Libros del crepúsculo

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sábado, 28 de octubre de 2017

Gaitán: tumba y escatología



Hemos visitado la Casa Museo de Jorge Eliécer Gaitán en el barrio de Santa Teresita en Bogotá. Muchas cosas impresionan del recinto: las lecturas positivistas del joven abogado penal, la religiosidad de sus discursos, la intensa relación con su hija Gloria, el gimnasio improvisado en el baño, la fachada del edificio donde estaba el despacho del popular político hasta el 9 de abril de 1948, día del "bogotazo"... Pero nada como la historia de la tumba del líder del Partido Liberal colombiano.
Días después del asesinato de Gaitán por Juan Roa Sierra, su viuda, Amparo Jaramillo, enterró al político en la sala de la casa y ocultó el hecho a la policía del gobierno de Mariano Ospina, que, sin embargo, allanó la residencia, extrajo el cadáver y lo sepultó en una fosa común. En 1988, durante la celebración de los cuarenta años de la muerte de Gaitán, el presidente Virgilio Barco facilitó la exhumación del cadáver de Gaitán y su traslado al patio izquierdo de la casa de Santa Teresita.
La tumba de Gaitán se encuentra en medio de un magnífico y fantasmal edificio, que nunca llegó a terminarse, llamado "Exploratorio Nacional". En un jardín interior, que lleva el no menos rimbombante nombre de "Patio de la Tierra", está Gaitán enterrado, de pie, pero sin el corazón y el cerebro que, según la familia, se preservan en un lugar oculto. En la tarja, incrustada en una de las paredes, junto a las oraciones "por los humildes" y "por la paz", dos de sus célebres discursos, se dice que Gaitán "está enterrado de pie, mirando hacia San Pedro Alejandrino, en tierra proveniente de todos los municipios de Colombia, regada con agua del Canal de Panamá, del río Magdalena y de nuestros mares Pacífico y Atlántico".Y concluye: "porque es semilla y no cadáver, fue sembrado el cuerpo del caudillo popular".
En la tumba circular, rodeando el rosal, los años de vida de Jorge Eliécer Gaitán van de 1903 al símbolo de infinito. Una declaración de eternidad que se ve refutada por las ruinas del edificio inconcluso del "Exploratorio Nacional". Los guías de la Casa Museo atribuyen al presidente Álvaro Uribe la negativa a continuar y culminar las obras de la institución, pero, a juzgar por la historia política colombiana más reciente, el desinterés tal vez no sea sólo de Uribe y sus partidarios. En todo caso, la escatología del gaitanismo, su grandilocuencia mortuoria, llega a extremos poco persuasivos y atenta contra el propio culto al héroe populista.

jueves, 26 de octubre de 2017

Hombres de sobretodo en las plazas de Bogotá


En el conocido libro El Bogotazo. Memoria del olvido (1983), del periodista colombiano Arturo Álape, asistimos a una de las tantas escenificaciones del culto a la personalidad de Fidel Castro en las visiones históricas de América Latina durante la Guerra Fría. Un culto que una parte de la izquierda colombiana, respetuosa del legado del líder populista Jorge Eliécer Gaitán, reprodujo mecánicamente, hasta el punto de inscribir, en la Casa Museo del político, en Bogotá, el mito de que el elocuente abogado del Partido Liberal fue ejecutado el 9 de abril de 1948 antes de entrevistarse con Fidel Castro.
En 1948 Castro tenía 22 años y era estudiante de la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Había viajado a Bogotá como parte de la delegación cubana al Congreso Latinoamericano de Estudiantes, promovido por jóvenes peronistas y militantes del Partido Justicialista argentino, como Antonio Cafiero y Diego Luis Molinari, que visitaron La Habana en marzo de ese año para hacer los preparativos de aquella reunión.
Los jefes de la delegación cubana al congreso estudiantil de Bogotá eran Enrique Ovares, Presidente de la FEU, y Alfredo Guevara, Secretario de la misma organización. Sin embargo, en la visión retrospectiva de Castro, copiada por una franja del gaitanismo, el líder no sólo del grupo cubano sino de toda la juventud latinoamericana reunida en Bogotá era el propio Fidel, quien decía lo siguiente a Álape: "yo estaba de organizador del congreso y en todas partes aceptaron el papel que desempeñaba..., prácticamente de manera unánime los estudiantes me apoyaron..., de hecho yo estaba presidiendo la reunión..., los estudiantes aplaudieron mucho cuando yo hablé y apoyaron la idea de que yo continuara en el papel de organizador del evento".
Hay suficiente información histórica para refutar esa imagen. El congreso estudiantil fue organizado por el gobierno de Juan Domingo Perón para contrarrestar la Conferencia Panamericana en la que intervendría el entonces Secretario de Estado norteamericano, George Marshall. El programa político que Castro se atribuye a sí mismo, incluida la demanda de soberanía del canal de Panamá o la lucha contra dictaduras como la de Trujillo o los Somoza, era compartido por el aprismo, el peronismo, el priismo mexicano, el figuerismo costarricense, Acción Democrática venezolana e, incluso, el Partido Auténtico cubano, que formaron parte de la Legión del Caribe.
En los diarios de Gaitán se habla de dos reuniones con representantes del congreso estudiantil. Una informal antes del asesinato del líder colombiano y otra programada, efectivamente, para unas horas luego del atentado de Juan Roa Sierra. Fidel Castro no fue la figura central de aquel capítulo sino uno más, cuyo rol es agrandado, luego, por él mismo y sus adoradores en América Latina, a razón del poder que ejerció en la izquierda regional desde su condición de jefe perpetuo del Estado cubano.
En todas las biografías oficiales de Fidel Castro, desde la de Antonio Núñez Jiménez hasta la más reciente de Katiushka Blanco, se presenta al entonces dirigente estudiantil de la Juventud Ortodoxa en la Facultad de Derecho de la Universidad de la Habana como un socialista en ciernes. El aporte del propio Castro a esa visión mítica es documentable. No sólo por la alabanza de sí mismo sino por la sutil transmisión de un clima de conspiración comunista en Bogotá, en abril de 1948, que en su memoria se proyecta a través de la escena de los misteriosos hombres de sobretodo en la Plaza Bolívar. Esos mismos hombres que hoy se ven en la Plaza Gonzalo Jiménez de Quesada, donde se erige, como la de Francisco Pizarro en Lima, una estatua a un conquistador español en una capital latinoamericana, y que no hacen más que vender esmeraldas.

lunes, 23 de octubre de 2017

Bolívar sin caballo




Dos de las principales estatuas de Bolívar en Bogotá, a diferencia del Bolívar caraqueño al que rindió respeto el viajero José Martí, sin sacudirse el polvo del camino ni preguntar dónde se comía o dónde se dormía, muestran al Libertador sin caballo. Palomo, el pinto de cola hasta el suelo, que acompaña, casi siempre relinchando, a Bolívar, en cuanta imagen suya hemos visto en la pintura y la estatuaria latinoamericana, ha desaparecido.
El héroe de la Plaza Bolívar, esculpido en Roma por Pietro Tenarani, está parado con la espada en el brazo derecho hacia el suelo. La hora de las armas ha pasado y ha llegado el momento de las leyes, los decretos y las reformas en la paz. El documento que enrolla en la mano izquierda alude a la importante obra constitucional y legislativa del caraqueño en la Gran Colombia.
El Bolívar del Templete en el Parque de los Periodistas, obra de otro italiano, Pietro Cantini, avecindado en Colombia, es también un héroe civil, un estadista honrado en el centenario de su nacimiento. Un Bolívar más claramente romano o republicano, que marcó con su pensamiento político todo el proceso de fundación de las nuevas naciones latinoamericanas.
Esta elección deja ver un ángulo del culto a Bolívar en Colombia, muy diferente al venezolano o, más específicamente, al chavista, que tiene que ver con la pluralidad del panteón heroico en este país. En la entrada del Museo Nacional, el antiguo panóptico de la penitenciaría, están dos bustos, frente a frente, de Francisco de Paula Santander y Simón Bolívar, como si establecieran un contrapunto que impide la monarquización del panteón, a la manera del bolivarismo venezolano o el martianismo cubano. Ese equilibrio se percibe en toda la monumentalística del espacio público de la ciudad: Bolívar y Santander, Pedro Nel Ospina y Jorge Eliécer Gaitán.

domingo, 15 de octubre de 2017

Tzvetan Todorov y el problema de la criminalización del comunismo




En su libro póstumo, El triunfo del artista: la revolución y los artistas rusos, 1917-1941 (Galaxia Gutenberg, 2017), Tzvetan Todorov vuelve a contar las armonías y conflictos entre los poetas y narradores, músicos y pintores soviéticos con el Estado, primero bolchevique y luego estalinista, construido en Rusia. Regresa Todorov a los dramas familiares de Ajmátova y Mandelshtam, Malévich y Bunin, Pasternak y Bulgakov. El importante pensador búlgaro-francés hace un apunte sobre las simplificaciones y escamoteos históricos que produce la criminalización del comunismo, que me parece válido no sólo para la historia de la URSS o los socialismos reales de Europa del Este sino para la historia china, vietnamita o cubana del siglo XX:

"El hundimiento de los regímenes comunistas en Europa del Este y Rusia, en 1989-1991, supuso el debilitamiento, cuando no el declive, de una ideología en el mundo, pero no deberíamos pasar esta página de la historia reciente sin haberla leído con atención. Como la doctrina y los regímenes que se inspiraron en ella generaron incalculables víctimas, los han denunciado como criminales y han quedado señalados por el oprobio. Ahora bien, aunque no podemos pasarla por alto, esta perspectiva criminológica, que a lo largo de toda la historia del comunismo se centra en las víctimas y en su sentimiento, no basta para describir todas las dimensiones del cambio radical que trajo consigo esta revolución. El sentido de un acontecimiento de tanto alcance no puede reducirse a una simple condena moral, política o jurídica. Sus diferentes aspectos merecen un análisis más detallado, tanto para entenderlo mejor como para extraer enseñanzas para nosotros hoy, cien años después del acontecimiento inaugural".