Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

miércoles, 29 de diciembre de 2021

La invención del nuestroamericanismo




Por más que la historia académica afine su persuasión y argumente que eso que llamamos América Latina es una construcción discursiva, más bien reciente, seguirán produciéndose narrativas políticas que remitan la identidad continental a los mayas, los mexicas o los incas. Por mucho que la historiografía rigurosa insista en que para 1808 las posesiones coloniales de la monarquía católica española comprendían cuatro reinos, con una creciente descentralización interna, la tesis de que las naciones que alcanzaron la soberanía, unos diez o quince años después, ya existían, continuará ganando adeptos. 
 
En América Latina y el Caribe, como en otras zonas postcoloniales, los nacionalismos locales y regionales suelen ser inagotables. Esos nacionalismos, ideológicamente tan diversos como las sociedades mismas, se empaquetan con facilidad en marcas de consumo retórico masivo. Los poderes vernáculos, armados de un antimperialismo y un nativismo vulgares, reproducen estereotipos racistas, machistas, excluyentes y xenofóbicos en nombre de “identidades nacionales” que se presentan como eternas e inamovibles. 
 
Es por ello tan bienvenida y saludable la aparición de un libro como La invención de Nuestra América (Siglo XXI, 2021) de Carlos Altamirano, historiador argentino. Altamirano formó parte del grupo fundador de la legendaria revista Punto de vista, junto con Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo. Su obra ensayística ha sido fundamental para pensar críticamente las relaciones entre literatura y política en Argentina, pero también para impulsar la disciplina de la historia intelectual, desde la Universidad de Quilmes y la revista Prismas
 
Si en su libro anterior, Para un programa de historia intelectual (2015), Altamirano delineaba las rutas de avance de la nueva historia de las ideas en la región, en este ensayo establece las premisas del estudio de los discursos sobre la identidad latinoamericana y caribeña. Parte el historiador por reconocer que los intentos de definición de una identidad colectiva, para toda la América al sur de Estados Unidos, surgen en el siglo XVIII. Por lo que ese empeño de dos siglos debe ser historiado. 
 
El “gran desvelo” de definir la identidad de “Nuestra América” –un término que generalmente se atribuye al cubano José Martí pero que, de acuerdo a un estudio clásico de Sara Almarza, era utilizado desde los siglos XVII y XVIII y se encuentra en Miranda y en Bolívar- pasó, según Altamirano, por las diversas fases del pensamiento regional. Tuvo un momento criollo, patriótico e ilustrado antes de la independencia, luego fue abordado desde perspectivas republicanas, liberales y conservadoras en el siglo XIX y en la pasada centuria suscitó aproximaciones desde todas las ideologías, de izquierda o derecha. 
 
El afán de atrapar conceptualmente lo singular de Nuestra América pasó por teorías del criollismo y del mestizaje, por el trasfondo religioso católico o por la clave civilizatoria latina, por el antimperialismo republicano o socialista, por el arielismo de José Enrique Rodó o el calibanismo de Roberto Fernández Retamar. De Andrés Bello a Pedro Henríquez Ureña se intentó capturar aquella identidad desde la literatura; de José Vasconcelos a Leopoldo Zea desde la filosofía; de Simón Bolívar a José Martí desde la política. 
 
Observa Altamirano que ha habido momentos de mayor o menor intensidad en el “nuestroamericanismo”. La época de las independencias, el contexto de la guerra de 1898, que enfrentó a España y Estados Unidos por el control del Caribe, la Revolución Mexicana o la Revolución Cubana serían coyunturas de activación del discurso identitario. El recorrido que propone este libro es un oportuno llamado de atención contra las fórmulas demagógicas sobre lo latinoamericano y lo caribeño que se lanzan, de tanto en tanto, en la política regional, desconociendo una larga tradición.

martes, 21 de diciembre de 2021

Pensar el imperialismo




La Revista de la Universidad de México, que dirige la escritora Guadalupe Nettel, dedica su último número al imperialismo. El enfoque que aplica a la representación del fenómeno es amplio en el espacio y el tiempo. Se trata de una visión que podríamos llamar “transterritorial” del imperialismo que recorre las diversas escalas en el ascenso de múltiples potencias: la monarquía católica española y la Unión Soviética, Estados Unidos y China. 

 En sendos artículos, Mario Rufer y Rasmus Gronfeldt Winther exploran la relación entre los imperios modernos europeos, especialmente el británico, el francés y el alemán, con la antropología y la etnografía, la cartografía y la museografía. Los mapas y los museos fueron diseñados por los imperios para delimitar el territorio de sus conquistas. Las tierras y civilizaciones más remotas se volvieron objetos de exhibición tras ser conquistados. 

 Contra la óptica presentista y simplificadora que sólo ve imperialismo en Estados Unidos, este número de la RUM llama a comprender los imperios a partir de los ciclos de auge y decadencia, explorados por una célebre tradición historiográfica que va de Edward Gibbon a Jean Baptiste Duroselle. El imperio de los Austrias, que emprendió la conquista y evangelización de América en el siglo XVI, hacia 1800 perdía poder por la rivalidad de potencias atlánticas como Gran Bretaña y Francia. En sus artículos, Jorge Gutiérrez Reyna y Federico Navarrete recuerdan que aquellos imperialismos, derrocados por los movimientos separatistas del siglo XIX y los descolonizadores del XX, son hoy motivo de encarnizadas reyertas de la memoria. 

 La Guerra Fría fue escenario de pugnas geopolíticas que pusieron a prueba la hegemonía de Estados Unidos. La Unión Soviética, como observan Rainer Matos Franco y Carlos Manuel Álvarez, debe ser pensada como un imperio, que establecía relaciones semicoloniales con sus satélites. No verla así, sobre todo en América Latina y el Caribe, responde a una experiencia histórica marcada por los agravios que produjo el poderío hemisférico de Washington en el siglo XX. 

 Como recuerda Adela Cedillo en su ensayo, esa idea hiperlocalizada del “imperialismo yanqui” responde a una comprensión del fenómeno que da la espalda a una manera de pensar el imperio, que arranca con Hobson, Hilferding y Lenin, a principios del siglo XX, y llega en años recientes a la obra de Michael Hardt y Antonio Negri. Estos autores prefieren entender el imperialismo no como la vocación exclusiva de uno u otro gobierno sino como una forma de dominio global, que tiene que ver con el capitalismo financiero, las transnacionales y diversas entidades del poder mundial, más abstractas y a la vez más tangibles que el Pentágono o el Capitolio. 

 En las últimas décadas se ha planteado obsesivamente el tema de la decadencia de la hegemonía estadounidense. La revista aborda la cuestión por medio de un ensayo de Jon Lee Anderson, sobre la retirada de Afganistán, que pone en evidencia el fracaso de Estados Unidos en el Medio Oriente, luego de la “guerra contra el terror” que emprendió el gobierno de George W. Bush, como respuesta al derribo de las Torres Gemelas de Nueva York. El involucramiento de Rusia en Siria, el retiro de las tropas de Afganistán y el regreso del talibán al poder serían tres escenas en el declive de Estados Unidos. 

 No podía enfocarse el tema del imperialismo, al arranque de la tercera década del siglo XXI, excluyendo a China, la gran potencia emergente. En sus colaboraciones, Yi-zheng Lian y David Soler Crespo argumentan que China, al igual que Rusia, ha sido siempre un imperio en permanente reconstitución. En años recientes, China se ha convertido en uno de los principales inversionistas en países africanos como Sierra Leona, Kenia, Nigeria, Zambia y Angola. África, la gran región colonizada y esclavizada por Occidente, es hoy una “sexta estrella” en la bandera de China.

jueves, 25 de noviembre de 2021

Un periplo latinoamericano




El escritor mexicano Federico Guzmán Rubio (Ciudad de México, 1977) ha escrito un libro que revive y honra una noble tradición literaria: la del viaje latinoamericano. El miembro fantasma (2021), título de este volumen que publica la editorial Los Libros del Perro, es una mezcla de bitácora viajera y cuaderno de lecturas. A los tres países que viajó su autor, Argentina, Uruguay y El Salvador, lo hizo cargando un estante imaginario y un archivo portátil de la memoria intelectual y política de esas naciones. 

 El primer viaje, a Buenos Aires, que en el guion retrospectivo del libro es el último, incluye, a su vez, un viaje interior por tren, entre las históricas estaciones de Retiro y Rivadavia, con destino a Beccar, Tigre y otras ciudades de las provincias bonaerenses. Este viaje dentro del otro anuncia su deuda con la memoria de la Guerra Fría por medio de siluetas del sacerdote revolucionario Carlos Múgica, asesinado por un comando anticomunista en 1974, y del Che Guevara y Rodolfo Walsh, otros dos íconos de la izquierda latinoamericana. 

 El paso de una estación a otra es narrado con la precisión de los viejos relojes y silbatos que capitaneaban los andenes. Sobre los rieles, las evocaciones de Guzmán Rubio repasan la gran literatura argentina, de Borges, Bioy y Cortázar a Viñas, Piglia y Caparrós, el rock de Sui Generis y Charly García, pero también el tenebroso espacio de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA), donde más de cinco mil inocentes fueron torturados y asesinados en la última dictadura. Como emblemas de la perenne pugna entre la verdad y el derecho, hoy se erigen ahí el Museo de la Memoria y el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. 

 El segundo viaje, a Montevideo, es más fijo o más centrado en ese otro puerto rioplatense. El viajero deja ver al lector desde que en las primeras páginas, Guzmán Rubio declara preferir, al Ariel (1900) de José Enrique Rodó, El camino de Paros (1919), las andanzas y meditaciones del escritor uruguayo por Portugal, España e Italia a principios del siglo XX. También relee Guzmán Rubio a grandes narradores uruguayos como Felisberto Hernández y Juan Carlos Onetti y hojea la legendaria revista Marcha, el semanario fundado y dirigido por Carlos Quijano, cuya página cultural haría brillar a dos de los grandes críticos del boom, Emir Rodríguez Monegal y Ángel Rama. 

 La Guerra Fría, el terrible legado de las últimas dictaduras y los desvelos de la Nueva Izquierda reaparecen en el viaje a Montevideo por medio de la rememoración de las polémicas entre Casa de las Américas, Mundo Nuevo y Marcha. Tanto en este tramo como en el de Buenos Aires, la literatura se perfila como el registro documental de una resistencia al autoritarismo latinoamericano cuyo saldo debe ser replanteado a la luz de la historia reciente. Las dictaduras de derecha desaparecieron pero algunas de la izquierda siguen en pie. 

 En la última estación del periplo, El Salvador, ese cruce de la memoria literaria y el duelo político alcanza su máxima tensión. La pequeña nación centroamericana que hace cuarenta años estuvo al borde de un triunfo revolucionario como el sandinista y que hace treinta logró un acuerdo de paz que puso fin a un sangriento conflicto, es ahora un enorme suburbio lleno de iglesias evangélicas y gobernado por un presidente millennial que propone el olvido de la revolución y la guerra. 

 Otra vez, con su estante imaginario a cuestas (poemas de Roque Dalton, novelas de Claudia Hernández y Horacio Castellanos Moya, crónicas de Óscar Martínez y la banda sonora de Radio Venceremos y Carlos Henríquez Consalvi), Guzmán Rubio evoca el pasado inmediato de Centroamérica. Como el Caribe, una región intervenida, donde el ideal de la guerrilla contó con sus últimos y más fieles defensores, y que hoy se enfrenta a un temible ascenso del conservadurismo y el militarismo, en medio de la pobreza, la desigualdad y la recurrencia de la diáspora.

martes, 23 de noviembre de 2021

La poeta y el PlayStation





En la película Let Them All Talk (2020), de Steven Soderbergh, se cuenta la historia de una veterana escritora de Nueva York, interpretada por Meryl Streep, que aquejada de una enfermedad terminal, decide irse en crucero a Londres a recibir un importante premio literario. Para la aventura, que podría ser la última, escoge de compañía a dos viejas amigas y un sobrino millennial, que no oculta una morbosa curiosidad por las generaciones anteriores. 

 El sobrino, que interpreta el actor Lucas Hedges, pregunta a una de las amigas de la escritora por la vida antes de los dispositivos electrónicos y las redes sociales. Una de ellas, el personaje de Dianne Wiest, le dice para su asombro que no hay mayor diferencia entre el mundo de la radio y la televisión y el de los iPhones, Facebook o Twitter. No hay mayor diferencia, dice, porque la naturaleza humana sigue siendo la misma, tan depredadora entonces como ahora. 

 He recordado la escena al conocer la noticia del Premio Cervantes a la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi. Desde su temprano libro de relatos, Viviendo (1963), se hizo notable en ella la búsqueda de una familiaridad bajo el orden moderno, que anunciaba una poderosa resistencia en medio del cambio. Cuando Peri Rossi se exilió, vísperas de la dictadura uruguaya, aquella resistencia se encauzó a favor de la adaptación a la “diáspora”, concepto que ganó presencia en su poesía. 

 En Los museos abandonados (1969), otro libro de relatos, se hablaba de “extraños objetos voladores”, y en antologías de cuentos posteriores, que admiró Julio Cortázar, se interesó en temas que de diversas maneras glosaban la supervivencia tras todo tipo de cataclismos: geológicos, biológicos o políticos. Como tantos exiliados que huyeron de dictaduras, no para volver sino para sumar un éxodo a otro, Peri Rossi desarrolló una poética del exilio que ofrece muchas lecciones para una época de tantos desplazamientos como el siglo XXI. 

 Esa poética se condensa en Estado de exilio (2003), la antología que publicó Visor, y que reúne su obra lírica desde 1972. Allí relaciona el exilio, una vez más, con la cultura material del escenario tecnológico de fines del XX y el cambio de siglo. El exilio se dirime en una cabina telefónica, donde el aparato se traga las monedas, o en una “dialéctica de viajes” que hace de cada partida una pérdida y de cada llegada un recomienzo. 

 En la conversación entre Dianne Wiest y Lucas Hedges, ambos concuerdan que aquellas mujeres de fines del siglo XX son como dinosaurios replicantes. Nessies de goma, como el que hemos visto flotando en el lago de Glasgow, que han traspasado el umbral del cambio de siglo, con toda su sabiduría analógica y el recuerdo intacto de viejas batallas emancipatorias. No hay melancolía en esa mirada sino exposición de una permanencia en el cambio. 

 Pero tal vez sea Playstation (2009), cuaderno también publicado por Visor, la obra de Cristina Peri Rossi donde leemos de manera más compacta ese arte de sobrevivir. En el poemario, los sueños, como en El benefactor (1963), la primera novela de Susan Sontag, se repiten una y otra vez, con el paso de los años, aunque sean siempre igual de perturbadores. Una canción de Ricardo Cocciante se escucha década tras década aunque cambie el escenario y el medio: Montevideo o Barcelona, un viejo televisor en blanco y negro, una reproductora de casetes o el canal de YouTube en la computadora. 

 Entre las tantas cosas que se repiten en aquel poemario están las bibliotecas, que se reinventan casi exactas en cada permuta, los espejos ovalados o las viejas voces patriarcales que, desde la infancia, llamaban a “formar una familia”. También se repiten los televisores, los radios y los tocadiscos, aunque a veces irrumpe un nuevo artefacto, como la consola del PlayStation, que los desplaza. La imagen de la poeta convaleciente, jugando con su PlayStation, capta la conmovedora personalidad de esta escritora.

lunes, 25 de octubre de 2021

Un atlas de las izquierdas mexicanas





Ariel Rodríguez Kuri, profesor del Centro de Estudios Históricos del Colmex, da inicio a su Historia mínima de las izquierdas en México (2021) con una escena. El joven comunista José Revueltas se presenta en la oficina del secretario de Comunicaciones y Obras Públicas de Lázaro Cárdenas, el general Francisco J. Múgica, enciende un cigarro, y le exige un pase gratuito para hacer campaña por ferrocarril. Múgica, que detestaba tanto el tabaco como la insolencia, mandó al joven a volar. 

 La escena capta las tensiones entre las izquierdas socialistas de diverso signo y la izquierda hegemónica del nacionalismo revolucionario en México. Tensiones que recorren y deciden toda la historia de las izquierdas mexicanas del siglo XX y lo que va del XXI. El libro de Rodríguez Kuri, escrito con elegancia, cuidado y ponderación, dibuja el mapa más completo de esas izquierdas, en los últimos años. 

 No se desestiman, aquí, momentos de polarización izquierda-derecha, en que los contrincantes intentan unificar sus diversidades internas, como la Guerra Cristera en los 20, el ascenso del nacionalismo católico entre los años 30 y 40 o la agresividad anticomunista en el arranque de la Guerra Fría. Pero el conflicto que más centralmente parece repetirse en un siglo no es entre izquierda y derecha sino entre distintas izquierdas, toda vez que la izquierda que detenta el poder, el nacionalismo revolucionario, mantiene una envidiable capacidad de fluctuación ideológica. 

 Tal vez por ello, desde las primeras páginas de su libro, Rodríguez Kuri repara en el hecho revelador de que muchas de esas izquierdas, desde los hermanos Flores Magón y el Partido Liberal Mexicano hasta Amlo y Morena, se autolocalizan en el liberalismo. Una poderosa razón de origen de ese gesto reside en que el nacionalismo revolucionario mexicano del siglo XX se presentó como continuación del liberalismo decimonónico de la Reforma. 

 El atlas de Rodríguez Kuri sigue varios índices posibles. Uno recorre los hitos: el PLM, la Constitución de Querétaro, el primer PCM, el cardenismo, el asilo de Trotski, el movimiento ferrocarrilero, el MLN, las guerrillas, el 68, el 88, el PRD, Chiapas y el EZLN. Otro sigue la ruta de las corrientes: anarquistas, comunistas, lombardistas, trotskistas, guevaristas, procubanos, neozapatistas. Otro más traza perfiles intelectuales y políticos: los Flores Magón, Zapata, Galván, Laborde, Cárdenas, Lombardo, Revueltas, Castillo. 

 Rodríguez Kuri se detiene en dos mavericks, José Revueltas y Heberto Castillo, que catalizaron la vocación de cambio radical en la Guerra Fría, sin ser ellos mismos radicalistas. Contra quienes asocian rígidamente a Revueltas con el 68, relee México: una democracia bárbara (1958) y Ensayo de un proletariado sin cabeza (1962) como señas de una política cambiante: ingreso y expulsión del PCM, ingreso y renuncia al PPS, reingreso al PCM y fundación de la Liga Comunista Espartaco. Una oscilación entre Lenin y Gramsci, que cree ajena al radicalismo de la New Left. 

 Igual de heterodoxa es su lectura de Heberto Castillo, a quien define como “liberal de izquierda”. La deuda de Castillo con el juarismo del siglo XIX y el nacionalismo revolucionario del XX, según Rodríguez Kuri, siempre fue más decisiva que su paso por el MLN, sus intervenciones en la Tricontinental habanera o su apoyo al movimiento estudiantil. Castillo vendría siendo el eslabón perdido entre la izquierda cardenista y el PRD-Morena, entre Cárdenas, Cuauhtémoc y Amlo. 

 El último tramo del libro de Rodríguez Kuri está dedicado a señalar algunas de las rutas de rebasamiento de la larga hegemonía del nacionalismo revolucionario en México. La verdadera renovación de la izquierda está teniendo lugar en esos márgenes de la hegemonía donde se activan nuevos sujetos políticos como las mujeres y las comunidades indígenas, los emergentes movimientos ambientalistas y antirracistas.

viernes, 15 de octubre de 2021

De la historia desgarrada


Leo en El pasado, instrucciones de uso (2006) de Enzo Traverso los pasajes dedicados a la "historia desgarrada". El desgarro de la historia -oficial o crítica, divulgativa o académica- coincide con el momento en que la memoria, desde múltiples lugares de enunciación, ejerce su revancha. Es ahí donde la memoria intenta hacerse cargo de lo que la historia oculta o distorsiona, magnifica o disminuye.

Encuentro en un fragmento de la novela Caballo con arzones (2017) del escritor cubano Ahmel Echevarría ese llamado a la venganza de la memoria. La fórmula retórica que utiliza, "dónde estabas cuando", coloca la evocación del pasado en una relación directa con el sujeto que recuerda. Se trata de una manera de practicar la memoria que no sólo tiene que ver con la reconstrucción de un suceso escamoteado por narrativas hegemónicas. 

Hay también una pregunta por la responsabilidad del testigo en el presente: una responsabilidad política en su sentido más profundo y abarcador. Quien recuerda lo que la historia nubla es, aquí, alguien que ejerce la memoria desde las múltiples coordenadas de su subjetividad. Se trata de un sujeto que, al voltear al pasado, se mira sí mismo, de cuerpo entero, a partir de lo que lo constituye racial, sexual y políticamente:

"¿Qué hacían tus manos y tus ojos cuando Ochoa, en la TV, detrás de sus enormes espejuelos era juzgado culpable? En la pantalla de mi TV, la imagen en blanco y negro de una sala atestada de militares en completo uniforme y otros, un pequeño grupo, en ropa de paisano, el gris oliva enjuiciando la negra traición de quienes van de gris civil... "negra traición"..., ¿pero quién habla por mí?; así veía yo, despreocupado, en la TV, la muerte nunca gloriosa de ese rostro de Ochoa, el General de División, detrás del cristal de sus enormes espejuelos... ¿Para Tamayo y Ochoa las dos patrias serían las mismas, es decir, se llamarían igual, digámoslo así: Cuba y la Noche -Cuba, a millas de distancia, vista desde la negra cúpula donde, dicen, flotaba en una nave soviética el cosmonauta, o vista desde la negra África donde el General, desde un vehículo militar soviético hacía de las suyas con marfil, piedras preciosas y cocaína? Pensar Cuba. Pensar la Noche. Desear Cuba. Desear la Noche ¿Qué recuerdos tienes tú de Arnaldo Tamayo y de Arnaldo Ochoa? ¿Qué recuerdos tienes tú de El Mariel?"

jueves, 23 de septiembre de 2021

El grito y la consumación




En la nueva intensidad que adquieren las conmemoraciones en la política mexicana, este año sobresale y por mucho. Nunca antes se habían juntado la conmemoración de aniversarios redondos de la caída de Tenochtitlan y la consumación de la independencia. De hecho, sólo en 1921, siendo presidente Álvaro Obregón, se habían conmemorado a lo grande, en un mismo año, el grito y la consumación de la independencia. 

 Tanto la ideología liberal del siglo XIX como la nacionalista revolucionaria del siglo XX proyectaron incomodidad con la efeméride del 27 de septiembre. La consumación de la independencia, con la entrada del Ejército Trigarante a la Ciudad de México, luego de la firma de los Tratados de Córdoba por Agustín de Iturbide y Juan O’Donojú, no fue vista como un triunfo pleno de los independentistas sino como una solución a medias. 

 En la memoria oficial y en la historia patria –no así en la historiografía académica-, el llamado al combate del cura Hidalgo en 1810 o la gesta de Morelos, entre 1811 y 1815, eran más claramente épicos que la transacción entre insurgentes y realistas que se plasmó en el Plan Iguala, en el abrazo de Acatempan entre Iturbide y Vicente Guerrero -imaginario o real- y en la entrada triunfal del Ejército Trigarante a la capital del virreinato en 1821. 

 A pesar de las ambivalencias de Hidalgo ante la soberanía de Fernando VII, la revuelta contra el “mal gobierno” era el disparo de arranque para una guerra anticolonial, que convergía en toda la gesta separatista de los antiguos reinos borbónicos. Para la historia patria liberal o nacionalista revolucionaria, el Grito de Dolores estaba llamado a convertirse en un hito central de la liturgia republicana. 

 No obstante el malestar que provocaba, se intentó atraer al 27 de septiembre a esa misma liturgia. Mauricio Tenorio cuenta en su libro Historia y celebración (2009) que el gobierno de Álvaro Obregón mantuvo la celebración del 16 de septiembre, como fecha del nacimiento de la nación, pero confirió al 27 de septiembre un sentido más de reconocimiento internacional del nuevo estado. 

 Esos énfasis tienen fundamento, aunque pasan por alto ciertas afinidades políticas y coyunturales entre ambos fenómenos: el Grito de Dolores y la entrada del Ejército Trigarante. En ambos momentos tuvo lugar un proceso de cambio constitucional y político en España: la guerra de independencia peninsular contra Napoleón y las Cortes de Cádiz en el primero, y la revuelta de Rafael de Riego y el arranque el Trienio Liberal en el segundo. 

  La poderosa influencia del contexto peninsular en los dos momentos explica, en buena medida, las ambigüedades entre independencia y autonomía que recorren todo el discurso político tanto de Hidalgo como de Iturbide, no así de Morelos, más claramente republicano. A despecho de tantos contrastes forzados entre los dos héroes, hay un elemento común en la práctica política de uno y otro, que es el trasfondo del constitucionalismo gaditano, más allá de los propios intentos constituyentes, sobre todo en e periodo insurgente de Morelos y bajo el imperio de la América Septentrional.

  En todo caso, la dimensión pactista y transaccional de la consumación de la independencia está fuera de dudas. Las tres garantías, religión católica, independencia de la "nación mexicana" o del trono del nuevo imperio y unión entre mexicanos y españoles, eran sumamente atractivas para gran parte de los peninsulares residentes en la Nueva España. Es por ello que Juan O’Donojú, nombrado como Jefe Político –no como virrey- por los liberales de la península, pudo tan fácilmente dar la orden de capitulación al ejército borbónico. 

  La preservación de la denominación de “imperio”, el ofrecimiento de la corona de la América Septentrional a Fernando VII o algún infante de la dinastía borbónica y las propias garantías de unión entre españoles y mexicanos y religión católica introducían elementos de poderosa continuidad con el virreinato de la Nueva España. Tan sólo por eso, dice el historiador argentino Gabriel Entin, la idea de la “consumación de la independencia” resulta imprecisa.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Moctezuma y Spengler






El filósofo e historiador alemán Oswald Spengler (1880-1936) tuvo una ascendencia extraordinaria en la vida intelectual latinoamericana de mediados del siglo XX. Luego de la publicación de los dos tomos de La decadencia de Occidente, entre 1918 y 1922, la obra de Spengler inició su viaje hacia el mundo hispanoamericano. La traducción de Manuel García Morente y la presencia del pensador alemán en la obra de José Ortega y Gasset y la Revista de Occidente, donde en 1924 apareció su ensayo “Pueblos y razas”, facilitaron el viaje. 

 Muchos intelectuales latinoamericanos acreditaron su deuda con el pensamiento de Spengler. La tesis de una morfología de las culturas, que seguía un ciclo inexorable de nacimiento, madurez y decadencia, resultaba atractiva en una región que, tras el colapso definitivo del imperio español en el Caribe, en 1898, se enfrentaba a la hegemonía de Estados Unidos. El peruano José Carlos Mariátegui, los mexicanos José Vasconcelos y Alfonso Reyes, los argentinos Ernesto Quesada y Jorge Luis Borges y los cubanos José Lezama Lima y Alejo Carpentier fueron lectores de Spengler. 

 El espectro ideológico de las lecturas era lo suficientemente diverso para producir las críticas de Alfonso Reyes, quien en su “Doctrina de paz (1938)” señaló que la teoría de Spengler se “reducía a afirmar que el hombre es un animal de presa”, y las apropiaciones de Alejo Carpentier, no sólo en el prólogo a El reino de este mundo (1949), como ha estudiado Roberto González Echevarría, sino antes, en la serie de artículos “El ocaso de Europa” (1941) publicada en la revista Carteles

 Llama la atención la falta de correspondencia entre la influencia de Spengler en América Latina y el escaso interés del pensador alemán en el subcontinente. A diferencia de su discípulo británico Arnold J. Toynbee, que viajó y escribió sobre esta parte del mundo, Spengler, tras anunciar en la Introducción de su libro que una de las culturas que estudiaría era la azteca, dedicó muy pocas páginas al México antiguo. 

 El reciente rescate, traducción y estudio introductorio del drama Moctezuma (1897) de Spengler, realizado por la académica Anke Birkenmaier, profesora de literatura latinoamericana de la Universidad de Indiana, ayuda a comprender la visión del pensador alemán sobre México. Sugiere la académica que la ausencia de las culturas prehispánicas mesoamericanas en la obra posterior de Spengler tal vez se deba a su idea de que la conquista significó un caso único en la historia, por el cual una cultura no moría de manera natural sino por la “destrucción, como la de una flor que un transeúnte decapita con su vara, de unos cuantos aventureros”. 

 Esa idea había sido plasmada por Spengler, veinte años antes de La decadencia de Occidente, en su drama juvenil. Allí el pensador alemán no seguía el relato de Hernán Cortés ni el de Bernal Díaz del Castillo, ni siquiera el de Antonio Solís y Rivadeneyra, en que se basó Girolamo Giusti, libretista de la ópera Moctezuma (1733) de Vilvaldi. Había leído esas fuentes, más las alemanas (Humboldt, Peschel, Hoffmann), y hasta el libreto de otra ópera Moctezuma (1755), la de Carl Heinrich Graun, escrito por Federico el Grande. Pero su versión de la conquista fue distinta y, como dice Birkenmaier, asombrosamente contemporánea. 

 Spengler no suscribió el relato de que los españoles eran vistos como dioses, ni que habían deslumbrado a los mexicas con la superioridad de sus armas, su tecnología, su religión o su cultura. Tampoco aceptaba que Moctezuma se hubiese rendido sino que fue capturado con ardides y no sin resistencia. Spengler no hizo una interpretación culturalista sino política de 1519, que enfatizaba la confrontación entre dos imperios y la ilegitimidad de la conquista. Una interpretación que, acaso por relecturas de la “leyenda negra”, confirma lo poco nuevas que son tesis como las de Matthew Restall en When Moctezuma Met Cortés (2018).

lunes, 16 de agosto de 2021

¿Fin del imperio mexica?





La disputa que entablan los usos políticos del pasado –no la historiografía académica, que ha llegado a algunos consensos sobre la conquista- es, en buena medida, si en estos días se conmemora el fin del imperio mexica o el nacimiento del reino de la Nueva España. Como sabemos, ninguna de esas dos cosas sucedieron aquel 13 de agosto de 1521. 

 La guerra de la memoria se atiza cuando el fin del imperio se asocia con la derrota de toda una civilización y el surgimiento del virreinato con la victoria de la conquista y la evangelización. Pero incluso en esas connotaciones, tampoco es precisa la disputa y no sólo por el hecho, tan repetido, de que la caída de Tenochtitlan fue obra de 900 españoles y 200 000 mesoamericanos (tlaxcaltecas, cempoaltecas, totonacas y huejotzingas…), rivales de los mexicas. 

 Siempre será inverosímil aquella escena de La visión de los vencidos (1959) de Miguel León Portilla, en que Cuauhtémoc, capturado por García Holguín en la canoa en que huía, es conducido ante Hernán Cortés y, señalándole su daga, le dice: “quitadme la vida que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos”. Al ver la rendición de su príncipe el pueblo dijo: “ahí va a entregarse a los dioses”. 

 El propio Cortés y otros cronistas como Francisco López de Gómara y Bernal Díaz del Castillo no ponen en boca de Cuauhtémoc esas palabras exactas, aunque sí coinciden en que el tlatoani pidió al conquistador que lo matase. La muerte de Cuauhtémoc no representó el fin del reino, ya que luego de su tortura y ejecución, cuatro años después del sitio de Tenochtitlan, fue sucedido por Tlacotzin, nieto de Tlacaelel.  

Concordaban los cronistas en el relato preciso de la destrucción de la ciudad, la muerte y el desahucio de sus habitantes. López de Gómara hablaba de la muerte de “cien mil enemigos sin contar los que mató el hambre y la pestilencia”. Díaz del Castillo, que fingía no querer hartar a sus lectores con tanta masacre, se regodeaba en la imagen de la laguna hedionda, “llena de cuerpos muertos”. 

 Para los cronistas el escenario dantesco de la caída de Tenochtitlan era comparable a la destrucción de Jerusalén por las legiones romanas comandadas por Tito, luego del sitio de tres años. Aunque la guerra de conquista se extendió de 1519 a 1521, el sitio de Tenochtitlan duró tres meses. La analogía se explota en la Historia verdadera (1632) de Díaz del Castillo, donde aquellos habitantes de Jerusalén eran presentados, siguiendo los anales católicos y romanos desde Flavio Josefo, como fariseos y herejes. 

 Lo cierto es que la destrucción de Tenochtitlan no acabó con el imperio mexica así como el sitio de Masada no puso fin a la gran civilización hebrea. Las comunidades de los pueblos originarios sobrevivieron y reprodujeron sus vidas, bajo las mismas leyes, instituciones y autoridades y preservando buena parte de sus cultos, usos y costumbres. Mudaron sus centros ceremoniales a otras zonas de la ciudad y aprendieron a aprovecharse de las nuevas normas virreinales en la “república de indios”. 

 Estudios recientes como los de las historiadoras Barbara E. Mundy y Camilla Townsend, editados por la indispensable Grano de Sal, narran esa sobrevivencia del imperio mexica dentro de la Nueva España. La conquista y evangelización fueron fenómenos crueles y disruptivos, pero no aniquilaron aquella civilización. Más bien, los pueblos originarios tuvieron una enorme capacidad de resistencia y adaptación que explica el esplendor y la originalidad de la cultura nahua bajo la monarquía católica. 

 El anticolonialismo, qué duda cabe, es una causa noble y justa, que ha dado vida a lo mejor de la tradición intelectual y política latinoamericana. Pero sin el acompañamiento del saber histórico acumulado, esa causa puede quedar reducida al conjunto de tópicos que nutren los discursos demagógicos y panfletarios de los políticos de turno.

martes, 10 de agosto de 2021

Pensar la izquierda en Puerto Rico



La persistente condición colonial de Puerto Rico ha producido una cultura política capturada por los dilemas de la soberanía. En sentido inverso y, a la vez, similar a Cuba, los márgenes para pensar fenómenos globales, que importan a las izquierdas democráticas, como los estallidos sociales, el feminismo, el antirracismo, la ecología o la reinvención de lo común, se ven constreñidos por opciones en pugna como la independencia o la anexión. 

 El filósofo e historiador de la Universidad de Puerto Rico, Carlos Pabón Ortega, ha decidido pensar a contracorriente de esa captura soberanista. Su último libro, Después del “fin de la historia” (2020), reúne ensayos que abordan los temas emergentes de la izquierda democrática global, desde una perspectiva teórica de la mayor actualidad y sofisticación. 

 Pabón parte de la desmitificación del “fin de la historia” de Fukuyama y otros clichés del triunfalismo liberal posterior a 1989. Pero su cuestionamiento a fondo del horizonte neoliberal no suspende la visión crítica sobre el legado totalitario del socialismo real del siglo XX. Reconstruye Pabón las visiones contrapuestas sobre el comunismo de Francois Furet y Eric Hobsbawm y, frente a la conocida disputa, elige una tercera mirada: la de Enzo Traverso en La historia como campo de batalla (2012). 

 La izquierda democrática del siglo XXI no puede aceptar el cierre de alternativas que supone la hegemonía neoliberal. Pero tampoco puede, si quiere acreditar seriamente su apuesta por la democracia, deshacerse de los conceptos de totalitarismo y autoritarismo y sus modalidades prácticas después de la Guerra Fría. Izquierda democrática significa, en esencia, combatir las desigualdades del capitalismo y extender derechos sociales a las mayorías sin restringir libertades civiles y políticas. 

 El campo referencial de Pabón no es todo el neomarxismo sino el flanco de esa corriente teórica que elige racionalmente la pluralización y radicalización de la democracia: Laclau, Mouffe, Hardt, Negri, Balibar, Brown…. No es esta una vertiente asimilable al neocomunismo que, ahistóricamente, identifica la democracia con el liberalismo y quiere deshacerse de ambos por medio de un alineamiento geopolítico con los nuevos autoritarismos. 

 Pero tampoco se trata, únicamente, de un gesto teórico. Como muestra algún ensayo, Pabón respaldó la primera campaña presidencial de Bernie Sanders y acompañó su inscripción en el “socialismo democrático”. A partir de 2016, el profesor de Río Piedras se posicionó públicamente contra el “populismo de derecha” de Donald Trump y la rearticulación de un nacionalismo postfascista. 

 Cuando en 2019 estallaron las manifestaciones multitudinarias que demandaron la destitución del gobernador Ricardo Roselló, el historiador no dudó en calificar las protestas como un “estallido social”, espontáneo y horizontal, del tipo que tuvo lugar en la Primavera Árabe, los “indignados” en España, la Plaza Sintagma en Atenas, Occupy Wall Street en Nueva York y casi todos los países latinoamericanos. 

 El surgimiento de una corriente socialista dentro del Partido Demócrata de Estados Unidos, que se identifica con el Green New Deal, el Medicare for All, el salario mínimo y el aumento de impuestos para las minorías opulentas, es saludado por este intelectual puertorriqueño. Una posición, que en ese país caribeño, lo mismo que en Cuba, debe enfrentarse no sólo a los prejuicios de la derecha conservadora y anticomunista sino a una poderosa izquierda ortodoxa y nacionalista que aborrece el socialismo democrático en general y, sobre todo, si proviene de Estados Unidos. 

 Desde sus primeros ensayos de los años 90, reunidos en el libro Nación postmortem (2002), Carlos Pabón se propuso imaginar un lugar para la izquierda puertorriqueña, más allá del nacionalismo. Con este libro, veinte años después, prueba que lo ha conseguido.

martes, 3 de agosto de 2021

Meditar el duelo



El azar quiso que el duelo por la muerte de un querido amigo de la juventud coincidiera con la lectura de Yoga (2020) de Emmanuel Carrère. Como casi todos los libros de Carrère, este es un ejercicio de no ficción, pero con una trampa que se agradece. Parece ser una memoria y una reflexión sobre la experiencia del escritor con el yoga y la meditación, pero acaba siendo una ejemplar confesión de la locura y el duelo. 
 
Carrère describe al detalle la técnica Vipassana. Se detiene en las peripecias del sujeto para trascender el Samsara, contener o desviar los Vrittis y producir un abandono del yo. El concepto de meditación que propone, sin embargo, prescinde de cualquier misticismo y se apega a una descripción física, casi mecánica, que reafirma el estilo de su ficción real. La meditación, dice, no es más que la observación precisa de la respiración. Lo que importa al meditar es concentrarse en medir la inspiración y la expiración, advertir la dimensión de cada una, sus temperaturas y volúmenes, sus continuidades y pausas. 

La meditación es eso: sentarse inmóvil, en silencio, en una suspensión radical de la conciencia y despegarse de la identidad. El libro sorprende cuando ese mundo de Vipassana y yoga se tambalea con una depresión del escritor, que lo lleva a un internamiento en el hospital psiquiátrico de Sainte Anne, en París, por cuatro meses. Con la misma precisión que ha contado los asesinatos Romand, en El adversario (2000), o las excentricidades de un político ruso, en Limónov (2011), Carrère narra su diagnóstico, sintomatología y terapia por “episodio depresivo con elementos melancólicos e ideas suicidas en el marco de un trastorno bipolar”. 

La exhaustividad con que Carrère transcribe su hoja clínica es, por momentos, perfectamente técnica, impersonal: “ralentización psicomotora moderada con hipomimia, facies triste pero reactividad emocional. Tristeza, anhedonia, abulia, sufrimiento moral, astenia con gasto psíquico y físico en la realización de actividades cotidianas…” La transcripción del lenguaje psiquiátrico, sin desvíos, dispersiones o dramatismos, es una forma de meditar la locura. 

 Pero hay otra meditación ineludible en Yoga y es la del duelo. El libro cuenta dos muertes de amigos cercanos: la de Bernard Maris, brillante economista y escritor, miembro del equipo editorial del semanario Charlie Hebdo, víctima del atentado yihadista de 2015, y la de Paul Otchakovsky-Laurens, editor de Georges Perec y Marguerite Duras -y también de los primeros libros de Carrère-, que murió en un accidente de tráfico en la isla Marie-Galante, en el Caribe francés, en 2018. 

 Carrère propone meditar el duelo por medio del recuerdo nítido de cada uno de sus amigos. De Maris recordaba su amor por Hélène F., su enorme biblioteca, sus lecturas de Keynes y Marx, su tardía incursión en la novela y su caro abrigo de piel, que le daba un aire de proxeneta ruso. A Otchakovsky prefería recordarlo en la barra de una cantina en Guadalajara, donde coincidieron en alguna Feria del Libro, en la que Carrère confesó a su editor, después de treinta y cinco años de amistad, que tecleaba con un dedo. 

 El duelo parece ausentarse cuando Carrère llega a Leros, la isla griega del mar Egeo, donde una amiga organiza cursos de escritura creativa para jóvenes refugiados del Medio Oriente. Pero incluso ahí, el duelo emerge en la historia de su anfitriona, cuya hermana gemela, esquizofrénica, desapreció un día sin dejar rastro. La sobreviviente tiene un tic: voltea la cabeza a la izquierda, como buscando una sombra. 

 Al final, Carrère rescata esta frase de Scott Fitzgerald: “todas las vidas son un proceso de demolición”. Mi amigo de juventud murió en un derrumbe en Miami. Hace diez años, en esta misma ciudad, murió otro gran amigo, Lichi Diego, que pensaba que la vida es lo que sucede entre el café de la mañana y una comida abundante, rodeada de gente querida. El resto era siesta y telenovela.

jueves, 22 de julio de 2021

La vieja doctrina del lumpen proletario




En días de protestas populares en Cuba revive, como mantra de la ortodoxia de izquierda, la vieja teoría del “lumpen-proletariado”. Funcionarios e ideólogos de la isla y sus aliados mediáticos y académicos en América Latina la reciclan para explicar el estallido social: quienes salieron a las calles en decenas de ciudades y pueblos cubanos fueron “vándalos, delincuentes, vulgares e indecentes”. 

 Se trata de un lenguaje clasista y racista, que también hemos visto rearticularse en derechas latinoamericanas, especialmente en Brasil, Chile y Colombia, aunque en esos casos recurre al no menos viejo arsenal del positivismo criminalístico. En antropólogos latinoamericanos, seguidores de las tesis de Cesare Lombroso, como el brasileño Raimundo Nina Rodrigues o el cubano Fernando Ortiz, desde principios del siglo XX, se estableció una conexión directa entre criminalidad, negritud y pobreza. 

 Creíamos que las ciencias sociales latinoamericanas habían abandonado aquellas supercherías sobre el “hampa afrocubana” desde hace tiempo. Durante los años de la Nueva Izquierda, el marxismo latinoamericano, en contacto con autores como Frantz Fanon, E. P. Thompson o Eric Hobsbawm, cuestionó prejuicios heredados tanto del positivismo burgués como del dogmatismo soviético en relación con la rebeldía de los marginados. 

 Pero cuando menos se espera, aquellos prejuicios vuelven a emerger, como si se borrara de un plumazo todo lo aprendido en lecturas de George Rudé, Michael Hardt y Antonio Negri, sobre la importancia de las “multitudes” en la historia. En el caso de la criminalización de la protesta en Cuba es inevitable remitir al peso que todavía tiene, en la legitimación del socialismo cubano, la tradición del marxismo-leninismo soviético. 

 En el Manifiesto comunista (1848) Marx y Engels habían definido al “lumpenproletariado” –síntesis etimológica de lump (harapo, andrajo) y proletario (ciudadano de clase baja, obrero, trabajador)- como un sector que eventualmente podía unirse a la revolución, pero que por su falta de conciencia de clase tendía a aliarse con la reacción. En La lucha de clases en Francia (1850), Marx asoció a los lumpen proletarios con el “bandidaje más vil” y la “más sucia venalidad”. Y en su brillante ensayo El 18 Brumario de Luis Bonaparte (1852), el fundador del marxismo fue más preciso al presentar al lumpen como base social del bonapartismo. 

 Fue esa la definición a la recurrieron luego Lenin y el marxismo ortodoxo soviético para definir a los desclasados como aliados naturales de los anarquistas, los revisionistas y demás variantes teóricas o prácticas de “enemigos del pueblo”. En América Latina, aquel marxismo-leninismo ortodoxo promovió, durante buena parte del siglo XX, una visión negativa del populismo que se sustentaba en el rechazo al carácter revolucionario del lumpen. 

 En su libro Vida lumpen. Bestiario de la multitud (2007), el estudioso argentino Esteban Rodríguez Alzueta dio cuenta de aquel repertorio de clichés y estereotipos que otorgaba al racismo y al clasismo latinoamericanos una nueva oportunidad por la vía de la izquierda. Frente al estallido social cubano, aquellos dogmas despiertan, en su forma más brutal que es la que, en resumidas cuentas, justifica la represión y la deslegitimación. Los manifestantes del 11 de julio o eran sujetos manipulados por campañas en las redes, promovidas desde el exterior, o eran “marginales” –término que en el lenguaje oficial cubano se usa en sentido peyorativo- dispuestos a aprovechar el caos para delinquir. 

 Esa resistencia a comprender el estallido social en Cuba está fuertemente endeudada con un no menos arcaico excepcionalismo, que expulsa la isla de su entorno latinoamericano y caribeño. Se sigue pensando a Cuba como un país deslocalizado de su región, cuya condición de víctima de Estados Unidos naturaliza el autoritarismo.

miércoles, 7 de julio de 2021

La burocracia cubana descubre la historia intelectual






Rafael Hernández, importante académico cubano y director de la revista Temas, acaba de publicar un artículo en el portal Cubarte del Ministerio de Cultura de Cuba, que no carece de interés. Se trata de un texto que intenta reconstruir las tensiones del consenso y el disenso entre 1959 y 1965, es decir, entre el triunfo de la Revolución y la conformación del primer Comité Central del Partido Comunista de Cuba.

Las limitaciones del texto no serían graves si su propuesta de historización de los nexos entre los intelectuales y el poder en Cuba no viniera antecedida de una descalificación en bloque de una parte de la historiografía académica reciente sobre ese tema, si no reflejara profundos prejuicios ideológicos y políticos sobre esa producción intelectual que descalifica como "anticastrista" y si no contribuyera a una reacción demagógica y, como diría Lenin, "materialista vulgar", contra la corriente de la historia intelectual a nivel global y, específicamente, en los estudios latinoamericanos y cubanos.

Comienzo por esto último. Tanto en este artículo como en otros que ha publicado en On Cuba, donde hizo una caracterización prejuiciada de la diáspora intelectual de los 90 y de los editores de la revista Encuentro de la cultura cubana (1996-2009), Hernández muestra un evidente desconocimiento de la historia intelectual y de varias estrategias actuales de investigación y producción de conocimiento histórico, ligadas al impacto del pensamiento postmoderno y postestructuralista entre los años 80 y 90 o a lo que Elías José Palti ha estudiado como los saldos historiográficos del "giro lingüístico".

Según Hernández, los historiadores que se dedican a cuestiones simbólicas y discursivas no son verdaderos historiadores. Los verdaderos historiadores serían "otros", suponemos que los más positivistas o marxistas tradicionales, capaces de generar una explicación materialista de la imposición del embargo comercial de Estados Unidos a Cuba o de los debates sobre la ideología de la Revolución Cubana. Los académicos que se dedican a la historia intelectual, que en una muestra más de desactualización llama "historia de las ideas", sólo se ocupan, a su juicio, de las "teleologías" y los "tropos".

Los tropos narrativos y las teleologías discursivas fueron, en efecto, fundamentales para dos precursores de la historia intelectual contemporánea: Hayden White y Michel Foucault. El uso del conocido título de este último, Las palabras y las cosas (1966), en el título de Hernández, es tramposo porque sugiere una contraposición entre cosas y palabras, inexistente y cuestionable para Foucault, quien alentó el estudio de las "formaciones discursivas", los "enunciados" y las "epistemes", dentro de su gran proyecto de arqueología del saber moderno. 

Los ataques de Hernández a la historia intelectual cargan con todos aquellos resabios del marxismo-leninismo de corte soviético y de los viejos nacionalismos autoritarios de la Guerra Fría, que se movilizaron contra Foucault y Derrida en Francia, Blumenberg y Koselleck en Alemania, Pocock y Skinner en Gran Bretaña, Darnton y Grafton en Estados Unidos. No parece comprender Hernández que, como ha señalado Horacio Tarcus, la historia intelectual, especialmente en América Latina, también se ocupa de cosas materiales como las revistas y las instituciones culturales, la legislación de imprenta y los mecanismos de censura, las "élites del poder" y el "campo intelectual", dos conceptos, por cierto, elaborados por pensadores marxistas: C. Wright Mills y Pierre Bourdieu.

El estilo de ataque también es típico de la Guerra Fría, ya que al igual que en La Habana de los años 80, cuando los burócratas cargaban retóricamente contra jóvenes intelectuales "postmodernos", "neoanexionistas" y "neoplattistas", no se mencionan nombres y apellidos. Había un entendimiento tácito de quiénes eran los aludidos y la descalificación pública era utilizada para obstruir la recepción de la obra de esos intelectuales desde la burocracia. 

No quiero sugerir que Rafael Hernández sea un burócrata -como se puede constatar fácilmente, en mis libros se citan con frecuencia sus ensayos sobre la "sociedad civil" en La Gaceta de Cuba en los 90, sus importantes compilaciones con Jorge I. Domínguez y Haroldo Dilla, o su volumen Mirar a Cuba (1999)-, sino que usa modos poco éticos en el debate, muy parecidos a los de las burocracias ideológicas de la Guerra Fría. No hay mejor prueba que el siguiente párrafo:

"Ese enfoque reduccionista confunde el conflicto entre intereses y factores de poder reales con los contenidos ideológicos de los discursos, convierte al enemigo en puras representaciones, deliberadamente dirigidas a fabricarlo como una especie de señuelo, «que debía ser nacional y foráneo a la vez, un monstruo en el que pudieran fundirse la maldad del imperio y la vileza de los traidores». Resulta curioso comprobar cómo estas visiones anticastristas de conjugación académica convergen con el dogmatismo marxista-leninista, tal como si respondieran al mismo código genético, cuando reducen la lógica de una revolución social a lo que los filósofos llaman una teleología (del bien o del mal), y reemplazan el análisis histórico por tropos literarios"

El lector que no llegue a las notas finales, no sabe de qué historiadores está hablando Hernández en la primera sección de su texto. Pero los burócratas sí lo saben. Lo que hace Hernández es sacar de su contexto, en un artículo de opinión en El País sobre el séptimo congreso del Partido Comunista de Cuba en 2011, dos frases que sugerirían que, a mi entender, en 1961 acabó la Revolución y comenzó el totalitarismo en Cuba y que la hostilidad de Estados Unidos contra la isla, verificada en la invasión de Playa Girón, fue un "señuelo" o pretexto discursivo para la radicalización socialista.

Si el interés de Hernández era cuesionar mis estudios sobre las relaciones entre los intelectuales y el poder en Cuba, entre 1959 y 1965, lo ético hubiese sido citar y criticar alguno de los libros que he dedicado al tema, como Tumbas sin sosiego (2006) o El estante vacío (2009). Si su objetivo era, por el contrario, refutar lo que he escrito sobre la radicalización socialista de la Revolución Cubana y el conflicto entre Estados Unidos y Cuba, entre 1959 y 1961, debió recurrir a un capítulo específicamente dedicado a ese tema en La maquina del olvido (2012) o a la Historia mínima de la Revolución Cubana (2015).

En todos esos textos se afirma que la Revolución Cubana fue un proceso de cambio social y político enmarcado entre 1959 y 1976, cuando, a mi juicio, la codificación constitucional culmina la construcción del nuevo orden. Como se expone en esos libros y en un par de ensayos más recientes, "The New Text of the Revolution", para The Revolution from Within (2019), compilado por Michael Bustamante y Jennifer Lambe, y El concepto de Revolución en Cuba, en Prismas, la importante revista argentina de historia intelectual, no creo que la Revolución haya concluido en 1961, ni que a partir de entonces comenzara el "totalitarismo". 

En esos textos se establece, también, una clara distinción entre revolución y régimen, y en este blog hay varios debates sobre esa diferencia conceptual, no tan evidente en el artículo de Hernández que parece identificar la "Revolución" con la "transición socialista temprana". He ahí una de las ventajas de la historia intelectual, cada vez más entrelazada con la historia conceptual: ayuda a dotar de contenidos semánticos específicos palabras que en el discurso político y la historia positivista se disuelven como sinónimos.

Lo que sostengo es que entre 1960 y 1961 se inició una reorientación ideológica y política de la Revolución, autodenominada "marxista-leninista", que luego de múltiples tensiones inherentes a su heterogeneidad, desembocó en un modelo, plasmado en la Constitución de 1976, con muchos elementos del socialismo real de la URSS y Europa del Este. Esos elementos (ideología de Estado "marxista-leninista", partido único, estatalización de la economía y la sociedad, perpetuación en el poder de un máximo líder...) eran afines a los totalitarismos comunistas del siglo XX.

En el capítulo "Entre el Che y Moscú" de la Historia mínima, sostengo que en los años 60 hubo una diversidad de opciones socialistas en Cuba, relacionadas con distintas estrategias geopolíticas. Hernández presenta esto último, es decir, la constatación de la diversidad de socialismos (el prosoviético, el guevarista, el descolonizador, el más inscrito en la Nueva Izquierda occidental, el del nacionalismo revolucionario radicalizado...), como un argumento suyo contra la historia intelectual. Pero resulta que esa diversidad está mejor documentada en varios libros de esa corriente historiográfica que en su artículo.

En otro momento de su texto, en la misma forma vaga y elusiva con que describe a aquellos con que supuestamente polemiza, Hernández parece atribuirme el tópico de la "revolución traicionada" o el de la periodización de dos fases, la "democrática burguesa" o "agraria antimperialista" y la "socialista", tan común en la Academia de Ciencias de la URSS en los años 60. Curioso, porque en dos de los textos mencionados, el del libro de Bustamante y Lambe y el de la revista Prismas, se critican esas interpretaciones, a partir de autores soviéticos publicados en Cuba Socialista como Krasin, Rosental o Svinarenko. Si Hernández leyó esos dos textos míos, su distorsión es deliberada.

Lo que no dice Hernández, en los pasajes que dedica a ese tópico, es que la historiografía soviética sobre la Revolución Cubana cambió de tesis, conforme cambiaba la propia historia oficial reflejada en los documentos del Partido y el Estado en la isla. Para 1975, historiadores como Sliozkin, Durasenkov y Larin decían que la Revolución no había reorientado su ideología sino que había componentes marxistas e, incluso, leninistas, conscientes o no, desde el asalto al cuartel Moncada. Esa tesis fue autorizada por historiadores cubanos como Julio Le Riverend y se parece a mucho al mito de la Revolución siempre igual a sí misma que sostienen algunos burócratas e ideólogos oficiales, que sí piensan la historia nacional en términos de "tropos" y "teleologías", pero que Rafael Hernández no cree necesario refutar. 

Para explicar la pugna por el poder cultural en 1961 en Cuba habría que partir de un mapa más preciso de los diversos grupos intelectuales de los últimos años republicanos: el de Orígenes, el de Ciclón, el de Nuestro Tiempo, los de Bohemia y Diario de la Marina. También habría que describir las principales revistas en aquellos años, sus núcleos y líneas editoriales (La Gaceta de Cuba, Unión, Lunes de Revolución, Cuba Socialista, Casa de las Américas). Y también habría que perfilar, al menos, los nuevos liderazgos de la política cultural: los comunistas del Consejo Nacional de Cultura y Hoy, los socialistas heterodoxos de Revolución y sus varias y crecientes y empresas culturales, la UNEAC, Casa o el ICAIC.

Dice muy poco Hernández sobre esto, que es parte constitutiva, ya no de la historia intelectual sino de la historia política de la cultura revolucionaria en Cuba. Quienes han avanzado en esos temas son historiadores y ensayistas como Idalia Morejón, Juan Carlos Quintero Herencia, Pablo Sánchez, Julio César Guanche, Duanel Díaz, Elizabeth Mirabal, Carlos Velazco, Manuel Zayas, Grethel Domenech, Jorge Fornet, María del Pilar Díaz Castañón, Caridad Massón, Carlos Espinosa, Antonio José Ponte, Iván de la Nuez, Abel Sierra Madero y, más recientemente, Alina B. López y Hamlet Fernández, que escribieron sendos textos, de gran calidad, sobre Palabras a los intelectuales y su contexto, en La Joven Cuba e Hypermedia Magazine.

Rafael Hernández no cita a la gran mayoría de estos autores, supongo porque no conoce sus libros y artículos o porque los considera parte de la historia intelectual que está combatiendo. Si los conoce, como es el caso de mis propios libros -me consta que recibió un ejemplar de la Historia mínima de la Revolución Cubana (2015) en un congreso en El Colegio de México-, entonces su objetivo es invisibilizar una parte considerable de la producción intelectual cubana contemporánea.

En estos ardides de invisibilización, Hernández coincide otra vez con las malas prácticas memorialistas de la burocracia. En las últimas semanas, cuando se ha escrito tanto sobre los 60 años de Palabras a los intelectuales, la burocracia prefirió no recordar que existe una versión editada de una de las transcripciones de aquellos debates en la Biblioteca Nacional, aparecida en la revista Encuentro en 2006. Sólo una historiadora profesional, Caridad Massón, lo hizo.

Es de ética elemental, en el debate académico, citar debidamente a los autores y textos que se quieren criticar. Y es también, de ética elemental, avanzar en la argumentación reconociendo las contribuciones del conocimiento precedente. Presentar ahora como un hallazgo que todavía en 1961, algunos -Fidel Castro entre ellos, aunque Hernández no lo mencione- creían en el mito de "la Revolución sin ideología", sin admitir lo que sobre ese tema han aportado las investigaciones más recientes sobre los viajes de C. Wright Mills y Jean Paul Sartre a Cuba (A. Javier Treviño, Elisa Servín, Patrick Iber, Duanel Díaz, Hazel Rowley...) es abandonar normas bien afincadas en el debate intelectual de la izquierda.

Por último debo decir algo sobre el medio en que Rafael Hernández, tomándome como pretexto, propone esta desautorización metodológica de la historia intelectual: Cubarte. Descalificar en ese medio a quienes llevamos décadas descalificados, a partir del expediente de "enemigos acérrimos de la Revolución", que en algún momento nos abrió Ecured y que justifica violaciones de derechos humanos básicos, como la imposibilidad de viajar a Cuba, es redundante y va más allá de la falta de ética intelectual.

lunes, 28 de junio de 2021

Cuba en "Las venas abiertas"




Hace cincuenta años se publicó Las venas abiertas de América Latina (1971), uno de los ensayos más influyentes de la izquierda latinoamericana en la Guerra Fría. El texto terminó de escribirse en Montevideo, a fines de 1970, por lo que es estrictamente contemporáneo de otro ensayo con el que se disputa la formación ideológica y afectiva de varias generaciones de universitarios y guerrilleros: Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar. 

Galeano contó alguna vez que presentó su libro al concurso Casa de las Américas, en el género de ensayo, pero “perdió”. “Según el jurado, el libro no era serio”, dijo Galeano, para luego recordar que Casa de las Américas fue de las primeras editoriales que lo acogió. El Jurado de aquel año (el cubano José Luciano Franco, el peruano Augusto Salazar Bondy y el colombiano Jaime Mejía) dio el premio a Manuel Espinoza por La política económica de Estados Unidos hacia América Latina (1971), pero concedió a Galeano una Mención. Varios años después, el escritor uruguayo sería premiado en el género testimonio, por su libro Días y noches de amor y de guerra (1978). 

 Es inevitable recordar que justo en el momento en que Galeano presentaba su manuscrito al concurso, estallaba el caso de Heberto Padilla, el poeta cubano encarcelado y obligado a una confesión pública, y arreciaban las polémicas culturales de la Guerra Fría latinoamericana. Galeano, como es sabido, fue uno de los escritores de la región que no se distanció de la isla después de 1971. Fue, de hecho, junto a su compatriota Mario Benedetti, uno de los escritores más leales a Fidel Castro y el socialismo cubano. 

Sin embargo, el libro de Galeano se escribió en los meses previos, no sólo al caso Padilla, sino a la reorientación de la política cultural cubana a favor del modelo soviético, que se verificó en el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura de 1971. Paradójicamente, Las venas abiertas, escrito en el limbo de dos etapas precisas del poder cubano, contenía una defensa de la Revolución que no partía del marxismo-leninismo de corte soviético, sostenido por la nueva burocracia ideológica, ni del latinoamericanismo cultural que argumentaba Fernández Retamar en Calibán

¿Quién era el historiador cubano que más citaba Galeano en Las venas abiertas? Sin duda, Manuel Moreno Fraginals, un marxista heterodoxo que no suscribía el nacionalismo republicano o católico, fuertemente ligado al culto a los próceres del siglo XIX. Moreno, como Raúl Cepero Bonilla y Walterio Carbonell, era un marxista que no comulgaba con los discursos espiritualistas de la identidad nacional. 

¿A quién más citaba? Además de a Fernando Ortiz, que como Moreno le sirvió para describir los efectos de la plantación azucarera esclavista en la desforestación de la isla, a dos autores que para fines de 1970 habían sido catalogados como enemigos por el gobierno cubano: el francés René Dumont y el polaco K. S. Karol. Junto a estos, otro referente era el ensayo Huracán sobre el azúcar (1960) de Jean Paul Sartre, quien muy pronto también engrosaría la lista de “intelectuales pequeño-burgueses, revisionistas y pseudoizquierdistas”, que Fidel Castro atacaba públicamente desde 1970. 

¿Cómo presentaba Galeano la Revolución Cubana? La tesis central, construida a partir del pensamiento marxista y estructuralista de la izquierda cepalina y la Teoría de la Dependencia (Sergio Bagú, André Gunder Frank, Celso Furtado, Darcy Ribeiro, Fernando Henrique Cardoso…), era que la subordinación de América Latina, a la exportación de materias primas, generaba el subdesarrollo. Esa visión crítica del extractivismo, cierta en muchos sentidos, pero pensada hiperbólicamente, llevó a Galeano a asegurar que en 1953 la producción azucarera cubana “cayó de siete a cuatro millones”, porque “Estados Unidos apretó las clavijas”. 

El pasaje es errado e intrigante porque, en realidad, la producción azucarera cubana, como se lee en las tablas de Leví Marrero o el propio Moreno Fraginals, cayó en 1953 a más de 5 millones 200 mil toneladas y tanto el valor como la proporción de esa producción se mantuvo más o menos al mismo nivel que en años previos. Según Moreno, a pesar de una zafra tan grande en 1952, el porcentaje de la producción azucarera en 1953 sólo fue ligeramente menor que en 1952. Entre 1954 y 1956 cayó más, a menos de 5 millones, pero en 1957 volvió a recuperarse. Galeano no captó la creciente diversificación de la economía y el comercio cubanos desde fines de los 40. Entre 1948 y 1952, las exportaciones totales cubanas a Estados Unidos bajaron a menos del 60% y antes de 1959 se habían estabilizado entre un 65% y un 68%. 

Más cerca de Sartre que de Ortiz o Moreno, Galeano sostenía que en 1958 Cuba era una colonia azucarera de Estados Unidos. Los campesinos de la Sierra Maestra, que se sumaron a la guerrilla, eran, según Las venas abiertas, trabajadores del azúcar que se rebelaron contra los latifundistas y el imperialismo yanqui. Hoy la historiografía académica, mayoritariamente, descarta esta interpretación, enfatiza la heterogeneidad de las bases sociales de la insurrección contra Batista y no identifica como trabajadores azucareros al campesinado que se incorporó a la lucha guerrillera en la Sierra Maestra. 

Otra contradicción de las páginas dedicadas a Cuba en Las venas abiertas es que, a pesar de tener como eje la crítica del extractivismo, Galeano justificó la nueva concentración de la economía cubana en el azúcar, a fines de los años 60. En un momento pareció saludar que la Revolución “abatiera los cañaverales”, pero luego, en velada alusión a la zafra de los 10 millones, que tuvo lugar mientras escribía su libro, sostuvo que el azúcar era la palanca del desarrollo cubano, ya que con las divisas de la exportación al campo socialista se podría comprar la tecnología necesaria para la industrialización de la isla.

viernes, 25 de junio de 2021

Joyce y el socialismo




En las últimas semanas, con motivo del “Bloomsday” en Dublín, se han publicado artículos sobre Ulises (1922) de James Joyce, que apuntan a líneas poco frecuentes de interpretación de esa novela mítica. En el número más reciente de Jacobin, por ejemplo, Donald Fallon comenta la presencia del “parnelismo”, corriente de nacionalismo constitucional irlandés impulsada por el líder protestante Charles Stewart Parnell, en la juventud de Joyce. 

También destaca Fallon el acercamiento de Joyce al socialismo, tanto en Irlanda como en Trieste, donde el escritor vivió con su esposa Nora Barnacle entre 1904 y 1909. En Trieste se volvió lector de Avanti!, el periódico que fundó el gran marxista italiano Antonio Labriola, donde colaboró Antonio Gramsci y que llegaría a dirigir Benito Mussolini. Cuando éste pasó del socialismo al fascismo, Avanti! fue uno de los primeros medios censurados. Joyce admiró desde muy joven el ensayo El alma del hombre bajo el socialismo (1891) de Oscar Wilde y llegó a intentar una traducción del texto al italiano. 

En aquellos años de Trieste decía ser un “artista socialista”, en el entendido de que su socialismo, como el de Wilde, no era contrario al individualismo sino que se manifestaba a través del ejercicio de una radical libertad personal y creativa. Después de la Revolución bolchevique y la URSS se hizo difícil creerlo, pero hubo un tiempo en que socialismo e individualismo iban de la mano. Fallon encuentra algunas pistas de ese socialismo libertario en Retrato del artista adolescente (1916). No dice nada, en cambio, sobre los múltiples guiños al socialismo en el Ulises

En el imaginario y delirante juicio que la burguesía irlandesa somete a Leopold Bloom, en un pasaje de la novela, el personaje, como el Leonard Zelig de Woody Allen, se desdobla en otros roles: un jeque árabe, Leopold I rey de Irlanda, un alcalde de Dublín y un dirigente obrero que defiende que la solución al problema irlandés no pasa por el nacionalismo católico sino por la emancipación proletaria. Dos elementos visibles de la política del Ulises son el ataque al nacionalismo católico irlandés y la denuncia del antisemitismo. Las dos críticas serían fundamentales en la Sociedad Fabiana y en los posicionamientos políticos de varios de sus miembros como George Bernard Shaw, H. G. Welles y Sidney y Beatrice Webb. 

Todos ellos acabarían antifascistas y abiertamente estalinistas, no Joyce, quien no figuró en la nómina de La traición de los clérigos (1927) de Julien Benda y fue condenado como irracionalista, obsceno y decadente por el realismo socialista soviético. Uno de los primeros chistes de Buck Mulligan a Stephen Dedalus, en el Ulises, es que Irlanda es el único país del mundo que no tiene que expulsar a los judíos porque nunca los aceptó. Mulligan asocia el fuerte antisemitismo irlandés con el peso de los jesuitas en la educación básica. 

El rechazo al catolicismo y al antisemitismo es constante en la novela por medio del personaje de Bloom, que literalmente es perseguido e injuriado por su origen étnico, pero también por su sexualidad y su cultura. En los pubs de Dublín, Bloom es sometido a verdaderos interrogatorios. Los dublineses le reprochan las infidelidades de su esposa, su bigamia y su judaísmo. Su condición de judío es asumida por los guardianes de la nación como imposibilidad de ser irlandés. Bloom personifica al demonizado a la luz del día, al estigmatizado por la masa fanática, y Dedalus al poeta que comprende la injusticia del racismo. 

El biógrafo de Joyce, Richard Ellmann, y el estudioso de los judíos en Irlanda, Louis Hyman, han llamado la atención sobre la importancia del vínculo del narrador irlandés con el escritor italiano Italo Svevo, en aquel acercamiento juvenil al socialismo. Durante el periodo de Trieste, Svevo, que en realidad se llamaba Aron Hector Schmitz, y provenía de una familia de judíos austriacos, tuvo una aproximación paralela al marxismo y al psicoanálisis, que lograría un ascendente decisivo en la formación intelectual de Joyce. 

Cualquier socialismo de Joyce estaría más cerca de Wilde que de Shaw, para ceñirnos a Irlanda. Un socialismo ajeno a las pulsiones gregarias del racismo y la masificación, dos componentes de los fascismos y comunismos reales del siglo XX. Lo dijo con claridad él mismo en The Day of the Rabblement (1901): “el verdadero artista no busca el aplauso de la multitud, ni idolatrías o engaños, ni la mediocridad del ambiente o entusiasmos a bajo precio”.

viernes, 11 de junio de 2021

Napoleón y América




Hace doscientos años murió Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Elena, un territorio de la Gran Bretaña en el Atlántico Sur, más cerca de África que de Brasil. Ese sería el lugar más próximo a América en que estuvo el “corso vil”, como le llamara, en frase que resume toda la tradición republicana hispanoamericana del siglo XIX, desde Bolívar y Heredia, el poeta cubano José Martí. 

En el Memorial de Santa Elena del Conde de las Cases, un Napoleón todavía joven –murió a los 51 años-, pero achacoso, leía el Quijote de Cervantes y recordaba a sus enemigos. Se detenía, especialmente, en los tantos escritores que “declamaban contra él”, pero decía no temerles porque “roían un mármol”: su vida estaba hecha de actos y las palabras no podían destruirla. A algunos de esos escritores, como Madame Staël, les reconocía su “gran talento”, su “mucho espíritu”, pero se preguntaba cómo era posible que le hubieran hecho una “guerra sorda”. 

Narciso cabal, aquel Napoleón, enfermo, derrotado en Waterloo y desterrado en Santa Elena, se imaginaba como un sobreviviente y un vencedor. Decía que sus ideas triunfaban en Europa, Gran Bretaña y América, a pesar de lo que mal que se expresaban sobre él Constant, Jefferson o Bolívar. En sus famosas cartas a Albert Gallatin, George Ticknor y el Conde Dugnani, Jefferson escribió que Napoleón, “Atila de nuestro tiempo”, había “causado más muerte, más devastación, más sufrimiento y más dolor que cualquier otro ser vivo”. 

Es sabido que Napoleón deseó que su último exilio fuese en América. Pensaba que sería bien recibido y que, con la ayuda de algunos gobiernos, podría relanzar su proyecto europeo. Tras su derrota en Waterloo, Bolívar dio por hecho que el emperador se refugiaría en Estados Unidos o algún reino o colonia hispanoamericana. En cualquier sitio en que se estableciera, según Bolívar, el “teatro de la guerra” se trasladaría a América. 

Si se radicaba en Estados Unidos y se ganaba el apoyo de esa república, aquel Bolívar contrafáctico pronosticaba que Gran Bretaña haría la guerra a los norteamericanos, mientras que Napoleón intentaba atraerse la alianza de los independentistas mexicanos. Si se afincaba en Hispanoamérica, España intensificaría sus planes de contrainsurgencia y reconquista, con apoyo de la Santa Alianza y sin la oposición de Gran Bretaña. 

Viejos historiadores como William Spence Robertson y Enrique de Gandía estudiaron las simpatías y antipatías por Napoleón en Hispanoamérica, especialmente en el Río de la Plata. Más recientemente otras historiadoras e historiadores, como Shannon Selin, Patricia Tyson Stroud y el joven mexicano Carlos Gustavo Mejía Chávez, han explorado el bonapartismo en los últimos años de la Nueva España. En el balance final, pareciera que con la consolidación de la forma republicana de gobierno acabó pesando más el antibonapartismo que el bonapartismo. 

Napoleón invadió Portugal y España, pero confrontó la Revolución Haitiana, restableció la esclavitud y, aunque la venta de la Luisiana reforzó el poderío de Estados Unidos, su coronación fue mal vista por varios presidentes de ese país a principios del siglo XIX. Aún así, Napoleón, nacido en Córcega al año siguiente de la compra de esa isla a la república de Génova por la corona francesa de Luis XV, fue un constructor de nuevas naciones. Primero, en tiempos del Directorio y el Consulado, impulsó repúblicas y, luego, bajo el Imperio, difundió nuevas monarquías dinásticas. No cabe duda de que en esa gesta fundacional se volvió un referente para la generación de los libertadores americanos. 

No cumplió Napoleón su sueño de instalarse en América. Quien sí vivió de este lado del Atlántico fue su hermano José, el mismo que había impuesto como monarca de España en 1808. Entre 1814 y 1841 José Bonaparte vivió en una mansión en la ribera del río Delaware, rodeado de emigrados franceses y masones estadounidenses. Al final pudo trasladarse a Florencia, donde murió, protegido por el Gran Duque de Toscana.

lunes, 31 de mayo de 2021

María Zambrano, una filósofa contra el totalitarismo



Un libro reciente del filósofo alemán Wolfram Eilenberger, titulado El fuego de la libertad. El refugio de la filosofía en tiempos sombríos (2021), reconstruye las críticas al totalitarismo de cuatro pensadoras entre los años 30 y 40: Simone de Beauvoir, Ayn Rand, Simone Weil y Hannah Arendt. Como en un conocido título de la última, que trató sobre Jaspers, Benjamin, Brecht y Broch –aunque también sobre una escritora y viajera danesa conocida como Isak Dinesen-, el libro pudo llamarse Mujeres en tiempos de oscuridad

Entre sus cuatro filósofas, Eilenberger reparte muy bien los acentos del pensamiento antitotalitario del siglo XX. La francesa Beauvoir fue más antifascista que anticomunista y la rusa Rand más anticomunista que antifascista. Weil, judía cristianizada y socialista, obrera, pescadora y errante, formó parte de la columna anarquista de José Buenaventura Durruti en la Guerra Civil española. Menos mística, pero igualmente refractaria a una identidad judía providencialista, Hannah Arendt fue otra exiliada del nazismo que acabó dando forma a un concepto de totalitarismo que no excluía al socialismo real. 

 Aunque compartían el rechazo a Hitler y a Stalin, Weil y Arendt pensaron el totalitarismo de forma distinta. Para Weil el totalitarismo no estaba únicamente ligado a los regímenes fascistas y comunistas sino que podía manifestarse en instituciones muy diversas como una iglesia, un partido o una empresa. Arendt, en cambio, pensaba que el fenómeno totalitario era indisociable de versiones extremas de ideologías nacionalistas, racistas e imperialistas en el siglo XX. 

 A las cuatro pensadoras que estudió Eilenberger podría sumarse una quinta: la española María Zambrano. En su temprano y poco leído ensayo Horizonte del liberalismo (1930), Zambrano, a partir de las ideas de su maestro José Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, observó el ascenso de una política “totalizadora” o “unitaria” en la Europa de entreguerras, no exclusivamente relacionada con el comunismo, el fascismo o el nazismo. 

 Varios años antes de The Good Society (1937), el libro de Walter Lippman que motivó el famoso coloquio de París, en 1938, que hoy, erróneamente, se entiende como evento fundacional del neoliberalismo, María Zambrano llamó a crear un “nuevo liberalismo”, que encarara el “problema social” contemporáneo. A diferencia de Lippman y sus seguidores, Zambrano no veía el totalitarismo como un régimen irracional o bárbaro sino como resultado del racionalismo y la civilización. 

 Ya en los años 1940, cuando el término totalitarismo se afinca en la obra de pensadores como George Orwell o Víctor Serge, María Zambrano lo usa críticamente en ensayos como Isla de Puerto Rico. Nostalgia y esperanza de un mundo mejor (1940) y La agonía de Europa (1945). “La anulación totalitaria”, apunta la filósofa en este último texto, tiene que ver con una sustitución de religiones milenarias por medio de la “barbarie monista del hombre nuevo”. 

 El concepto de totalitarismo reaparece en la obra de María Zambrano en los años de la postguerra, coincidiendo ya con la obra cumbre de Hannah Arendt. En un artículo titulado “El ídolo y la víctima” (1953), aparecido en la revista Bohemia de La Habana, uno de sus refugios como exiliada antifranquista, Zambrano habló del papel de la demagogia en el fascismo italiano y el estalinismo soviético. 

 Finalmente, en su gran ensayo Persona y democracia (1958), ya afincada en Roma, la pensadora malagueña incluyó los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo XX dentro de una tradición mucho más larga de concentración del poder, que llamó “absolutismo”. En todos los absolutismos, “aun en sus más absurdos extremos, aun en la tesis hitlerista, se pretendió afirmar la existencia del hombre, solamente como privilegio de una raza y condenando a otras a la exclusión de la condición humana

miércoles, 19 de mayo de 2021

Gramsci en México





Antonio Gramsci es uno de los marxistas de mayor pertinencia y actualidad en el siglo XXI. Su intensa posteridad se explica, en parte, por la tardía edición completa de su obra, escrita en la cárcel de Turi (Bari) entre 1929 y 1935. La primera publicación íntegra de los Cuadernos de la cárcel fue la de Valentino Gerratana en Einaudi en 1975. La edición definitiva en México, a cargo de Era y la BUAP, culminó en el año 2000. 
     Más que en la accidentada y tardía edición de una obra fragmentaria, la vigencia de Gramsci se origina en una serie de conceptos básicos (hegemonía, intelectuales tradicionales y orgánicos, sujetos subalternos, sociedad civil, estadolatría, moderno príncipe, cultura nacional-popular, revoluciones pasivas) que se volvieron centrales en las ciencias sociales, los estudios culturales y algunas políticas de izquierda desde fines del siglo pasado. 
     Un estudio reciente, coordinado por Diana Fuentes y Massimo Modonesi, y coeditado por la UAM y la UNAM, cuenta la historia de la recepción de Antonio Gramsci en México. Como advierten los coordinadores y algún coautor, como Martín Cortés, decir México, en la historia del libro y la lectura, equivale a decir Iberoamérica, dado el protagonismo de editoriales mexicanas, como Siglo XXI y Era, en la difusión del pensamiento de la Nueva Izquierda a partir de los años 60. 
     Aunque menos que en Argentina, donde Héctor P. Agosti y otros dirigentes comunistas leyeron a Gramsci a través de las ediciones del dirigente italiano Palmiro Togliatti, en México hubo lecturas gramscianas dentro del comunismo, como la de Arnoldo Martínez Verdugo. Sin embargo, a partir de los 60, la relación con Gramsci discurrió, mayormente, por fuera del comunismo partidista, como en el MLN cardenista y la revista Política de Jorge Carrión y Manuel Marcué Pardiñas. 
     El libro de Fuentes y Modonesi privilegia la apropiación de conceptos como hegemonía, lo nacional-popular o revoluciones pasivas. De ahí que el itinerario de la recepción que traza (Víctor Flores Olea, Pablo González Casanova, Adolfo Sánchez Vázquez, José Aricó, Juan Carlos Portantiero, René Zavaleta Mercado, Arnaldo Córdova, Carlos Pereyra, Enrique Semo, Dora Kanoussi…) deje fuera la presencia de Gramsci en otras zonas del campo intelectual como las revistas El Espectador, México en la Cultura, La Cultura en México o Plural
     A diferencia de publicaciones como Controversia, la revista que impulsó en su exilio mexicano el argentino José Aricó, uno de los grandes difusores de Gramsci en América Latina, o de Cuadernos Políticos, de la editorial Era, en las revistas culturales el interés por el marxista italiano giraba en torno al papel de las vanguardias artísticas, la literatura popular, la ideología, los intelectuales, la importancia de la sociedad civil y la crítica del autoritarismo priista. Ese es el Gramsci que aparece en ensayos de Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, Jaime García Terrés o Julieta Campos. 
     Algo que destacan varios autores del volumen, especialmente Martín Cortés, Joel Ortega y Massimo Modonesi, es que en las últimas cuatro décadas, Gramsci fue primero una lectura favorable a las transiciones democráticas y al debate sobre la crisis del marxismo, y luego un referente del ascenso de la izquierda nacional-popular en diversos países de la región. Dicho de otra manera, Gramsci habría sido leído y apropiado lo mismo en el periodo neoliberal que en el bolivariano. 
     Modonesi cierra el volumen con la provocadora interrogante de si la 4T puede ser considerada una revolución pasiva, en el sentido de un cambio social conducido desde el Estado, o un verdadero proyecto nacional-popular. La pregunta podría complementarse con otra: ¿existen corrientes gramscianas en el centro o los alrededores del bloque hegemónico lopezobradorista? Si el gramscianismo mexicano es la historia que describe este libro, la respuesta sería negativa.