Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 13 de julio de 2023

Otra inmediatez




De Platón a Hegel y de Marx a Lacan, buena parte del pensamiento occidental ha entendido que lo que se nos presenta como real es ilusorio. Que lo real está escondido detrás de la cotidianidad o la inmediatez. En la vida pública global, esa inmediatez está fuertemente marcada por la política. 

 La política, en nuestros días, no sólo se afianza en su espectacularidad sino que gana en infiltración. Si la radio y la televisión llevaron la política a las casas y las familias, los medios digitales y las redes sociales la instalan en el corazón del individuo. Las pasiones por los nuevos mesías y sus causas encendidas suben de temperatura en estos tiempos. 

 En México ya ha comenzado la sucesión presidencial y en el próximo año la política se colocará en el centro de la vida de millones. Es por ello tan agradable el efecto que deja la lectura de Andar y ver. Tercer cuaderno (Taurus, 2023) de Jesús Silva-Herzog Márquez, una bitácora de lo visto, escuchado y leído por el ensayista mexicano en los últimos años. 

 Silva-Herzog Márquez es uno de los más acuciosos observadores e intérpretes de la política mexicana. Pero este libro, como las dos entregas anteriores de la serie Andar y ver, que publicó El Equilibrista, nos convence de que hay otra realidad y otra inmediatez, nubladas por la irradiación del politiqueo mexicano. El crítico asiste a muestras de Hadid, Noguchi, Kapoor, Serra o Hagerman y se deleita en las formas que atraviesan el aire: una negra ventana que se convierte en un pozo profundo, un mural abandonado donde se estampa la fórmula de relatividad de Einstein, un diálogo entre la “pureza cósmica y el caos visceral”, unas sillas que “esculpen la sociedad”. 

 Lee también a los poetas. Corre tras la liebre que atraviesa la carretera en un poema de Milosz, se escabulle en una conversación entre W H. Auden y Oliver Sacks -el poeta y el neurólogo-, sueña con “libros derretidos” en la biblioteca de Anne Carson, viaja a la tierra abierta, infinita de Seamus Heaney y a las ciudades acuáticas de Joan Margalit, Barcelona o Venecia, donde la vulgaridad hace de las suyas tras las fachadas de los palacios. 

 He usado verbos como correr, soñar o viajar, para describir las lecturas de poesía de Silva-Herzog Márquez, y advierto que el título de su serie expone dos infinitivos: andar y ver. Y advierto también que el pedaleo de la bicicleta es algo más que una metáfora en este libro. Entre ciclismo y literatura hay más de una conexión, como vieron Gabriel Zaid, David Byrne y Marc Augé, que remite a prácticas de la lectura y a diseños de la ciudad ya idos o en vías de extinción. 

Aquí se habla de la bicicleta de Julio Torri, a partir de una evocación de Margo Glantz, como una imagen que resumiría al acto de la escritura bajo una disciplina corporal que facilitaría, a la vez, la fuga, la huida de la institución literaria. Y se habla también de una “ética del pedaleo”, a propósito de un libro de Humberto Beck, según la cual “la modernidad puede llevar el alegre compás de una bicicleta”. 

Figuran personajes poco probables en el ensayo letrado más rancio como Anthony Bourdain, a quien define como alguien que literalmente quería “comerse el mundo”, Tony Soprano –y no tanto James Gandolfini-, el que demostró que la “violencia puede ser un alivio al miedo”, y Rosalía, “la “esponja que estudia todo lo que absorbe”. Una nota sobre George Steiner tal vez dé con la clave de las preferencias del ensayista. Lo que interesa a Silva-Herzog Márquez no es la lógica sino la “poesía del pensamiento”. 

Esa gravitación lo lleva a eludir los lugares comunes de la ciencia política y, a la vez, a buscar otra inmediatez en la vida pública contemporánea. Es de agradecer que uno de los más perspicaces críticos de la política mexicana sea, también, un lector y espectador omnívoro e incansable. Su ejemplo ayuda a contener, en algo, esa avalancha de visibilidad y transparencia con que la política ensombrece la cultura y el saber en México y el mundo.

martes, 11 de julio de 2023

Severo Sarduy: el testimonio de la plaga



Cuando Severo Sarduy murió, hace treinta años, en París, víctima del SIDA, dejó escrita una novela que la editorial Tusquets publicó póstumamente. El libro resultó ser una ficción en la que narraba su propia enfermedad con el mismo humor, desparpajo y refinamiento que empeñó en sus novelas previas. Pocas escenas de coraje y dignidad hay en la literatura latinoamericana de fines del siglo XX como aquella de un moribundo Sarduy escribiendo Pájaros de la playa (1993). 

 La historia se ubicaba en una suerte de “hospicio” o “sanatorio” para infectados de VIH, al borde de una playa. Como en otras ficciones de Sarduy, el lugar era un no lugar, difícilmente localizable en la geografía del planeta. Pero el paisaje era perfectamente tropical (sol, mar, palmeras, jóvenes desnudos) y algunos personajes, como Caimán, el Caballo o Siempreviva, provenían del bestiario neobarroco y travesti del escritor cubano. 

 La crítica dijo entonces que la novela póstuma de Sarduy escenificaba un regreso a Cuba, como el de Reinaldo Arenas en algunos de sus últimos relatos o en las memorias Antes que anochezca (1992). Lo cierto es que Arenas, quien también enfermo de SIDA, se suicidó en 1990, en Nueva York, testimonió la enfermedad de muy distinta manera. Sarduy entendió la epidemia como un mal biológico y teológico: una plaga; Arenas, más exactamente, como una maldición o un infortunio no desligados de su experiencia personal bajo el castrismo y el exilio. 

 Apenas hay otro rastro de cubanidad en la novela póstuma de Sarduy que la vegetación, la playa, la herbolaria santera de Caimán o el personaje de Monsieur Julián, inspirado en la famosa canción de Bola de Nieve. Sin embargo, algunos críticos quisieron leer una vuelta al país natal, que tendría poco sentido si se advierte que en las novelas menos cubanas de Sarduy, después de Gestos o De donde son los cantantes, como Cobra, Maitreya, Colibrí y Cocuyo, no dejaron de reaparecer motivos cubanos. 

 El ademán de la última novela de Sarduy fue más allá de una operación nostálgica sobre Cuba y buscó el sentido en la comunidad de enfermos y moribundos por la plaga. El texto está lleno de apuntes sobre la epidemia y sus víctimas como aquel en que clasificaba las reacciones al diagnóstico: “cuando un sujeto, sobre todo si es joven, conoce la naturaleza del mal que lo aqueja, la textura del veneno que se ha infiltrado en su piel, tiene dos posibles reacciones”. 

 Una reacción era la de los “ululantes”, que “destruyen, blasfeman, insultan, abjuran” y hasta, “en su desasosiego, tratan de inocular a los sanos la lepra perniciosa”. La otra era la de los “ensimismados”, los que “se amurallan en un mutismo inapelable, afásicos imanes empantanados en una somnolencia bobalicona, como la de los místicos”. Según Sarduy, los enfermos de SIDA conformaban una comunidad y, como toda comunidad, una “minoritaria y encerrada en sí misma”: la de los “debilitados por el mal” que padecían y resistían las modas médicas (el pepino de China, los cocimientos, la homeopatía…). 

La peor versión de aquellas ofensivas terapéuticas era el “terrorismo botánico” practicado por Caimán y el Caballo. No sé si en la vida, pero claramente en la literatura, Sarduy optó por la vía mística. En las páginas finales de la novela y en el poema final, “Diario del cosmólogo”, el infectado y su comunidad eran entes sagrados. Las descripciones exhaustivas, morbosas, de la degradación del cuerpo (uñas roídas, pies leprosos, forúnculos, purulencias) daban pie a verdaderos excursos místicos, con citas de San Juan de la Cruz. 

 La novela póstuma de Severo Sarduy reeditó el debate de La montaña mágica (1924) de Thomas Mann, entre Castorp y Settembrini, sobre la enfermedad como estigma o sacralidad. Ahora que salimos de una pandemia, para pronto entrar en otra, vale la pena volver a aquella novela valiente del gran escritor camagüeyano, fallecido en París, un 8 de junio de 1993.