Entre los años 2010 y 2011 coincidí con el gran historiador argentino Tulio Halperin Donghi un par de veces: en el Instituto Ravignani de la Universidad de Buenos Aires, donde comentó mi libro Las repúblicas de aire (2010), y luego en la Universidad de la Coruña, donde participamos en un evento sobre el bicentenario de las independencias hispanoamericanas. En ambas ocasiones, don Tulio me comentó el malestar que le había causado la edición cubana de su Historia contemporánea de América Latina (1969), por el Instituto Cubano del Libro, en 1990.
La primera edición de aquel libro se produjo en 1969, cuando Halperin Donghi, desde posiciones cercanas a la Teoría de la Dependencia y el socialismo cepalino, sostenía que América Latina, en la Guerra Fría, vivía una "crisis del orden neocolonial", en la que la Revolución Cubana jugaba un papel importantísimo, aunque no necesariamente hegemónico dentro de la izquierda regional. Me consta que el libro de Halperin Dongui fue leído en Cuba, aunque no publicado. La decisión de no editar aquel clásico, entre 1969 y 1990, podría sumarse a los tantos casos de exclusión de la obra intelectual de la izquierda heterodoxa latinoamericana en las décadas más soviéticas de la política cultural de la isla.
En 1990, mientras caía el Muro Berlín y avanzaban la perestroika y la glasnost en la URSS, el volumen fue publicado por la Editorial de Ciencias Sociales del Ministerio de Cultura, en su colección "Edición Revolucionaria" del Instituto Cubano del Libro. En la contratapa de la versión cubana se lee: "la presente edición se realiza en virtud de la Licencia Especial No. 53 del 7 de agosto de 1990, otorgada por el Centro Nacional de Derecho de Autor de conformidad con lo dispuesto en el artículo 37 de la ley No. 14 del Derecho de Autor, de 28 de febrero de 1978".
Según don Tulio, él había cedido los derechos de su obra a las editoriales cubanas. Pero esos derechos, a su entender, no correspondían a la edición española original del volumen, en 1969, tomada de la italiana de 1967, sino a la reedición de 1988 en Alianza Editorial, en la que el historiador argentino hizo importantes actualizaciones y modificaciones relacionadas con la Revolución Cubana y las tres décadas siguientes de la Guerra Fría en América Latina. En esas modificaciones se expresaban las reservas críticas de Halperin Donghi con el proceso de institucionalización filo-soviética del socialismo cubano entre los años 70 y 80.
La última parte de la nueva versión contenía dos capítulos, "La búsqueda de un nuevo equilibrio (1930-1960)" y "Una encrucijada decisiva y su herencia: Latinoamérica desde 1960". El primero fue reescrito para la edición de 1988 y el segundo era completamente nuevo. En la edición cubana se eliminó el segundo y se purgaron muchos pasajes del primero. Para empezar, los editores de la isla alteraron los títulos de los capítulos. La periodización de "La búsqueda de un nuevo equilibrio" ya no era "1930-1960" sino "1929-1959" y el segundo capítulo pasaría a llamarse "Deterioro económico-social y acentuación de los equilibrios".
La versión de 1988 apareció con un prólogo en el que don Tulio reconocía que su libro, escrito a mediados de los 60, pertenecía al "Zeitgeist" revolucionario de aquel momento. Y agregaba: "estas dos décadas, en efecto, han disipado el optimismo reinante durante la más avasalladora era de prosperidad conocida por el mundo desarrollado y han hecho en parte inactual la impaciencia que no poder participar de ella despertaba en su periferia". Este prólogo, firmado en Berkeley en junio de 1988, fue también eliminado de la edición cubana, dos años después.
¿Qué decidió la mutilación del texto de Halperin Donghi en la Cuba de 1990? En primer lugar, los pasajes claramente desfavorables a la política económica y cultural del régimen cubano en los años 60 y 70. Según el historiador argentino los "resultados" de la Ofensiva Revolucionaria "no fueron halagüeños" y la conducción económica del "Jefe Máximo..., acumulaba fracasos". Por si fuera poco, Halperin Donghi reseñaba el apoyo del gobierno cubano a la invasión soviética de Checoslovaquia en 1968 y el arresto del poeta Heberto Padilla por "la policía política" como episodios que habían "consumado la ruptura entre la revolución y la mayor parte de los admiradores que había ganado en la intelligentsia europea y latinoamericana".
Por muy cuidadosas que nos parezcan, esas frases eran inadmisibles entonces y, en los medios editoriales más oficialistas de las ciencias sociales de la isla, lo siguen siendo hoy, a 25 años de la desaparición de la URSS. No hay filósofo o historiador, sociólogo o politólogo de la izquierda latinoamericana que, luego de criticar abiertamente la política económica o cultural del socialismo cubano -ya no digamos la estructura institucional de ese régimen- haya logrado publicar íntegramente su obra intelectual dentro de Cuba.
Libros del crepúsculo
martes, 22 de noviembre de 2016
jueves, 17 de noviembre de 2016
Morir soñando
Cuando Leonard Cohen era joven y tocaba la guitarra, en la época de "Suzanne" y otras de sus canciones de los 60 y 70, cantaba únicamente con su voz, y también con aquellos órganos y coros femeninos que, desde el fondo oscuro del escenario, creaban una atmósfera angélica. En la vejez y la gloria, sin embargo, cuando se hacía acompañar por un grupo en cada escenario, comenzó a cantar, además de con la voz, con las manos. De mayor, Cohen aprendió a ocultar la mitad de su rostro bajo un sombrero negro, a balancearse sobre sus rodillas y a colocar la mano izquierda, semicerrada, al lado de su rostro, mientras la derecha sostenía el micrófono.
Cómo no ver algo humildemente enternecedor en ese aprendizaje. En el escenario, cuando sonaban "Take This Waltz" o "I'm Your Man", la mano izquierda se acercaba pero nunca tocaba la cara de Cohen. A punto de sostener su cabeza, se apartaba, amasando el cable del micrófono. Como si cantara tomando una siesta o apoyando el mentón sobre esa misma mano izquierda que, en su juventud, sólo tocaba unos cuantos acordes, suficientes para armonizar las palabras. Ahora sabemos por su familia, que el poeta y trovador canadiense murió dormido. Al parecer, tuvo una leve caída nocturna que lo despertó fuera de hora. Luego volvió a dormirse y, por su semblante relajado, aseguran que murió "tranquilamente". Como "si soñara", dijo su hijo, Adam Cohen, quien lo ha enterrado en una "caja de pino sin adorno, junto a su padre y su madre, como él pidió", bajo la tierra de Montreal.
domingo, 13 de noviembre de 2016
Traductores de la utopía (2016). Introducción
En abril de 1959, durante su primer viaje a los Estados
Unidos luego del triunfo de la Revolución Cubana, Fidel Castro pasó unos días
en la Universidad de Princeton. Enterados de la visita que haría el entonces
Primer Ministro a Washington y Nueva York, auspiciada por la American Society
of Newspapers Editors, la American Whig-Cliosophic Society y el Special Program
in American Civilization de la Woodrow Wilson School de esa universidad,
instados por el profesor Roland T. Ely, estudioso de la historia de la industria
azucarera cubana, extendieron a Castro una invitación para que impartiera una
conferencia magistral, el 20 de abril de 1959, en el seminario “The United
States and the Revolutionary Spirit”.[1]
Una de las célebres ponentes en ese seminario, quien probablemente escuchó a
Fidel Castro aquella noche, fue Hannah Arendt, profesora por entonces en
Princeton.[2
Castro comenzó su conferencia disculpándose por no ser un teórico o un historiador de las revoluciones. Su sabiduría se originaba en la práctica de una revolución que había tenido lugar en un pequeño país del Caribe, muy cercano a Estados Unidos. Esa revolución, a su juicio, había derribado dos mitos de la derecha latinoamericana: que una revolución era imposible si el pueblo estaba hambriento –tesis que hubiera implicado un reconocimiento del relativo bienestar económico y social de Cuba antes de 1959-, y que nunca triunfaría contra un ejército profesional, poseedor de armas modernas. A tono con la perspectiva predominante en aquel seminario, Fidel Castro se declaraba más heredero de la Revolución americana de 1776 que de la francesa de 1789 o la rusa de 1917, que habían sido encabezadas por la “fuerza” y el “terror” de “minorías”.[3]
“Those groups which took power used force and terror to form a new terror”, agregaba el líder cubano, colocando su ideología dentro de un humanismo democrático americano que compartían Estados Unidos y América Latina, dos regiones que, a pesar de sus especificidades culturales, no constituían “pueblos diferentes”.[4] Las elecciones y la formación de los partidos políticos –aseguraba el líder cubano- tendrían lugar pronto, pero antes era necesario implementar una transformación social, que erradicara el desempleo y el analfabetismo y construyera escuelas y hospitales. Estados Unidos podía ayudar a ese desarrollo social de Cuba con una política amistosa, desechando cualquier miedo al comunismo, ya que una auténtica revolución social, en Cuba, haría de la democracia un proceso “real”, que conjuraría el peligro comunista. “When our goals are won, Communism will be dead”.[5]
Castro comenzó su conferencia disculpándose por no ser un teórico o un historiador de las revoluciones. Su sabiduría se originaba en la práctica de una revolución que había tenido lugar en un pequeño país del Caribe, muy cercano a Estados Unidos. Esa revolución, a su juicio, había derribado dos mitos de la derecha latinoamericana: que una revolución era imposible si el pueblo estaba hambriento –tesis que hubiera implicado un reconocimiento del relativo bienestar económico y social de Cuba antes de 1959-, y que nunca triunfaría contra un ejército profesional, poseedor de armas modernas. A tono con la perspectiva predominante en aquel seminario, Fidel Castro se declaraba más heredero de la Revolución americana de 1776 que de la francesa de 1789 o la rusa de 1917, que habían sido encabezadas por la “fuerza” y el “terror” de “minorías”.[3]
“Those groups which took power used force and terror to form a new terror”, agregaba el líder cubano, colocando su ideología dentro de un humanismo democrático americano que compartían Estados Unidos y América Latina, dos regiones que, a pesar de sus especificidades culturales, no constituían “pueblos diferentes”.[4] Las elecciones y la formación de los partidos políticos –aseguraba el líder cubano- tendrían lugar pronto, pero antes era necesario implementar una transformación social, que erradicara el desempleo y el analfabetismo y construyera escuelas y hospitales. Estados Unidos podía ayudar a ese desarrollo social de Cuba con una política amistosa, desechando cualquier miedo al comunismo, ya que una auténtica revolución social, en Cuba, haría de la democracia un proceso “real”, que conjuraría el peligro comunista. “When our goals are won, Communism will be dead”.[5]
Fidel Castro
invitaba a los jóvenes norteamericanos a visitar Cuba y a involucrarse en ese “espíritu
revolucionario”, que estaba impulsando el cambio social en una isla, primero
intervenida y, luego, neocolonizada y modernizada por Estados Unidos durante la
primera mitad del siglo XX. Su mensaje encontró recepción entusiasta en aquella
juventud universitaria, que comenzaba a ganar conciencia del rol imperial que
Estados Unidos asumía en el mundo –especialmente en el Tercer Mundo-, con la
naciente Guerra Fría, y de la propia disparidad de derechos civiles que
atravesaba la sociedad norteamericana. Pero así como la Revolución Cubana se
incorporaba naturalmente al imaginario social de aquella juventud pacifista y
libertaria, anticolonial y desprejuiciada, también generaba feroces disputas
por los giros ideológicos y geopolíticos que dio entre 1959 y 1971.
Los debates en torno a la Revolución Cubana
en la esfera pública y el campo intelectual de Nueva York durante los años 60
son el tema de este libro. Aquella década y aquella ciudad conformaron un
microcosmos de fuerte resonancia para la cultura global del pasado siglo. El
momento y el lugar de las vanguardias artísticas, la emancipación femenina, la
liberación sexual, el movimiento negro y la oposición a la guerra de Viet Nam
fueron, también, escenarios privilegiados del debate sobre la identidad
ideológica del socialismo cubano, sus aciertos y errores, sus coincidencias y
divergencias con el modelo soviético, sus lecciones para la izquierda
occidental y la crítica de la política del gobierno de Estados Unidos hacia
Cuba.
La relevancia
que el debate sobre la Revolución Cubana alcanzó en la esfera pública de Nueva
York se explica, en parte, por los antecedentes históricos de la conexión
económica, política y cultural entre esa isla del Caribe y Estados Unidos. Ese
proceso, narrado por Louis A. Pérez Jr. y otros historiadores, aseguró que al
momento del estallido de la Revolución, medios newyorkinos como The New York Times o NBC tuvieran
redacciones y corresponsalías en La Habana y hubieran hecho de la isla uno de
los tópicos centrales de sus coberturas
latinoamericanas.[6]
Sobre todo en Nueva York, una ciudad con fuertes tradiciones liberales y
socialistas, la Revolución Cubana fue comentada y discutida, como antes lo
habían sido la Revolución Mexicana o la República Española.
Este libro
recorre personalidades de intelectuales que adoptaron posiciones públicas sobre
Cuba y escribieron libros o ensayos sobre la experiencia cubana, como Waldo
Frank, Carleton Beals, Charles Wright Mills, Allen Ginsberg, Amiri Baraka, Susan
Sontag, Norman Mailer, Irving Howe, Paul Sweezy, Leo Huberman, Paul Baran,
Eldridge Cleaver, Stokely Carmichael, José Yglesias o Elizabeth Sutherland
Martínez. Pero también se releerán, aquí, publicaciones como Monthly Review, Kulchur y Pa´Lante y
movimientos culturales o políticos como los de la Beat Generation o los Black
Panthers. A través de ese recorrido por diversos actores sociales y
políticos y distintas ideologías y estéticas, es posible reconstruir el mapa de
representaciones sobre Cuba en la izquierda newyorkina.
La pluralidad
es un rasgo distintivo del mapa intelectual de Nueva York. Una pluralidad no
únicamente ideológica o política sino asegurada por las disímiles identidades
de los sujetos que intervinieron en aquel debate: beats y hippies; judíos,
negros e hispanos; académicos, escritores y activistas.[7]
Veteranos de la izquierda roosveltiana, como Frank y Beals, no podían ver la
Revolución Cubana de la misma manera que jóvenes liberales como Wright Mills y
Mailer o que jóvenes socialistas como Sweezy y Baran. Aún dentro del mismo
flujo de simpatía y solidaridad con el proyecto cubano, es posible discernir
acentos y prioridades entre la izquierda hispana de Sutherland Martínez e
Yglesias y la izquierda afro-americana de Cleaver y Carmichael.
En pocas
ciudades del planeta se produjo tal pluralización de los discursos sobre el
socialismo cubano. Ecos débiles de aquellas polémicas se escucharon en La
Habana. Pensamiento Crítico, por
ejemplo, la publicación cubana más claramente inscrita en el marxismo crítico y
opuesta al hegemónico marxismo-leninismo de inspiración soviética dedicó un número a los intelectuales
negros, agrupados en los Black Panthers.
Aquella identificación crítica con la Revolución Cubana tuvo, naturalmente, un
efecto nulo y hasta agravante sobre la política de Washington hacia el Caribe y
América Latina. Una vez más, Nueva York funcionó como una isla, en medio de las
corrientes atlánticas de la Guerra Fría. La riqueza intelectual y moral de
aquellas polémicas fue desaprovechada por los poderes involucrados en el
conflicto cubano.
El tema que
nos ocupa ha sido estudiado desde múltiples perspectivas: varios protagonistas
de aquellas décadas dejaron memorias y testimonios de su involucramiento en los
debates sobre Cuba en Nueva York y algunos intelectuales y académicos han
intentado una reconstrucción general del fenómeno. La propia polarización
generada por el evento revolucionario, en el contexto de la Guerra Fría, se ha
transferido a dichos análisis. Dos casos emblemáticos de esa polarización
serían el capítulo cubano del clásico Political
Pilgrims (1981) de Paul Hollander y el más reciente Cuba and the Western Intellectuals since 1959 (2009) de Kepa
Artaraz. Mientras el primero presenta a los intelectuales de la izquierda de
Nueva York como “peregrinos” hechizados por la fe en una Revolución exótica, el
segundo, desde el otro polo ideológico, insiste en la consonancia política
entre el socialismo cubano y la Nueva Izquierda occidental.[8]
Estudios
clásicos sobre la izquierda marxista en Estados Unidos, como Marxism in the United States (1987), no
dan mayor importancia a los debates sobre la Revolución Cubana en los 60, a
pesar de admitir, siguiendo a Fredric Jameson, que una de las primeras
intuiciones de la Nueva Izquierda fue la certeza de que el capitalismo
amenazaba con absorber dos regiones que, hasta entonces, le eran ajenas: el
subconsciente y el Tercer Mundo.[9]
La relevancia que Buhle concede a la izquierda afroamericana difícilmente
podría constatarse sin advertir el respaldo que los líderes negros dieron a la
Revolución Cubana, en tanto hito de a descolonización del Tercer Mundo.[10]
Análisis más contemporáneos, como The
Left Hemisphere (2013) de Razmig Keucheyan, lejos de desestimar los debates
sobre el socialismo cubano, los inscriben en una relación más amplia o
transnacional de la Nueva Izquierda con el Tercer Mundo que incluye la
descolonización norafricana, China, Viet Nam, Egipto, la India y, desde luego,
las guerrillas latinoamericanas.[11]áisis﷽﷽﷽﷽﷽242.undo.hito de a descolonizaci
los lnegra diLeftquierda fue la certeza de que el capitalismo amenazaba con
absorber
Sin desestimar
los indudables aportes de esas investigaciones, este libro intenta explorar,
junto a las sintonías, las tensiones que se produjeron entre la Revolución
Cubana y la Nueva Izquierda. Es evidente que todos aquellos intelectuales se
sumaron al entusiasmo que despertó el triunfo de la Revolución, en enero de
1959, en la opinión pública de Nueva York, pero no todos acompañaron de la
misma manera la radicalización socialista del proceso a lo largo de los 60. De
hecho, muchos de quienes defendieron el tránsito socialista a principios de
aquella década, tomarían distancia luego, cuando constataron los efectos que
sobre la economía, la política y la cultura de la isla tuvo la alianza con la
URSS y la reproducción de instituciones e estilos del socialismo real de Europa
del Este.
Traducción y utopía,
imperio y frontera
El estudio de los debates que suscitó la Revolución Cubana
en Nueva York, en los años 60, obliga a pensar las políticas de traducción de
la experiencia latinoamericana que se emprenden desde la esfera pública de una
metrópoli cultural de Occidente. La traducción ha sido un práctica cultural
constitutiva de la historia intelectual atlántica, desde el siglo XVI.
Historiadores, antropólogos y estudiosos de la literatura, especialmente desde
la perspectiva postcolonial, como Mary Louise Pratt, Douglas Robinson, Robert
Stam y Ella Shohat, han colocado la traducción en el centro del choque y el
contacto entre las culturas de Europa, Estados Unidos y América Latina y han
destacado la importancia de ese cruce de representaciones mutuas, entre
distintas lenguas y culturas, para el proceso de la modernidad.[12]
En el caso de
la Revolución Cubana, lo que se somete a traducción es, desde luego, una
cultura, pero también un proyecto político, en medio de la tensión ideológica
de la Guerra Fría. Al igual que la Revolución Mexicana, unas décadas antes,
estudiada por Claudio Lomnitz y otros autores como un fenómeno que impacta
cultural y políticamente la frontera con Estados Unidos, el socialismo cubano,
con la conexión soviética en el Caribe que lo acompaña, desafía la esfera
pública de Estados Unidos como un dilema doméstico.[13]
Tomar posición frente al comunismo cubano se vuelve un imperativo para los
intelectuales y políticos de Nueva York, en la medida que lo que está en juego
es la propia identidad de Estados Unidos en el mundo bipolar.
Como México,
las islas del Caribe siempre han formado parte de una zona fronteriza
determinada por las dinámicas imperiales del Atlántico. Desde 1898, cuando se
consolida la hegemonía hemisférica de Estados Unidos, el Caribe hispano queda
plenamente integrado a la frontera sur de la nueva potencia mundial. En la
propia tradición intelectual cubana, ese carácter fronterizo alcanzó célebres
intelecciones, en la obra de José Martí, Enrique José Varona, Fernando Ortiz y,
sobre todo, Jorge Mañach, quien intentó condensarlo en su Teoría de la frontera (1961).[14]
La Revolución Cubana y su acelerada radicalización comunista reforzaron esa dimensión
de la isla como enclave fronterizo de Estados Unidos.
La traducción
de esa experiencia desde la esfera pública y el campo intelectual de Nueva York
rebajó, de hecho, el perfil periférico de Cuba, en tanto comunidad fronteriza.
Quienes rechazaron o defendieron un comunismo en el Caribe lo hicieron, en
buena medida, como si se tratara de un drama que tenía lugar dentro de los
Estados Unidos. Un drama mundial, transnacional, por antonomasia, en el que se
dirimía la esencia del mundo posterior a la construcción del Muro de Berlín. El
choque entre unos y otros reflejó la pugna entre dos universalismos, el de la
democracia y la filosofía de los derechos humanos, estudiado por Lynn Hunt y
Samuel Moyn, y el del comunismo y el “internacionalismo proletario”, estudiado
por David Priestland y Archie Brown.[15]
La
representación utópica de la isla, en el campo intelectual de Nueva York, con
todos los estereotipos que le son inherentes, se produjo lo mismo entre quienes
celebraban el giro comunista de la Revolución como entre quienes llamaban a
construir una democracia modelo en el Caribe. Desde la izquierda, aquellas
traducciones de la utopía no sólo aspiraban a acompañar políticas concretas del
gobierno revolucionario o a respaldar movimientos latinoamericanos y caribeños,
inspirados en el experimento cubano, sino a catalizar corrientes reformistas o
antisistema dentro de la juventud intelectual de Nueva York. Como referente de
aquellas izquierdas, la Revolución Cubana simbolizaba algo muy distinto a la
Unión Soviética o a cualquier comunismo de Europa del Este.
Algunos movimientos que se estudian en este
libro, como los Black Panthers o The League of Militant Poets, se apropiaron
del ejemplo cubano como un referente genuino de la revolución que las
izquierdas afroamericanas e hispanas intentaron promover dentro de Estados
Unidos. Sin embargo, esas apropiaciones, al igual que las múltiples críticas al
comunismo insular que leemos entre marxistas, socialdemócratas y liberales de
Nueva York, no carecían de un distanciamiento ideológico, que enfatizaba la
diferencia de contextos entre Estados Unidos y Cuba. La perspectiva imperial e,
incluso, colonial, que entendía el radicalismo y la violencia como componentes
de la cultura caribeña, aparecía, con frecuencia, dentro del propio discurso de
la solidaridad con la Revolución, articulado por la izquierda de Nueva York.
Aunque las polémicas sobre Cuba, en Nueva
York, reflejaron, como decíamos, la polarización ideológica de la Guerra Fría,
el espectro intelectual que describieron estuvo muy lejos de cualquier fractura
binaria. No fueron dos sino muchas las posiciones ante el fenómeno cubano que
se perfilaron en la izquierda de Nueva York. Esta pluralidad tenía que ver con
la propia heterogeneidad del campo intelectual newyorkino, pero también con la
naturaleza cambiante y, por momentos, experimental del socialismo cubano en su
primera década. Son varias las revoluciones cubanas que se ven interpeladas en
la esfera pública de Nueva York porque eran varias, de hecho, las revoluciones
cubanas que tenían lugar en la isla.
La revolución humanista de Waldo Frank era
distinta a la revolución marxista de C. Wright Mills y a la revolución
populista de Carleton Beals. El socialismo pro-soviético, maoísta y guevarista,
que debaten el Village Voice y Monthly Review, era diferente, bajo cada
una de sus modalidades. Una cosa era una economía planificada y un régimen
burocrático de partido único, perfectamente inmersos en el campo del
“socialismo real” de la Unión Soviética y Europa del Este, como el que
criticaba Hannah Arendt, y otra, diametralmente opuesta, una revolución
anticolonial y nacionalista, en sintonía con la descolonización africana o el
antimperialismo latinoamericano, como la que celebraba Frantz Fanon.[16]
La pluralidad de la esfera pública de Nueva York reproducía la propia
diversidad y el carácter experimental del socialismo cubano, antes de la
institucionalización soviética de los años 70.
Nueva York –y, en menor medida, otras
capitales culturales de Occidente como París o Madrid, la Ciudad de México o
Buenos Aires- ofreció el debate teórico y el choque público de ideas y
opiniones que faltaron a la propia Revolución Cubana. En aquellos años la
esfera pública de la isla estuvo más abierta y viva que en las décadas
siguientes, pero desde 1961 el debate ideológico y el campo intelectual fueron
sometidos al control y la centralización del Estado. Como fenómeno
transnacional, la Revolución Cubana sólo puede ser plenamente comprendida por
medio de su resonancia en esas capitales, en las que se pensaban y decidían las
políticas de la Guerra Fría.
Microcosmos de la
izquierda
La intensidad de la vida intelectual de Nueva York tiene,
desde fines del siglo XIX, causas demográficas e institucionales evidentes,
relacionadas con la heterogeneidad étnica de su población cosmopolita y la
concentración de universidades, teatros, museos, periódicos, revistas y toda
clase de asociaciones culturales. Ese formidable entramado de tránsito y movilidad
convirtió a la urbe en una de las capitales de la vanguardia occidental desde
los años 20. Al cosmopolitismo intelectual y la diversidad cultural de la
ciudad se sumó el auge del movimiento obrero, especialmente notable en Boston,
Filadelfia y otras ciudades del norte de la Coste Este.
La prensa
newyorkina, que desde los años de la guerra contra España por el dominio de
Cuba, Puerto Rico y Filipinas era una caja de resonancia de la opinión pública
nacional, se hizo eco de las campañas socialistas del líder sindical
ferroviario Eugene V. Debs en el Chicago de las primeras décadas del siglo XX.[17]
En periódicos y universidades de la ciudad comenzó a debatirse desde entonces
la pertinencia del partido social demócrata fundado por Debs en un país como Estados
Unidos. Un aporte sustancial a dicho debate fue el del economista y sociólogo
alemán Werner Sombart en su ensayo Why is
There no Socialism in the United States (1906).
Publicado
inicialmente en alemán, en una revista de ciencias sociales, el ensayo de
Sombart fue rápidamente traducido al inglés, generando todo tipo de
recepciones. A partir de los datos sobre el pobre desempeño del Partido
Socialista en las elecciones presidenciales de 1900 y 1904 y en las contiendas
por las gubernaturas de Alabama, Colorado, Massachussets, Pennsylvania, Texas,
Chicago y Nueva York, Sombart concluía que el socialismo en Estados Unidos no
era una opción política competitiv.[18]
La socialdemocracia norteamericana, en los primeros años del siglo XX, no
rebasaba el volumen demográfico de la socialdemocracia alemana en la década de
1870.
Luego del
triunfo de la Revolución de Octubre en Rusia y la escisión, en Estados Unidos
como en el resto de Occidente, entre una izquierda socialdemócrata y otra
comunista, la tesis de Sombart comenzaría a ser crecientemente cuestionada.
Durante los años 20, el comunismo en Estados Unidos creció, por medio de una
radicalización de la socialdemocracia, en la que jugaron un papel fundamental
líderes como John Reed, Charles Ruthenberg y James P. Cannon. La desbordante
movilización pública a favor de los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo
Vanzetti, dos inmigrantes italianos acusados de robo y asesinato en Boston,
estudiada por Moshik Temkin, es una buena prueba de la influencia del
socialismo en Estados Unidos.[19]
Como en la mayoría de las capitales
culturales de Occidente, esa propagación de ideas socialistas, en Nueva York,
vivió una ramificación entre corrientes estalinistas y antiestalinistas luego
de la muerte de Lenin. Para mediados de los años 30, ante los “procesos de
Moscú” y la consolidación del poder de Stalin, los socialistas de Nueva York se
dividieron. En una ciudad donde pululaban modernistas radicales, judíos
internacionalistas, marxistas ortodoxos y disidentes del comunismo, era natural
que surgieran publicaciones como The New
Masses y Partisan Review, que
polarizaron el campo ideológico de la izquierda.[20]
Una izquierda intelectual que desbordaba ampliamente los partidos y
asociaciones estalinistas y trotskistas, como puede constatarse en la relación
que establecieron figuras como Ernest Hemingway, John Dos Passos, Eugene O’
Neill o William Carlos Williams con la primera revista y Hannah Arendt, George
Orwell, T. S. Eliot o Lionel Trilling con la segunda.
Partisan
Review se convirtió en el medio fundamental del flanco
antiestalinista de la izquierda de Nueva York. Como han señalado Alexander
Bloom, Neil Jumonville y Terry A. Cooney, esa revista, fundada por William
Phillips, Philip Rahv y Sender Garlin, se convirtió en los años previos y
posteriores a la Segunda Guerra Mundial en la plataforma primordial de un
socialismo crítico que muy pronto comenzaría a desplazarse hacia un
anticomunismo liberal.[21]
La evolución de intelectuales como Sidney Hook, Dwight Macdonald, Harold
Rosenberg o Norman Podhoretz es sumamente reveladora de los desplazamientos
ideológicos provocados por el macarthysmo y la Guerra Fría.[22]
Aún cuando una parte importante de aquellos
intelectuales evolucionaron hacia un liberalismo anticomunista que, al
calentarse la Guerra Fría en los 60, derivaría en un franco conservadurismo,
otra zona de la izquierda newyorkina preservó lo que Cooney ha llamado el
“appeal del marxismo” y se abrió al lenguaje y los valores de los beats, los
hippies y la contracultura.[23]
La bifurcación de aquella izquierda, en la Guerra Fría, podría ilustrarse por
medio de los casos de Irving Kristol y Norman Podhoretz, quienes siguieron la
deriva conservadora, y de Harvey Swados e Irving Howe, dos de los principales
defensores de una posible socialdemocracia en Estados Unidos.[24]
Howe y Swados son figuras ideales para
reconstruir la radicalización del liberalismo norteamericano en la Guerra Fría
y, a la vez, las tensiones del mismo con la Nueva Izquierda. Ambos formaron
parte de la generación que a mediados de los 50, preservando el legado de Partisan Review, fundó la revista Dissent y que en la década siguiente
intentó mantener la orientación socialista de esta publicación, en contra del
giro anticomunista que daban Commentary,
bajo la dirección de Podhoretz, y otras publicaciones newyorkinas. El peso de
la literatura en la obra de Howe, quien siempre se interesó en la crítica literaria,
y de Swados, autor de varias novelas y libros de relatos, fue una clara señal
del magisterio de Lionel Trilling, como referente fundamental de la
articulación entre literatura y política defendida por Partisan Review.
En ensayos cardinales, como Politics and the Novel (1957) o A World More Attractive. A View of Modern
Literature (1963), Howe proponía leer la política allí donde parecía
ocultarse: en la trama y los personajes de grandes novelas modernas. Política
era la “sobrevivencia” en Stendhal, la “salvación” en Dostoeivski, el “orden” y
la “anarquía” en Conrad, la “duda” en Turgueniev o la “vocación” en James.[25]
Ya en aquellos libros, Howe se quejaba del excepcionalismo y el aislamiento de
la gran tradición literaria norteamericana (Hawthorne, James, Chancellor,
Ramson…) y demandaba de los escritores norteamericanos un mayor involucramiento
en los debates ideológicos de la Postguerra, liderados por autores europeos como
Malraux, Silone, Koestler u Orwell.[26]
Howe y Swados eran partidarios de que los
escritores norteamericanos intervinieran en la opinión pública como
intelectuales y discutieran los dilemas de la democracia, el comunismo y el
fascismo.[27]
En su The Decline of the New (1970),
un volumen en el que recogió ensayos publicados en los 60 en diversas
publicaciones newyorkinas, Howe caracterizaba el campo intelectual de Nueva
York como un microcosmos de judíos, inmigrantes europeos, afroamericanos e
hispanos, que debatían los grandes temas del comunismo y el fascismo, la
colonización y el racismo, desde una predominante afinidad con la crítica del
totalitarismo y la lectura de ficciones antiutópicas como las de Zamiatin,
Orwell y Huxley.[28]
Así como el ejemplo de Trilling inspiraba su defensa del crítico que lee
literatura y, a la vez, opina sobre política, la silueta de Edmund Wilson le
servía para reclamar la preservación del referente marxista y socialista, en medio
de la oposición al totalitarismo.
Harvey Swados también desandó los caminos
paralelos de la literatura y la política. A la par de sus textos de ficción,
las novelas False Coin (1959) y The Will (1963) y la más lograda
colección de cuentos, Nigths in the
Gardens of Brooklyn (1960), que recreaba el título de una pieza famosa de
Manuel de Falla, Swados escribió una serie de artículos y ensayos, reunidos en
sus volúmenes A Radical’s America (1963)
y A Radical at Large (1968), en los
que se inscribía en el horizonte de la nueva izquierda, aunque sin abandonar
una perspectiva socialdemócrata. Swados, como Howe, reclamaba para sí el
término de “radicalismo”, pero cuestionaba abiertamente, en contra de su amigo
Charles Wright Mills, el alineamiento con la Unión Soviética de movimientos
nacionalistas del Tercer Mundo, como la Revolución Cubana.
En los 60, Howe compiló varias antologías
colectivas de ensayos aparecidos, fundamentalmente, en Dissent, como The Radical
Papers (1966), The Radical
Imagination (1967), A Dissenter’s
Guide to Foreign Policy (1968) y Poverty:
Views from the Left (1968), en los que intentaba condensar la visión global
y doméstica de la socialdemocracia norteamericana. En ellos, autores como
Michael Harringon, Daniel Bell, Michael Walzer, Harvey Swados y el propio Howe
analizaban críticamente fenómenos como la pobreza en el Sur, el movimiento
negro, la corporativización del capitalismo, el intervencionismo mundial de
Estados Unidos en la Guerra Fría, la China de Mao, la Indonesia de Sukarno, la
Argelia de Ben Bella, el Egipto de Nasser, los procesos de descolonización en
el Tercer Mundo y, por supuesto, la Guerra de Viet Nam.[29]
A pesar de lo intenso que fue el debate
sobre Cuba, en la esfera pública newyorkina de los 60, en estas antologías la
cuestión del socialismo insular era tratada de manera lateral. Walter Laqueur
hablaba del “Castro’s type of socialism”, como un régimen político diferente a
los nacionalismos descolonizadores africanos y asiáticos, Richard Lowenthal
veía a La Habana aproximándose al modelo chino luego de la Crisis de los
Misiles y Robert L. Heilbroner criticaba el embargo comercial de Estados Unidos
contra la isla, reconocía la política social de la Revolución, aunque
cuestionaba la diferencia ideológica entre el Fidel martiano de 1959 y el
Castro prosoviético de 1962.[30]
La cuestión cubana, aunque poco reflejada
en algunas de esas antologías, fue central para el posicionamiento público de
aquellos intelectuales. En The Radical
Imagination (1967), por ejemplo, Howe y Swados se acercaron a la misma de
un modo emblemático dentro de la izquierda newyorkina de los 60. La nueva
izquierda que le interesaba defender a Dissent,
como señalaba Michael Harrington en el texto preliminar, se había formado en el ciclo histórico que va de la oposición al
macarthysmo en los 50 a los movimientos por los derechos civiles y la paz en
Viet Nam en los 60. Pero esa nueva izquierda se identificaba también con la
denuncia de los totalitarismos del siglo XX, el fascista y el comunista, por
Albert Camus, con la crítica del “realismo socialista” como canon estético del
socialismo real y con la defensa de los escritores y políticos disidentes de la
Unión Soviética y Europa del Este.[31]
Howe observaba diversos “estilos” dentro de
la nueva izquierda. Algunos colindantes, como la oposición a la guerra de Viet
Nam, el movimiento negro y el respaldo a las descolonización africana y
asiática –Marshall Sahlins y Joseph Buttinger se encargaban elocuentemente de
esta zona en The Radical Imagination.[32]
Sin embargo, a su juicio, el rechazo a la guerra no debía implicar una posición
acrítica ante la adopción de regímenes totalitarios en Viet Nam o Cuba. Esa
argumentación delicada era introducida por Lewis Coser en un ensayo en el que
distinguía tres alternativas para las nuevas naciones, descolonizadas del
Tercer Mundo, el totalitarismo, el autoritarismo y la democracia, y se
inclinaba, naturalmente, por esta última.[33]
Howe era aún más explícito en esta
distinción de “estilos” de la Nueva Izquierda, al elogiar, por un lado el
nacionalismo norafricano de Frantz Fanon, expuesto en The Wretched of the Earth (1961), y cuestionar el giro comunista de
la Revolución Cubana.[34]
Howe observaba curiosas conexiones entre Fanon y Trotsky, que localizaban al
primero dentro de la heterodoxia y el revisionismo que admiraba en marxistas
polacos como Leszek Kolakowski y yugoslavos como Milovan Djilas.[35]
La política de Estados Unidos hacia la Revolución Cubana era “injustificadamente
hostil”, pero la “supresión de derechos democráticos –incluidos y
especialmente, los de las tendencias de la izquierda”, por parte del gobierno
cubano, no podía ser avalada.[36]
Socialismos cruzados
Alan M. Wald señala que esta doble crítica de intelectuales
públicos, adscritos al radicalismo como Iriving Howe y Harvey Swados, condujo
al “Cul-de-sac de la socialdemocracia” en Estados Unidos.[37]
La polarización de la Guerra Fría en los 60 dejaba muy poco margen para un
socialismo antiestalinista en Estados Unidos y una poderosa corriente popular
de la izquierda radical tampoco estaba dispuesta a nublar la solidaridad hacia
los nacionalismos del Tercer Mundo con reparos a la ausencia de libertades o a
la adopción de regímenes autoritarios o totalitarios. Incluso el
antiestalinismo parecía languidecer en algunos círculos liberales de la
izquierda newyorkina luego del XX Congreso del PCUS y el “deshielo” emprendido
por Nikita Kruschev en Moscú.
El choque
entre estas dos ramas del socialismo norteamericano puede reconstruirse por
medio de la relación entre Harvey Swados, Irving Howe y C. Wright Mills. Los
tres intelectuales habían sido amigos en el Nueva York de los 50 y habían
compartido la lucha contra el macarthysmo en diversas publicaciones de la
ciudad. Cuando a principios de los 60 se produce la diferenciación de “estilos”
de la Nueva Izquierda, antes descrita, Howe, Swados y Wright Mills chocan a
propósito de la Unión Soviética y la Revolución Cubana. En la primavera de
1959, Howe publicó una reseña crítica del libro The Causes of World War III de Wright Mills, en Dissent,
porque, su juicio, el enfoque de la bipolaridad de la Guerra Fría
aceptaba acríticamente la organización comunista de las sociedades, como
alternativa a la democracia occidental.[38]
El debate
entre ambos socialistas se enconó adoptando la estructura binaria de la propia
Guerra Fría: Wright Mills acusó a Howe de defender el “socialismo de
Washington” y Howe ripostó catalogando a Wright Mills de “estalinista”.[39]
La misma crispación se reprodujo al año siguiente, cuando apareció Listen, Yankee!, el libro en que Wright
Mills se solidarizaba con la Revolución Cubana. No fue Howe sino Swados quien
marcaría distancias con Wright Mills en una “memoria personal”, escrita después de la
muerte del sociólogo, en 1963, en la que reconocía el valor de la obra
intelectual del autor de The Power Elite
pero lamentaba su excesivo entusiasmo por el régimen cubano.[40]
Según Howe y
Swados, el reconocimiento del derecho a la independencia de Viet Nam, Cuba y demás
naciones del Tercer Mundo y las objeciones públicas a la política imperial de
Estados Unidos y otras potencias europeas no debía impedir la crítica de los
autoritarismos políticos en esos países. En esa matización residía la
diferencia entre el radicalismo cercano a la socialdemocracia y el radicalismo
plenamente inscrito en el espectro de la Nueva Izquierda, que personalizaba
Wright Mills. Esa complejidad no determina, como sostuvo Wald, un “legado
ambiguo” de la socialdemocracia, ni impide una reconstrucción de las
convergencias ideológicas que, a pesar de aquellos desencuentros, hubo entre
ambos radicalismos.[41]
El trasfondo
de aquellos desencuentros no tenía que ver, propiamente, con Viet Nam o Cuba,
sino con la Unión Soviética y el campo socialista. Wright Mills en Estados
Unidos, lo mismo que Jean Paul Sartre en Francia, intentaba abrir una brecha
dentro de la opinión pública liberal que partiera del reconocimiento de la
realidad de la existencia del bloque soviético. No era Wright Mills, desde
luego, un estalinista –Howe mismo lo sabía-, pero se diferenciaba de los
socialdemócratas en la defensa de un marxismo y un socialismo que se oponía más
resueltamente e la hegemonía mundial de Estados Unidos. Como ha señalado
Stanley Aronowitz, esa crítica del rol imperial que cumplía Washington en el
mundo –y que lo acercaba a una aceptación del rol equivalente de la Unión
Soviética- provenía de un rechazo ostensible a las estructuras sociales del
poder en Estados Unidos.[42]
Los
socialdemócratas norteamericanos, en cambio, estaban ligados a una red política
mundial que, al tiempo o a consecuencia de demandar un espacio parlamentario y,
eventualmente, ejecutivo, en las democracias occidentales, se posicionaba en
contra de la URSS y el socialismo real. Una reconstrucción de los debates sobre
Cuba en la Internacional Socialista, a la que pertenecían el Socialist Party of
America y la Independent Socialist League, encabezada por Max Shachtman, y que
incluía a Irving Howe, Michael Harrington, Dwight Macdonald y otros
intelectuales públicos de Nueva York, entre 1959 y 1963, permite valorar con
mayor fidelidad el posicionamiento de aquella corriente ideológica occidental
ante la cuestión cubana.[43]
Durante todo
1959, la Internacional Socialista apenas se interesó en Cuba –más importante
eran para sus miembros China, Argelia, el Congo o los problemas del socialismo
real en Europa del Este. La identidad política de la socialdemocracia, en la
postguerra, se había formado en la intersección del antifascismo, la oposición
al macarthysmo, la simpatía por los movimientos disidentes en Europa del Este y
el rechazo de la hegemonía soviética, puesta a prueba en 1956 durante la
invasión de Hungría. Hasta los primeros meses de 1961, cuando se precipita la
ruptura entre Estados Unidos y Cuba y se produce la invasión de Bahía de
Cochinos, la Revolución Cubana era vista por los socialdemócratas como un
movimiento nacionalista, no muy diferente al peronismo argentino o al
cardenismo mexicano.
En el Boletín
de la Internacional Sociales del 29 de abril de 1961, los principales partidos
de Europa se pronuncian contra la radicalización comunista de los
revolucionarios cubanos pero, también, contra la política hostil de Estados
Unidos contra la isla que, en aquella primavera, ya no descarta una invasión
militar.[44]
Los socialdemócratas piensan que el combate en foros internacionales a la
transformación de Cuba en un satélite soviético es tan popular en Occidente
como la desaprobación de un ataque norteamericano contra la isla. “La violencia
genera violencia”, dicen, y una intervención de Estados Unidos en el Caribe,
justo cuando Nasser ha nacionalizado el canal de Suez y varias colonias de Asia
y África se independizan, no favorecerá la causa del “mundo libre”.[45]
No sólo los
socialdemócratas de Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y Alemania, también
los austriacos, suizos, noruegos, italianos, holandeses y finlandeses,
convergen en esta percepción del problema cubano, desde la primavera de 1961.
Un comunicado del National Action Committee del Partido Socialista de Estados
Unidos rechaza claramente el apoyo de Washington a la invasión de Bahía de
Cochinos, aún cuando reconoce que se trata de una “intervención indirecta” en
apoyo a una oposición armada que no es, ya, partidaria del ancien regime, es decir, la dictadura de Fulgencio Batista.[46]
La crítica a la política de Washington hacia la isla no era, según ellos,
incompatible con la reprobación del giro totalitario de los líderes cubanos:
In saying this, we do not endorse the
Castro regime. On the contrary, we have become increasingly alarmed at the
anti-democratic acts of the Castro Government, particularly the repression of
free speech, the political execution, and the destruction of an independent
labour movement. We further note the growing evidence of greater Cuban
Communist influence in the government, and we deplore it. One can no longer
exclude the possibility that Cuba may become a “people´s democracy”, communist
style.[47]
Curiosamente, uno de los pocos pronunciamientos
socialdemócratas a favor de la invasión de Bahía de Cochinos provino del
socialista indio A. D. Gorwala, quien insistió en que los exiliados cubanos no
eran fascistas ni batistianos sino “revolucionarios demócratas” y argumentó que
la intervención de Washington estaba justificada por el hecho de que la Unión
Soviética estaba avanzando en el control de la economía cubana desde mediados
de 1960.[48]
Gorwala, crítico de Nehru, repudiaba que la socialdemocracia occidental fuera
tan condescendiente con los gobiernos del Tercer Mundo que se aliaban con el
bloque soviético.
Cuando la
Internacional Socialista retoma el tema cubano, en el otoño de 1962, la
posición del centro-izquierda occidental se ha afianzado en la línea trazada
desde los días de Bahía de Cochinos. Como dirá el laborista Hugh Gaitskell, en
la Cámara de los Comunes, el 30 de octubre de ese año, ya no hay dudas, en la
comunidad internacional, de que Cuba se ha integrado al bloque soviético.[49]
Ante una situación límite como la crisis de los misiles, la socialdemocracia
aplaude la negociación entre Kennedy y Kruschev, que da como resultado la
preservación de la paz mundial y el compromiso de Estados Unidos de no invadir
Cuba. Los socialdemócratas sienten, entonces, que su posición ha triunfado,
aunque no descartan que, al sentirse traicionada por Moscú, la dirigencia
cubana decida acercarse a China.[50]
Una historia
más cuidadosa del tratamiento del tema cubano entre los socialistas de Estados
Unidos, a principios de los 60, evidencia que las posturas de la
socialdemocracia y de la administración demócrata de Kennedy no son
asimilables, como sostuvo en su momento Wrigth Mills y como han repetido, desde
entonces, decenas de historiadores. A diferencia de Arthur M. Schlesinger Jr,
quien redactó el célebre White Cuban
Paper, para justificar una invasión a Cuba en la primavera de 1961, los
socialdemócratas siempre se opusieron a la política agresiva de Washington
hacia La Habana.[51]
Coincidían con Wright Mills y los marxistas de Monthly Review –Paul Sweezy, Leo Huberman, J. P. Morray…- en que
una diplomacia cuidadosa evitaría un entendimiento rígido entre los soviéticos
y los cubanos, pero divergían en que la crítica pública al comunismo cubano
formaba parte del compromiso intelectual de la izquierda.
Tampoco los
socialdemócratas, a pesar de reconocer que la oposición anticastrista no era
“fascista” o “batistiana”, se aferraron al tópico de la “revolución
traicionada”, argüido por Schlesinger y también legible en otros intelectuales sumados
al debate sobre Cuba en Nueva York, como Waldo Frank y Carleton Beals.
Shachtman y los socialdemócratas, por su contacto con el trotskismo, estaban
más cerca de la tesis de la “segunda revolución” de J. P. Morray, quien
sostenía que el abandono de la primera fase “humanista” de la Revolución Cubana
aceleraba el proceso de igualdad y justicia social, pero, a la vez, introducía
elementos totalitarios como el control de la prensa, la centralización de los
sindicatos, la ilegalidad de la oposición y la dependencia del poder judicial.[52]
La invasión de Bahía de Cochinos, a pesar
de su escandaloso fracaso, y el acelerado alineamiento de La Habana con la URSS
que le sucedió, complicaron la relación con la isla de los propios partidarios
de la Revolución Cubana en Estados Unidos. Muchos intelectuales, que habían
defendido el carácter “humanista”, no totalitario, del proceso cubano se vieron
en dificultades para sostener su discurso en medio de las noticias sobre la
creciente colaboración económica, política y militar del gobierno
revolucionario con el Kremlin. Hasta a un escritor tan mimado por la dirigencia
cubana, como Ernest Hemingway, se le hizo difícil, como recuerda Michael
Reynolds, mantener su residencia en la finca Vigía y su amistad con Fidel
Castro.[53]
Bohemia y
descolonización
En su ensayo El puño
invisible (2011), el estudioso colombiano Carlos Granés anotaba con
extrañeza que la Revolución Cubana fue un referente fundamental de los jóvenes
liberales newyorkinos de los 60 que, como Norman Mailer y Susan Sontag, se
enfrentaron al conservadurismo norteamericano de aquella década. Se preguntaba
Granés cómo era posible que los vanguardistas Mailer y Sontag, defensores de la
liberación sexual y críticos de la ortodoxia marxista-leninista, respaldaran un
régimen político que, como el cubano desde principios de los 60, demostraba
notables coincidencias institucionales e ideológicas con la Unión Soviética y
el socialismo real de Europa del Este.[54]
Las razones de
esa paradoja habría que encontrarlas en los propios textos que Mailer y Sontag
escribieron sobre la experiencia cubana. En dos escritos que abren y cierran
las visiones sobre Cuba en la opinión pública newyorkina de los 60, “Open
Letter to JFK and Fidel Castro” (1961) de Mailer para The Village Voice y “Some Thoughts on the Right Way (for us) to
Love the Cuban Revolution” (1969) de Sontag para Ramparts, se sintetizan las claves de la compleja relación entre la
Nueva Izquierda de Nueva York y el socialismo cubano. Una relación que en el
lapso de una década osciló entre la promesa de una izquierda libertaria y el
desencanto que generó el alineamiento de La Habana con Moscú.
Dicha
oscilación, habría que decir, expuso todas sus posibilidades desde un inicio.
Mailer, por ejemplo, apenas unos días después de la invasión de Bahía de Cochinos,
escribía a Castro y a Kennedy desde el convencimiento de que ambos líderes
personificaban la llegada al poder de una nueva generación, que podía y debía
encontrar nuevas reglas de convivencia para las ideologías opuestas de la
Guerra Fría. Ambos anunciaban la proyección histórica de un “nuevo espíritu” en
América, que dejaría atrás dictaduras tropicales como la de Fulgencio Batista
en Cuba o “tiranías” –es la palabra que usaba Mailer- de la opinión pública,
como el macarthysmo en Estados Unidos.[55]
Como recuerda
su biógrafa Hillary Mills, la primera versión de la carta de Mailer a Castro
data de noviembre de 1960, cuando aún no se confirmaba la radicalización
comunista de la Revolución Cubana.[56]
Luego de Bahía de Cochinos, sin embargo, Mailer creía posible un entendimiento
entre Kennedy y Castro, basado en esa identidad generacional que el escritor
atribuía a ambos políticos. El sociólogo del “white negro”, el hipster y el
beatnik, el defensor de la homosexualidad y la liberación femenina, el crítico
de la guerra de Viet Nam y del conservadurismo protestante o católico, no se
tomaba en serio el comunismo de los revolucionarios cubanos.[57]
Así como la
certeza del involucramiento de la CIA en los planes militares contra la
Revolución Cubana, plasmada treinta años después en su novela Harlot’s Ghost (1991), no alteraron la
admiración que Mailer sintió por Kennedy y que hizo evidente en An American Dream (1965), los elementos
totalitarios del régimen cubano tampoco disminuyeron
su admiración por Castro.[58]
La explicación de este comportamiento tal vez se encuentre en un pasaje de la
crónica que Mailer escribió sobre las convenciones demócrata y republicana, en
Chicago y Miami, respectivamente, en 1968. Curiosamente, allí no mencionaba a
Cuba a propósito del exilio anticomunista de Miami, involucrado en la campaña
de Nixon, sino a propósito de las izquierdas radicales y pacifistas que se
manifestaron contra la Convención Nacional Demócrata en Chicago.
Observaba
Mailer que así como aquellos jóvenes, en tanto “mentes modernas”, rechazaban
“the anally compulsive oprressions of Russian communism (as much as they
detested the anally retentive ideologies of the corporation”), rendían culto al
Che Guevara, a Mao, a Tito y a los líderes de la Primavera de Praga, que
también eran comunistas.[59]
Ese radicalismo de izquierda, pensaba Mailer, rehuía las vías institucionales
del liberalismo demócrata o, incluso, socialista, para sumarse a una corriente
más amorfa y heterogénea, cuyos espacios de sociabilidad habría que ubicar en
la bohemia estudiantil y cultural. La bohemia libertaria practicaba su credo cosmopolita
lo mismo en sesiones de yoga que en campañas de solidaridad con las
descolonizaciones del Tercer Mundo.
En el
mencionado texto de Susan Sontag para Ramparts,
en abril de 1969, escrito luego de una estancia de dos semanas en La Habana,
ese enlace entre bohemia y descolonización se hace evidente.[60]
A pesar de que Sontag no es inconsciente de la introducción de discursos y
prácticas estalinistas en el socialismo cubano –como las relacionadas con los
campos de trabajo de las UMAP, la expulsión de Allen Ginsberg, la persecución
de los homosexuales o el acoso a escritores disidentes como el poeta Heberto
Padilla-, su confianza en que los dirigentes cubanos corregirán esos errores es
firme. No puede ser de otra manera, según Sontag, porque la Revolución Cubana
está obligada a producir un socialismo diferente al soviético. Un socialismo
creado en una nación subdesarrollada y colonial del Caribe tiene que ser, a
fuerzas, un socialismo auténtico.
La bohemia
libertaria en Nueva York o París, en Madrid o San Francisco, incorporó a Cuba
como un ícono más de la estética de la autenticidad. La liberación sexual y
moral, que, como puede leerse en sus diarios juveniles o en ensayos teóricos
como Contra la interpretación (1966),
constituía en el caso de Sontag tanto una epopeya personal como una premisa
hermenéutica, era diáfanamente atribuida a La Habana. Poco importaba que la
homofobia, la censura u otras formas de dogmatismo cultural remitieran, desde
principios de los 60, a la reconfiguración, en Cuba, de un nuevo código moral,
tan o más conservador que el católico o el liberal destruidos por el gobierno
revolucionario.
En sus Diarios de 1960, justo cuando se
estrenaba la Revolución Cubana en el poder, Sontag anotaba sus lecturas de la
antología From Max Weber de C. Wright
Mills y Hans Gerth, especulaba sobre la relación entre la ortografía cirílica
de Stalin y Lenin y el totalitarismo y defendía la proporcionalidad entre
liberación sexual y democracia política.[61] Ya en Contra la interpretación (1966), esa búsqueda de la autenticidad se
perfilaría como un rechazo al “filisteísmo interpretativo” y a una concepción
de la vanguardia como abandono de la hermenéutica o la teoría por una “erótica
del arte”.[62]
Es evidente que esa erótica era lo que buscaba Sontag en Cuba: una
refuncionalización intelectual del rol del turista, que la reconciliara con la
existencia de un proceso social autóctono.
La experiencia
de Sontag no fue, de hecho, de las más intensas que podrían encontrarse en la
relación de la izquierda intelectual newyorkina y la Revolución Cubana. El
corresponsal de la CBS Robert Taber, quien llegó a involucrarse a tal grado con
la causa revolucionaria que se puso de parte de las milicias cubanas durante la
invasión de Bahía de Cochinos; el escritor beat
Allen Ginsberg, que fuera expulsado de la isla por su respaldo a los
jóvenes escritores libertarios de la editorial El Puente; el líder negro Robert F. Williams, que tras una estancia
en La Habana siguió rumbo a la China de Mao, en busca de interlocuciones entre
el movimiento de los derechos civiles en Estados Unidos y el nacionalismo
descolonizador de Asia y África; la activista y antropóloga hispana, Elizabeth
Sutherland Martínez, pasó meses investigando la construcción de la utopía
socialista en la Isla de Pinos, a al Sur de La Habana… Todos ellos vivieron una
experiencia de radicalización de la bohemia, que los llevó al compromiso con un
proceso de descolonización socialista en el Caribe.
Habría que
decir, sin embargo, que casi todas esas aventuras, que comenzaron por la
identificación, terminaron en el desencanto o la crítica. Taber, por ejemplo,
que realizó para la CBS entusiasta reportaje Rebels of the Sierra Maestra, que escribió una apología de la
epopeya revolucionaria, M-26. Biography
of a Revolution (1961), y que llegó a afirmar que la “historia registraría las
batallas de la Ciénaga de Zapata como el Waterloo del poder imperial de Estados
Unidos”, acabó cuestionando el apoyo del gobierno cubano a las guerrillas y las
guerras civiles latinoamericanas en los 70 y 80.[63]
Sutherland Martínez, por su parte, pasó
meses investigando las comunidades juveniles instaladas en la Isla de Pinos,
con el fin de retratar a la “revolución más joven” de América Latina. Su
lectura desafió, sin embargo, la relación acrítica con el socialismo cubano, sostenida
por la corriente de solidaridad con La Habana de la izquierda occidental, al
describir fenómenos como el racismo, el machismo, la homofobia, las granjas de
castigo contra “antisociales” o UMAPs o la censura de obras y autores como la
novela Paradiso de José Lezama Lima.[64]
Sutherland Martínez era consciente de que el viejo discurso turístico de la
etapa neocolonial de la historia de Cuba, determinada por la dependencia de
Estados Unidos, estaba siendo reconstruido, desde premisas antagónicas, por el
turismo socialista y revolucionario.
El espíritu crítico de la bohemia
vanguardista de Nueva York se manifestaba en aquellas experiencias límites de
jóvenes intelectuales que viajaban a la isla con el propósito de vivir y
documentar la utopía. El gesto de sumarse a esa epopeya del Caribe era una
clara suscripción del proyecto descolonizador que la Revolución Cubana y otros
nacionalismos del Tercer Mundo impulsaban en los años de la Guerra Fría. El
sentido libertario de la bohemia y, en general, de la vida intelectual de la
Nueva Izquierda, chocaba, sin embargo, con el traslado de instituciones e ideas
del socialismo real de Europa del Este a la experiencia cubana. Era ese el límite
que la mayor parte de la izquierda newyorkina no estaba dispuesta a flanquear:
la descolonización de Cuba no podía producirse a cambio de la naturalización
del dogma marxista-leninista.
Este libro quisiera contar la historia de
ese compromiso y ese desencuentro. Tan importante como reconstruir las razones
que llevaron a muchos intelectuales de la Nueva Izquierda a identificarse con
la Revolución Cubana es localizar el momento en que esa identidad se quiebra
por medio de la disidencia y la crítica. En el diálogo y la tensión entre la
izquierda newyorkina y el socialismo cubano, durante los años 60, se cifran las
posibilidades de un circuito cultural de vanguardia, articulado en torno al eje
La Habana-Manhattan, que intentó desafiar la asfixiante polarización de la
Guerra Fría.
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[25]
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[32] Ibid, pp. 247-286.
[33] Ibid, pp. 287-303.
[34] Ibid, pp. 87-88.
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[36] Ibid, p. 86.
[37]
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[38] Ibid, p. 326.
[39] Ibid.
[40]
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[41]
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[42]
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[43]
Para un retrato de Max Shachtman ver Alan M. Wald, The New York Intellectuals. The Rise and Decline of the Anti-Stalinist
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[44]
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[45] Ibid, pp. 258-259.
[46] Ibid, Vol. XI, No. 19, p. 302.
[47] Ibid, p. 302.
[48] Ibid, Vol. XI, No. 22, pp. 329-331.
[49] Ibid, Vol. XII, No. 45, pp. 640-642.
[50] Ibid, Vol. XII, No. 46, pp. 658-660.
[51]
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[52]
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[54]
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[55]
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[59]
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[60]
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p. 10. Ver la presentación de este texto por Duanel Díaz en la publicación
electrónica La Habana Elegante, http://www.habanaelegante.com/Archivo_Revolucion/Revolucion_Sontag.html
[61]
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[62]
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[63]
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[64] Elizabeth Sutherland, The Youngest Revolution. A Personal Reporto
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