Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

martes, 22 de diciembre de 2020

Benedict Anderson y el cruce de fronteras



Acaban de publicarse en español las memorias de Benedict Anderson, uno de los historiadores más entrañables de fines del siglo XX y principios del XXI. Anderson fue por décadas profesor de la Universidad de Cornell y en América Latina alcanzó pleno reconocimiento tras su libro Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo (1983). Pocos libros fueron tan citados en el campo académico latinoamericano, en aquel contexto turbulento de las transiciones democráticas y el colapso del campo socialista. 
    A diferencia de otros autores como Ernest Gellner o Anthony Smith, que enmarcaron sus estudios del nacionalismo en Europa, Anderson dio mucha importancia a la historia de las Américas, tanto de Estados Unidos como de América Latina. De este lado del mundo observaba el surgimiento de naciones postcoloniales que desde el siglo XIX se afirmaron frente a los grandes imperios atlánticos, como en el centro y este de Europa se habían afirmado frente a Rusia, Prusia o Austria. 
    Las naciones y los nacionalismos americanos aceleraron las fracturas de imperios como el español y el británico, en esta orilla del Atlántico, o cambiaron la sede de la monarquía católica portuguesa. Aquellas naciones, desde Estados Unidos hasta Argentina, eran nuevas, no estaban dadas desde el periodo de expansión del Estado absolutista entre los siglos XVI y XVIII. Esa idea de la identidad nacional como construcción, que apelaba al papel de la “imaginación” y de la “invención” de las élites letradas locales, llegó a ser muy popular, aunque desató resistencias en los nacionalismos tradicionales que persisten hasta hoy. 
   En América Latina y el Caribe, especialmente en la izquierda, siguen existiendo actores políticos que piensan las identidades nacionales como algo fijo e inmutable desde los tiempos de los padres fundadores de las repúblicas en el siglo XIX. En sus memorias Una vida más allá de las fronteras (2016), que apareció en inglés al año de su muerte, Anderson recuerda que no hubiera alcanzado esa visión de los nacionalismos subalternos sin una vida peregrina, que lo llevó de China, donde nació, a California y a Irlanda, donde estudió, a Tailandia, Indonesia y Filipinas, donde investigó. 
   Su carrera académica comenzó en Cornell, a fines de los 50, como especialista en el Sudeste asiático de la mano de George Kahin, autor del clásico Nationalism and Revolution in Indonesia (1951). La obra académica de Anderson corre paralela a los procesos de descolonización en Asia y, en buena medida, se nutre de la transformación de antiguas fronteras imperiales en nuevas naciones modernas. Su espléndido estudio sobre Filipinas, Under Three Flags. Anarquism and Anticolonial Imagination (2007) reconstruyó la vida de José Rizal, el escritor y patriota filipino, siguiendo la pista a las conexiones entre independentismo y anarquismo, que también cultivaron líderes nacionalistas del Caribe como el puertorriqueño Ramón Emeterio Betances y el cubano José Martí. 
    Las memorias de Anderson contienen pasajes muy aleccionadores sobre la relación con su hermano menor, el importante teórico marxista de la New Left Review, Perry Anderson. Dice en un momento Anderson que “tuvo la fortuna de contar con un hermano un poco menor y más inteligente” que lo puso en contacto con el brillante grupo de la NLR: E. P. Thompson, Eric Hobsbawm o Tom Nairn, cuyo estudio sobre los nacionalismos europeos fue decisivo para la elaboración de Comunidades imaginadas
    Con mezcla de humildad, generosidad y genuina admiración, Anderson sostiene que sin los libros de su hermano sobre el feudalismo y el absolutismo europeos y sin el contacto con los marxistas de la NLR su obra no hubiera dado el salto del nacionalismo al internacionalismo que se observa en Bajo tres banderas. Un internacionalismo que lo llevó a traspasar fronteras en la vida y en la obra.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Alfonso Reyes y los primeros días del Colmex


Se conmemoran ochenta años del nacimiento de El Colegio de México y releemos apuntes del Diario de Alfonso Reyes en aquellos días de octubre de 1940. El lunes 7 fue una de las primeras veces que Reyes habló de la transformación de La Casa de España en El Colegio de México y lo hizo para comentar que había visitado la nueva sede en la calle Pánuco, número 63, donde debían trasladarse tanto la institución académica como las oficinas del Fondo de Cultura Económica, que compartían instalaciones en Madero 32. 
    En aquellos días, la actividad de Reyes era febril, como de costumbre: escribía su libro La crítica en la edad ateniense, se entrevistaba con Silvio Zavala, a quien pronto nombraría director del Centro de Estudios Históricos, y conversaba los domingos en la tarde con José Gaos: “pocas cosas mejores en este momento de mi vida que los diálogos con Gaos”, escribió aquel mismo lunes 7 de octubre. Pero Reyes no sólo consagraba su tiempo a la obra literaria y a la gestión administrativa y académica del Colmex. También hacía política y diplomacia de altura a través de su acceso privilegiado al Secretario de Hacienda, Eduardo Suárez, y al Director del Banco de México, Eduardo Villaseñor, quienes junto a Gustavo Baz, Rector de la Universidad Nacional, y Daniel Cosío Villegas, desde el Fondo de Cultura Económica, serían socios fundadores de la institución. 
     En aquellos días de octubre, mientras mudaba La Casa de España a El Colegio de México, Reyes seguía de cerca el avance del franquismo en España. Al conocer la noticia del fusilamiento de Lluís Companys, presidente de la Generalitat catalana, en el castillo de Montjuic, se lanzó a la Secretaría de Hacienda y “casi forzó la puerta” de Suárez, que estaba reunido con Ramón Beteta, para salvar la vida del dramaturgo Cipriano Rivas Cherif, diplomático de la República española, arrestado en Francia por la Gestapo en 1940. No sabemos si por gestión de Reyes, pero a Rivas Cherif le conmutaron la pena de muerte y pudo exiliarse en México años más tarde. 
     La propia mutación de la Casa de España en El Colegio de México, según el diario de Reyes, tuvo que ver con las tensiones diplomáticas de fines del sexenio de Lázaro Cárdenas e inicios del de Manuel Ávila Camacho. La entrada del 16 de octubre da a entender que la premura con que Reyes y Cosío Villegas impulsaron la oficialización notarial de El Colegio como “institución civil”, por parte del gobierno de Ávila Camacho, se originó en el rechazo a un proyecto alternativo de algunos líderes del exilio español, como Indalecio Prieto y Felipe Sánchez Román, de reemplazar la Casa de España con un Instituto Mexicano, administrado por ellos mismos. 
     Ya el 26 de octubre de 1940, anotaba Reyes que se había logrado “la mudanza total del Colegio de México, de Madero 32, donde fue La Casa de España, a Pánuco 63”. El lunes 28 agrega que ha despachado “muy a gusto” en las nuevas oficinas de la institución, donde recibe a colegas de la Universidad como Eduardo García Máynez y Agustín Millares Carló, a Gonzalo Robles y a su viejo vecino del Fondo, Daniel Cosío Villegas. No es hasta el 9 de noviembre que comunica al presidente Ávila Camacho y a la prensa “la transformación de La Casa de España en El Colegio de México”. 
     Todo el lunes 11 de ese mes se la pasó dando entrevistas a periódicos mexicanos sobre los propósitos y expectativas del nuevo centro académico. Son aquellos, días de gran satisfacción profesional para Reyes y, al mismo tiempo, de soledad, tristeza y penosas carencias económicas –dice haber cambiado su “última moneda de oro” para comprar medicinas. 
      Esa misma tarde, luego de la siesta, escribe que ha despertado con “esa tristeza lúcida, aguda, penetrante”, que lo “hace traspasar las apariencias de su vida” y que le permite ver “en toda crudeza su última soledad”. Dice también que no quiere que en “su diario anodino quede huella” de la felicidad perdida. Por fortuna, no lo logró.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Engels y el racismo




Hace doscientos años nació en Barmen, aldea de la actual ciudad de Wuppertal, en la zona occidental de Alemania, Friedrich Engels. Su padres provenían de ricas familias de pietistas luteranos, dueños de empresas textiles en su ciudad natal, pero también en Salford, Manchester, Inglaterra, a donde el joven Friedrich fue enviado como gerente de la compañía Ermen & Engels Victoria Mill en 1842. Su observación de las terribles condiciones en que vivían y trabajaban sus propios empleados le permitió escribir La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845), su primer libro en solitario. 
   Antes había firmado con Karl Marx La sagrada familia (1844), una diatriba contra Bruno Bauer y los jóvenes hegelianos, a la que siguieron otras controversias como La ideología alemana (1846), contra Feuerbach y Stirner. Todo aquel periodo previo a la publicación de El manifiesto comunista (1848) de Marx y Engels estuvo dedicado a rebatir y confrontar a sus rivales teóricos. Ese estilo polémico no culminó con la exposición del programa comunista en 1848 ni con la publicación del primer tomo de El Capital en 1867, donde Marx sintetizó más cabalmente su teoría del capitalismo. 
   Muchos libros de Marx y Engels, como La miseria de la filosofía (1847) o Herr Vogt (1860) del primero contra el importante pensador francés Pierre-Joseph Proudhon y contra el naturalista alemán Klaus Vogt, o Anti-Dühring (1876) y Del socialismo utópico al socialismo científico (1880) del segundo contra Saint-Simon, Owen, Fourier y otros socialistas y anarquistas románticos, respondieron a ese formato de la invectiva, que en momentos se acercaba al panfleto. 
   No por gusto uno de los principales discípulos de ambos, Vladimir I. Lenin, consideró a Engels el primer manualista del marxismo. Pero así como Marx no siempre se dedicó a las catilinarias contra socialdemócratas y anarquistas, y escribió El Capital, algunas de las obras de Engels, más cercanas a un pensamiento propio, como Dialéctica de la naturaleza (1883) o El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884), fueron, en realidad, glosas de naturalistas y antropólogos evolucionistas como el alemán Ernst Haeckel, el francés Jean-Baptiste Lamarck y el estadounidense Lewis Henry Morgan. 
   Engels fue un devoto de Morgan, etnólogo de Nueva York, que ganó fama estudiando los tipos de parentescos entre iroqueses y chippewas. Las tesis de Morgan desembocaron en una clasificación de las “sociedades primitivas” a partir de diversos grados de “salvajismo” y “barbarie”, que sirvió de legitimación para la conquista del Oeste en Estados Unidos, la esclavitud de afrodescendientes y el imperialismo y el colonialismo europeo del XIX. Dentro de aquellas tipologías “bárbaras” figuraban verdaderas civilizaciones como las mesoamericanas. 
   No hay dudas de que en la obra tardía de Engels hubo apuntes interesantes sobre la cuestión social bajo el capitalismo industrial, especialmente en lo referido a los derechos de los obreros y las mujeres, que desarrollaron algunos miembros del círculo más cercano del primer marxismo, como Eleonor Marx, Paul Lafargue y August Bebel. Pero es irrefutable que hubo un núcleo darwinista social, en aquellos textos finales de Engels, que al ser apropiado por el marxismo-leninismo soviético, en la época de Stalin, propició los costosos experimentos genéticos y agrónomos de Trofim Lysenko. 
    Los biógrafos e historiadores del marxismo han documentado hasta el detalle la paradoja de que buena parte del financiamiento de la obra teórica y política de los primeros comunistas corriera a cargo de un magnate del capitalismo textil alemán e inglés. Pero hay otra paradoja de la que no quieren hacerse cargo muchos marxistas, sobre todo en la izquierda latinoamericana y caribeña del siglo XXI, que es la de la fuerte herencia eugenésica y racista que pasó de Engels al dogmatismo soviético.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Sostiene Revueltas





Entre los varios aciertos de la Biografía judicial del 68 (Debate, 2020), que acaba de publicar el exministro de la Corte Suprema de la Nación, José Ramón Cossío, está la reproducción del testimonio de José Revueltas en las averiguaciones previas del proceso judicial contra los acusados de sedición, llamado a la rebelión, asociación delictuosa y otros delitos a fines de 1968. Hay muchas declaraciones interesantes –las de Manuel Marcué Pardiñas, Eli de Gortari o Julio Boltvinik, por ejemplo-, pero las de Revueltas destacan por su elocuencia. 
     En el acta ministerial que le levantaron el 18 de noviembre de 1968, el autor del Ensayo sobre un proletariado sin cabeza (1962) reconoció su participación en el movimiento estudiantil. Dijo que había participado en la manifestación encabezada por el rector Javier Barros Sierra, que había asesorado a líderes estudiantiles como Roberto Escudero y Rufino Perdomo y que había intervenido en varias sesiones del Comité Nacional de Huelga (CNH). Lo singular en la posición de Revueltas es que su defensa de la autonomía universitaria o, mejor, de la “autogestión académica”, no estaba reñida con la búsqueda de una alianza de diversos grupos sociales oprimidos para lograr la que llamaba “transformación socialista del sistema económico-político mexicano”, preferiblemente por vías pacíficas. 
    Lo que decía el escritor sobre esa “autogestión”, lo mismo en
el Auditorio de la Facultad de Filosofía y Letras, que ante el Ministerio Público, era una extensión, al ámbito universitario, de la vieja tesis consejista y trotskista del “autogobierno obrero”. A diferencia de otras víctimas de la represión, que negaban vínculos con el comunismo para sobrevivir al macartismo diazordacista, Revueltas, que no militaba en el PCM desde su expulsión en 1943 y que también había roto con el lombardismo, sostenía ante los agentes de la PJF que había sido comunista desde los 14 años. Que siempre había sido partidario de implantar el socialismo en México y que, por ello, había sido arrestado y enviado a las Islas Marías. Con una diafanidad que debió sorprender a sus verdugos, daba la razón al argumento oficial de que el movimiento estudiantil era un paso hacia la instauración del comunismo en México. 
    Los estudiantes, a su juicio, habían entrado en una lógica de acción que conducía a la alianza revolucionaria con los obreros y los campesinos. En un momento, la Dirección General de Averiguaciones Previas de la PGR no tuvo más remedio que transcribir textualmente a Revueltas: “la masa estudiantil desborda su propio potencial en virtud de razones biológicas propias, sin que baste para frenarla ninguna clase de admoniciones en determinados momentos de violencia, tales como el incendio de autobuses o la defensa violenta de sus centros educativos”. Era un tratadista en el juzgado, que expresaba oralmente las mismas ideas que escribiría en aquellos meses de lucha y, luego, en el presidio de Lecumberri. 
    Los escritos reunidos en México 68: juventud y revolución (Era, 1978), están llenos de pasajes similares sobre la necesidad del rebasamiento del pliego petitorio y el despegue de una situación revolucionaria en México. Insistía en que su ruta preferida para el cambio era la pacífica –“mi arma es mi mente”, afirmaba-, pero no “condenaba, ni impedía” los métodos violentos, ya que cuando “se cerraban todas las opciones democráticas”, la “lucha armada era el camino para derrocar al Gobierno”. 
    En el cúmulo de declaraciones y careos reconstruido por el ministro Cossío, vuelve a escucharse la voz coherente de José Revueltas en el 68. No hay máscara ni simulación ahí, pero tampoco el rejuego geopolítico al uso de la izquierda latinoamericana de entonces y de ahora. La rebelión juvenil era un movimiento autónomo contra “dos estalinismos”, el priista y el soviético, que habían confiscado y desvirtuado el sentido de la palabra Revolución.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Feminismos latinoamericanos


La socióloga e historiadora argentina Dora Barrancos, profesora de la Universidad de Buenos Aires, publica en la colección Historia Mínima del Colmex, que dirige Pablo Yankelevich, en ensayo sobre los feminismos. Se trata de un recorrido por la lucha por los derechos de las mujeres en una veintena de países latinoamericanos y caribeños. 
     Barrancos se formó en los estudios sobre el anarquismo y el movimiento obrero. Su mirada al feminismo proviene de la tradición socialista, lo cual es bastante común por razones históricas. Aunque en el siglo XIX hubo aportes al tema desde corrientes liberales y positivistas (John Stuart Mill, Herbert Spencer, Lewis Morgan…) fueron socialistas, como Friedrich Engels, August Bebel, Paul Lafargue o Léon Abensour, quienes, desde campos intelectuales controlados por hombres, avanzaron más en lo que estrechamente se llamaba entonces “la cuestión de la mujer”. 
     Desde el siglo XIX llegó a establecerse con claridad el carácter patriarcal del capitalismo. En ese empeño algunas intelectuales mujeres, como Olympe de Gouges, Elizabeth Cady Stanton, Lucretia Mott y Flora Tristán, jugaron un papel destacado. Pero es en las primeras décadas del siglo XX, cuando se articula el movimiento sufragista, que comienza propiamente la historia de los feminismos latinoamericanos. Barrancos repasa, uno a uno, esos movimientos. En México, por ejemplo, recuerda la labor de Elena Arizmendi, Hermila Galindo, Elvia Carrillo Puerto, Elena Torres, Evelyn Roy, Refugio García, Ofelia Domínguez Navarro y Matilde Rodríguez Cabo, entre otras. 
     Aquel primer feminismo, anterior a la generalización del sufragio en América Latina, pugnaba, fundamentalmente, por la extensión a la mujer de los mismos derechos sociales y políticos del hombre. En la mayoría de los casos, esa pugna se reflejaba en una búsqueda de reconocimiento dentro de organizaciones políticas, fundamentalmente masculinas, como los partidos comunistas o el PRI mexicano, donde sobresalió la figura de Amalia González Caballero de Castillo Ledón. 
     Lo mismo que en los casos emblemáticos de Evita Perón en Argentina o Celia Sánchez Manduley y Vilma Espín en Cuba, el feminismo latinoamericano fue, hasta la segunda mitad del siglo XX, una corriente subordinada a los grandes proyectos de la izquierda, fuera ésta nacionalista revolucionaria, comunista o populista. Es a partir de los 60, cuando se vertebra la Nueva Izquierda, en contraposición no sólo a las derechas católicas y liberales sino al comunismo ortodoxo, que arranca propiamente un feminismo por sí y para sí en América Latina y el Caribe. 
     Había, por supuesto, una sociabilidad autónoma de género a través de los ateneos y las revistas femeninas. Pero los proyectos políticos predominantes no eran antipatriarcales como comenzarían a serlo a partir de los años 70 del siglo XX. Ese cambio de perspectiva o “segunda ola” del feminismo, sostiene Barrancos, no hubiera sido posible sin las aportaciones teóricas de Simone de Beauvoir, Annie Lecrerc, Helen Gurley Brown, Betty Friedman, Gloria Steinem, Shulamith Firestone, Kate Millett, Germaine Greer, Juliet Mitchell y Sheila Rowbotham. 
      Fueron aquellos los referentes de la renovación del feminismo latinoamericano, a fines del siglo XX, que Barrancos constata en la obra de las argentinas Alicia Puleo y Emilce Dio Bleichmar o las mexicanas Lourdes Arizpe, Elena Urrutia y Marta Lamas. A diferencia del sufragismo de la primera ola y del énfasis en la diversidad sexual de la segunda, la nueva fase del feminismo en América Latina muestra una intensificación del activismo político contra la violencia, los feminicidios y todas las prácticas posibles del machismo. Movimientos como el “Ni una menos” en Argentina o “Ni una más” en México implican, al decir de Barrancos, “una movilización multitudinaria que desafía las resistentes barreras patriarcales”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Cárdenas y los intelectuales



Existe una imagen de Lázaro Cárdenas, como estadista hierático, construida a partir de la lectura de sus informes de gobierno y discursos oficiales. Pero otra lectura más atenta, como la que han emprendido Ricardo Pérez Monfort, Veka G. Dunkan y otros historiadores, devela un mundo de referencias sofisticadas, redes intelectuales y vasta cultura histórica, bajo la trayectoria política del revolucionario michoacano. Alguna vez mencionamos aquí que en sus diarios y epistolarios abundan alusiones a Waldo Frank, Carlos Pereyra, Frank Tannenbaum, Ignazio Silone y otros intelectuales de principios del siglo XX.
    Son también conocidos sus diálogos con académicos e historiadores como Narciso Bassols, Jesús Silva Herzog, Luis Chávez Orozco y Daniel Cosío Villegas, así como su impulso a instituciones académicas, editoriales y revistas como El Colegio de México, el Instituto Politécnico Nacional, el Fondo de Cultura Económica, El Trimestre Económico y Cuadernos Americanos. Podría hablarse, incluso, de un “campo intelectual cardenista”, que se extiende y renueva en la Guerra Fría por medio de organizaciones como el Movimiento de Liberación Nacional (MLN) y la revista Política (1960-1967), impulsada por Manuel Marcué Pardiñas y Jorge Carrión. 
    Desde que fue gobernador de Michoacán, a fines de los 20, Cárdenas desarrolló una comprensión de los grandes problemas nacionales, especialmente los relacionados con la tierra, la industria y la educación, que partió de una lectura plural y precisa de la historia mexicana previa y posterior a la Revolución de 1910. Un texto donde leer esa visión es el ensayo Una conversación sobre la Reforma Agraria (1963), resultado de un diálogo con la generación de 1961 en la Universidad de Chapingo, que editó Cuadernos Americanos. 
    Allí Cárdenas reconstruía la historia del agrarismo mexicano, pero lo hacía desde una perspectiva amplia y en nada sectaria. Partía del clásico El agrarismo mexicano y la reforma agraria (1959) de Silva Herzog y, a la vez, proponía una genealogía del pensamiento agrarista, de su propia cosecha y muy heterodoxa. Recordaba Cárdenas lo que habían pensado, sobre el tema de la propiedad rural, Lorenzo de Zavala, José María Luis Mora y Justo Sierra, tres figuras enmarcadas en la tradición liberal. Luego se detenía en Emiliano Zapata y el Plan de Ayala, que veía como personificaciones de la demanda de propiedad comunal. Pero reconocía, en contra de mucha narrativa prejuiciada, que la causa agraria también había sido defendida por otros líderes como Madero, Carranza o Lucio Blanco. 
     No podría completarse la historia de la relación de Cárdenas con los intelectuales sin su respaldo a la Revolución Cubana y a la Nueva Izquierda en los años 60. Escritores y pensadores como Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Enrique González Pedrero, Jaime García Terrés y Víctor Flores Olea fueron algunos de los renovadores del cardenismo en aquella década. En diálogo con C. Wright Mills y otros pensadores de la Nueva Izquierda, aquellos intelectuales apostaron por el descongelamiento de la Revolución Mexicana en la Guerra Fría.

miércoles, 21 de octubre de 2020

León Portilla en Santo Domingo





Hoy que Cristóbal Colón ha desaparecido de su pedestal en el Paseo de la Reforma, glosamos una proeza del historiador mexicano Miguel León Portilla, a un año de su muerte. Era 1983 y el gobierno de Felipe González, en España, había convocado a la comunidad iberoamericana a instalar, en sus respectivos países, comisiones para conmemorar el V Centenario de la llegada de Colón a América en 1992. En México, el presidente Miguel de la Madrid y el canciller Bernardo Sepúlveda Amor encargaron al autor de La visión de los vencidos (1959) encabezar la comisión.
  En un encuentro entre comisiones nacionales, celebrado en Santo Domingo, República Dominicana, en 1984, el académico sostuvo su conocida tesis de que la palabra “descubrimiento” no era adecuada para trasmitir el sentido de un proceso como la conquista, colonización y evangelización de los pueblos originarios de América, iniciado en octubre de 1492. León Portilla proponía conmemorar, no celebrar, el “encuentro de dos mundos”, en vez del descubrimiento de un mundo que ya existía por otro que aspiraba a dominarlo. 
 En México, aquella tesis sería hostilizada por muchos: Edmundo O’Gorman, Antonio Gómez Robledo, Leopoldo Zea, Enrique Dussel… Todos reiteraban, desde muy diversas perspectivas, el mantra de “ni descubrimiento ni encuentro”. O’Gorman, porque pensaba que el “ser” del mundo americano, “inventado” a fines del siglo XV, era una construcción europea. Zea, porque más que descubrimiento o encuentro, lo que que había sucedido era un “encubrimiento” de la cultura americana por la civilización occidental. Dussel, porque ninguno de esos conceptos, “descubrimiento”, “encuentro” o “encubrimiento”, escapaba a la lógica colonial, ni propiciaba el “desagravio histórico” de las comunidades colonizadas. 
 La hazaña de León Portilla consistió en defender su tesis, a la que dotaba de un fuerte acento anticolonial, no sólo en México, donde contó siempre con el auxilio de colaboradores como Roberto Moreno de los Arcos, José María Muriá y Guillermo Bonfil Batalla, sino en España y diversos países latinoamericanos. Uno de ellos, República Dominicana, donde Colón es venerado como almirante, escritor y estadista. En Santo Domingo, Colón preside la Plaza Mayor, frente a la Catedral primada de América. República Dominicana, lo mismo que Cuba, cuenta con una larga tradición intelectual y política de culto a Colón.
 Los grandes intelectuales dominicanos, lo mismo que los cubanos, siempre han considerado que el Diario de navegación de Colón es una de las primeras obras de la literatura caribeña, donde observan indicios de una representación utópica de esas islas que refuerza el nacionalismo cultural. Así leyeron a Colón grandes escritores como Pedro Henríquez Ureña y José Lezama Lima. 
 El culto a Colón en Santo Domingo, que une a rivales políticos como el dictador Rafael Leónidas Trujillo y el líder revolucionario Juan Bosch, quien tituló uno de sus libro De Cristóbal Colón a Fidel Castro (1969), llegó al extremo de autorizar la creencia de que los restos del Almirante no están en la tumba de la catedral de Sevilla sino en el Faro Colón, instalado en la isla en 1992, como parte de la conmemoración del V Centenario. Hasta hoy, el gobierno dominicano sostiene que los verdaderos restos de Colón no se trasladaron a la Catedral de La Habana, luego del Tratado de Basilea en 1795, y que, por tanto, permanecieron en Quisqueya. 
 Ahí, en ese Santo Domingo mimado por la Sociedad Colombista Panamericana, Miguel León Portilla sostuvo que lo que sucedió en 1492 no fue el descubrimiento de América por Colón. Al día siguiente, un importante periódico de la ciudad publicó que el historiador mexicano faltaba al respeto de los reyes de España y llamó a colocar una ofrenda floral al pie de la estatua del Almirante. La proeza del historiador, acaso no reconocida plenamente en su tierra, fue aplicar la dosis necesaria de crítica al culto a Colón, sin ceder a la superficial iconoclastia.

domingo, 11 de octubre de 2020

La democracia agonal




A medida que avanza el siglo vemos que la tendencia a la reversión de la democracia llegó para quedarse. Lo que no siempre queda claro, ante tantos brotes de autoritarismo, es que esa reversión ya no adopta, necesariamente, la forma de los regímenes no democráticos o totalitarios del siglo XX. Los nuevos populismos, de derecha o izquierda, más o menos proclives a vindicar legados del fascismo o el comunismo, son, mayoritariamente, fenómenos que se producen dentro del marco democrático. En tanto populismos en democracia se circunscriben a gobiernos efímeros y liderazgos partidistas, no necesariamente a reordenamientos jurídicos del Estado, favorables a transiciones hacia alguna modalidad autoritaria. 
     Son muchos los autores que llaman a evitar los fáciles diagnósticos que asocian cualquier variante populista con un cambio de régimen o un abandono de las normas democráticas. Lo más complejo de estas nuevas metamorfosis políticas es, justamente, que no destruyen automáticamente la democracia sino que viven de ella, desarrollando una relación perversa o parásita con las instituciones y las leyes. Daniel Gamper, filósofo de la Universidad Autónoma de Barcelona, que ganó el año pasado el Premio Anagrama de ensayo, es un autor a sumar a la biblioteca de los estudios sobre el ascenso populista en el siglo XXI. 
     A Gamper le interesa la degradación de las palabras en la conversación pública de las democracias occidentales. Que el diccionario Oxford, en 2016, eligiera “posverdad” como la palabra del año es, según este pensador catalán, una llamada de alerta sobre el envilecimiento del lenguaje democrático. Los ciudadanos están perdiendo la fe en la palabra política libre, dice Gamper. Las causas son múltiples, empezando por el desgaste de los modelos tradicionales de representación política, sin subestimar la vieja oligarquización de los partidos, ya advertida por Robert Michels desde principios del siglo pasado. Pero a diferencia de los tiempos de Michels –y de Max Weber, Carl Schmitt, Gaetano Mosca o Vilfredo Pareto-, la degradación del lenguaje se produce dentro de la propia democracia y no, únicamente, en los experimentos autoritarios. 
      En un pasaje de su libro, Las mejores palabras. De la libre expresión (2019), Gamper asocia el deterioro del lenguaje con la que llama “democracia agonal”. Ésta sería una variante, o una dimensión, de la democracia en la que el “enfrentamiento de intereses contrapuestos no contempla la rendición”, la moratoria o el pacto, y en la que “todos se esfuerzan por someter al adversario o, cuando menos, por lograr que ceda más que uno mismo en sus pretensiones”. 
     Aunque critica en varios momentos la tradición liberal y, en buena medida, la hace responsable de la decadencia del lenguaje público, Gamper no toma en cuenta, ni para respaldarla ni para cuestionarla, a la corriente neomarxista que, por medio de una bizarra mezcla de Gramsci y Schmitt, ha defendido abiertamente un sentido agonístico de la democracia, con el fin de construir nuevas hegemonías políticas: Ernesto Laclau, Chantal Mouffe, Martín Retamozo, Álvaro García Linera… Esta corriente, de mucha ascendencia ideológica en la izquierda latinoamericana, queda fuera del campo referencial de Gamper.
    Más importante para el filósofo es cuestionar los escrúpulos heideggerianos contra la democracia, como un sistema “inauténtico”, o la fantasía deliberacionista, tipo John Rawls o Jürgen Habermas, que imagina la existencia de ciudadanías perfectamente ilustradas y racionales. A pesar de su limitada discusión, Gamper atina a definir los nuevos populismos como “demoliciones controladas”, casi imperceptibles, donde “el pueblo unido orgánicamente” asume la disidencia como una “enfermedad” o una traición, como rezaba la vieja máxima jesuita. El reto frente al populismo es detener esa demolición sin rebasar el horizonte democrático.

martes, 6 de octubre de 2020

El Juárez de Marx



Para la izquierda latinoamericana ha sido siempre difícil asimilar los escritos de Marx y Engels sobre América Latina y el Caribe. La accidentada historia de las traducciones, ediciones y lecturas de esos escritos, en que destacan los esfuerzos de José Aricó, Pedro Scarón, Jesús Monjarás-Ruiz y Arturo Chavolla, denota un malestar, cuando no una reticencia, dentro de la izquierda latinoamericana hegemónica, a la difusión de lo que Marx y Engels pensaron y escribieron sobre la región. 
 En varios artículos en la prensa alemana, en 1848 y 1849, justo cuando daban a conocer el Manifiesto Comunista, Marx y Engels dijeron que la “conquista de México” por Estados Unidos “constituía un progreso” para “un país ocupado hasta el presente de sí mismo, desgarrado por perpetuas guerras civiles”. También escribieron, en contra de Bakunin y otros teóricos anarquistas, que “no era una desgracia que la magnífica California haya sido arrancada de los perezosos mexicanos, que no sabían que hacer con ella”.
 Algunos marxistas latinoamericanos, como Enrique Dussel, han querido ver un cambio de percepción en Marx, sobre América Latina, a partir de la obra de madurez que arranca con los Grundrisse (1857). Pero lo cierto es que en aquellos años es que Marx escribe para el New York Daily Tribune, de su amigo Charles Dana, algunos de sus textos más llenos de prejuicios raciales, culturales y políticos sobre América Latina, como la acre semblanza de Simón Bolívar en la New American Cyclopedia, o los comentarios entusiastas de la Historia de la conquista de México de Antonio Solís y The War with Mexico de R. S. Ripley, donde celebraba a Hernán Cortés y a Zachary Taylor y contraponía a la “independencia y capacidad individual” de los estadounidenses, la “degeneración” de los mexicanos, que pintaba como “caricaturas de los guerrilleros españoles”. 
 Nunca dejó Marx de trasmitir una visión eurocéntrica del capitalismo y de las revoluciones que provocaba en todo el mundo, pero en los años 60 y 70 del siglo XIX, mientras concluía y difundía El Capital, comenzó a proyectar una visión más claramente crítica del colonialismo, la esclavitud y el expansionismo de Estados Unidos en América Latina y el Caribe. Es entonces que se publican sus artículos contra la intervención francesa y el imperio de Maximiliano, agenciados por Napoleón III, con la complicidad de España y Gran Bretaña. En todos aquellos artículos, en Die Presse y el New York Daily Tribune, se condenaba por “monstruosa” la empresa, que intentaba desconocer que en México había un gobierno constituido y legítimo. 
 La “autonomía” y la “dignidad” de la república mexicana, según Marx, estaban siendo pisoteadas por las grandes potencias “liberales” de Europa, cuando en México gobernaba un “Partido Liberal”, que “había derribado la dominación eclesiástica”. Marx, enemigo del liberalismo europeo, veía con simpatía aquel liberalismo latinoamericano. Pero los villanos del relato de Marx sobre la intervención y el imperio no eran Maximiliano, Miramón o Mejía, sino su viejo conocido Luis Bonaparte -el “Napoleón le Petit” de Victor Hugo-, Lord Palmerston, Primer Ministro británico, y su sucesor, Lord John Russell. 
 Los héroes no eran el presidente Benito Juárez y su canciller Manuel María Zamacona, un “ex periodista” que, al decir de Marx, “superaba invariablemente en el intercambio de notas diplomáticas” al ministro británico Charles L. Wyke. No, el héroe de lo que llamó “el revoltijo mexicano”, era Abraham Lincoln, quien con su apoyo a Juárez había logrado el colapso del imperio. Su visión eurocéntrica persistía al subordinar la historia de México a la de Estados Unidos y llegaba a ser bastante explícita cuando elogiaba la Doctrina Monroe, porque, a su juicio, había malogrado los planes de la Santa Alianza. Es lógico que la vieja izquierda regional no quiera saber de aquel Marx lincolniano, tan bien retratado por el marxista británico Robin Blackburn.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Rossana Rossanda, el 68 y el marxismo feminista






En 1968 una intelectual italiana publicó un ensayo, titulado El año de los estudiantes, que supuso una importante renovación teórica dentro de la izquierda europea. Su autora, Rossana Rossanda, era una conocida militante del Partido Comunista Italiano desde los años de la lucha contra el fascismo. A pesar de haber sido una consistente defensora de la lucha sindical y la autogestión obrera, la escritora llamaba a los comunistas a abrazarlas causas de las mujeres y los jóvenes, para dar con alternativas al nuevo liberalismo hegemónico europeo. 
 A principios de 1969, Rossanda y un grupo de intelectuales del PCI (Lucio Magri, Luigi Pintor, Aldo Natoli, Valentino Parlato) decidieron lanzar una publicación titulada Il Manifesto, donde tomaron posiciones afines a la Nueva Izquierda y en creciente contradicción con la línea prosoviética del comunismo europeo. En Italia esa línea se iba debilitando gradualmente bajo el liderazgo de Luigi Longo y, sobre todo, Enrico Berlinger, uno de los principales impulsores, junto con el francés Georges Marchais y el español Santiago Carrillo, del eurocomunismo en los años 70. 
 En los primeros números de Il Manifesto aparecieron ensayos a favor de la Revolución cultural maoísta de K. S. Karol, socialista polaco-francés, compañero de Rossanda, y una crítica frontal a la invasión soviética a Checoslovaquia. Sus editores fueron acusados de “faccionalismo” y “revisionismo de izquierda” y expulsados del PCI. A partir de entonces Il Manifesto y Rossanda se constituyeron, abiertamente, en una caja de resonancia de la Nueva Izquierda antiburocrática y descolonizadora en Italia.
 En el primer número de la revista Libre, editada en París por Juan Goytisolo, Jorge Semprún, Teodoro Petkoff, Adriano González de León y Mario Vargas Llosa, Rossanda aparecía entre los firmantes de dos cartas enviadas a Fidel Castro, por intelectuales latinoamericanos y europeos, en protesta por el arresto del poeta cubano Heberto Padilla en La Habana. Las cartas las firmaban también sus compatriotas Italo Calvino, Pier Paolo Pasolini y Lucio Magri. 
 En el último número de Libre, dedicado a la “liberación de la mujer”, Rossanda colaboró junto a Susan Sontag, Marta Lynch, Francoise Giroud, Jean Franco y otras feministas de la Nueva Izquierda. En su colaboración, decía que en el nuevo marxismo de la generación del 68, al aspirarse al derrocamiento paralelo del patriarcado y el capitalismo, no había contradicción entre la lucha de clases y la emancipación femenina.
  A una pregunta del editor, Mario Vargas Llosa, sobre cuál era la actitud de los hombres hacia la mujer liberada, respondía que en Il Manifesto las “mujeres (ella misma, Luciana Castellina o Giuliana Sgrena) se encontraban al mismo nivel que los hombres”. Y concluía: “afectuosamente, pienso también que en su emancipación, cuando las mujeres sean libres, la pobre vida viril de los hombres será menos siniestra”.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Seis décadas de la editorial Era





La editorial Era cumple sesenta años de fundada y la ocasión es propicia para rememorar su aporte a la cultura impresa de la izquierda en México. En un momento de tan clara depresión del impulso teórico de la izquierda latinoamericana, vale la pena evocar aquellos años en que las ideas eran más importantes que los íconos. A esa melancolía de izquierda, estudiada por Enzo Traverso, bien puede asirse el lamento por épocas en que la izquierda hegemónica no despreciaba las ciencias sociales. 
 ERA debe su nombre a las iniciales de tres apellidos de españoles republicanos, exiliados en México tras el triunfo franquista: Espresate (Neus, Jordi y Francesc), Rojo (Vicente) y Azorín (José). Los hermanos Espresate eran hijos del socialista catalán, Tomás Espresate Pons, figura central del Frente Popular Antifascista de Aragón durante la Guerra Civil, dueño de la imprenta Madero en la Ciudad de México. En los talleres de aquella imprenta surgió la nueva editorial, a un año de la entrada de Fidel Castro en La Habana y en medio de las tensiones de la Guerra Fría en el Caribe. 
 Desde su primer libro, La batalla de Cuba (1960) de Fernando Benítez, el nuevo sello se ubicó en las coordenadas intelectuales de la Nueva Izquierda latinoamericana. El libro de Benítez era una ágil crónica de la Cuba revolucionaria, construida a partir de las visitas del periodista a la isla desde los primeros meses de 1959. Al igual que otros intelectuales mexicanos, cercanos al Movimiento de Liberación Nacional cardenista y al suplemento México en la Cultura, de la revista Siempre, como Carlos Fuentes, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero y Jaime García Terrés, Benítez defendió la solidaridad con Cuba, frente a la hostilidad de Estados Unidos, como un rasgo distintivo de la radicalización de la izquierda mexicana a principios de los 60. 
 Pero ya desde aquel libro y en el ensayo muy documentado de González Pedrero, “Fisonomía de Cuba”, que le servía de epílogo, era perceptible uno de los gestos típicos de la Nueva Izquierda. El apoyo a Cuba no implicaba necesariamente el respaldo al alineamiento de la isla con la URSS ni la promoción del modelo cubano como hoja de ruta para México. Tanto en la versión de C. Wright Mills como en la de E. P. Thompson, la Nueva Izquierda de los 60 suponía el acompañamiento de los procesos de descolonización y liberación nacional en el Tercer Mundo, junto al claro distanciamiento del socialismo burocrático de Europa del Este y el marxismo-leninismo ortodoxo. 
 El acrónimo de Era, como muy pronto el nombre de otra editorial, Siglo XXI, fundada por Arnaldo Orfila en 1965, se convirtieron en formas de anunciar un nuevo tiempo en la izquierda latinoamericana. Un nuevo tiempo que desafiaba los capitalismos subdesarrollados y las dictaduras militares de derecha, a la vez que alentaba nuevas formas de lucha por un socialismo heterodoxo. Esas formas de lucha fueron lo suficientemente diversas como para incluir la guerrilla del Che Guevara en Bolivia y el socialismo democrático de Salvador Allende en Chile. En un espectro literario no menos diverso, Era hizo primeras ediciones de Lezama Lima y Pacheco, Paz y Becerra, Fuentes y García Ponce, Cardoza y Aragón y Pitol, Monterroso y Poniatowska. 
 Un estudio reciente del joven historiador mexicano José Carlos Reyes, resultado de su tesis de maestría en Historia Internacional en el CIDE, da cuenta de aquella hazaña. Ya en la antología Los marxistas (1964) de C. Wright Mills se delineaba el catálogo de teoría disidente que buscaba la editorial. No es raro que entre los autores más publicados figuraran los trotskistas Isaac Deutscher y Ernest Mandel, los marxistas heréticos franceses André Glucksmann y Pierre Klossowski, además de pensadores de la izquierda mexicana, como José Revueltas, Arnaldo Córdova, Carlos Monsiváis o Roger Bartra, tan incómodos para la ortodoxia comunista como para la nacionalista revolucionaria.

jueves, 24 de septiembre de 2020

José Vasconcelos y la autonomía cultural

          





Hace un siglo José Vasconcelos, desde el rectorado de la Universidad Nacional, se propuso el diseño de la política educativa y cultural del México moderno. En las primeras páginas de sus memorias El desastre (1937), el filósofo narró que la Ley de Educación que daría lugar al nacimiento de la Secretaría de Educación Pública fue concebida en el verano de 1920, mientras el rector organizaba misiones culturales a los estados de la federación con un grupo selecto de colaboradores. 
 Los “agentes viajeros de la cultura” eran el filósofo Antonio Caso y el escritor Ricardo Gómez Robelo, el pintor Roberto Montenegro y los poetas Carlos Pellicer y Jaime Torres Bodet. Recorrieron Querétaro, Zacatecas, Guadalajara, Colima, Aguascalientes y al final de aquel periplo, ya Vasconcelos tenía estructurado el plan de la nueva legislación educativa y cultural del México postrevolucionario. 
 En octubre de 1920 se presentó el proyecto de la SEP, con sus tres grandes áreas: una de escuelas, otra de bibliotecas y otra más de Bellas Artes. Contaba Vasconcelos que un amigo suyo le comentó del proyecto al poeta italiano Gabriele D’Annunzio, entonces retirado en su villa de Cargnacco, tras el desastre del así llamado “Estado libre de Fiume”. D’Annunzio habría dicho que el plan de Vasconcelos era una “bella ópera de acción social”. 
 Presumía Vasconcelos de que le importaba la “opinión de los poetas”, pero sabemos que tuvo muy en cuenta las tesis del Ministro de Educación Anatoli Lunacharski, uno de los primeros “ingenieros de almas” soviéticos. Siempre se recuerda la proeza de distribuir cien mil ejemplares de la Ilíada a través de aquella red de bibliotecas, y el interés de Vasconcelos en editar a Platón, Dante, Goethe y Tolstoi. Pero no se repara lo suficiente en que el plan incluyó la creación de un Departamento de Enseñanza Indígena, que hizo los primeros experimentos de instrucción pública bilingüe del México moderno. 
 Decía también Vasconcelos que al dejar el rectorado, para pasar a la Secretaría de Educación Pública, el gobierno de Adolfo de la Huerta había asignado a la Universidad Nacional un presupuesto equivalente al de un ministerio. La fundación de la SEP debía producir, necesariamente, un nuevo diseño del régimen universitario. Aunque la autonomía no fue obra de Vasconcelos, sino, en buena medida, del vasconcelismo universitario en 1929, la intuición de un autogobierno de la Universidad Nacional dentro de la SEP estaba desde 1921.
 En el siguiente volumen de sus memorias, El Proconsulado (1939), se cuenta que en medio de la huelga universitaria, que logró la concesión de una autonomía limitada parte del gobierno de Emilio Portes Gil, el presidente, a nombre del “procónsul” Dwight Morrow, ofreció a los estudiantes que Vasconcelos regresara a la rectoría y se olvidara de la campaña presidencial. A lo que los estudiantes respondieron: “a Vasconcelos lo tenemos ya designado para sucederle a usted en la presidencia”.

viernes, 21 de agosto de 2020

Una parodia del maniqueísmo

 

En su última novela, La cucaracha (Anagrama, 2020), el escritor inglés Ian McEwan explora la facilidad con que un gobernante de nuestra época, en cualquier país, parte la sociedad en dos. Un vistazo a la historia del siglo XX prueba que no es un fenómeno nuevo. Todas las dictaduras de la pasada centuria dividieron a las naciones. La peculiaridad es que ahora el fenómeno se reproduce en el seno de las democracias.

         El maniqueísmo tiene raíces profundas en la disparidad social y en mentalidades moldeadas por la religión o la ideología. En países muy desiguales y con una clase media reducida, como los nuestros, las polarizaciones políticas se entrecruzan con las diferencias sociales. La partición moral entre buenos y malos encuentra asidero en la fractura real entre ricos y pobres.

         En países con clase media más extendida, pero con aumento de la pobreza y la desigualdad, como Estados Unidos o Gran Bretaña, el binarismo adopta otras formas. El mapa electoral de Estados Unidos, en los últimos años, refleja una polaridad que no responde estrictamente a la división de ricos y pobres. En las bases electorales de ambos partidos, el republicano y el demócrata, hay sectores de todos los ingresos. Más decisivas pueden ser las diferencias identitarias en torno a la migración, la raza, el género o las sexualidades.

         Ian McEwan ambienta su novela en la Gran Bretaña actual y propone una variante sofisticada del Brexit. En una reescritura de La metamorfosis (1915) de Franz Kafka, una cucaracha amanece un día dentro del cuerpo del Primer Ministro británico e insufla una voracidad inusitada al ejercicio del poder. El político decide  entonces echar combustible a la polarización adoptando agresivamente el programa del “reversionismo”, en contra del “avantismo”.

         Los reversionistas conforman una suerte de nuevo conservadurismo popular en Gran Bretaña que propone invertir la ruta del dinero. En vez de recibir un salario por trabajar, las personas pagarían a sus empleadores por el trabajo. Luego, cuando consuman en los supermercados o hagan uso de cualquier servicio, recibirían una cantidad de dinero equivalente a lo que compraron. Mientras más consumen más ganan y mientras más trabajan más dinero reintegran al mercado a través de los bancos y las empresas.

         El disparate es aclamado por los desempleados, los pobres y los ancianos, que podrían comprar y ganar dinero, a la vez, sin trabajar. Pero también es aplaudido por banqueros y ejecutivos que esperan ver sus ganancias disparadas en pocos meses. Para redondear la operación populista, el Primer Ministro propone convertir el reversionismo en una causa nacionalista, en una idea auténticamente británica, que renovará la globalización neoliberal.

         La nueva polaridad produce un sorprendente cambio de roles. Los conservadores se vuelven rupturistas y el laborismo de izquierda, reagrupado en el “avantismo”, defiende un capitalismo tradicional donde la circulación del dinero siga hacia adelante, como las agujas del reloj. Los liberales son ahora los conservadores y los viejos reaccionarios abrazan la revolución reversionista.

         En un primer momento, la polarización es rentable, ya que la popularidad del Primer Ministro aumenta. Pero conforme avanza el plan reversionista, comienzan las fricciones internacionales. Primero con Francia, luego con Gran Bretaña y, finalmente, con Estados Unidos. La crisis global pasa factura a la distopía británica y el Primer Ministro amanece un día de vuelta a su condición de cucaracha, pegado al suelo.

         La novela, que tanto debe a Kafka como a Swift, puede leerse desde la moraleja de ese fracaso pero es más persuasiva como parodia del maniqueísmo. Pintar el mundo de dos colores, zanjar la república en dos ciudadanías, la de la virtud y la del vicio, son viejas aficiones del ejercicio del poder que hoy se ven potenciadas por el circo inagotable de las redes y los medios.      

 

 

lunes, 10 de agosto de 2020

Angelo Soliman en el museo del racismo





 La novela Los errantes (2019) de la polaca Olga Tokarczuc, Premio Nobel de Literatura en 2018, puede ser leída como un pequeño tratado de teoría y práctica del viaje. La escritora arma la ficción con una serie de viñetasque cuentan múltiples historias de emigraciones, desplazamientos o errancias. Desde las primeras páginas, Tokarczuc relaciona el viaje con la tradición naturalista europea, con glosas de astrónomos y anatomistas, como Copérnico, Vesalio, Verheyen y Van Horssen. Toda la ciencia moderna, desde la física hasta la antropología, según la narradora, está ligada al viaje.

            Una de las viñetas más impactantes de la novela es la dedicada a la secuencia de cartas que Joséphine Soliman envió al emperador de Austria, Francisco I, con el propósito de recuperar el cuerpo de su padre, Angelo Soliman. Éste había sido un esclavo nigeriano que pasó de dueños en el Mediterráneo hasta que fue comprado en Córcega por los príncipes de Liechtenstein, que le concedieron la libertad. Gracias a su desempeño en el servicio doméstico, Soliman adquirió una educación ilustrada que le permitió ser preceptor de los hijos de la nobleza austriaca.

            En 1768, Soliman se casó con Magdalena Kellerman, viuda del general holandés Christiana, y ella misma, descendiente de una familia noble francesa que se haría con el ducado de Valmy. Tras su ingreso a la nobleza europea, Soliman pasó directamente al servicio de la corte de Francisco José de Liechtenstein. Hasta su muerte en 1796, el ex esclavo figuró en los círculos de la alta sociedad vienesa como referente de la ilustración y la francmasonería. Fue amigo de Mozart y varios enciclopedistas del centro de Europa.


            Cuando Soliman murió, el gobierno austriaco resolvió disecarlo y exponerlo en el Gabinete de Curiosidades Naturales de su Majestad Imperial. Pero no se le exhibió como caballero de la corte imperial vienesa, vestido a la usanza de las élites ilustradas, sino como prototipo del hombre salvaje, con plumas y collares. A principios del siglo XIX, la hija de Soliman y Kellerman, Joséphine, que se casaría con el ingeniero militar Ernst von Feuchtersleben, comenzó a escribir cartas al emperador para que retiraran la momia de su padre del museo y entregaran el cuerpo a la familia.


            Tokarczuc transcribe y, a la vez, reescribe tres cartas de Joséphine Soliman al emperador, en las que se observa un creciente enojo. El tono de la primera es perfectamente cortés, apelando al “aprecio” y el “respeto” que el emperador había sentido por Soliman. Pero la segunda y la tercera cartas mostraban un cambio de tono que trasmitían el malestar de los descendientes del preceptor de la corte. Joséphine reprochaba al emperador que en la era de la razón ilustrada, en Viena se negara la igualdad natural de las personas, impidiendo que la hija de Soliman diera cristiana sepultara a su padre.


            La última carta de Joséphine a Francisco I es ya un documento claramente antirracista, con mayor espesor filosófico y político. La exhibición del cuerpo de su padre en un museo natural de Viena no le parece entonces una negación sino una confirmación de las premisas ilustradas, que abjuraban de la “diversidad consustancial al mundo”. La Ilustración constataba la diversidad racial para establecer jerarquías entre civilización y barbarie, pero también para poner en cuestión la identidad de las almas.


            Al exhibir el cuerpo de Soliman en Viena la muy enciclopedista corte imperial vienesa suscribía las tesis del peor esclavismo colonialista español, que excluyó a los afrodescendientes, primero, de la evangelización cristiana, y luego, del derecho a la ciudadanía. No lo cuenta Tokarczuc, pero la maldición de Joséphine Soliman al emperador (“os perseguiré, Señor, aún muerta, cual voz de ultratumba, seré un susurro que no cesa”) llegó a cumplirse cuando los revolucionarios de 1848 quemaron el museo de curiosidades naturales de Viena.

 

domingo, 2 de agosto de 2020

El arte del epígrafe

Quienes no escribimos poesía, pero la leemos con asombro, tendemos a dar la razón a Antonio Machado cuando asociaba el poema con un lenguaje esencial desplegado en el tiempo. Por eso sorprende que una poeta como la canadiense Anne Carson haya afirmado recientemente a la prensa española, con motivo de la concesión del Premio Princesa de Asturias, que la poesía “es el espacio que hay entre dos realidades”.
         La frase de Carson parece atribuir a la poesía una condición estacionaria, como si se tratase de un intervalo entre una prosa y la otra. Un espacio entre dos realidades vale como decir entre dos racionalidades, con lo que la poesía quedaría suspendida en un lugar impreciso, pero no esencial como pensaba Machado. A no ser que “ese punto de intersección” fuera lo que T. S Eliot llamaba “lo intemporal”, donde a juicio del poeta norteamericano se alojaba el misterio de toda escritura poética.
         Lo cierto es que leer poesía es, en buena medida, enfrentarse a las constantes interferencias de la prosa. Interferencias que provienen de nuestro lenguaje, tan avasallado por el prosaísmo de la vida cotidiana, o de cualquier otro desvío de la mente. En mi caso, al menos, siempre sucede que un epígrafe o un exergo, aunque escrito en verso, interfiere como prosa en la lectura del poema. Leo epígrafes como máximas o claves del texto, antes de que comience el primer verso.
         Me ha pasado en estos días leyendo el cuaderno de Julia Santibáñez Eros una vez -y otra vez- (2020). El primer epígrafe del poemario que me sorprendió fueron unos versos de John Donne en los que el poeta inglés habla de la permanencia del amor, en medio de la destrucción de todas las cosas. Pero el irónico poema “Foto de pareja” niega el sentido del epígrafe de Donne.
         Cuando el lector llega a “Ínsula”, encuentra que la ironía da un salto: dos exergos, uno de Javier Cercas y otro de Abraham Cruzvillegas, seguidos de una invitación a insertar el poema como ars combinatoria. El lector comienza a formar parte de un juego que consiste en imaginar epígrafes donde no los hay o en leer el poema mismo como epígrafe a versos no escritos.
         Hay poemas aquí que son epígrafes, como “Hotel Otelo”, “Respuesta a Andión” u “Oficio de ofidio”. Y hay otros que bien podrían ser antecedidos con exergos de Lucrecio, Sor Juana, Milton o Pessoa. El poemario experimenta con formas breves de la poesía como los epigramas y los haikus, que evocan a grandes maestros japoneses, como Basho o Issa, y también a otro artista de la brevedad: Giuseppe Ungaretti.
         Pero volvamos a los epígrafes. El de la canción de Jaime López, “y púrpura profundo es el color/ de este famosísimo dolor”, aparece bajo el título “Elocuencia”, como recordatorio, tal vez, de que un poema no alcanzará jamás la transparencia de un bolero o una balada. En cambio el de Idea Vilariño en “Guerra Fría” (“Uno siempre está solo/ pero/ a veces/ está más solo”) establece un contrapunto perfecto con la idea del amor como tensión binaria.
 Hay también epígrafes sin ironía, que no hacen más que reforzar el sentido del poema como el de Peggy Lee en “Fever” o el de Slavenka Drakulic en “Delicatessen”. El trance y la gula están tan fuertemente significados en la composición que un exergo más, amplificando el sentido del poema, no parece sobrar.
         El cuaderno de Julia Santibáñez cierra con un gran poema, “La ciudad invisible”, al que no podía faltar un gran epígrafe. Por supuesto, de Ítalo Calvino, pero no a favor de la metáfora que rige el poema sino del mensaje de que toda ciudad invisible es, a la vez, una ciudad recordada y recobrada: “en esa retícula cada uno dispone las cosas que quiere recordar”.
         El poema, como todo el poemario de Santibáñez, alude a amores perdidos en la ciudad. Y el lector queda con la sensación de haber leído un libro de poemas eróticos en los que, como apunta Eduardo Casar en el prólogo, se alternan la sabiduría y el humor. Un placer doble o triple que se agradece en el inesperado año de la peste.
          

lunes, 13 de julio de 2020

Los dos llantos de Hernán Cortés

A cinco siglos de los sucesos de la “Noche Triste” los historiadores releen las crónicas de la conquista cada vez con mayor desconfianza. Las múltiples contradicciones entre diversos cronistas como Fray Bernardino de Sahagún, Bernal Díaz del Castillo, Francisco López de Gómara y el propio Hernán Cortes, en su Segunda carta de relación a Carlos V, acentúan el escepticismo en la lectura de aquellos testimonios.
Los desencuentros en la interpretación de sucesos tan mitificados son habituales y necesarios en cualquier democracia. Pero, en este caso, se agrega el hecho de que la serie de eventos que van de la masacre del Templo Mayor a la batalla de Otumba, en el verano de 1520, contiene el sentido último de la violencia de la conquista y propicia el duelo de memorias enfrentadas durante siglos.
López de Gómara usa, justamente, la palabra “duelo”, para referirse al supuesto llanto de Cortés bajo el ahuehuete de Tacuba. Al ver que Pedro Alvarado abandonaba el puente de Tenochtitlan, por donde los conquistadores huyeron de la resistencia mexica, “Cortés se paró, y aún se sentó, y no a descansar, sino a hacer duelo sobre los muertos”.
Bernal Díaz del Castillo, por su parte, dice que a Cortés “se le saltaron las lágrimas de los ojos” al ver los pocos soldados españoles que lograron llegar a Tacuba. Como apunta Eduardo Matos Moctezuma, no hay en esos textos alusiones precisas a un “árbol de la Noche Triste”, a pesar de que José María Velasco, en su famosa pintura, y Manuel Gamio y Miguel León Portilla dieron crédito al mito en sus obras.
Díaz del Castillo sugiere que el llanto de Cortés se debió al relato de la derrota que le hizo Pedro Alvarado cuando se encontraron en Tacuba. De ahí que parte de la literatura cortesiana haya interpretado que Cortés no sólo lloraba por la muerte de sus hombres sino por la de sus aliados tlaxcaltecas y la pérdida de los tesoros del palacio de Axayácatl, que quedaron hundidos en la laguna.
El duelo de Cortés en la Noche Triste suponía una ambivalencia que asociaba el conquistador con el despojo y, a la vez, con una visión positiva de los tlaxcaltecas. La tradición cortesiana siempre ha querido exaltar una nobleza en el conquistador por medio del duelo. Bernal Díaz del Castillo aludía a otro llanto de Cortés, cuando la muerte de Moctezuma, que buscaba el mismo mensaje.
Tras la masacre del Templo Mayor, que el franciscano Sahagún narró como pocos (“corría la sangre como el agua cuando llueve, y todo el patio estaba sembrado de cabezas, brazos, tripas y cuerpos de hombres muertos”), Moctezuma, recluido en el palacio de Axayácatl, rompió sus negociaciones con Cortés y concluyó que los conquistadores debían enfrentar la furia de los mexicas.
Díaz del Castillo anota que antes de la aparición de Moctezuma en el balcón del palacio, con el fin, supuestamente, de aplacar a la multitud, “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados”. Algunos llegaron a leer en la frase que Cortés había llorado por Moctezuma, pero la mayoría ha entendido que Díaz del Castillo se refería al propio Cortés. El conquistador lloraba por él mismo y sus hombres.
Esa es la interpretación que se deriva de la Segunda carta de relación, texto frío, que sólo pierde la sobriedad cuando describe las maravillas de Tenochtitlán. A diferencia de Díaz del Castillo, Cortés dice que la idea de que el emperador saliera “a las azoteas de la fortaleza” para convencer “a los capitanes de aquella gente” de que “cesaran la guerra” fue del propio Moctezuma.
No hay lágrimas en el relato de Cortés a Carlos V, aunque sí el reconocimiento de una “pérdida de orgullo” en los conquistadores y el balance de una derrota: “en este desbarato se halló por copia, que murieron ciento cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos y más de dos mil indios que servían a los españoles entre los cuales mataron al hijo e hijas de Moctezuma y a todos los otros señores que traíamos presos”.
          
           
        
          
          

viernes, 3 de julio de 2020

Edith Wharton y la enésima versión de Calibán

Es conocida la tradición ensayística latinoamericana, entre Rubén Darío y José Enrique Rodó en el siglo XIX y Roberto Fernández Retamar y Aimé Césaire en el XX –pasando por Aníbal Ponce, Manuel Gálvez y tantos otros- que hizo de los personajes de La Tempestad (1611) de William Shakespeare (Ariel, Próspero y Calibán) alegorías civilizatorias, morales y geopolíticas. La teórica feminista Silvia Federici, en su ensayo Calibán y la bruja (2004), propuso pensar la figura de Calibán más allá del símbolo descolonizador y llamó a sacar de su marginalidad el personaje de la bruja, en la obra de Shakespeare, como clave de la ideología de género.
Pero los usos de Ariel, Próspero y Calibán parecen ser inagotables, como sostiene el profesor de la Universidad de Buenos Aires Francisco Naishtat. Las reconstrucciones de esas líneas interpretativas muchas veces dejan fuera, en una suerte de venganza histórica, a la propia tradición europea que va Ernest Renan a George Steiner. La contraposición simbólica entre Ariel y Calibán no sólo ha servido para distinguir a Estados Unidos y América Latina sino para diferenciar Europa y América.
Un uso de este último de tipo, de las alegorías de Ariel y Calibán, se encuentra en la novela The Costum of the Country (1913) de la escritora estadounidense Edith Wharton. Como Henry James y otros escritores de principios del siglo XX, Wharton estaba muy interesada en explorar las diferencias culturales entre Estados Unidos y Europa. Ella misma, como tantos personajes de sus novelas, vivió entre Nueva York y París, y tuvo residencias en la campiña francesa.
En aquella novela de Wharton, unas veces traducida como Las costumbres del país, otras como Las costumbres nacionales, se cuenta la vida y el fracaso de una pareja de clase alta de Nueva York. Undine Spragg y Ralph Marvell se casan y tienen un hijo muy jóvenes, en un medio obsesionado con el ascenso social y la exhibición del status. Las diferencias entre ambos eran más culturales que económicas, pero estallan de manera inclemente.
Ralph era un abogado con ambiciones literarias que disfrutaba los viajes a Siena y la Toscana italiana. Undine era una muchacha jovial y afable que prefería París a cualquier excursión a sitios históricos. La sociabilidad de Undine tenía como reverso una frialdad y un egoísmo que, en un momento de la novela, Wharton asocia con Ariel. Undine poseía una “distancia propia de Ariel”, que no se debía “tanto al retraimiento por ignorancia como a la frialdad del elemento del que tomaba su nombre”: el aire.
Mientras avanza la novela, y se precipita la ruptura del matrimonio, Ralph se aferra a Nueva York y Undine pasa la mayor parte del tiempo en Francia. Sin embargo, en varios pasajes de la novela, Wharton identifica el personaje masculino con un espíritu europeo y el femenino con las costumbres más propiamente americanas. Así la novela va conformando una antítesis entre Europa y América en la que Calibán es más un símbolo europeo, por la fuerza de la pasión, y Ariel es una metáfora americana por la frivolidad y el desamor.
La contraposición se establece no sólo en términos de “costumbres nacionales”, especialmente entre Estados Unidos y Francia, sino a nivel de género. En la novela Wharton, Ariel es la mujer y Calibán es el hombre, pero no en los términos que tradicionalmente se atribuye a esos símbolos. La escala de valores aparece invertida y Ariel representa el egoísmo y Calibán el amor. Wharton se adelantó, por tanto, a muchos que creyeron haber dado con la antinomia perfecta.
La propia vida de la novelista personifica aquel choque simbólico. Fuertemente involucrada en la realidad francesa, desde los años previos a la Gran Guerra, Wharton cambió virtualmente de país. Prestó servicios en la Cruz Roja, defendió el imperialismo francés, el gobierno de Raymond Poincaré le concedió la Orden Nacional de la Legión de Honor y está enterrada en Versalles.

lunes, 15 de junio de 2020

El principio de humildad

Aprendimos, en la magnífica serie de historia de la filosofía, coordinada por Yvon Belaval y editada en Siglo XXI, que, entre otros orígenes, el humanismo renacentista surgió de la reacción cultural a la peste negra de los siglos XIV y XV. La vuelta al hombre y el impulso utópico de pensadores como Cusa, Campanella, Erasmo y tantos otros, nacieron de la devastación y la muerte de cientos de millones de personas en Europa.
En su gran estudio sobre la cultura del Renacimiento italiano, Jacob Burckhardt sostenía que aquella revolución espiritual partió de un descubrimiento doble: del mundo y del hombre. Frente a la sujeción del individuo en la sociedad teocrática, el Renacimiento impulsó la doctrina del libre albedrío. Pero acotaba Burckhardt que la libertad renacentista encontraba límites varios, en la moral, la religión o la astrología, que luego la modernidad quebró.
 El miedo a Dios fue reemplazado por un enaltecimiento de la naturaleza o, más específicamente, de las estrellas, que afianzó la humildad del hombre. Burckhardt lo ilustraba con las palabras que el Dante hacía decir a Marco Lombardo sobre la “contienda entre las estrellas y los actos”. Aquel individuo renacentista estaba muy lejos del Prometeo moderno, que domina la técnica y avasalla la naturaleza.
Ante la gran plaga del siglo XXI, la respuesta de la mayoría de los gobiernos ha carecido de la humildad que postulaban los filósofos renacentistas. La pandemia ha demostrado la ignorancia de la sociedad contemporánea, pero también su incapacidad para hacer frente a la sucesión de catástrofes (colapso financiero, crisis económica, empobrecimiento, racismo, desigualdad, estallidos sociales), largamente incubadas, que el virus activa.
Ese abandono del principio de humildad es lo que reprochaba no hace mucho Aaron Ben-Zeev a Martha Nussbaum, en LA Review of Books, a propósito del más reciente libro de la filósofa norteamericana, The Cosmopolitan Tradition (2019). Recordaba el reseñista que en éste, lo mismo que en libros anteriores de Nussbaum como Anger and Forgiveness (2016) y The Monarchy of Fear (2018), el concepto básico es la “dignidad humana”.
La filosofía moral de Nussbaum, claramente deudora de Kant, gira mayormente en torno a la necesidad de crear un sistema de satisfacción de garantías universales, sin los desequilibrios comunes entre derechos económicos y políticos, civiles y sociales. Sólo a través de esa articulación podría crearse un orden cívico que coloque la dignidad de la persona en el centro de las políticas públicas.
Ben-Zeev cuestiona que Nussbaum, en su elocuente y necesario alegato por la dignidad, deje a un lado otro valor indispensable en el caos contemporáneo: la humildad. ¿Es menos importante la humildad que la dignidad?, se pregunta con razón. En la escalada de desigualdad que se nos viene encima, la dignidad sin humildad puede ser contraproducente, ya que no todos alcanzarán la síntesis de derechos propuesta por Nussbaum.
El reseñista apunta un hecho fundamental, también señalado por Amartya Sen, Thomas Piketty y otros pensadores contemporáneos: el disparejo acceso a derechos y oportunidades crece en el mundo y en cada nación. Puede reducirse la pobreza, como sucedió en América Latina en la primera década de este siglo, sin que la desigualdad deje de crecer. Ser humildes es, en buena medida, ser conscientes de esa inequidad constitutiva.
El imperativo de la humildad vale para la política social y económica de cualquier gobierno, pero también para el funcionamiento interno de las democracias y las relaciones internacionales. La arrogancia del unilateralismo hegemónico o de las alternativas que se le enfrentan desde otros intereses geopolíticos son negaciones de la humildad. El aplastamiento de las oposiciones legítimas desde poderes supuestamente democráticos, que admiten la norma de la alternancia, también lo es.
        

jueves, 11 de junio de 2020

Norman Mailer y el 2020

Estos son días de releer las crónicas de Norman Mailer, en Harper’s Magazine  y otros medios, sobre las convenciones republicanas y demócratas de 1968 y 1972. Miami y el sitio de Chicago (1968) y St. George and the Godfather (1972) parecen libros de la mayor actualidad, ya que el personaje central de aquellos textos es Richard Nixon, presidente de la “ley y el orden” que Donald Trump está asumiendo como modelo en su campaña de reelección.
         Mailer era un escritor astuto y perspicaz que, a pesar de no ocultar su apoyo al partido demócrata, podía escribir retratos amables de algún republicano, como Nelson Rockefeller, el gobernador de Nueva York, candidato en las primarias de 1968. Su adhesión a Robert Kennedy, asesinado en junio de aquel año, era conocida, pero no le impidió hacer semblanzas favorables de George McGovern, tanto en las primarias de 1968 como en las elecciones de 1972, en las que ese senador de Dakota del Sur ganó la nominación.
         En la convención republicana de Miami, en 1968, Mailer advirtió la fuerza que podía alcanzar un discurso autoritario y conservador en medio de la fractura de la sociedad norteamericana frente a la guerra de Viet Nam, la lucha por los derechos civiles y la emergencia de una juventud libertaria, nucleada en torno a las comunidades hippies o a las bases del Youth International Party: los yippies de Paul Krassner, Tom Hayden y Abbie Hoffman, que cercaron la convención demócrata de Chicago en 1968.
         Mailer no escondía su desprecio por Reagan (“su aspecto era el de alguien que teme por su esternón, como si su plexo solar fuera frágil y un golpe pudiera derribarlo como a un pescado en el suelo”) y se burlaba de la falta de simpatía de Nixon, quien semejaba un “misionero repartiendo biblias entre los urdu”. Pero no subestimaba la persuasión de la religiosidad política de la derecha en un momento en que, al decir de John Updike, Estados Unidos era “abandonado por Dios”.
         Los asesinatos de Martin Luther King, Malcolm X y Bobby Kennedy, la guerra de Viet Nam y la represión de los movimientos negro y hippie, habían propiciado un imaginario apocalíptico. Los republicanos, a juicio de Mailer, podían vender una recuperación de la “fe en América”. El vendedor de biblias podía vencer en la contienda, sobre todo, si se reparaba en la profunda división que fragmentaba a las izquierdas.
         En la convención demócrata de Chicago, Mailer constató que Hubert Humphrey, ex vicepresidente y candidato presidencial, era una marioneta de Lyndon B. Johnson, quien se veía más interesado en perder que en ganar. En su primera intervención dijo, a propósito de la guerra de Viet Nam, que no “venía a repudiar al presidente de Estados Unidos” y que el “gran obstáculo para la paz no estaba en Washington sino en Hanoi”. Eugene McCarthy y George McGovern eran mucho más claros en su oposición a la guerra, pero el establishment ya había endosado a Humphrey.
         A aquella división contribuían también los hippies y los yippies. Mailer simpatizaba con el Manifiesto de Lincoln Park, típico de la Nueva Izquierda, donde se demandaba, además del fin de la guerra y la liberación del black panther Huey Newton, la legalización de la marihuana y todas las drogas psicodélicas, el desarme generalizado, la abolición del dinero, el fin de la contaminación y el amor libre. Pero concluía que los yippies no se percataban de que su “entrada a toda máquina en la utopía”, sonaba como “locura al buen americano medio”.
         El fracaso de los demócratas se reeditó en 1972, a pesar de contar con la candidatura más sólida de McGovern. El padrino de la mafia conservadora venció al San Jorge de la Capadocia liberal. Medio siglo después, puede repetirse la historia. La pesadilla de una reelección de Donald Trump desvela el sueño americano. Que no suceda depende de la unidad de los demócratas, la cual sólo sería posible si el programa de Joe Biden logra reconstruir una alianza electoral parecida a la de Barack Obama. No será fácil porque Biden y los demócratas parecen reticentes a abrirse a las demandas más radicales de quienes pueden decidir la contienda en noviembre.