El año pasado el Centro Teórico-Cultural Criterios, que dirige en la Habana el crítico cubano Desiderio Navarro, publicó el ensayo
Obra de arte total Stalin. Topología del arte del estudioso alemán Boris Groys, traducido por el propio Navarro. La primera edición de este ensayo data de 1988, un año antes de la caída del Muro de Berlín, pero, dos décadas después, el texto adquiere una actualidad, tal vez, mayor que la que tuvo entonces por el arraigo que han logrado algunas tesis que el libro critica.
La versión cubana de
Obra de arte total Stalin, financiada por el Instituto Goethe, incluyó las dos primeras y extensas partes del libro, que son las más históricas y, también, las más teóricas. En una edición posterior en la valenciana Pretextos, también traducida por Navarro, se reproduce íntegramente el texto de Groys, con sus intervenciones críticas sobre el arte conceptualista alternativo de Moscú, en los años 70 y 80, y, específicamente, sobre el “sots-art” (mezcla de realismo socialista y pop art) que a Groys le interesaba teorizar como parte del impacto del postmodernismo en Europa del Este.
El ensayo de Groys cuestiona frontalmente muchos de los tópicos acumulados en los últimos veinte años sobre el arte soviético en las décadas de los 20 y los 30 y, específicamente, sobre la concepción del canon estético del realismo socialista. La idea de que el arte stalinista surge como una ruptura con las vanguardias es replanteada por Groys por medio de una genealogía del realismo socialista, en la que éste aparece, en buena medida, como una radicalización de la estética vanguardista del periodo bolchevique.
Groys describe cómo del suprematismo de Malévitch y el lenguaje fonético transmental de Jlébnikov se pasó con fluidez al constructivismo de Rodchenko y Tatlin y de éste al “productivismo” de la revista LEF y el propio Rodchenko y la estética “ingenieril” de Arvátov, Gan y otros teóricos. El “productivismo” y la estética “ingenieril”, a diferencia del constructivismo y las vanguardias, daban un salto más acá de la institución del arte por medio de la demanda de transformación del artista en obrero y de la obra en objeto útil.
Esa transición, que se produce en los años de la NEP, es el punto de partida de la cultura staliniana. Groys reseña la polémica suscitada por la Torre de la Tercera Internacional de Tatlin, que a Rodchenko le pareció “mística” y estetizante y a Sklovski, en cambio, le resultó antiartística por su excesivo compromiso político. Ya desde entonces los vanguardistas que no querían dar el salto al realismo socialista se resisten a entregar su autonomía, preservando la institución moderna del arte.
Al cerrar los mínimos espacios de mercado creados por la NEP, el stalinismo convirtió la opción “productivista” en la única válida dentro de la vida cultural soviética. Algunos vanguardistas, como Kaverin o Ehrenburg, quien había editado en Berlín, con Lisitski, la revista constructivista
Cosa, se convirtieron rápidamente en defensores del realismo socialista. Groys sostiene, por tanto, que el realismo socialista ya estaba creado como práctica artística y teórica cuando los líderes soviéticos, sobre todo, Stalin y Zhdanov, lo formularon doctrinalmente.
Aunque a Groys le interesa destacar esta continuidad genealógica, tampoco ignora las diferencias entre la vanguardia bolchevique y el realismo socialista stalinista, sobre todo, a partir de los 30, cuando el canon oficial ya ha sido formulado en términos ideológicos y estéticos por el poder. Groys observa diferencias entre una y otro en tres áreas: “la actitud ante el legado clásico”, la idea del “reflejo de la realidad” y la cuestión del “hombre nuevo”.
Tanto los líderes bolcheviques como los stalinistas, dice Groys, tenían visiones y gustos tradicionales de la cultura moderna. Sin embargo, los primeros no eran tan intolerantes en la relación de la vanguardia con la tradición moderna como serían los segundos. Para los primeros, por ejemplo, estaba bien que los poetas soviéticos se inspiraran en poetas alemanes como Goethe, Schiller, Novalis o Hölderlin; para los segundos, Goethe y Schiller eran “progresistas” y “populares”, pero Novalis y Hölderlin eran “reaccionarios” y “antinacionales”, por la irracionalidad de sus romanticismos.
Los vanguardistas creían en el artista como demiurgo de la nueva sociedad y, en buena medida, como arquetipo del “hombre nuevo”. Los stalinistas, en cambio, pensaban que la condición del “hombre nuevo” estaba ligada a la homogeneidad civil generada por la cultura proletaria, por lo que la condición de artista respondía a la vieja división del trabajo burgués que debía ser superada. Groys sostiene, con lucidez, que esa idea contiene un origen vanguardista y que, al mismo tiempo, su realización práctica bajo el stalinismo, lejos de romper con la división burguesa del trabajo, generó una casta o corporación de escritores y artistas que se diferenciaba, por sus privilegios y su modo de vida, de la clase obrera soviética.
De las tres diferencias antes señaladas, entre vanguardia bolchevique y realismo socialista stalinista, la mejor desarrollada por Groys, a mi juicio, es la que tiene que ver con la idea del arte como “reflejo de la realidad”, que expuso Lenin en su famoso ensayo sobre Tolstoi. Groys sostiene que la doctrina del realismo socialista, a diferencia del naturalismo o del realismo tolstoiano, que admiraba Lenin, era, en realidad, un “surrealismo partidista o colectivo”, ya que lo que debían reflejar los artistas bajo el stalinismo no era la realidad de los obreros y los campesinos sino la fantasía o el ideal del obrero y el campesino soviético concebido por Stalin. Dice Groys:
“Lo que está sujeto a mimesis con los medios del arte no es, por tanto, la realidad exterior, visible, sino la realidad interna de la vida interior del artista, su capacidad de identificarse por dentro con la voluntad del Partido y de Stalin, fundirse con ella y generar de esa fusión interna una imagen o, más exactamente, un modelo de esa realidad a cuya formación está orientada esa voluntad”.
El realismo socialista, agrega,
“es un realismo del sueño, que oculta tras su forma popular, nacional, un contenido nuevo, socialista: la grandiosa visión del mundo que es construido por el Partido, la obra total de arte que es creada por la voluntad de su verdadero creador y artista: Stalin. Para el artista en esta situación, ser realista significa evitar el fusilamiento por la divergencia de su sueño personal con el de Stalin, entendida como un delito político. La mimesis del realismo socialista es la mimesis de la voluntad staliniana, la asimilación interior del artista a Stalin, la entrega de su ego artístico a cambio de la eficacia colectiva del proyecto que él comparte”.
Algunos pasajes de este libro, leídos desde cualquiera de las ortodoxias de la guerra fría, la comunista o la anticomunista, pueden resultar nostálgicos del realismo socialista. Sin embargo, desde las primeras páginas de su libro, Groys sostiene que su propuesta de “historizar el realismo socialista”, de la misma manera que se ha “historizado la vanguardia”, no “significa que se absuelva de sus pecados a ese arte. Todo lo contrario: significa la necesaria reflexión respecto a la supuesta inocencia absoluta de la vanguardia que cayó víctima de esa cultura”.
Hay en la propuesta arqueológica de Groys una coincidencia con la nueva historia cultural que se viene practicando en Occidente, en las dos últimas décadas, y, a la vez, una divergencia con las visiones ideológicas del pasado soviético, del mismo periodo, que niegan todo valor estético a la literatura y el arte producidos bajo el stalinismo. Groys propone historiar la cultura totalitaria soviética de la misma manera que se historia la cultura nazi en Alemania o la fascista en Italia. Su pertenencia a la neovanguardia postmoderna de los 80 moscovitas, lo conduce, sin embargo, a una idea prejuiciada de la tradición que se refleja, sobre todo, en sus juicios literarios.
Groys comparte con muchos críticos neomarxistas de su generación una imagen peyorativa de la literatura disidente rusa. En un pasaje de su libro afirma que la oposición al aparato stalinista que ejercieron Bulgákov, Ajmátova, Pasternak y Mándelshtam recurría a modelos "tradicionales" o conservadores de la literatura y del rol del escritor en la sociedad. ¿Realmente es así? ¿No provenían esos cuatro escritores de poéticas tan vanguardistas como la de Maiakovski, por ejemplo, aunque de diferente signo? ¿No era la crítica del stalinismo una afirmación del rol crítico del escritor, que también suscribieron las vanguardias?
Cuando la primera edición española íntegra, de
Obra de arte total Stalin, apareció en Pretextos, su traductor, Desiderio Navarro, explicó que la última parte del libro no había sido incluida en la edición habanera porque la misma trataba sobre el “conceptualismo moscovita de los años 70 y 80 (Prigov y los mundialmente célebres Bulatov, Kabakov, Komar y Melamid – los autores de “Stalin y las musas”, que aparece en la portada de la edición habanera-) y de los narradores Sorokin y Sokolov”, desconocidos en la Habana. Tiene razón Navarro: el conocimiento, en la Habana, de la cultura crítica de la Unión Soviética y Europa de Este era en los 80 -y es todavía hoy- muy precario.
Es tentador imaginar, sin embargo, lo útil que hubiera sido una edición habanera de este libro, cuando fue escrito, a fines de los 80, y no veinte años después. La plástica, la literatura, el teatro y la crítica habaneros de entonces tenían muchas consonancias con el postmodernismo que, a pesar del rechazo de las nomenklaturas, avanzaba en las principales capitales del campo socialista. Muchas ideas de Groys sobre el arte moscovita de aquellas décadas son aplicables a la obra que, por entonces, producían en la Habana Flavio Garciandía y Arturo Cuenca, Glexis Novoa y Rubén Torres Llorca, René Francisco y Ponjuan.