Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

sábado, 27 de diciembre de 2014

Migrantes en cementerios de París

A la última novela de Guadalupe Nettel (México D.F., 1973), Después del invierno (Anagrama, 2014), que ganó el Premio Herralde, se le puede reprochar, tal vez, un exceso de simetría -un cubano en Nueva York y una mexicana en París, narran en primera persona sus soledades y neurosis y se presentan, desde las primeras páginas, como destinados al encuentro o al choque-, pero no falta de destreza, persuasión o elegancia. La melancolía o la douce tristesse que busca Nettel inducir en el lector se siente en cuanto imaginamos las lecturas de Adorno, con Jarret de fondo, que hace Claudio en su minúsculo apartamento del Upper West Side de Manhattan o seguimos a Cecilia y a Tom, en alguno de sus paseos por los cementerios de París.
Esta es una novela de migrantes -salvo Ruth, ninguno de los personajes parece ser originario de la ciudad donde reside- que discurren sobre los muertos. Los cuatro grandes cementerios de París -Père-Lachaise, Montmartre, Montparnasse, Passy- son recorridos, en busca de las tumbas Chopin, Stendhal, Kardec, Perec, Gautier, Zola, Vallejo y hasta Porfirio Díaz. El moribundo Tomasso Zaffarano -otro inmigrante en París- ofrece el discurso espiritista que necesitaba la novela, sin ceder demasiado a la tentación gótica o noir, que habría acentuado el tono crepuscular del relato. Nettel, con una oaxaqueña que vive frente a un cementerio de París y un espiritista al borde de la muerte, como personajes centrales, logró una novela no saturada de tópicos de ultratumba.
A pesar de su pretensión simétrica, o justamente por eso, sorprenden algunos desequilibrios, como que Nueva York, donde vive Claudio, sea un escenario apenas apuntado o menos descrito que París. Una objeción similar podría hacerse en relación con el lenguaje que hablan unos y otros personajes. Cecilia, la oaxaqueña, y Haydée, la cubano-francesa, hablan un español neutro, carente de giros o modismos de sus lugares de origen. Sin embargo, Claudio, a pesar de llevar décadas en Nueva York, usa constantemente palabras o expresiones del argot habanero. Hay, en Nettel, un interés en afirmar las coordenadas nacionales de su personaje cubano, que resulta un tanto intrigante, por no decir sintomático de los modos de representación de Cuba y los cubanos, aún, en la mejor literatura global.
Guadalupe Nettel es, junto a Alvaro Enrigue, Juan Pablo Villalobos y algunos otros, una de las voces más discernibles de la nueva narrativa mexicana e hispanoamericana. Una escritora que domina los géneros de la novela y el cuento -algo que no puede decirse, por ejemplo, de muchos escritores cubanos de su misma generación o anteriores a ella, que se han aferrado a una suerte de escritura "fragmentaria", por considerarla "anticanónica", o hacen pasar por novelas lo que no son. Una escritora atenta a los sonidos del cuerpo y al cambio de estaciones y que, a la vez, decide practicar, plenamente, el arte moderno de la ficción.

viernes, 26 de diciembre de 2014

Carpentier contra Lezama (por el alma de Orbón)

Desde su exilio venezolano, en los años 50, Alejo Carpentier llegó a estar lo más cerca que le permitía su cultura de "alta vanguardia", de un escritor, en buena medida, reacio a esta última como José Lezama Lima y los poetas que lo rodeaban en la revista Orígenes. En aquella aproximación a Orígenes -donde Carpentier publicó, en un número de 1952, el cuento "Semejante a la noche", que junto a otros dos, "Camino de Santiago" y "Viaje a la semilla", incluidos en el volumen Guerra del tiempo (1958), fueron, tal vez, las obras suyas que más admiró Lezama, como se desprende de la correspondencia entre ambos en los 50-, Julián Orbón fue el enlace clave.
Ambos, Carpentier y Lezama, mayores que Orbón, se imaginaban como preceptores literarios del músico. Carpentier, por ejemplo, se sorprende de que Orbón le lance una disertación sobre Thomas Mann: "me hace gracia Julián, proclamando que el Doktor Faustus es una obra prodigiosa, después que yo se la señalé, creyendo que era libro interesante para un compositor joven, pero admitiendo ya -sin decírselo- que había mucho de "amateur" en el alarde de conocimiento musical hecho por Mann". Lezama, por su parte, en artículos para el Diario de la Marina, recogidos Tratados en La Habana, presentaba siempre, a Orbón, como un católico "angustiado", como "un aguijoneado vorazmente dentro del orbe católico, que busca en el arte el lleno y la esfera, no la separación luciferina, ni los suculentos y banales henchimientos de suyo".
En un pasaje simpático de su Diario, a mediados de los 50, justo en los mismos años en que la amistad entre Orbón y Carpentier alcanza la plenitud, cuenta Lezama que fue a una comida en casa de Orbón, quien acababa de llegar de un viaje por los Estados Unidos. El músico "reitera sus triunfos en el Norte", que lo dejan "indiferente". El poeta le regala al hijo "angelical" de Orbón, de 3 años, una máscara y un tambor de indio. "Mientras toca el tambor, repite: "estoy muy angustiado". A lo que agrega Lezama: "se lo debe haber oído al padre todos los días".
Tal vez, esa angustia de Orbón haya llevado a Lezama a recomendar al músico lecturas de conversos o católicos franceses, como Charles du Bos y Gabriel Marcel, que Carpentier rechazaba. La alta vanguardia de los 20, que marcó la formación de Carpentier, chocaba con aquel adoctrinamiento en el catolicismo de entre guerras, que tanto moduló las poéticas de Orígenes, especialmente las de Lezama, Gaztelu y Vitier. Eliseo Diego, "grueso, lento, muy criollo, con físico de hortera -delicioso", y Fina García Marruz, "con su vocecita tímida, su aire de buena muchacha indolente y criolla, inquietante. Le feu sous la cendre", le interesan más a Carpentier que esos nuevos habaneros afrancesados.
A pesar de su simpatía por Lezama, Carpentier reprocha el giro al catolicismo, a veces filofascista, que observa en Orbón, por influencia de los poetas de Orígenes. En un momento lo dice directamente: "bajo la influencia de Lezama (probablemente) Julián Orbón se ha entusiasmado por una serie de autores franceses: Charles du Bos. Proust, a quien parecía conocer muy mal hace tres años. Pero con su entusiasmo por Gabriel Marcel, je ne marche pas". La angustia de Orbón, bajo aquellas lecturas, no parece amainar: "pasa del más tremendo abatimiento a la mayor alegría, sin transición. He observado esa característica, muchas veces, en hombres de genio". Definitivamente, según Carpentier, la ascendencia intelectual de Lezama sobre Orbón no es buena para el alma del artista:

"Quema demasiadas energías en discusiones que no conducen a ninguna conclusión. Me gustaría que se prodigara menos en consideraciones de orden polémico. Creen que (Ernest) Psichari -el nieto de Renan-, Leon Bloy y un Jacques Riviére dominan el pensamiento francés en la etapa 1910-1920. El pensamiento de una minoría en todo caso. Porque los hombres que mayor influencia ejercieron en esa década fueron Anatole France y Henri Barbusse -entre otros de muy inferior cuantía".

miércoles, 24 de diciembre de 2014

El ocaso de la nación sinfónica

Leyendo el intenso diálogo que sostuvieron Alejo Carpentier y Julian Orbón entre los años 40 y 50 y que, fácilmente, se descifra en La música en Cuba (1946) y, sobre todo, el Diario de Venezuela (2014), del primero, he pensado en la desaparición de ese tipo de intelectual en Cuba y, en buena medida, en América Latina. El tipo de intelectual que pensaba la nación en clave sonora, no tanto poética o narrativa, a la manera de Vitier o Lezama, y que, en la tradición de Thomas Mann o Theodor Adorno, creía que toda cultura que se respete debe alcanzar una expresión sinfónica de su propio acervo musical.
Recordemos que en La música en Cuba, Carpentier sostenía que luego de Caturla y Roldán, aquel empeño de dar forma culta a una sonoridad nacional, entraba en una fase de "desorientación", que comenzaba a revertirse con la labor "didáctica" de José Ardévol y el Grupo Renovación Musical. Después de Ardévol, según Carpantier, emergían las figuras más alentadoras de la música cubana, algunos como Harold Gramatges, marcados por el proyecto de Renovación Musical, otros, como Hilario González y Argeliers León, más "criollos" o más deudores del tipo de nacionalización del sonido emprendida por Caturla o Roldán.
En esa segunda generación de músicos, que emerge entre los 40 y los 50, el preferido de Carpentier es, sin dudas, Julián Orbón. De éste dice, en La música en Cuba, que "es la figura más singular y prometedora de la joven escuela cubana"¿Por qué? Al parecer, porque, según Carpentier, era el que se planteaba retos mayores. A Carpentier le atraía el empeño de Orbón de "tener sinfonía" -equivalente al de Lezama de "tener novela"- y que se resumía en su reproche a la música española y, en general, hispanoamericana, que "esquivaba la gran sinfonía, con todas sus implicaciones, por el afán de permanecer en una zona artísticamente aséptica". Carpentier se hacía eco de Orbón: "el músico que logre ser un Brahms español -o americano- con un idioma que responda a nuestra sensibilidad de hoy, habrá dado con la clave del problema".
¿Qué problema? El mismo que aparece en Doktor Faustus de Thomas Mann, que Carpentier se jacta de haberle recomendado a Orbón, o en la música de Beethoven o Bartok, y que es, en resumidas cuentas, el dilema de inventar la fórmula precisa para la conversación entre lo local y lo universal. Según Carpentier, Orbón creyó encontrar esa fórmula en el Treno que compone el personaje de Los pasos perdidos, que en algún momento pensaron escribir a cuatro manos. A Carpentier le sorprende el entusiasmo de Orbón por su novela, ya que atribuye al músico una falta de americanismo que, sin embargo, se ve compensada por su aspiración a lo sinfónico.
Es difícil decidir si, en el Diario de Venezuela, es decir, durante todos los años 50, Carpentier se considera más novelista que músico. En noviembre de 1952, anota que Orbón le ha mandado un Preludio y Toccata para guitarra, en el que observa "cierta cubanidad en el acento", que "le encanta". Y agrega: "hay una solidez de intenciones que me maravilla. Una eliminación de lo superfluo, semejante a la que yo busco". ¿A qué se refiere? ¿A lo que buscaba en la novela o en la música? Creo que a ambas búsquedas, fundidas en una, como se desprende en otro diálogo, unos meses después, en el que reitera ese "horror instintivo por las soluciones fáciles" de Orbón, a lo que agrega, petulante:

"Le resolví su misa, dándole la solución del Tropo compostelano, que usa, en Los pasos perdidos, el personaje principal. Con el desarrollo instrumental de lo melismático, y el trabajo de las voces en discantus, terminó de modo magnífico, el Credo. Su misa, por lo demás, es una maravilla. Después de conocer la música de Orbón (el Homenaje a la Tonadilla, el Cuarteto) me mostré tan poco interesado en conocer la música de los demás, que estos deben estar resentidos. Tant pis!.." 

martes, 23 de diciembre de 2014

Carpentier, Orbón y el "ratage" intelectual

Finalmente ha aparecido el Diario de Venezuela (1951-1957) de Alejo Carpentier, en la colección de sus Obras Completas, que edita Siglo XXI en México y Argentina. Había tenido noticias del volumen, en edición habanera, por una inteligente nota que publicó Jorge Enrique Lage en Diario de Cuba y por conversaciones con Roberto González Echevarría, quien me aseguró que en aquellos apuntes del exilio venezolano de Carpentier, durante la década de los 50, encontraría críticas frontales del escritor al comunismo cubano y a las principales figuras del PSP.
En efecto, esas críticas están, aunque con matices que habría que glosar. Tan revelador de la posición política de Carpentier en los 50 es ese pasar de largo ante la dictadura de Batista y la revolución de Castro, como su desencanto con el comunismo juvenil. En abril de 1952, rememorando a sus viejos amigos Jorge A. Vivó y Leonardo Fernández Sánchez, Carpentier se refiere a un "infantilismo revolucionario, ampliamente rebasado en Cuba". Aquellos amigos comunistas le parecen, ahora, "eternos jueces de los jóvenes burgueses, índices alzados para señalar, en una corbata, en un traje nuevo, una muestra de espíritu burgués, pero que, a la postre, resultaron los mejores aliados de las fuerzas de la reacción".
Sin embargo, me llama la atención que Carpentier cuida siempre sus juicios sobre Marinello. En un viaje que hizo en abril de 1953 a La Habana, Carpentier asistió a una cena en el Pen Club de la ciudad, donde coincidió con Fernando Ortiz, Jorge Mañach y Juan Marinello. Desbocado en galicismos, escribe que la cena fue "navrante" y que Mañach le pareció "el raté magnifique", que "se ve alabado por la gente de sociedad, pero la verdad es que lleva, dentro de sí, la gran amargura de su frustración". Y agrega, "Marinello, que estaba a su lado -por primera vez en muchísimo tiempo-, al menos, se ha realizado en lo político".
Un poco más adelante, Carpentier expone el origen de la frase, "raté magnifique", que no proviene de alguna lectura francesa sino nada menos que de Orestes Ferrara, quien se refería en esos términos a Francisco García Cisneros, un escritor y periodista afrancesado de las primeras décadas republicanas, que firmaba artículos para El Fígaro, Social o Chic con seudónimos como Lohengrin, Raoul Francois o Francois G. de Cisneros. Carpentier da, por supuesto, un sentido más abarcador al "fracaso" o "ratage", que el que daba Ferrara en alusión a García Cisneros. Un sentido muy parecido al de José Lezama Lima y Orígenes, con quienes por entonces tiene muy buenas relaciones, y que implica la frustración política del intelectual. A Marinello, según Carpentier, lo salva su "realización" política.
Pero como observó Lage, el diario venezolano de Carpentier es, en buena medida, la historia de la gran amistad entre el escritor y el músico Julián Orbón. Otra amistad quebrada por la Revolución, como las que hemos reseñado, aquí, entre Lino Novás Calvo y José Antonio Portuoundo o entre Aureliano Sánchez Arango y Raúl Roa. Carpentier no escatima elogios a Orbón -"es, decididamente, uno de los hombres más extraordinarios que yo haya conocido.., hay en su mente un horror instintivo a las soluciones fáciles, qué maravilla…, toda cuestión es puesta en entredicho, siempre, por su espíritu"- y hasta se arrepiente de anotar reproches a su amigo, como aquel en el que observa la negación, por parte de Orbón, "de una cultura que tenga en cuenta sus raíces americanas".
La crítica de Carpentier a la falta de americanismo de Orbón o a su desentendimiento de la tradición de Roldán ("mulato tirando a negro"), Caturla ("que sólo podía fornicar con negras") y Lam ("negro"), sorprende más si se tiene en cuenta que en La música en Cuba (1946), varios años antes, Carpentier había elogiado La guacanayara y el Pregón, con versos de Nicolás Guillén, de Orbón, como continuaciones de la americanización sonora que representaban La rumba de Caturla o los Choros de Villalobos. Y, en efecto, nada más americano que el Julián Orbón de ensayos como "Tradición y originalidad en la música hispanoamericana" o "Tarsis, Isaías, Colón", reunidos en en el volumen En la esencia de los estilos (Colibrí, 2000).

martes, 16 de diciembre de 2014

Los dos Castro de Frantz Fanon

Comentábamos en El estante vacío (2009) la paradoja de que un pensador como Frantz Fanon, con ideas que tanto sintonizaron con la izquierda radical nacionalista y antiimperialista, a la manera del Che Guevara, hubiera mostrado, en sus escritos de 1959 a 1961, año de su muerte, tan poco entusiasmo por la Revolución Cubana. Sartre, por ejemplo, que prologó y, de algún modo, "tradujo" Le Damnés de la terre para la edición de Francois Maspero, en 1961, se identificó con la Revolución Cubana más que el pensador negro, martiqueño y argelino. Incluso en textos posteriores a 1959, como los reunidos en Por la revolución africana (1964), libro que lamentablemente se lee menos que otros suyos, Fanon se refiere a Cuba sin acreditar el cambio que la Revolución está produciendo en la isla y en la región.
La explicación tal vez se encuentre en un par de pasajes de Los condenados de la tierra, en los que Fanon se refiere directamente a Castro. En un momento de su gran ensayo, Fanon alude al hecho de que las delegaciones de los países del Tercer Mundo, reunidas en la ONU en septiembre de 1960, no se extrañan de que Castro aparezca con uniforme militar en la tribuna de la Asamblea General. Para Fanon no hay mayor extrañeza ante el atuendo del líder cubano porque la guerra se ha vuelto, para los países subdesarrollados, parte constitutiva de la realidad. La guerra no es la excepción, sino la regla, el modo de vida de los pueblos colonizados y el uniforme simboliza la procedencia y la asunción de una realidad bárbara:

"Lo mismo que Castro al acudir a la ONU con uniforme militar, no escandaliza a los países subdesarrollados. Lo que demuestra Castro es que tiene conciencia de la existencia de un régimen persistente de violencia. Lo sorprendente es que no haya entrado en la ONU con su ametralladora. ¿Se habrían opuesto quizás? Las sublevaciones, los actos desesperados, los grupos armados con cuchillos o hachas encuentran su nacionalidad en la lucha implacable que enfrenta mutuamente al capitalismo y al socialismo".

Pero Fanon no desconocía que la polarización de la Guerra Fría había creado un bloque comunista antagónico, que detentaba una hegemonía en su territorio, que tampoco se avenía con los intereses de las naciones colonizadas del Tercer Mundo, especialmente, las africanas. Como el Guevara posterior a 1962, Fanon fue crítico de Moscú y de la política de los partidos comunistas europeos, sobre todo del francés, frente a la cuestión argelina y de la descolonización africana, en general. Es ahí donde aparece, la mayor discordancia de Fanon con el proyecto cubano: para el intelectual descolonizador, la lógica binaria de la Guerra Fría es parte del aparato político y simbólico del orden colonial. Es por ello que en otro momento de Los condenados de la tierra se refiere, críticamente, a la protección nuclear de Cuba por parte de los soviéticos, que concibió la dirigencia cubana desde 1960, por lo menos:

"No puede afirmarse que solo la demagogia explica el súbito interés de los grandes por los pequeños problemas de las regiones subdesarrolladas. Cada rebelión, cada sedición en el Tercer Mundo se inserta en el marco de la Guerra Fría. Dos hombres son apaleados en Salisbury y todo un bloque se conmueve, habla de esos hombres y, con motivo de ese apaleamiento plantea el problema particular de Rodesia -ligándolo al conjunto de África y a la totalidad de los hombres colonizados. Pero el otro bloque mide igualmente, por la amplitud de la campaña realizada, las debilidades locales de su sistema. Los pueblos colonizados se dan cuenta de que ningún clan se desinteresa de los indigentes locales. Dejan de limitarse a sus horizontes regionales, inmersos como están en esa atmósfera de agitación universal. Cuando, cada tres meses, nos enteramos de que la 6ª o la 7ª flota se dirige hacia tal o cual costa, cuando Kruschev amenaza con salvar a Castro mediante cohetes, cuando Kennedy, a propósito de Laos, decide recurrir a las soluciones extremas, el colonizado o el recién independizado tiene la impresión de que, de buen o mal grado, se ve arrastrado a una especie de marcha desenfrenada".

Las reservas de Fanon para con la Revolución Cubana tuvieron su origen en ese desdoblamiento de Fidel Castro ante sus ojos. Por un lado, Castro era el líder de un proceso de liberación nacional, que recuperaba una soberanía perdida o limitada. Pero, por el otro, Castro era un aliado de Moscú, en plena Guerra Fría, que hacía avanzar los intereses del bloque soviético en el Tercer Mundo. El primer Castro era un actor fundamental del proceso descolonizador con el que Fanon se había comprometido desde principios de los años 50, cuando recién graduado de psiquiatría en Lyon, se instala en un hospital para enfermos mentales en Argelia. Pero el segundo era parte del mismo sistema colonial de la Guerra Fría, que no excluía la política global del bloque soviético y de los partidos comunistas leales a Moscú y al "marxismo-leninismo".

sábado, 13 de diciembre de 2014

Fanon y Paz

No leo aún la reciente biografía de Octavio Paz, escrita por Christopher Domínguez Michael, pero sé por conversaciones con el autor, que dedica varios pasajes a explorar las relaciones entre los pensamientos de Frantz Fanon y Octavio Paz. Siempre me pareció más que evidente esa relación: máscaras, identidades, uno, otro, revolución, soledad, comunión, magia, mito, utopía…, son conceptos que comparten Paz y Fanon, más o menos, por los mismos años, además de que el mexicano y el martiniqueño contraen una deuda enorme con los mismos sociólogos, antropólogos y filósofos franceses, de mediados del siglo XX. El Caillois de El mito y el hombre (1938) y de El hombre y lo sagrado (1939) es, por ejemplo, lectura de ambos y, también, del Carpentier de los 40 y 50, el de El reino de este mundo y Los pasos perdidos.
No encuentro alusiones de Fanon a Paz, a pesar de que Piel Negra, Máscaras Blancas (1952) y Los condenados de la tierra (1961) son obras posteriores a El laberinto de la soledad (1950). Pero sí hay comentarios elogiosos de Paz sobre Fanon, aunque no de los años 50 y 60, cuando ambos frecuentan el mismo archivo intelectual francés, sino posteriores, de los años 70, ya cuando el psiquiatra descolonizador había muerto y era un símbolo de las revoluciones africanas. Entonces Paz se encargó de distinguir su idea de la identidad y de la revolución, en América Latina, de la experiencia de la descolonización africana. La diferencia entre ambas, a su juicio, tenía que ver con el mestizaje.
Según el Paz maduro, la vuelta a lo mismo, universalizado, que, a partir de Alfonso Reyes, podía defenderse en México o en América Latina, no era el reencuentro con una personalidad originaria, que había sido enmascarada por la colonización. Decía entonces Paz que, en México, ese ser primigenio no podía encontrarse en el mundo prehispánico sino, en todo caso, en el periodo virreinal o en la cultura criolla y mestiza que arrancaba con el barroco de la Nueva España. El Paz de "Vuelta a El laberinto de la soledad" (1975), la conversación con Claude Fell, y luego de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), tendrá muy presentes sus diferencias con Fanon.
Sin embargo, es muy probable que en esa diferenciación, Paz haya perdido de vista la crítica al maniqueísmo de la propia descolonización, que Fanon, como recuerda David Macey, en su gran biografía, emprendió, sobre todo, en los textos políticos de Por la revolución africana (1964). La crítica del desdoblamiento o la "inautenticidad" -palabra que compartieron el mexicano y el martiniqueño- no implicaba, en Fanon, un nativismo aldeano o la negación de la cultura metropolitana sino la plena apropiación del mundo integrado de la modernidad, donde los "compartimentos" y las "escisiones" de lo colonial se quiebran para siempre.
En cualquier caso, al Paz de los 50 y 60 es difícil distinguirlo de Fanon, especialmente, en su idea de la revolución como "hecho que irrumpe en la historia como verdadera revelación del ser", como caída de la "máscara, la simulación y el disfraz", como momento de la "verdad" y la "autenticidad". Fanon escribirá frases muy parecidas, que deslumbraron a Jean Paul Sartre y a Jean Francois Lyotard -en unos artículos para la revista Socialisme ou Barbarie- sobre las propiedades curativas de la violencia, sobre la descolonización como una "reintegración" del sujeto a sí mismo y sobre el orden colonial como reino maniqueo y totalitario que traumatiza a base del encubrimiento del ser.

martes, 9 de diciembre de 2014

Guevara y Fanon

Junto con un modelo específico de dirección de la economía nacional, diferente al soviético y que generó múltiples resistencias dentro del gobierno, el Che Guevara legó a la dirigencia de la isla toda una estrategia de intervención en los procesos de descolonización de África, que lo mismo recurría a la diplomacia que a la guerrilla. A diferencia del modelo de dirección económica, que muy pronto sería desechado por el gobierno de la isla, la política de apoyo a la descolonización africana se extendería hasta los años 80.
Como decíamos, entre fines de 1964 y principios de 1965, Guevara viajó por Argelia, Mali, el Congo, Guinea, Ghana, Dahomey, Tanzania y se entrevistó con el argelino Ben Bella, el egipcio Gamal Abdel Nasser, el ghanés Kwane Nkrumah, el tanzano Julius Nyerere, el congolés Massamba Débat y hasta con el nuevo líder del Movimiento para la Liberación de Angola, Agostinho Neto. En uno de esos viajes, Guevara se reunió, también, con Josie Fanon, la viuda del importante marxista martiniqueño, el psiquiatra Frantz Fanon, que había muerto unos años antes en Washinghton, y reiteró en Révolution Africaine, la publicación que ella dirigía, ideas muy similares a las de Fanon en Les Damnés de la terre (1961)
El involucramiento de Guevara en esos procesos tenía, además de la sintonía ideológica, un origen intelectual que muchas veces escapa a sus estudiosos y es que el argentino era, tal vez, el único de los máximos líderes de la Revolución que hablaba y leía francés. En el Archivo del Fondo de Cultura Económica, en la ciudad de México, en los legajos correspondientes al argentino Arnaldo Orfila Reynal, director de esa institución a principios de los 60, hay varias evidencias del interés de Guevara en la traducción al español de Los condenados de la tierra, con el célebre prólogo de Jean Paul Sartre.
La traducción, como es sabido, fue encargada por Enrique González Pedrero, colaborador de Orfila Reynal, a su esposa, la escritora cubana Julieta Campos, y el libro tuvo dos ediciones, una en 1963 y otra en 1965. En los papeles de Orfila en el archivo del FCE, hay comunicaciones de Carlos Fuentes y Enrique González Pedrero que informan el interés de Raúl Roa Kourí, hijo del canciller, por entonces ubicado en la embajada de Cuba en México, en enviar ejemplares de la edición en español de Los condenados de la tierra a La Habana.
La conexión entre las guerrillas latinoamericanas y la descolonización africana y asiática, propiciada por la Revolución Cubana, fue, en buena medida, el punto de partida de la creación de organizaciones como la OSPAAAL, que celebró su primera reunión en La Habana, en enero de 1966. Guevara, que por entonces estaba recluido en una residencia en Dar es Salam, tras el fracaso de la guerrilla del Congo y a la espera de un traslado a Praga, entendió la creación de ese organismo como una confirmación de sus ideas.
El mensaje de Guevara a la Tricontinental, dado a conocer en abril de 1967, mientras combatía en Bolivia, aunque escrito meses antes, no citaba a Fanon, pero en su reseña de la situación africana aludía a una "virginidad" en el proceso colonial africano, que recuerda algunos momentos de Los condenados de la tierra. Guevara distinguía la situación de la descolonización de enclaves portugueses como Guinea, Mozambique y Angola, donde veía avances, de la del Congo, Rhodesia y Sudáfrica, con el apartheid, donde observaba retrocesos. Pero intuía, como Fanon, que no era suficiente la descolonización para dejar atrás el periodo colonial: "se advierte entonces que el maniqueísmo primario que regía la sociedad colonial se conserva intacto en el periodo de descolonización".

sábado, 6 de diciembre de 2014

Un Empire State en La Habana

Por casi cinco décadas la esfera pública oficial cubana y la propia izquierda latinoamericana han hecho de la carta de despedida del Che Guevara a Fidel Castro, en 1965, una suerte de fetiche documental y, a la vez, testamento político, que explicaría la decisión del político argentino de involucrarse a partir de ese año en dos proyectos guerrilleros, el del Congo y el de Bolivia, donde moriría dos años después. Hay, sin embargo, otra carta de Guevara a Castro, de abril de 1965, que ha circulado menos y que podría ser leída, más claramente, como testamento político.
Me refiero a la larga carta que se conoce con el título de "Algunas reflexiones sobre la transición socialista" (1965), que encabeza el volumen Apuntes críticos a la economía política (Ocean Press, 2006). El momento de escritura de esa carta es el mismo que el de El socialismo y el hombre en Cuba (1965), el más conocido ensayo del Che, que muchos -especialmente en los estudios culturales universitarios de Estados Unidos- leen desconociendo el contexto en que fue escrito y las coordenadas ideológicas de Guevara en ese momento.
Ambos textos fueron escritos luego de la polémica sobre la política económica, que generó el proyecto de financiamiento presupuestario y empresas consolidadas de Guevara dentro del gabinete económico cubano y, en alguna medida, dentro, también, de una parte de la comunidad económica internacional, incluida la soviética, involucrada en el debate sobre el socialismo cubano. Además de esa discusión, en ambos textos pesa el creciente involucramiento de Guevara con los movimientos de descolonización africana, especialmente en Ghana, Guinea, Argelia, Tanzania, el Congo y Egipto, países que visitó, varias veces, entre fines del 64 y principios del 65.
En febrero del 65, Guevara había participado en un Seminario de Solidaridad Euroasiática en El Cairo, que en buena medida daría lugar a los proyectos de la Tricontinental y la OSPAAAL, donde hizo algunas de las críticas más frontales al socialismo real en Europa del Este. Durante el debate sobre la "ley del valor" y los "estímulos materiales", en los dos años anteriores, Guevara había viajado, también, con frecuencia, a los países socialistas y había madurado una crítica a lo que consideraba la errónea rearticulación de la NEP leninista, como punto de partida de una economía socialista de mercado.
En una entrevista con el periódico El-Taliah, de la izquierda norafricana, que había defendido las tesis de Jean Paul Sartre y Frantz Fanon, Guevara cuestionó el principio "taylorista" de aumentar la productividad a partir del premio salarial al mayor esfuerzo, que los soviéticos aplicaban desde la época del "stajanovismo". A partir de esas críticas, llegó a la conclusión de que la única manera de eludir, a la vez, la vía capitalista occidental y la vía socialista soviética de desarrollo, era por medio de una mezcla bizarra entre estimulación moral y apropiación salvaje de la alta tecnología de la modernidad avanzada.
La carta a Castro es una exposición detallada y, a la vez, diáfana, de ese proyecto. Guevara comienza contraponiendo al Marx de la Crítica del Programa de Gotha con el Lenin de la NEP: si el primero decía que en el periodo de transición socialista ya se suprimían algunas categorías mercantiles, el segundo propondrá el reforzamiento de los mecanismos capitalistas. De hecho, hay un momento que Guevara contrapone el Lenin de El Estado y la Revolución, que lo sigue inspirando, y el Lenin de la NEP, a quien achaca todo el conservadurismo y el burocratismo del socialismo real, y sugiere que entre uno y otro debió haber un Lenin intermedio, que sería el ideal para pensar la transición cubana.
En otro pasaje de la carta, el propio Guevara se da cuenta de que su solución -articular una economía moral de "hombres nuevos", que producen por un ideal, más que por incentivos materiales, y una transferencia agresiva de los mayores avances científico-técnicos, que coloque la producción bajo patrones de alta racionalidad instrumental- puede ser percibida como fantasiosa. La manera en que trasmite esa duda a Fidel Castro -el tono didáctico que Guevara usa siempre en su carta retrata mejor al destinatario que al remitente- no tiene desperdicio y podría servir para ilustrar el extraño proyecto de modernidad de quien tal vez sea la figura central de la izquierda latinoamericana en la segunda mitad del siglo XX:

"Se nos puede decir que todas estas pretensiones nuestras equivaldrían a pretender tener aquí, porque los Estados Unidos lo tienen, un Empire State y es lógico que nosotros no podemos tener un Empire State pero, sin embargo, sí podemos tener muchos de los adelantos que tienen los rascacielos norteamericanos y técnicas de fabricación de esos rascacielos aunque los hagamos más chiquitos. No podemos tener una General Motors que tiene más empleados que todos los trabajadores del Ministerio de Industrias en su conjunto, pero sí podemos tener una organización, y, de hecho, la tenemos, similar a la de la General Motors. En este problema de la técnica de administración va jugando la tecnología; tecnología y técnica de administración han ido variando constantemente, unidas íntimamente a lo largo del proceso de desarrollo del capitalismo, sin embargo, en el socialismo se han dividido como dos aspectos diferentes del problema y uno de ellos se ha quedado totalmente estático. Cuando se han dado cuenta de las groseras fallas técnicas en la administración, buscan en las cercanías y descubren el capitalismo".

martes, 2 de diciembre de 2014

El gran debate

Ignorada por los estudios culturales, subestimada por los biógrafos del Che Guevara -en la mejor biografía, Jon Lee Anderson, la menciona de pasada, en un par de páginas, con algunos errores- y reducida por los economistas a un embrollo técnico, la polémica sobre la política económica, en Cuba, entre 1963 y 1965, es de una relevancia inexcusable para entender la historia del socialismo cubano y de buena parte de la izquierda latinoamericana.
Hace más de diez años, las editoriales Ocean Press y Ocean Sur, la rescataron, en inglés y en español, en El gran debate. Sobre la economía en Cuba. 1963-1964 (Ocean Sur, 2003)  y ha comenzado a ser estudiada por marxistas latinoamericanos, como el argentino Néstor Kohan, o por algunos académicos de la isla, como Teresa Machado Hernández y Ángel Alberto Alberteris González, aunque desde un enfoque integrador, puesto en función del consenso, que resta dramatismo y polarización a aquel choque de ideas.
Es cierto que los que intervinieron en ese debate eran todos marxistas, pero lo que debatían era, en buena medida, la elección entre dos modelos excluyentes de comprensión de la sociedad y el Estado. Los estudiosos advierten que, en contra de una idea bastante extendida, la polémica no fue entre el Che Guevara, defensor del "sistema presupuestario de financiamiento" de las empresas, y Carlos Rafael Rodríguez, partidario del "cálculo económico" y la autogestión empresarial.
Rodríguez no intervino directamente en la discusión, aunque las ideas que esgrimieron los críticos de Guevara habían sido planteadas por él, desde 1960, en ensayos como "La clase obrera y la Revolución", "Planificación y Revolución", "La Revolución en su aspecto económico" y "La defensa de la economía nacional". En todos esos ensayos, Rodríguez defendía una industrialización subordinada a una economía agraria enfocada a la independencia, por medio de la integración al mercado socialista, que no perdiera de vista lo que llamaba "la presión del consumo".
La idea que intentó desarrollar Guevara, tras su profunda decepción con la URSS luego del Pacto Kennedy-Kruschev de 1962, que, a su juicio, había humillado a Cuba, era una crítica a ese concepto de planificación, inscrito al patrón soviético. Guevara pensaba que, en las condiciones subdesarrolladas de Cuba, no había que seguir el esquema de la transición socialista propuesto por Lenin con la NEP, a partir de un capitalismo de Estado, sino construir a la vez, como sugerían trotskystas y maoístas, el socialismo y el comunismo, saltando la primera etapa de la transición.
El proyecto de Guevara fue rechazado por otros miembros del gabinete, como el Ministro de Comercio Exterior, Alberto Mora, que defendió la vigencia de la ley del valor en la economía cubana de los 60. La respuesta de Guevara a Mora, en la que exponía abiertamente su crítica al Lenin de la NEP y al capitalismo de Estado, fue apoyada, con matices, por el escritor Miguel Cossío Woodward, por el Ministro de Hacienda, Luis Álvarez Rom, por el economista trotskysta, judío-alemán, Ernest Mandel, y por el también economista Alexis Codina, colaborador de Guevara en el Ministerio de Industrias.
Del otro lado, el de la defensa de mecanismos de mercado en la economía socialista y de la crítica al predominio de los "estímulos morales" de Guevara, se colocaron, además de Mora, el Presidente del Banco Marcelo Fernández Font, el economista Joaquín Infante Ugarte y el marxista francés, Charles Bettelheim. Las intervenciones de Bettelheim y Mandel en el debate proyectaron la polémica, que se libraba en las revistas Nuestra Industria Económica, Comercio Exterior y Cuba Socialista, en el horizonte de la Nueva Izquierda occidental, por medio de resonancias en publicaciones como la parisina Partisans y la newyorkina Monthly Review.
Los biógrafos de Guevara coinciden en que los proyectos guerrilleros del Congo y Bolivia se produjeron en medio de un creciente cuestionamiento de sus tesis económicas dentro de la clase política cubana. En una carta sobre el tema que envió Guevara a Castro, conocida con el título de "Algunas reflexiones sobre la transición socialista", en abril de 1965, predomina un tono testimonial, de derrota o de soledad, ante la alternativa de cualquier proyecto de política económica, en Cuba, que aspirara a demarcarse plenamente del modelo soviético.
Guevara decía a Castro que el "sistema presupuestario" aspiraba a "eliminar las categorías capitalistas: mercancías entre empresas, interés bancario, interés material directo como palanca, y, a la vez, tomar los últimos adelantos administrativos y tecnológicos del capitalismo". Pero reconocía que fallaban "los dos pilares del sistema: la creación del hombre comunista y la creación del medio material comunista". El proyecto parecía, al propio Guevara, tan fantasioso como que el hombre nuevo edificara, en La Habana socialista, un Empire State y una General Motors.
En el largo plazo, el modelo de cálculo económico venció, ya que la planificación de la economía socialista en Cuba ha respondido, desde principios de los 70, a esas premisas. En los últimos años, con la entronización del capitalismo de Estado, esa orientación llega a un punto irreversible. Pero entre 1967 y 1968, durante la Ofensiva Revolucionaria, la idea guevariana tuvo su momento, y algunas secuelas de la polémica pueden leerse, todavía, en colaboraciones de Humberto Pérez y Jorge Gómez Barranco en Pensamiento Crítico. Como admite Néstor Kohan, luego de la Ofensiva Revolucionaria, nunca más, ni siquiera durante la llamada "Rectificación" de los 80 o el "periodo especial" de los 90, se experimentó en Cuba con aquellos extremos del anticapitalismo.


  

sábado, 29 de noviembre de 2014

El comandante Mora y sus amigos escritores

Hay personajes de la Revolución Cubana que, por muy comandantes y ministros que hayan sido, son borrados de la historia oficial de esa misma Revolución, con un celo perdurable, que se trasmite de una generación a otra de historiadores y periodistas oficiales. Entre muchos otros, es el caso de Alberto Mora Becerra, hijo del héroe del asalto a Palacio Presidencial, Menelao Mora, quien formó parte del Directorio Revolucionario y de la lucha de esta organización contra el régimen de Fulgencio Batista, entre 1957 y 1959, desde el exilio, la sierra de El Escambray o la clandestinidad habanera.
Mora llegó a ser el comandante del Directorio mejor ubicado en el gobierno revolucionario en la primera mitad de los 60. Uno de los pocos que por entonces formó parte del gabinete como Presidente del Banco de Comercio Exterior y como Ministro de Comercio Exterior. Desde esa posición, el político ayudó a varios de sus amigos escritores, especialmente a Guillermo Cabrera Infante y Heberto Padilla, colocándolos en oficinas comerciales del gobierno cubano en Europa, luego del cierre de Lunes de Revolución y el primer ciclo de ortodoxia cultural y ideológica a principios de los 60.
La amistad de Mora con esos escritores, como narraron Cabrera Infante en Mea Cuba (1993), Cuerpos divinos (2010) y Mapa dibujado por un espía (2013) y, antes, Padilla en La mala memoria (1989), databa de fines de los 50, cuando el joven revolucionario se asomaba a los ambientes de la cultura y la farándula habanera. Ambos, Cabrera Infante y Padilla, describen a Mora como un "político intelectual", con una notable cultura filosófica, literaria y musical. El comandante Mora vendría siendo una figura equivalente a Carlos Franqui, Alfredo Guevara, Armando Hart o Haydée Santamaría, un político que intervenía en la cultura como protector, mediador, traductor y, a la vez, embajador del poder.
¿Cómo y cuándo cayó en desgracia Mora? Probablemente, como muchos otros líderes del Directorio, el Movimiento 26 de Julio o el viejo PSP, alrededor de 1965, cuando se crea el nuevo Comité Central del Partido Comunista de Cuba y se funden los pocos medios de comunicación que quedaban dispersos. Todavía entre 1963 y 1964, Mora, como Ministro de Comercio Exterior, intervino en el debate sobre la política económica cubana, que enfrentó a los partidarios del modelo de "financiamiento presupuestario" y "estímulos morales" del Che Guevara y a los seguidores del "cálculo económico"y la "autogestión empresarial", que había defendido Carlos Rafael Rodríguez desde principios de la década en Cuba socialista y algunos ensayos. Mora fue, de hecho, quien desató la polémica al publicar, en la Revista Comercio Exterior, una refutación de la idea del Che Guevara de que la ley del valor no funcionaba plenamente bajo una economía socialista. Guevara reprodujo el artículo de Mora en la revista de su propio ministerio, Nuestra Industria, con una réplica suya.
La posición de Mora en aquel debate era favorable a la corriente pro-soviética de la dirigencia cubana, que era la que pareció predominar en la reorganización del Partido Comunista en 1965. Sin embargo, en los años siguientes, con la Ofensiva Revolucionaria, en la coyuntura de la muerte del Che Guevara en Bolivia, Fidel Castro reorientó la política económica hacia el guevarismo. Es muy probable que entonces, Mora, un crítico declarado de esa estrategia de desarrollo, perdiera soporte dentro de la clase política de la isla.
¿Qué fue de Mora entre fines de los 60 y 1972, cuando se suicida? Cabrera Infante afirma en Mea Cuba que su amigo, "condecorado con exes -ex comandante, ex ministro, ex diplomático", fue enviado a una granja de trabajo, en 1971, por defender a Heberto Padilla. Según Cabrera Infante, el suicidio fue la respuesta a esa humillación. En cambio, Padilla, en La mala memoria sugiere que el suicidio de Mora se debió al profundo desencanto con la Revolución que sentía desde mediados de los 60, cuando en un encuentro que tuvieron en París, junto a Guillermo Cabrera Infante y Pablo Armando Fernández, sufrió un colapso nervioso.
En sus memorias, Padilla describe a Mora como un intermediario entre él y Fidel Castro en los meses posteriores al encarcelamiento del poeta. Es Mora quien le trasmite mensajes e impresiones directas de Castro, sobre la forma en que encara su juicio y su castigo, y quien le aconseja siempre moderar sus posiciones para evitar la cólera del régimen. Estos testimonios, a veces contradictorios, hacen del comandante un personaje de ficción. Un político, amigo de escritores que, al ser expulsado del panteón oficial del Estado, sobrevive, no en la historia oficial o en las enciclopedias electrónicas del poder, sino en la memoria de la literatura.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Todos los muertos (la otra mitad de la foto)

La foto del post anterior, que con frecuencia se atribuye al fotógrafo cubano Osvaldo Salas, pudo haber sido una de las varias tomas de la misma marcha del Consejo de Ministros del gobierno revolucionario, que hizo otro fotógrafo, Venancio Díaz, el 5 de marzo de 1960, al día siguiente de la explosión del carguero francés La Coubre, en el puerto de La Habana. Fue ese un día de fotos, ya que en otro momento, mientras Fidel Castro hablaba desde un balcón, Alberto Korda captó la imagen del Che Guevara que ha dado la vuelta al mundo en 54 años.
En esa foto aparecen, de izquierda a derecha, en primera o en segunda fila, Fidel Castro, Primer Ministro, Raúl Roa, Ministro de Relaciones, Osvaldo Dorticós, Presidente, el Che Guevara, Presidente del Banco Nacional, Regino Boti, Ministro de Economía, Augusto Martínez Sánchez, Ministro del Trabajo, Antonio Núñez Jiménez, Director Ejecutivo del INRA, el comandante del Segundo Frente del Escambray, William Morgan, detrás, el Presidente del Banco de Comercio Exterior, Alberto Mora, y, por último, el también comandante del Segundo Frente, Eloy Gutiérrez Menoyo.
Morgan y otro comandante del Escambray, Jesús Carreras, serían arrestados pocos meses después, acusados de traición y fusilados en La Cabaña, en marzo de 1961, más o menos por los mismos días en que fue fusilado, también en La Cabaña, otro comandante y ministro del primer gobierno revolucionario, Humberto Sorí Marín. Gutiérrez Menoyo se exiliaría brevemente y desembarcaría por Baracoa a fines de 1964. Semanas después era capturado y condenado a veinte años de cárcel. Martínez Sánchez, como decíamos, intentaría suicidarse en 1964, siendo eliminado de la vida pública desde entonces y Albero Mora se quitó la vida en 1972. Lo mismo haría el presidente Dorticós diez años después.
Otra foto de aquella marcha, de Venancio Díaz, tomada desde un ángulo más hacia el centro y la derecha, muestra al dirigente sindical David Salvador, con camisa a cuadros, de los brazos del comandante Luis Crespo y Fidel Castro. Detrás, entre Castro y Salvador, Osmani Cienfuegos, que había sustituido a Manuel Ray como Ministro de Obras Públicas, por haberse opuesto Ray al encarcelamiento de Huber Matos. Quien aparece vestido de miliciano, entre Crespo y Salvador probablemente sea Luis M. Buch, Secretario de la Presidencia y del Consejo de Ministros.
La foto de Díaz está incluida en el reciente libro Cuba in Revolution (2013) de la Arpad A. Busson Foundation. La imagen más difundida es la que reproducíamos en el post anterior, en la que la hilera arranca, de izquierda a derecha con Fidel Castro y termina, por lo general, con Núñez Jiménez, para evitar a Morgan, Mora y Gutiérrez Menoyo. Pero entre todos esos muertos, tal vez, el más borrado haya sido David Salvador, precisamente por ir del brazo de Castro. Salvador era entonces Secretario General de la Confederación de Trabajadores de Cuba, elegido, en el X congreso de esa asociación, en noviembre de 1959, a pesar de la oposición de los comunistas.
Apenas dos meses después de la foto, en mayo de 1960, Salvador renunció a su cargo, bajo la presión comunista, en perfecta coordinación con el Ministro del Trabajo, Martínez Sánchez, quien, junto con Lazaro Peña, unificará todo el movimiento sindical bajo la nueva Central de Trabajadores de Cuba. Poco después, Salvador se involucra con la organización opositora "30 de Noviembre", es arrestado en La Cabaña y condenado a 30 años de prisión. Salvador murió, exiliado en Estados Unidos, en 2007. En la enciclopedia oficial Ecured aparece definido como "traidor" y "contrarrevolucionario", a pesar de su papel fundamental en la política obrera del Movimiento 26 de Julio, entre 1957 y 1960.

martes, 25 de noviembre de 2014

Cuatro suicidas

Las filosofías del suicidio que leemos en autores como Nietzsche, Cioran o Camus son afirmaciones de la muerte por mano propia como acto supremo de la voluntad y la libertad. Si el primero afirmaba que la idea del suicidio era una "fuente de consuelo", el segundo dirá que el suicidio es tanto una acción contra la vida como contra la muerte, lo que le confiere un sentido redentor, mientras que el tercero hablará del suicidio como el "único problema filosófico verdaderamente serio".
La religión y la moral, el psicoanálisis y la sociología, Levinas y Maritain, Freud y Durkheim, intentaron, de distinta manera, confrontar esa tradición del suicidio filosófico. Pero ninguno de ellos, a pesar de ser contemporáneos del fenómeno en el siglo XX, atisbó la forma en que la condena del suicidio, heredada del cristianismo, adquiría un nuevo aliento bajo el comunismo. La ética del trabajo y el sacrificio, de la lealtad y el compromiso, llegaba, en el comunismo, a postular el derecho natural del Estado sobre la propia vida y a considerar al suicidio, no sólo como cobardía, sino como traición. En el discurso médico del comunismo, el suicidio sólo puede estar justificado como un desvío de la enajenación o la locura.
En el caso de Cuba, país con el más alto índice histórico de suicidios en América, el tema ha llamado la atención de autores como Louis A. Pérez Jr. y Pedro Marqués de Armas. En la segunda mitad del siglo XX, se produce en la isla una experiencia única en la historia -o por lo menos más pronunciada que en otros sitios- de transición entre una cultura católica y una cultura comunista. La resistencia del Estado cubano y sus líderes a entender el suicidio como un acto soberano o liberador se manifiesta en las reacciones oficiales a la muerte por suicidio de líderes de la Revolución, como Augusto Martínez Sánchez y Alberto Mora, Osvaldo Dorticós y Haydée Santamaría, que paradójicamente fueron figuras clave de la transición al socialismo.
Martínez Sánchez, un abogado de Holguín, que se sumó al 26 de Julio en 1958, subió a la Sierra y bajó de allí con el grado de Comandante, fue uno de los principales artífices de los "tribunales revolucionarios" en los primeros meses de 1959. Fidel Castro lo designó fiscal en el segundo juicio contra los 43 pilotos batistianos, que habían sido exonerados por un primer tribunal, uno de cuyos miembros, el comandante Félix Lugerio Pena, se quitó la vida, luego de la condena a 30 años de cárcel y trabajo forzado contra los aviadores. Ya en 1959, Martínez Sánchez era Ministro del Trabajo, una posición desde la que, en conexión con la dirigencia comunista sindical, echará a andar la refundación de la Central de Trabajadores de Cuba.
En el momento del gran debate sobre la política económica en Cuba -"financiamiento presupuestario" defendido por el Che Guevara, Ministro de Industrias, y por Luis Álvarez Rom, Ministro de Hacienda, o "cálculo económico y autogestión empresarial", defendido, entre otros, por Alberto Mora, Ministro de Comercio Exterior, y Marcelo Fernández Font, Presidente del Banco-, Martínez Sánchez cae en desgracia y es acusado de corrupción. Es difícil ubicar a Martínez Sánchez en aquella discusión y discernir con precisión las razones de su caída. El caso es que el comandante y ministro se pega un tiro, pero no muere. A nombre del gobierno cubano, el presidente Dorticós y el Primer Ministro Castro, destituyeron a Martínez Sánchez, con una declaración que, más o menos, decía -traduzco de To Die in Cuba (2005), de Pérez Jr:

"De acuerdo con los principios revolucionarios fundamentales, pensamos que esta conducta es injustificable e impropia de un revolucionario, y creemos que el compañero Martínez Sánchez no debió haber estado plenamente consciente cuando tomó esa decisión porque todo revolucionario sabe que no tiene derecho a disponer de su propia vida, que no le pertenece y que sólo puede ser legítimamente sacrificada enfrentando al enemigo".

No conozco una reacción oficial al suicidio de Alberto Mora, hijo del importante líder del autenticismo radical, Menelao Mora, organizador del asalto a Palacio Presidencial en 1957. Mora, también Comandante de la Revolución, había sido director del Banco de Comercio Exterior y luego Ministro de Comercio Exterior, en el periodo de la integración de la economía cubana al campo socialista. Su papel, como el de Martínez Sánchez, en la construcción del comunismo insular, fue decisivo. Mora se suicidó en 1972, cuando ya no era ministro, por lo que el gobierno pudo ahorrarse la declaración.
Cuando Haydée Santamaría, directora de la Casa de las Américas, se suicida el 26 de julio de 1980, en medio de los "actos de repudio" y las "marchas del pueblo combatiente" contra los refugiados del Mariel, la declaración era inevitable. Juan Almeida, a nombre del gobierno, reiteró la reprobación oficial del suicidio, pero pidió que, en el caso de Santamaría, se ponderara el "deterioro de su condición física y psicológica", por causa de las enfermedades y de un accidente de tránsito. A pesar de esta salvedad, Almeida decía:

"Por principio, los revolucionarios no aceptamos la decisión del suicidio. La vida de los revolucionarios pertenece a la causa de la Revolución y al pueblo, y debe ser dedicada a ambos hasta el último átomo de su energía y el último segundo de su vida. Pero no podemos juzgar fríamente a la compañera Haydée. Todos los que la conocimos comprendemos que las heridas del Moncada nunca cicatrizaron del todo en ella".

En junio de 1983, se suicidó el ex presidente Osvaldo Dorticós, un abogado de Cienfuegos, formado por los jesuitas, que, por un tiempo estuvo cerca del Partido Socialista Popular y a fines de los 50 se sumó a la Resistencia Cívica y al Movimiento 26 de Julio, en su ciudad. Desde la reorganización del gobierno en 1976, Dorticós había quedado fuera de la jefatura del Estado. Para principios de los 80, estaba gravemente enfermo, de dolencia en la médula espinal y, además, había perdido a su esposa, María Caridad Molina. La explicación oficial del suicidio de Dorticós, quien, a su vez, había reprobado el suicidio de Martínez Sánchez en los 60, la dio, a nombre del Buró Político del PCC, José Ramón Machado Ventura, médico:

"Nunca fue más él mismo… Con su muerte, el compañero Dorticós nos deja además la pena de una muerte producida por su propia mano, una decisión incompatible con los valores y las convicciones revolucionarias a las que dedicó toda su vida. La agonía del dolor físico y la profunda depresión en que cayó después de la muerte de su compañera lo llevaron a una crisis de tales magnitudes que perdió el control de sí mismo".








viernes, 21 de noviembre de 2014

Tres relatos sobre el origen del comunismo en Cuba

En el verano de 1961, parecían circular dentro de la nueva clase política revolucionaria cubana, dos relatos sobre el origen del comunismo en Cuba. Desde los debates de fines de 1957, entre dirigentes de la Sierra y el Llano, el Che Guevara había dicho que no consideraba a Fidel Castro como un líder comunista sino como un nacionalista revolucionario, "burgués", aunque por encima de su clase, dada su radicalidad. Lo que se desprendía de esa observación de Guevara -que reiterará ocho años después, en su carta de despedida a Castro, leída por éste ante el nuevo Comité Central del Partido Comunista de Cuba, en 1965- era que el comunismo en Cuba fue el resultado de una máxima radicalización del nacionalismo revolucionario, que, con las leyes revolucionarias de 1959 y 1960, desembocaba en una lucha de clases y un antiimperialismo de tipo socialistas.
Este relato fue, en esencia, el que desarrolló, con un empaque teórico y retórico más afín al marxismo soviético, Carlos Rafael Rodríguez, en una serie de artículos aparecidos en Cuba socialista, en 1961. Rodríguez admitía que la Revolución no había sido obra de un liderazgo comunista, ni viejo ni nuevo, sino de una corriente revolucionaria radical que, sobre la marcha y respondiendo a conflictos internos y externos, había llegado al socialismo desde otra ideología. Como es sabido, Guevara y Rodríguez se enfrentarían luego de la Crisis de los Misiles o, específicamente, a partir de 1963, por cuestiones como la ley del valor bajo el socialismo, el financiamiento presupuestario de las empresas, el cálculo económico o la valoración del socialismo real en Europa del Este, pero hasta 1961, estaban de acuerdo en lo esencial.
Un relato alternativo aparece desde entonces, a nivel del discurso público y no tanto de la fundamentación teórica o ideológica, y es formulado por el presidente Osvaldo Dorticós en aquel acto en el MINFAR, en junio de 1961. Es un relato más fantasioso, conspirativo y, en el fondo, antimarxista del comunismo cubano, que presenta a éste como la creación de un pequeño grupo de marxistas-leninistas, desde 1953, que asalta el cuartel Moncada, se exilia en México, desembarca en el Granma, organiza la insurrección, entra en La Habana e implementa las primeras leyes revolucionarias, seguros de lo que querían hacer y convencidos de que para lograrlo no sólo debían ocultar sus objetivos sino declarar insistentemente que no eran comunistas, que querían restaurar la Constitución del 40, convocar a elecciones y nacionalizar, en todo caso, algunos servicios públicos y sectores estratégicos de la economía.
Dado que ese "liderazgo" no se limitaba, únicamente, a Fidel y a Raúl Castro, sino que se extendía al núcleo dirigente del Movimiento 26 Julio, como aseguraba Dorticós y como se lee en la Plataforma Programática del PCC, en 1975, entonces habría que suponer que, según ese relato, no sólo ambos Castros sino, también, Abel y Haydée Santamaría, Juan Manuel Márquez, Frank País, René Ramos Latour, Faustino Pérez o Armando Hart, eran marxistas-leninistas que, deliberadamente, aparentaban ser demócratas. A pesar de ser, como decíamos, más místico o conspirativo, o precisamente por eso, este relato fue el que se arraigó con mayor fortuna en los aparatos ideológicos del Estado cubano hasta los años 90. Fidel Castro lo declarará en diciembre de 1961 y luego lo repetirá a toda clase de entrevistadores y biógrafos.
Era por lo visto más consistente, a los ojos de Castro, presentarse como un comunista que, tácticamente, no asume su doctrina, que como un político que se radicaliza ideológicamente sobre la marcha. La radicalización podría ser interpretada como conversión o como oportunismo y no como una verdadera concientización. Lo curioso era que ese mecanismo, el de la concientización o el adoctrinamiento, no era mal visto en relación con la ciudadanía, que según Dorticós y los documentos posteriores del PCC, estaba deformada por la cultura burguesa del antiguo régimen. Se debía reconocer que el pueblo había heredado una cultura burguesa, pero no se podía admitir que los propios dirigentes preservaban algo de esa misma cultura.
Primero con discreción, en los 90, y luego abiertamente, en los últimos años, un tercer relato ha comenzado circular en medios intelectuales y políticos cubanos. Según ese relato, el comunismo no fue un proyecto preconcebido, como aseguraba Osvaldo Dorticós, ni la obra de una radicalización ideológica del gobierno revolucionario, entre 1959 y 1960, como sostenía Carlos Rafael Rodríguez. Fue, en realidad, una respuesta geopolítica al intento de Estados Unidos de derrocar la Revolución desde antes de que ésta triunfara. Este último relato tiene a su favor la buena recepción de ciertas izquierdas metropolitanas, sobre todo en Estados Unidos y Europa, que acostumbran a entender la historia de Cuba en clave del conflicto nación/ imperio y subestiman el papel de las ideas y las instituciones en la construcción del Estado cubano, sobre todo, entre los años 60 y 70.
Según este último relato, el comunismo cubano no ha sido tanto, como aseguran los propios documentos del PCC, un proyecto de transición de una sociedad capitalista a otra socialista -que, a su vez, transitará al orden comunista-, como un mecanismo de defensa de la soberanía nacional contra el imperialismo yanqui, cuya finalidad histórica es la anexión de la isla. La eternidad que esos documentos confieren a "la Revolución" está dada, de hecho, por ese propósito de alcanzar el comunismo. Como el advenimiento del comunismo es un proceso mundial y perpetuo, la "Revolución Cubana", confundida con ese mismo proceso, no puede ser sino eterna. El tercer relato sería, por tanto, una refutación -consciente o no- de la documentación oficial del PCC, ya que supondría que, en caso de normalizarse las relaciones entre Estados Unidos y Cuba, acabaría la Revolución.

martes, 18 de noviembre de 2014

El presidente Dorticós y la trama oculta del comunismo en Cuba

Osvaldo Dorticós, presidente de Cuba durante los primeros diecisiete años del gobierno revolucionario, aunque bajo el poder real de un Primer Ministro autorizado a "dirigir" el país y sin contrapeso legislativo alguno, es una figura desdibujada en los estudios cubanos. La equivocada identidad entre Revolución, fidelismo o castrismo, en la opinión pública de la isla o el exilio y en los estudios cubanos de ambos lados, ha impedido una comprensión mejor de la arquitectura de la entonces llamada "transición socialista". Además de Dorticós, Ernesto Che Guevara, Raúl Castro, Carlos Rafael Rodríguez, Armando Hart y Antonio Núñez Jiménez, serían algunos de los artífices de ese tránsito.
Dorticós fue el único miembro del Partido Socialista Popular que formó parte del primer gobierno revolucionario, como Ministro Encargado de la Ponencia y Estudio de las Leyes Revolucionarias. Luego del ataque público de Fidel Castro contra Urrutia, que motivó la renuncia de éste en julio de 1959, la jefatura máxima del gobierno debatió si era conveniente entregar la presidencia al ex primer ministro, Miró Cardona, pero finalmente se decidió por Dorticós. La elección demostró ser adecuada para los objetivos del gobierno en los meses siguientes. Luego de las nacionalizaciones de mediados del 60, que en tres meses pusieron el 80% de la economía cubana bajo control del Estado, Dorticós fue uno de los primeros en ofrecer una explicación y un relato de la radicalización comunista del gobierno.
Una fuente clave donde leer la justificación teórica e histórica de aquel giro al comunismo, entre 1960 y 1961, que a principios de este año había provocado, naturalmente, la ruptura de relaciones con Estados Unidos, es la revista Cuba socialista. Desde 1960, dirigentes del PSP, como Carlos Rafael Rodríguez y Aníbal Escalante, comenzaron a publicar análisis que caracterizaban lo que sucedía en Cuba como un "tránsito socialista" o como la entrada de la Revolución en su "fase socialista". Lo que hicieron Castro, Hart, Núñez Jiménez y otros dirigentes, a partir de abril de 1961, fue, en buena medida, importar esa argumentación en los círculos no comunistas del Movimiento 26 de Julio.
Quedaba, sin embargo, el antecedente incómodo de todas las declaraciones anticomunistas del propio Castro, desde los tiempos del Moncada y que, entre 1957 y 1959, se habían intensificado en su permanente contacto con la prensa de Estados Unidos, especialmente, con la de Nueva York. Fue entonces que se fabricó la tesis de que Fidel Castro y sus seguidores más cercanos, en el Movimiento 26 de Julio, eran marxista-leninistas desde antes del asalto al cuartel Moncada, pero que ocultaron sus objetivos por el anticomunismo reinante en la opinión pública de la isla. Osvaldo Dorticós fue uno de los primeros en formular esa tesis, que en 1975 se naturalizó en la documentación programática del Partido Comunista de Cuba.
Pero la tesis de una minoría comunista, de nuevo tipo, que oculta su finalidad para llegar al poder y que coincide, por cierto, con el discurso oficial del régimen de Batista desde 1953, llevaba aparejada otra, sobre la incapacidad del pueblo cubano para asimilar las ideas marxistas. Ese pueblo estaba apto comprender el "tránsito socialista" como un hecho consumado, pero no para traducirlo doctrinalmente como voluntad general. No creo que antes -o después- se haya producido una idea tan clara de la Revolución Cubana como un proceso de adoctrinamiento de las masas a través de los hechos, similar al despertar de un sueño. En junio de 1961, dos meses después de la declaración del carácter "socialista" de la Revolución, esto decía Dorticós:

"En efecto, para gran parte de nuestra población -digámoslo con absoluta franqueza- aún para gran parte de nuestros trabajadores, las ideas socialistas, que son las ideas revolucionarias de la actual época histórica, solo por el nombre asustaban. La gran propaganda tradicional, totalizadora, de que habíamos sido víctimas, esa gran conjura de la mentira que el imperialismo había impuesto en nuestro país, impedía, inclusive, que aquellos que nada tenían que perder con una Revolución de naturaleza socialista, y tenían todo por ganar, tuvieran hasta cierto punto temor y muchos prejuicios frente a la palabra, frente al término y frente a la calificación, no frente a los hechos. Tan es así, que los hechos ocurrieron en Cuba, se nacionalizaron las industrias, se nacionalizó la banca, se estableció el monopolio estatal del comercio exterior, es decir, se socializó la parte principal de nuestra economía, y el pueblo y la clase trabajadora entera aplaudió aquella transformación. El pueblo se solidarizó con esa transformación revolucionaria de nuestra economía, y un buen día descubrió o confirmó que eso que aplaudía, era una Revolución socialista".


viernes, 14 de noviembre de 2014

El joven Hart y el comunismo

Entre 1957 y 1960, es decir, durante cuatro años seguidos, tuvo lugar un debate mal conocido y, sobre todo, mal editado, en el núcleo de lo que pronto sería la nueva clase política revolucionaria, sobre el comunismo en Cuba. Cuál era o cuál debía ser la ideología de la Revolución fueron, hasta el verano de 1960, cuando arranca la fulminante estatalización de la economía y la sociedad cubanas, las preguntas centrales de esa querella oculta.
La polémica venía de antes, desde los tiempos en que Mario Llerena, a nombre de la Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio, redactaba el programa Nuestra Razón, en la ciudad de México. Pero estalla, por vía epistolar, en los últimos meses de 1957 con el lanzamiento del Pacto de Miami. Varios líderes del Llano, como hemos comentado aquí, se opusieron a la desautorización de aquella alianza con partidos liberales y democráticos, por parte de Fidel Castro, y discutieron abiertamente las ideas comunistas del Che Guevara y Raúl Castro.
El único de los líderes del Llano, que entonces objetó la tesis comunista, y luego sobrevivió en la cúpula del poder revolucionario, fue Armando Hart. Los otros, Faustino Pérez y Enrique Oltuski, Carlos Franqui y René Ramos Latour, quedaron fuera del máximo círculo de confianza más temprano que tarde. Ramos Latour murió poco después de aquellas polémicas en la Sierra y Franqui, director del periódico Revolución y promotor cultural en la primera mitad de los 60, acabó exiliado. Pérez y Oltuski, ministros del primer gobierno revolucionario, fueron sustituidos durante las crisis del gabinete de fines de 1959 y principios de 1960. Crisis que, como todas hasta entonces -renuncia de Miró Cardona como Primer Ministro, de Urrutia como Presidente, arresto y condena de Huber Matos- tuvieron como telón de fondo el debate sobre el comunismo.
Armando Hart se involucró intensamente en aquella polémica entre la Sierra y el Llano a fines de 1957. En varias cartas a Fidel Castro y a Celia Sánchez se queja de la incomprensión de los jefes militares de la Sierra, pero también del comportamiento gangsteril de líderes del Llano, enviados expresamente de la Sierra para controlar la clandestinidad, como René Rodríguez. En una carta a Castro, de octubre de 1957, dice Hart:

"Me quedaría con algo por dentro si te ocultase que no me gustó la actitud mental con que enfocas en la última carta a Aly (Celia) las relaciones entre el Movimiento en la Sierra y fuera de la Sierra. Hablas en tu carta de que antes Aly (Celia) se consideraba parte de la Sierra y ahora está pensando como "ellos" (te refieres al Comité de Dirección fuera de la Sierra)…. Fidel, queremos que nos consideres como parte de una misma cosa, como nosotros les hemos considerado siempre a Uds; incluso algunos compañeros responsabilizados aquí como Daniel (René Ramos Latour) y Fausto (Faustino Pérez) estuvieron con ustedes allá"

En otra carta, dirigida al Che Guevara, Hart defiende resueltamente al Llano y ataca el caudillismo. Y lo hace a través del rancio argumento sobre el "espíritu español" de América, que cobra todo sentido si se tiene en cuenta quién es el destinatario:

"El cubano, como buen heredero del espíritu español, es extraordinariamente individualista y le es difícil asimilar el sentido de la palabra "organización". Sostengo incluso que éste ha sido el primer inconveniente con que nos hemos enfrentado los pueblos del Sur del Río Grande que Martí llamó "América Nuestra", para vencer a los enemigos tradicionales de nuestras libertades y de nuestro destino superior en el mundo. Te parto de esta concepción filosófica para caer en otra cosa muy concreta y que es  mi primera preocupación de hoy: la necesidad de mantener a todo rigor los cuadros de la organización fuera de la Sierra".

A medida que se van agriando las discusiones, luego de las intervenciones del Che Guevara y Raúl Castro en el debate, Hart va perdiendo el ánimo:

"Siento la amargura de la incomprensión. En el fondo lo que siento es el significado que tiene todo esto. Me parece comprender cada día mejor la razón del fracaso de las dos grandes revoluciones, la del 95 y la del 33. Nunca he comprendido mejor a Frank País, cuando en carta a Karín (Haydée Santamaría), con ocasión del asesinato de su hermano Jossué, dijo: "quizá le haya tocado mejor suerte porque a nosotros no sabemos qué nos depara el destino".

Aún así, Hart mantiene a toda costa la lealtad. No a la Sierra o al Llano, al comunismo o a la democracia, sino a Alex, es decir, a Fidel Castro:

"Yo, que me creo el más radical de nosotros (las circunstancias me obligan a hacer esta manifestación) en el aspecto político del pensamiento revolucionario, me responsabilizo históricamente con lo que hicimos y he de solicitar de Alex que si no aceptan las proposiciones del Movimiento iniciemos un barraje brutal contra Prío y comparsa. Si se aceptan los planteamientos he de discutir con Alex cómo desenvolver lo planteado, la fórmula de la Sierra (se refiere al "Manifiesto de la Sierra", firmado por Castro, Pazos y Chibás), que es idéntico a lo que nosotros hemos hecho. Si se quiere ir un paso más adelante del de la fórmula de la Sierra, debemos discutir una estrategia amplia que ya tengo pensada desde hace semanas con respecto a la lucha revolucionaria y a planteamientos programáticos y de transformaciones sociales y económicas".

En esencia, lo que dice Hart es que se suma con lealtad a cualquiera de los dos proyectos, el socialdemócrata defendido por Ramos Latour o el comunista defendido por el Che Guevara. En todo caso, no es dato menor, que el 15 de diciembre de 1957, ya en la Sierra Maestra, Hart escriba lo siguiente a Manuel Urrutia:

"Con estas líneas va la confianza de que, aunque la situación ha variado algo desde nuestra última conversación, no por ello dejará usted de aceptar el más alto honor a cubano alguno en la hora presente: el de aparecer como candidato a la primera magistratura del Estado de una juventud que lo está dando todo a cambio sólo de la honra de ser fiel a la tradición mambisa. Es decir, a la tradición puramente democrática y en modo alguno comunista de nuestros libertadores".

Esta mezcla de lealtad y pragmatismo fue la que permitió a Hart, casado con Haydée Santamaría, sobrevivir a todas las purgas imaginables. Entre 1959 y 1960, siendo ya Ministro de Educación, Hart nunca utilizó un lenguaje marxista. En cambio, en 1961, en plena Campaña de Alfabetización, iniciaba sus informes con citas de Marx y hablaba de erradicar el "humanismo burgués" y abrazar la "concepción científica del marxismo-leninismo". Cuando en 1965, se forma el nuevo Partido Comunista de Cuba, en una coyuntura tremendamente desfavorable para la corriente pro-soviética, representada por Blas Roca y Carlos Rafael Rodríguez, Hart deja el Ministerio de Educación en manos de José Llanusa y es nombrado Secretario de Organización del nuevo partido.
De esa época data una interesante correspondencia con el Che Guevara, quien ya desplazado de la clase política cubana, se preparaba para lanzar sus guerrillas en el Congo y Bolivia. Guevara era muy mal visto por la cúpula comunista habanera y soviética, por sus críticas a la falta de solidaridad de la URSS con los movimientos descolonizadores del Tercer Mundo. En una amistosa carta a Hart, de diciembre de 1965, recogida por vez primera en los Apuntes filosóficos (2012) de Guevara, éste lo felicita por su nombramiento -el encabezado es disfrutable: "Mi querido Secretario: Te felicito por la oportunidad que te han dado de ser Dios; tienes 6 días para ello"- y le propone un gran proyecto editorial desde las publicaciones del nuevo PCC, que rescate al marxismo revisionista occidental, empezando por Proudhon y siguiendo con Kautsky, Luxemburgo, Hilferding y Trotski.
Pero a Guevara le interesa entonces, también, el pensamiento liberal, clásico y moderno. Dentro de los textos a editar por aquel ambicioso proyecto estarían Adam Smith, los fisiócratas, Marshall, Keynes, Schumpeter y otros pensadores económicos del siglo XX. Las palabras finales de Guevara dejaban traslucir la certeza de que era una fantasía pensar algo así, incluso en aquella Cuba, más heterodoxa de la que vendría después. Pero también trasmitían el grado de aislamiento de Guevara en esa nueva clase política, donde Hart se afincaría en las décadas siguientes: "te escribí a tí porque mi conocimiento de los actuales responsables de la orientación ideológica es pobre y, tal vez, no fuera prudente hacerlo por otras consideraciones (no sólo la del seguidismo, que también cuenta)".


lunes, 10 de noviembre de 2014

Marx después del muro



Se cumplen por estos días, veinticinco años de la caída del Muro de Berlín y del fin de los socialismos reales en Europa del Este. A aquel invierno de 1989 sobrevinieron, en dos o tres años, la desintegración de la URSS y el colapso del bloque soviético. Veinticinco años que han refutado los vaticinios más idílicos de entonces, que hablaban de “últimos hombres”, “fines de la historia” o albores del reino definitivo  de la libertad. 
              Uno de los augurios contrariados, en las décadas que han seguido a la caída del Muro de Berlín, es el de la decadencia, junto con los regímenes comunistas y las economías planificadas, de la teoría marxista. No exageran quienes afirman que la obra de Karl Marx se ha vuelto más importante para las ciencias sociales e, incluso, para la esfera pública de Occidente, de lo que era entre los años 70 y 80, antes de la desintegración de la URSS.
            Desde fines de los 90 y, especialmente, a partir de la crisis económica mundial de 2008, se han escrito decenas de biografías y estudios sobre Marx y algunos de ellos se han convertido en auténticos best sellers del mercado global del libro. En 1999, el británico Francis Wheen escribió una espléndida biografía de Marx, que completó, en 2006, con una historia de la escritura de El Capital.
            Más recientemente, un académico norteamericano, el historiador de la Universidad de Missouri, Jonathan Sperber, escribió otra biografía, Karl Marx. A Nineteenth Century Life (2013), que reforzó la imagen mundana, de caballero victoriano, que atribuyó Wheen al pensador alemán. En sentido contrario a Wheen y Sperber, el biógrafo de Friedrich Engels, Tristram Hunt, en su libro Marx’s General (2013), prefirió concentrarse en la vida conspirativa y revolucionaria de los fundadores del marxismo.
            Historiadores, filósofos y sociólogos como Eric Hobsbawm, Terry Eagleton y Göran Therborn también dedicaron libros a Marx y al marxismo en los últimos años, que hemos comentado en este blog. Pero ninguno de ellos ha tenido el éxito del volumen del joven economista francés, Thomas Piketty, Le Capital au XXI siècle (2013), que aparece este año, en español, en el Fondo de Cultura Económica. Paul Krugman y Joseph Stiglitz han consagrado a Piketty como la nueva estrella de la economía global.
            Piketty se inspira en Marx para sostener que, en la actualidad, la acumulación de capital es mayor que el crecimiento real de la economía global, por lo que, a su juicio, el aumento la desigualdad social y la disparidad en la distribución del ingreso son constantes. El éxito del libro de Piketty trasciende, por lo visto, el mercado de los diagnósticos de la crisis de 2008 y afirma la vigencia del pensamiento de Marx en el siglo XXI.
            A esta lista de estudiosos de Marx, en las últimas décadas, habría que agregar la nutrida corriente de pensamiento, autodenominada “neomarxista” (Zizek, Rancière, Badiou, Hardt, Negri, Butler, Laclau, Buck-Morss, Bosteels…), que ha colonizado teóricamente los estudios culturales, sobre todo, en la academia norteamericana. Nunca antes la idea comunista había ejercido tanto atractivo en la juventud universitaria de Estados Unidos.
            Esta paradoja de un revival del marxismo después del comunismo se explica no sólo por la última crisis del capitalismo sino por la ausencia de un poder comunista mundial, como el de la era soviética, que, por su estructura totalitaria, restaba popularidad a esa teoría. El capitalismo global y la universalización de la democracia favorecen esta vuelta a su gran crítico, en el siglo XIX, y confirman a Marx como una marca de la cultura occidental.