenesí generado por la profecía del cometa Halley, en 1910, anunciada por el escritor y astrónomo local, García Markos, y se enteran de la muerte de García Lorca, en la península, “insatisfecho” y degollado por Pepe el Romano.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Atlas Mnemosyne

Finalmente aparece en español la entusiasta vindicación de Aby Warburg (1866-1929), La imagen superviviente. Historia del arte y el tiempo de los fantasmas según Aby Warburg (Madrid, Abada Editores, 2009), realizada por el filósofo francés Georges Didi-Huberman, profesor de la École en París. En las dos últimas décadas Didi-Huberman ha viajado con frecuencia a Hamburgo y a Londres, en busca de los rastros de la gran obra historiográfica y antropológica de Warburg. Una obra que cree sintetizada en el concepto de “imagen superviviente”, que le permitió a Warburg cuestionar la idea de progreso o “superación” en la historia del arte y entender la cultura como un archivo del inconsciente, del que emergen arquetipos o fantasmas milenarios, en cualquier espacio o tiempo.
Warburg es conocido, sobre todo, por su estudio sobre el “renacimiento del paganismo” en la cultura italiana de los siglos XV y XVI, libro en el que siguió las ideas de Nietzsche sobre el origen de la tragedia y la pervivencia de los espíritus “apolíneo” y “dionisíaco” en el arte occidental. Pero a partir de un viaje a Estados Unidos en 1896, en el que entró en contacto con los indios hopi, zuñi y navajos de Nuevo México, Arizona, Utah y Colorado, y de una relación personal con la psiquiatría, el psicoanálisis y la neurología –tuvo varios ingresos en clínicas de Suiza y Alemania, como la de Kreuzlingen o la del doctor Ludwig Binswanger, en las primeras décadas del siglo XX, donde, además de ser atendido como cualquier otro paciente, impartió conferencias sobre arte y antropología- su proyecto intelectual fue volviéndose más y más ambicioso.
La ópera magna de Warburg iba a ser un Atlas Mnemosyne, donde narraría la historia de la memoria europea a través de imágenes, sin palabras. Al proyectar una narración extraverbal, Warburg buscaba descentrar la logofilia de la cultura europea, ya que sus viajes y lecturas antropológicas lo habían convencido de que las imágenes, como los arquetipos jungianos, emergían en cualquier contexto y sin responder a una dialéctica autoconsciente de la tradición. Él, por ejemplo, había constatado que el ritual de la serpiente de cascabel, símbolo del relámpago y el augurio de lluvia, entre los indios hopi, resumía todas las modalidades del miedo y el deseo que se manifestaban en la angustia occidental.
En su reinterpretación de Warburg, Didi-Huberman avanza más en ese sentido, al demostrar que el gran historiador del arte alemán encontró en el baile de los indios navajos la clave para la comprensión del arte cuatrocentista de Botticelli, Piero della Francesca y Ghirlandaio. Didi-Huberman traslada el mismo enfoque del diálogo entre imágenes distantes al estudio de la relación de las vanguardias del siglo XX con el arte clásico y renacentista, romántico e impresionista. Donatello -sostiene- está más cerca de Marcel Duchamp que cualquier pintor académico del siglo XIX porque la tradición no es una espiral ascendente sino un archivo del subconsciente. Un artista contemporáneo como Damien Hirst es, según Didi-Huberman, un traductor del inconsciente de la alta burguesía, donde se entrelazan la muerte, los diamantes y la taxidermia.
Warburg, como es sabido, no pudo concluir su Atlas Mnemosyne, pero Didi-Huberman cree que la misma puede ser reconstruida a partir de los más de 60 000 volúmenes de su biblioteca, que el discípulo, Fritz Saxl, trasladó de Hamburgo a Woburn Square tras la llegada de Hitler al poder. De lograrse algo así, los historiadores y los filósofos de la cultura occidental tal vez deban enfrentarse a un cuestionamiento severo de sus premisas. La historia de la cultura, según Warburg, no responde a una lógica de “progreso hacia mejor”, como pensaban J.J. Winckelmann y otros ilustrados, sin excluir a Kant, pero tampoco refleja un retroceso moral, como sugirió Rousseau en su Discurso sobre las ciencias y las artes. La idea de Warburg estaría más cerca de la tesis del “estancamiento”, la tercera opción “abderitista”, que Kant también criticó en su filosofía de la historia.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

Navidad de Darío en Nueva York


Rubén Darío pasó las Navidades de 1914 en Nueva York, donde escribió varios poemas sobre esa gran ciudad. En uno de ellos, las “meditaciones de madrugada” sobre la “gran cosmópolis”, resumía la mezcla de fascinación y rechazo que provocaba Nueva York entre tantos escritores latinoamericanos de su generación. El contraste entre gloria y decadencia, lujo y miseria, placer y dolor era permanente en aquellos versos de Darío:


¡Sé que hay placer y que hay gloria
allí, en el Waldorf Astoria,
en donde dan su victoria
la riqueza y el amor;
pero en la orilla del río,
sé quienes mueren de frío,
y lo que es triste, Dios mío,
de dolor, dolor, dolor…!


La primera persona, como en Martí, afirma aquella condición de testigo solitario, peregrino, capaz de ver lo que los new yorkers no ven. En un “soneto pascual” escrito en esas mismas Navidades, Darío se imaginaba como en rey mago, encima de su burro, camino a Egipto, pero desorientado, sin la estrella de Belén que debía guiarlo. La orientación que el poeta necesitaba para pensar la “cosmópolis” es ofrecida por la certeza de que también en Nueva York existe Dios. Una prueba de su existencia era la diversidad racial y migratoria, que Darío presenta de dos maneras. Primero como injusticia:


Casas de cincuenta pisos,
servidumbre de color,
millones de circuncisos,
máquinas, diarios, avisos
y ¡dolor, dolor, dolor…!


Y luego como convivencia:


Allí pasa el chino, el ruso,
el kalmuko y el boruso;
y toda obra y todo uso
a la tierra nueva es fiel,
pues se ajusta y se acomoda
toda fe y manera toda,
a lo que ase, lima y poda
el sin par tío Samuel.


Al final del poema, la reconciliación de Dios con Nueva York ya nos coloca en un territorio ajeno al de las ideologías antinewyorkinas: las nacionalistas, a lo Ariel de José Enrique Rodó, o las comunistas, a lo La ciudad del diablo amarillo de Máximo Gorki. Nueva York no es, únicamente, esa urbe dorada donde se rinde culto al dólar sino una comunidad whitmaniana, piadosa, que hace de las Navidades un ritual moderno en el que ciudadano, feligrés y consumidor se funden en una misma persona. Estados Unidos es, para un Darío que, como Martí veinte años atrás, admira la Trinity Church en el corazón de Wall Street, tierra de religión:


Aquí el amontonamiento
mató amor y sentimiento;
mas en todo existe Dios,
y yo he visto mil cariños
acercarse hacia los niños
del trineo y los armiños
del anciano Santa Claus.


Y de amor:


Porque el yanqui ama sus hierros,
sus caballos y sus perros,
y su yacht, y su foot-ball;
pero adora la alegría,
con la fuerza, la armonía;
un muchacho que se ría
y una niña como un sol.

martes, 22 de diciembre de 2009

Azaña y la confianza


La biografía de Manuel Azaña (1880-1940), Vida y tiempo de Manuel Azaña.1880-1940 (Taurus, 2008), escrita por Santos Juliá, es recomendable por muchas razones. Además de la reconstrucción exhaustiva de su actividad política, sus presidencias del gobierno (1931-33) y de la República (1936) y sus exilios, Santos Juliá se detiene en la biografía intelectual de Azaña. Dedica páginas a su labor en el Ateneo, a su crítica al pesimismo de la generación del 98 y a sus relaciones con otras figuras públicas de su propia generación, la del 14, como Luis Araquistain, José Ortega Gasset o Américo Castro.
Una las amistades intelectuales y políticas –polémica como todas las amistades de ese tipo- que se explora aquí es la de Azaña y Salvador de Madariaga. Azaña propuso al biógrafo de Colón, Cortés y Bolívar el puesto de Ministro de Hacienda de su primer gobierno republicano, pero éste declinó la oferta aceptando el nombramiento de embajador de España en París. Sin embargo, Madariaga aceptó los cargos de Ministro de Educación y Ministro de Justicia cuando Azaña salió de la presidencia, en 1933.
Santos Juliá reproduce una carta del 15 de febrero de 1932, dirigida por Azaña a su embajador en París, Salvador de Madariaga, en la que el jefe del gobierno exige confianza entre los políticos e intelectuales que respaldan la República. Por lo visto, un enviado informal de la República había llegado a París y se había reunido con políticos franceses sin presentarse debidamente ante el embajador Madariaga. Éste último envió una queja a Azaña, quien le responde que dicha persona no iba en misión oficial por lo que era imprudente que se identificara en la embajada. Al final de la carta, Azaña pide confianza:
“Ya sé que usted no es quisquilloso, y lo celebro, pero le agradeceré particularmente que no se estrene de quisquilloso en este pequeño asunto, en el que no puede haber otra cosa que se roce con la confianza”. Azaña, que de joven se había interesado en el tema de la “responsabilidad de las multitudes”, sabía que una comunidad enferma de desconfianza, donde cada corriente del mismo bando acusa a la otra de traición y “complicidad con el enemigo”, es incapaz de crear instituciones democráticas.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Gutenberg a la defensiva

Primero fue el Manifiesto de Heidelberg, el pasado septiembre, en el que más de mil autores alemanes se pronunciaron en contra de la digitalización indiscriminada de libros promovida por Google y otras grandes empresas de internet. Ahora es la sentencia del Tribunal de Gran Instancia de París, a favor de la demanda de Editions La Martiniere, perteneciente al Grupo Seuil, en contra de Google Books. La Martiniere acusa a Google de haber digitalizado 3000 libros de su catálogo sin autorización, por lo que el tribunal parisino aceptó que se trata de una “falsificación de derechos de autor”, abriendo la puerta a una demanda por 15 millones de euros.
La reacción de Google, recogida por los grandes periódicos del mundo, apela a la “democratización” de la literatura y acusa a Francia de conservadurismo intelectual. Toda una disputa sobre distintas maneras de entender la cultura entre Europa y Estados Unidos, que se remonta a La democracia en América de Tocqueville, y que, según algunos, podría generar el respaldo de varios grupos editoriales europeos a la posición francesa. Habrá que ver. La guerra entre el libro impreso y el libro digital apenas comienza: Livres Hebdo acepta que el mercado del libro francés está menos conectado con el anglófono que el alemán e, incluso, el español, por lo que la posición de París no necesariamente tendría respaldo en toda Europa.
En la mayoría de los debates sobre el tema predomina la certeza de que la cultura digital invadirá toda la esfera pública. Los propios periodistas auguran la desaparición de los periódicos impresos y no son pocos los editores que piensan que la digitalización de libros acabará con la industria y el mercado editoriales, tal y como los conocemos desde Gutenberg. Es probable, pero, por lo pronto, quedan todavía algunos años de batalla entre el pasado y el futuro: todo un espectáculo que seguiremos con la misma expectación con que el público de los siglos XIX y XX siguió las revoluciones y las guerras mundiales.

sábado, 19 de diciembre de 2009

La cultura staliniana



El año pasado el Centro Teórico-Cultural Criterios, que dirige en la Habana el crítico cubano Desiderio Navarro, publicó el ensayo Obra de arte total Stalin. Topología del arte del estudioso alemán Boris Groys, traducido por el propio Navarro. La primera edición de este ensayo data de 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín, pero, dos décadas después, el texto adquiere una actualidad, tal vez, mayor que la que tuvo entonces por el arraigo que han logrado algunas tesis que el libro critica.

La versión cubana de Obra de arte total Stalin, financiada por el Instituto Goethe, incluyó las dos primeras y extensas partes del libro, que son las más históricas y, también, las más teóricas. En una edición posterior en la valenciana Pretextos, también traducida por Navarro, se reproduce íntegramente el texto de Groys, con sus intervenciones críticas sobre el arte conceptualista alternativo de Moscú, en los años 70 y 80, y, específicamente, sobre el “sots-art” (mezcla de realismo socialista y pop art) que a Groys le interesaba teorizar como parte del impacto del postmodernismo en Europa del Este.

El ensayo de Groys cuestiona frontalmente muchos de los tópicos acumulados en los últimos veinte años sobre el arte soviético en las décadas de los 20 y los 30 y, específicamente, sobre la concepción del canon estético del realismo socialista. La idea de que el arte stalinista surge como una ruptura con las vanguardias es replanteada por Groys por medio de una genealogía del realismo socialista, en la que éste aparece, en buena medida, como una radicalización de la estética vanguardista del periodo bolchevique.

Groys describe cómo del suprematismo de Malévitch y el lenguaje fonético transmental de Jlébnikov se pasó con fluidez al constructivismo de Rodchenko y Tatlin y de éste al “productivismo” de la revista LEF y el propio Rodchenko y la estética “ingenieril” de Arvátov, Gan y otros teóricos. El “productivismo” y la estética “ingenieril”, a diferencia del constructivismo y las vanguardias, daban un salto más acá de la institución del arte por medio de la demanda de transformación del artista en obrero y de la obra en objeto útil.

Esa transición, que se produce en los años de la NEP, es el punto de partida de la cultura staliniana. Groys reseña la polémica suscitada por la Torre de la Tercera Internacional de Tatlin, que a Rodchenko le pareció “mística” y estetizante y a Sklovski, en cambio, le resultó antiartística por su excesivo compromiso político. Ya desde entonces los vanguardistas que no querían dar el salto al realismo socialista se resisten a entregar su autonomía, preservando la institución moderna del arte.

Al cerrar los mínimos espacios de mercado creados por la NEP, el stalinismo convirtió la opción “productivista” en la única válida dentro de la vida cultural soviética. Algunos vanguardistas, como Kaverin o Ehrenburg, quien había editado en Berlín, con Lisitski, la revista constructivista Cosa, se convirtieron rápidamente en defensores del realismo socialista. Groys sostiene, por tanto, que el realismo socialista ya estaba creado como práctica artística y teórica cuando los líderes soviéticos, sobre todo, Stalin y Zhdanov, lo formularon doctrinalmente.

Aunque a Groys le interesa destacar esta continuidad genealógica, tampoco ignora las diferencias entre la vanguardia bolchevique y el realismo socialista stalinista, sobre todo, a partir de los 30, cuando el canon oficial ya ha sido formulado en términos ideológicos y estéticos por el poder. Groys observa diferencias entre una y otro en tres áreas: “la actitud ante el legado clásico”, la idea del “reflejo de la realidad” y la cuestión del “hombre nuevo”.

Tanto los líderes bolcheviques como los stalinistas, dice Groys, tenían visiones y gustos tradicionales de la cultura moderna. Sin embargo, los primeros no eran tan intolerantes en la relación de la vanguardia con la tradición moderna como serían los segundos. Para los primeros, por ejemplo, estaba bien que los poetas soviéticos se inspiraran en poetas alemanes como Goethe, Schiller, Novalis o Hölderlin; para los segundos, Goethe y Schiller eran “progresistas” y “populares”, pero Novalis y Hölderlin eran “reaccionarios” y “antinacionales”, por la irracionalidad de sus romanticismos.

Los vanguardistas creían en el artista como demiurgo de la nueva sociedad y, en buena medida, como arquetipo del “hombre nuevo”. Los stalinistas, en cambio, pensaban que la condición del “hombre nuevo” estaba ligada a la homogeneidad civil generada por la cultura proletaria, por lo que la condición de artista respondía a la vieja división del trabajo burgués que debía ser superada. Groys sostiene, con lucidez, que esa idea contiene un origen vanguardista y que, al mismo tiempo, su realización práctica bajo el stalinismo, lejos de romper con la división burguesa del trabajo, generó una casta o corporación de escritores y artistas que se diferenciaba, por sus privilegios y su modo de vida, de la clase obrera soviética.

De las tres diferencias antes señaladas, entre vanguardia bolchevique y realismo socialista stalinista, la mejor desarrollada por Groys, a mi juicio, es la que tiene que ver con la idea del arte como “reflejo de la realidad”, que expuso Lenin en su famoso ensayo sobre Tolstoi. Groys sostiene que la doctrina del realismo socialista, a diferencia del naturalismo o del realismo tolstoiano, que admiraba Lenin, era, en realidad, un “surrealismo partidista o colectivo”, ya que lo que debían reflejar los artistas bajo el stalinismo no era la realidad de los obreros y los campesinos sino la fantasía o el ideal del obrero y el campesino soviético concebido por Stalin. Dice Groys:

“Lo que está sujeto a mimesis con los medios del arte no es, por tanto, la realidad exterior, visible, sino la realidad interna de la vida interior del artista, su capacidad de identificarse por dentro con la voluntad del Partido y de Stalin, fundirse con ella y generar de esa fusión interna una imagen o, más exactamente, un modelo de esa realidad a cuya formación está orientada esa voluntad”.

El realismo socialista, agrega,

“es un realismo del sueño, que oculta tras su forma popular, nacional, un contenido nuevo, socialista: la grandiosa visión del mundo que es construido por el Partido, la obra total de arte que es creada por la voluntad de su verdadero creador y artista: Stalin. Para el artista en esta situación, ser realista significa evitar el fusilamiento por la divergencia de su sueño personal con el de Stalin, entendida como un delito político. La mimesis del realismo socialista es la mimesis de la voluntad staliniana, la asimilación interior del artista a Stalin, la entrega de su ego artístico a cambio de la eficacia colectiva del proyecto que él comparte”.

Algunos pasajes de este libro, leídos desde cualquiera de las ortodoxias de la guerra fría, la comunista o la anticomunista, pueden resultar nostálgicos del realismo socialista. Sin embargo, desde las primeras páginas de su libro, Groys sostiene que su propuesta de “historizar el realismo socialista”, de la misma manera que se ha “historizado la vanguardia”, no “significa que se absuelva de sus pecados a ese arte. Todo lo contrario: significa la necesaria reflexión respecto a la supuesta inocencia absoluta de la vanguardia que cayó víctima de esa cultura”.

Hay en la propuesta arqueológica de Groys una coincidencia con la nueva historia cultural que se viene practicando en Occidente, en las dos últimas décadas, y, a la vez, una divergencia con las visiones ideológicas del pasado soviético, del mismo periodo, que niegan todo valor estético a la literatura y el arte producidos bajo el stalinismo. Groys propone historiar la cultura totalitaria soviética de la misma manera que se historia la cultura nazi en Alemania o la fascista en Italia. Su pertenencia a la neovanguardia postmoderna de los 80 moscovitas, lo conduce, sin embargo, a una idea prejuiciada de la tradición que se refleja, sobre todo, en sus juicios literarios.

Groys comparte con muchos críticos neomarxistas de su generación una imagen peyorativa de la literatura disidente rusa. En un pasaje de su libro afirma que la oposición al aparato stalinista que ejercieron Bulgákov, Ajmátova, Pasternak y Mándelshtam recurría a modelos "tradicionales" o conservadores de la literatura y del rol del escritor en la sociedad. ¿Realmente es así? ¿No provenían esos cuatro escritores de poéticas tan vanguardistas como la de Maiakovski, por ejemplo, aunque de diferente signo? ¿No era la crítica del stalinismo una afirmación del rol crítico del escritor, que también suscribieron las vanguardias?

Cuando la primera edición española íntegra, de Obra de arte total Stalin, apareció en Pretextos, su traductor, Desiderio Navarro, explicó que la última parte del libro no había sido incluida en la edición habanera porque la misma trataba sobre el “conceptualismo moscovita de los años 70 y 80 (Prigov y los mundialmente célebres Bulatov, Kabakov, Komar y Melamid – los autores de “Stalin y las musas”, que aparece en la portada de la edición habanera-) y de los narradores Sorokin y Sokolov”, desconocidos en la Habana. Tiene razón Navarro: el conocimiento, en la Habana, de la cultura crítica de la Unión Soviética y Europa de Este era en los 80 -y es todavía hoy- muy precario.

Es tentador imaginar, sin embargo, lo útil que hubiera sido una edición habanera de este libro, cuando fue escrito, a fines de los 80, y no veinte años después. La plástica, la literatura, el teatro y la crítica habaneros de entonces tenían muchas consonancias con el postmodernismo que, a pesar del rechazo de las nomenklaturas, avanzaba en las principales capitales del campo socialista. Muchas ideas de Groys sobre el arte moscovita de aquellas décadas son aplicables a la obra que, por entonces, producían en la Habana Flavio Garciandía y Arturo Cuenca, Glexis Novoa y Rubén Torres Llorca, René Francisco y Ponjuan.

jueves, 17 de diciembre de 2009

¿Por qué ya no se lee a Unamuno?



Recordábamos, a propósito de la última novela de José Saramago, que la inversión del mito de Caín y Abel no es nueva: Miguel de Unamuno, por ejemplo, recurrió a ella en su novela Abel Sánchez (1917). Como otras novelas suyas, Amor y pedagogía, San Manuel Bueno, mártir o, incluso las más conocidas, La tía Tula y Niebla, aquella era una narración filosófica, esa vez, en torno al concepto psicológico y moral de la envidia. Con Unamuno sucede lo que con tantos otros novelistas filosóficos: sus ficciones son más débiles que sus ideas.
El género fuerte de Unamuno no fue la novela o la poesía –en su caso tan visual, próxima a la pintura, como en El Cristo de Velázquez (1920), o al viaje, como en Andanzas y visiones españolas (1922)- sino el ensayo. Tanto el ensayo de tema hispánico, como En torno al casticismo y Vida de Don Quijote y Sancho, como el ensayo más propiamente filosófico, Del sentimiento trágico de la vida (1913) o La agonía del cristianismo (1925), siguen siendo legibles, sobre todo, para los interesados en la historia intelectual española de las primeras décadas del siglo XX. Estos últimos, claro está, conforman un público demasiado reducido.
Poco a poco Unamuno ha ido asimilándose a su biografía, ejemplarmente escrita por los estudiosos franceses Colette y Jean Claude Rabaté (Madrid, Taurus, 2009). Cuando un escritor se vuelve su biografía significa que ha dejado de ser leído como grafía y comienza a ser leído como bios. Poco importa ya el sentido de sus ideas sobre la tragedia, la cristiandad o el casticismo: lo que interesa es por qué escribió lo que escribió en 1913, en 1920 o en 1925. Miguel de Unamuno, tal vez el escritor del 98 más leído en Hispanoamérica, se lee menos que Valle Inclán o que Machado porque el ensayo será siempre un género de mayor caducidad que la novela o la poesía.
La vida pública de Unamuno, reconstruida por los Rabaté, es fascinante. Ahí se ve al joven bilbaíno, patriota, que rompe con Sabino Arana cuando descubre que es tan vasco como español o al intelectual del 98 que, en vez de consumirse en el lamento por la pérdida de Cuba y Puerto Rico, como muchos de sus contemporáneos, abre sus ojos a la literatura y al pensamiento hispanoamericanos y lee a Darío, a Rodó, a Martí. Unamuno es también el prototipo del intelectual público como eterno opositor: al trono de Alfonso XIII, a la dictadura de Miguel Primo de Rivera e, incluso, a la República y a la sublevación nacionalista contra la misma, a las cuales respaldó brevemente.
Los últimos años de Unamuno, como intelectual público, estuvieron marcados por el clásico vaivén entre el descontento y la promesa, de que hablaba Pedro Henríquez Ureña. De regreso de su exilio y reintegrado a la Universidad de Salamanca, como rector “vitalicio”, Unamuno apoyó la República desde su diputación a las Cortes. Pero ya en 1932 pronuncia un discurso en el Ateneo de Madrid en el que, como José Ortega y Gasset, critica varias políticas republicanas y varios aspectos de la gestión presidencial de Manuel Azaña, especialmente, los relacionados con la censura, que llama “secuelas del sistema inquisitorial”.
En su último año de vida, 1936, decisivo para la historia de España, aquella oscilación entre fe y escepticismo se acentuó. Es entonces, como recuerdan los Rabaté, que Unamuno se afirma en su “abolengo liberal” para mediar entre los extremos en pugna. Llega a reconocer en la rebelión franquista un instinto de “defensa de la civilización cristiana” contra la amenaza comunista, pero sorpresivamente, el 12 de octubre de 1936, mientras preside la ceremonia por el día de la raza en Salamanca, se enfrenta verbalmente a los oradores franquistas, Francisco Maldonado y Millán Astray, sosteniendo que Cataluña y el País Vasco no son la “Anti-España”, definiendo el conflicto doméstico como una “guerra incivil” y catalogando al “bolchevismo y al fascismo como dos formas –cóncava y convexa- de una misma y sola enfermedad mental”.
Unamuno murió el último día del año 36, cuando, como todo intelectual público moderno, se movía hacia un cambio de posición frente a la guerra civil que desgarraba su país. Tal vez sea esa inmersión en su presente, ese constante reposicionamiento en la vida pública lo que lo hace un autor poco leído en la actualidad. La caducidad del ensayo, cuando se aparta de la filosofía, la literatura y la historia y se adentra en las querellas del momento, tiene, sin embargo, un valor inestimable para la biografía. Un género que, contrario a lo que vaticinaban positivistas y marxistas, gana cada vez más lectores en el mundo.

martes, 15 de diciembre de 2009

Llanto sobre una isla

Pedro Garfias (1901-1967) fue uno de esos poetas de la generación del 27 español que con mayor riesgo exploró las vanguardias estéticas y políticas. No siempre estuvo Garfias en ese vértigo y, tal vez, el mejor momento de su poesía es aquel en que el dolor del exilio se le impone de golpe y ya no valen experimentación ni lucidez alguna. Ese momento fue la primavera de 1939, cuando, perdida la República, el poeta, en Eaton Hastings, Inglaterra, comprende que lo único que puede hacer es llorar.
Garfias llegó a Veracruz en el mítico Sinaia, que transportó a tantos españoles refugiados, en el verano de aquel mismo año. En México, la editorial Tezontle publicó su Primavera en Eaton Hastings. Poema bucólico con intermedios de llanto (1939), cuyo facsímil ha sido reeditado ahora por El Colegio de México, con prólogo del poeta, crítico y editor José María Espinasa.
Por lo general, cuando se piensa en la poesía exiliada de Garfias, recuerda Espinasa, vienen a la mente los versos de “Entre España y México”, que recuerdan, a su vez, las Variaciones sobre tema mexicano de Luis Cernuda. Pero, realmente, es difícil encontrar en toda la poesía del exilio republicano una expresión tan plena del dolor del destierro como la que logran estos poemas de Garfias. Especialmente, el “intermedio” titulado “Llanto sobre una isla”, en el que el poeta decide liberar todo el llanto contenido por la guerra civil, sobre una roca del litoral inglés:




Ahora
ahora sí que voy a llorar sobre esta gran roca sentado
la cabeza en la bruma y los pies en el agua
y el cigarrillo apagado entre los dedos…
Ahora
ahora sí que voy a vaciaros ojos míos, corazón mío,
abrir vuestras espitas lentas y vaciaros
sin peligro de inundaciones.

Ahora voy a llorar por vosotros los secos
los que exprimís vuestra congoja como una virgen sus pechos
y por vosotros los extintos
que ya exhaláis vapor de hieles.
Ahora voy a llorar por los que han muerto sin saber porqué
cuyos porqués resuenan todavía
en la tirante bóveda impasible…
Y también por vosotras, lívidas, turbias, desinfladas madres,
vientres de larga voz que araña los caminos.
Un llanto espeso por los pueblecitos
que ayer triscaban a un sol cándido y jovial
y hoy mugen a las sombras tras las empalizadas.
Y por las multitudes
que pasan sus vigilias escarbando la tierra…
Un llanto viudo por los transeúntes
tan serios en el ataúd de su levita.

Ahora
ahora puedo llorar mis llantos olvidados
mis llantos retenidos en su fuente
como pájaros presos en la liga.
Los llantos subterráneos
los que minan el mundo y lo socavan
los que buscan la flor de la corteza
y el cauce de la luz, los llantos mínimos
y los llantos caudales acudan a mis ojos
y fluyan en corrientes sosegadas
a incorporarse en el llanto universal.

Sobre esta roca verdinegra
agua y agua a mi alrededor
ahora sí que voy a llorar a gusto.

Defensa de Caín


José Saramago ha reescrito la historia sagrada en busca de un Caín (Alfaguara, 2009) diferente. En su historia del primer fratricidio la víctima es Caín y no Abel. El hijo mayor de Adán y Eva, agricultor, era tan devoto como su joven hermano, pastor, pero Dios lo rechazó desde su nacimiento. Abel, el preferido de Dios, es, en el relato de Saramago, jactancioso, soberbio e impío: se burla del desdén con que el Señor trata a su hermano y antepone la lealtad religiosa al amor filial. Cuando Caín mata a golpes a Abel con una quijada de burro no está cometiendo el primer fratricidio sino un acto de violencia legítima contra la injusticia divina.
Caín es el primer revolucionario, el primer exiliado y el primer testigo de una crueldad del mundo teológicamente diseñada. Vaga por tierras extrañas, adoptando la identidad de su hermano, conoce la pasión en brazos de Lilith y se rebela ante cada injusticia de Dios: el sacrificio de Isaac por Abraham, el derribo de la torre de Babel, la lluvia de fuego y azufre que cayó sobre Sodoma y Gomorra, la transformación de la mujer de Lot en una estatua de sal –“hasta hoy nadie ha conseguido comprender por qué fue castigada de esa manera, cuando es tan natural que queramos saber qué pasa a nuestras espaldas”- y, finalmente, las charlas de Moisés con Dios en el Sinaí y el descreimiento y la adoración de su pueblo por el becerro de oro.
En el pasaje en que Saramago cuenta el enojo de Moisés, tras su descenso del Sinaí, y la orden de masacrar a más de tres mil idólatras, la inclinación por la parábola del autor del Evangelio según Jesucristo se hace evidente. En el retrato de Josué como un señor de la guerra y de las conquistas de Jericó y Madián como actos vandálicos, Saramago se acerca a varios tópicos del antisemitismo, en este caso, de la izquierda comunista del siglo XX. No deja de ser admirable la agudeza con que el escritor portugués desmitifica la Biblia, pero cabría preguntarse si esa crítica del mito sería, para él, tan aceptable como una inversión de los arquetipos morales que contiene el Manifiesto comunista, libro sagrado de la modernidad.