Libros del crepúsculo
martes, 27 de agosto de 2013
Ojo imperial
En el elogio que dedica a la exposición de Julia Margaret Cameron en el último New Yorker, Anthony Lane no destaca la foto del príncipe abisinio Dejatch Alamayou, con que cierra la muestra del Metropolitan. Curioso que no lo haga cuando buena parte de su artículo se centra en recrear la estancia de los Cameron en la India y el "orientalismo" de los prerrafaelitas y el grupo de Bloomsbury, donde se movía la fotógrafa.
El retrato del principito etiope, expuesto en el Metropolitan, no es el único que Cameron hizo del huérfano, que la reina Victoria encargó al capitán Speedy. Hay otros, en los que el niño mira al lente y otros más, en los que aparece sentado en las piernas de su tutor. No conozco una novela o una biografía que cuente la historia de ese niño africano, que acaba con levita de caballero victoriano, paseando por Trafalgar Square. Seguramente existe.
Por lo pronto, las fotos de Julia Margaret Cameron permiten reconstruir la historia al detalle. Hay en la mirada de la fotógrafa ese "ojo imperial" de que hablaba Mary Louise Pratt en un conocido ensayo. El Capitán Speedy es, en las fotos de Cameron, un héroe conradiano, que protege al bárbaro melancólicamente, sabiendo que nunca podrá despojarlo de su tristeza. Speedy sufre mirando al niño y éste mira sufriendo a la cámara.
domingo, 25 de agosto de 2013
Filosofía de la mirada
Se expone por estos días en
el Metropolitan Museum de Nueva York una muestra de las fotografías tomadas, en
el siglo XIX, por la artista inglesa Julia Margaret Cameron (1815-1879).
Cameron descubrió la fotografía al final de su vida, con casi 50 años y seis
hijos, y entendió ese arte como una extensión del teatro, la literatura o la
pintura.
Utilizó a su siempre
dispuesto esposo, a sus hijas y sobrinas, como la espectral Julia Jackson –madre de Virginia Woolf-, a sus amigos de la isla de Wight y, especialmente, a
las hijas de esos amigos, como la Alice Liddell de Lewis Carroll, para montar
escenas de King Lear de Shakespeare,
de Idylls of the King de Lord Tennyson
o del Quijote de Cervantes, que luego
fotografiaba y utilizaba para ilustrar ediciones impresas de esas obras.
En los retratos de Cameron se
observa un lento avance de los rostros hacia la mirada de frente. Sus primeras
fotos captaban a los personajes de perfil, con la mirada perdida, como si se
tratara de modelos para un pintor de caballete. Pero ya al final de su vida,
Cameron tomó fotos de frente del científico John Herschel, del historiador
Thomas Carlyle y del poeta Henry Taylor, en las que la mirada desafiaba el
lente, proyectando unos ojos que, curiosamente, parecían mirar al horizonte, no
a la cámara.
El contraste entre esos dos
tipos de fotos, los que podríamos llamar retratos alegóricos (las niñas May
Prinsep o Alice Liddell como Casiopea o Pomona) y las miradas perdidas de
Tennyson o Carlyle, es la clave de la muestra del Metropolitan. Cuando el
espectador cree haber dado con la misma, encuentra al final de la galería, una
pequeña foto, que le reserva la mayor sorpresa.
Me refiero al retrato del
príncipe abisinio, Dejatch Alamayou, hijo del rey Theodoro de Etiopía, que al
quedar huérfano fue rescatado por la reina Victoria y encomendado al capitán
Tristán Speedy para su educación. Speedy vivía en la isla de Wight y era amigo
de los Cameron, lo que explica el retrato que le dedica Julia Margaret. En el
mismo, el principito negro aparece con una muñeca blanca entre los brazos. Al
pie de la foto original, la leyenda “I have seen the world”, traducción del nombre del niño.
jueves, 22 de agosto de 2013
¿Conversan los poetas?
¿Cuándo comenzaron a dialogar los poetas cubanos y
norteamericanos? ¿Cuándo dejaron de hacerlo? ¿Lo hacen aún? Hay una conversación documentable entre José María Heredia y William Cullen Bryant
o entre José Martí y Walt Whitman o entre Nicolás Guillén y Langston Hughes o
entre José Lezama Lima y Ezra Pound o T. S. Eliot o entre Virgilio Piñera y
Wallace Stevens o entre Gastón Baquero y William Carlos Williams o Dylan Thomas o, incluso,
entre Allen Ginsberg y José Mario.
¿Se interrumpió alguna vez esa conversación? ¿Cambió de
sentido, de intensidad, de frecuencia? Dos o tres generaciones de poetas cubanos afincados en
Estados Unidos, entre Juana Rosa Pita y Magaly Alabau, entre Lorenzo García Vega
y Gustavo Pérez Firmat, entre José Kozer y Orlando González Esteva, ofrecen
diversas modalidades de conversación con la gran poesía norteamericana de la
segunda mitad del siglo XX. Sólo falta reconstruirlas.
La historia de ese diálogo, que atraviesa la frontera de dos
lenguas y dos siglos, está por hacer. Sólo quisiera anotar, por ahora, que
dicha historia no sucede únicamente dentro de la poesía exiliada sino que tiene lugar, a su manera, dentro de la poesía escrita en la isla en las últimas
décadas. Pienso, por ejemplo, en las consonancias –reconocidas o no- que se
advierten entre la poesía de Robert Lowell y de Heberto Padilla, de Rita Dove y
Nancy Morejón o, incluso, de Sylvia Plath, Anne Sexton y Reina María Rodríguez.
miércoles, 14 de agosto de 2013
Estado de la poesía cubana en 2013
Cuando se
escriba un ensayo que trate de entender qué rayos pasa con la poesía cubana en
el siglo XXI, además de releer todo lo que han escrito en estos años José Kozer, Orlando González Esteva y Reina María Rodríguez, habrá que remitir a dos poemas que, por lo
menos, interrogan el asunto. No es algo exclusivo de la literatura
cubana, es algo global: desde hace décadas se tiene la impresión de que los
poetas escriben sin acompañamiento de la crítica, sin prosas a la mano que, como las de Eugenio Florit, ayuden a situar su lugar en la tradición. Cada quince o veinte años, casi todas
las literaturas esbozaban un “estado de la poesía” por medio de antologías o
ensayos: ahora parece que se escribe poesía sin estado.
Los dos poemas a
los que me refiero son el, precisamente, titulado “Estado de poesía” e incluido
en el volumen Crítica de la razón puta (2010)
de Omar Pérez (1964), que ganó el Premio Nicolás Guillén en la isla. Cuando el
diario Juventud Rebelde reprodujo este poema, la publicación evitó mencionar el título del libro, supongo porque
consideró de mal gusto el adjetivo con que el poeta enmendaba la "razón pura" de Kant. Aquella
autocensura replicaba la situación de ese poeta “ventrílocuo” que, al decir de
Omar Pérez, “calla cuando habla y habla cuando su propio muñeco lo escucha”. La poesía es, según el poeta,
… un idioma que se expresa
en dialectos nacionales,
para la mayoría es un
dialecto que se expresa en idiomas nacionales.
La frase vulgar,
«tener el estómago encharcado», define lo contemporáneo en poesía: exceso de
ingestión, falta de ritmo digestivo.
Deportistas del
lenguaje: enviados especiales a las olimpiadas de la ignorancia.
Libro: traje a la
medida de la industria.
Poemas: postales del
ego entre paisajes.
La única relación
espiritual ocurre en sí mismo, las otras pertenecen
al orden de lo físico.
Poeta, comparable al
ventrílocuo que pretende callar cuando habla
y hablar cuando su
propio muñeco lo escucha.
Actuar y decir
teniendo al corazón como pivote: fundamento ético de la belleza. Proclamar hoy
el derecho a la frivolidad es comportarse como ángel
que reclama
descanso retribuido.
Al poeta sus vacaciones y su trabajo al
ángel.
El otro poema que habría que tomar en
cuenta en el esbozo de un estado de la poesía cubana en 2013 sería el “Soneto
escrito en España o donde les digo ¡alerta! a todos los poetas cubanos” de Gleyvis Coro Montanet (1974), que acaba de dar a conocer la publicación electrónica
Diario de Cuba. Coro también nos
habla de una mudez y del agotamiento de un rol público, en la isla o en el
exilio, que la poeta cree encontrar en un “fatum” nacional y que Omar Pérez
ubicaba antes en la trampa de entender la poesía, un “idioma que se expresa en
dialectos nacionales”, como “dialecto que se expresa en idiomas nacionales”:
Que nada quede de Baquero aquí,
me grita que esta España dislocada
también demolerá lo que escribí
y no solo en la arena, sino en cada
omnímodo formato. Tanto así,
tan poco queda de Baquero aquí,
que el árbol, finalmente, se ha
secado.
Y si a Gastón Baquero le ha pasado,
resulta una verdad de enciclopedia.
Por eso la pregunta: ¿qué hago
aquí?
constante en su goteo, como Pi,
con su golpe de horror, con su
tragedia,
como un fatum, que viene desde
Heredia,
y sin piedad alguna, llega a mí.
jueves, 8 de agosto de 2013
Resaca del paraíso
Hay en la poesía de Reina María Rodríguez de los 90 tanta conciencia de una escritura producida a fines del siglo XX como impulso de colección de reliquias de un mundo perdido. Celebración y duelo del naufragio de la utopía, que se manifiestan por medio de una extravagante memorabilia: miniaturas de la Atlántida, muñecas egipcias, retratos de Durero, esculturas de Zadkine, tablillas de terracota, polvo verde del Taj Mahal, flores insectívoras, un vidrio de mar en la ventana.
Podría hacerse una lectura de esa poesía como relicario o museo de la resaca de algún paraíso perdido. Una escritura de la memoria que presta más atención a ciertos desechos del pasado que a la cultura material, archivable y refuncionalizable, heredada del antiguo régimen. No sería imposible leer esa poesía como un discurso de sutil cuestionamiento a las narrativas turísticas e ideológicas que se tejieron en torno a aquella Habana, que se presentaba como escenario de la "muerte real de un pasado imaginario".
miércoles, 7 de agosto de 2013
Lo que sobra de un gesto
Releo
este verano, con mis alumnos de Middlebury College, poemas escritos por Reina
María Rodríguez en los años 90. Me interesa hacer preguntas a esos poemas y a
la poeta que los escribe, que ayuden a leer no sólo la poesía sino aquello que
se le oculta y la rebasa. El contorno de la historia que constituye el silencio
de la poesía o lo que el texto calla y el territorio donde se mueve la figura
pública del poeta: los otros lugares de su enunciación.
Lo primero que llama la atención de
aquellos poemas, reunidos en cuadernos como En
la arena de Padua (1991), Páramos (1993),
Travelling (1995), La foto del invernadero (1998) o Te daré de comer como a los pájaros (2000), escritos en el
momento más nítidamente asociable a la decadencia de La Habana socialista, es su deliberado, a veces cándido,
cosmopolitismo. Un deseo del afuera que hacía del viaje, más que una
experiencia testificable, la fuente primordial de cada escena.
La poesía de Rodríguez era entonces
–o ha sido siempre- eso: un registro de escenas. Dos jóvenes amantes jugando al
escondite en un campo mediterráneo –entre ciruelos y pacas de heno-; la poeta
mirando fijamente la foto del Che de Korda y retratando a su hijo, su amigo, el
también poeta Omar Pérez; un anochecer en Madrid; una pieza dorada encontrada
en un cofre de ébano junto al sarcófago de Tutankamón; una visita al museo de
Dresde; una anciana de negro en la Plaza de España -¿de Madrid, de Barcelona,
de Sevilla?-; una chica de la isla de Wight; una escultura de Ossip Zadkine; una
foto en el invernadero; un vidrio en la ventana.
Las escenas recorrían un territorio
desplazado –desde el Taj Mahal hasta el Báltico- y la propia poeta se
presentaba como sujeto “nómada”. Pero los viajes de Rodríguez desde aquella ruinosa
Habana tenían muy poco que ver con los de Bruce Chatwin o Paul Bowles, que
acuñaron el nomadismo desde un oasis civilizado. Viajar para Rodríguez era, en
realidad, ausentarse de aquellas paredes carcomidas por el salitre y de
aquellas aceras que los poetas pisaban con sus sandalias cuarteadas. Era el
viaje al revés.
Había también en aquellos poemas una
extremada conciencia de su localización temporal. Algunos estaban fechados –“6
de junio de 1995”, “12 de agosto de 1995”, “9 de marzo de 1995”-, pero otros
que no lo estaban hacían explícito su lugar en el tiempo: “era finales de siglo
y no había escapatoria/ la cúpula había caído, la utopía/ de una bóveda inmensa
sujeta a mi cabeza,/ había caído” o “tú vivirás en el 2000/ y verás árboles
cosmódromos mariposas/ esa fauna y flora diferente que estamos creando/ y
vivirás como todos los niños/ dentro de un hombre”.
Viajes de fin de siglo, con La
Habana al fondo, sería otra manera de condensar aquella poética. Una
exploración de los límites de la ciudad y de las fronteras de la utopía. En el
estremecedor poema “Al menos así lo veía a contraluz” (1998), esa perspectiva queda
al descubierto, cuando la poeta reacciona contra el interlocutor que le “exige
todavía alguna fe” y constata la “muerte real de un pasado imaginario”. Los
viajes de fin de siglo permitían conocer la amarga verdad de lo ilegítimo, el
reverso monstruoso de los íconos: “un simple clic del disparador/ y la historia
regresa como una protesta de amor (Michelet)/ pero vacía y seca como la fuente
del Parque Central”.
En otro poema, el de la anciana de
negro en el Parque de España, que da de comer a las palomas –“el alpiste blanco
que los pájaros vuelven sucio”-, Reina
María Rodríguez formula una poética o, más discretamente, enuncia una de las
funciones del poeta: “recoger lo que sobra de un gesto”. Buena fórmula para
significar aquella poesía de fin de siglo, que se empeñaba en inventariar los
residuos del paraíso, los restos del ademán de la Historia.
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