Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

viernes, 27 de noviembre de 2009

Vicuña por Vicuña

El joven historiador chileno Manuel Vicuña (Santiago, 1970) ha escrito una espléndida biografía de su antepasado, el intelectual, político e historiador Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886), titulada Un juez en los infiernos (Santiago, Universidad Diego Portales, 2009). Como el peruano Fernando Iwasaki, ya comentado en este blog, Vicuña pertenece a una nueva generación de historiadores hispanoamericanos que, sin abandonar plenamente el formato académico, entiende la historia como una forma de saber social y, a la vez, como un género literario. Sus estudios sobre la belle epoque chilena y, sobre todo, su magnífico Voces de ultratumba. Historia del espiritismo en Chile (2006), son tan reveladores de la seriedad investigativa como de una escritura elegante y hospitalaria.
A Vicuña le interesa, sobre todo, la figura de Vicuña Mackenna como esa mezcla, tan frecuente en el siglo XIX, de historiador y político, de tribuno y letrado, que sólo podía sostenerse por medio de una vocación pública arraigada. La trayectoria del personaje como intelectual y estadista es rastreada desde su amistad y colaboración con el liberal igualitarista Francisco Bilbao y la oposición al gobierno de Manuel Montt, hasta su renuncia a la candidatura presidencial por el Partido Liberal Democrático, en 1876, pasando por sus varios destierros entre los años 50 y 60 y sus décadas de representante legislativo a partir de 1864.
Por lo general, la historiografía hispanoamericana se hace eco del culto a los próceres del XIX, presentándolos como figuras veneradas en su época. El retrato de Vicuña por Vicuña posee, por momentos, un tono melancólico en el que aparece como un “raro” de la historiografía chilena, a pesar de los más de quince libros que escribió, y de la política nacional, a pesar su frenética actividad pública. La explicación podría radicar en ese rasgo de “desmesura” que Manuel Vicuña ve en el personaje y que lo llevó, desde muy joven, a enfrentar la sólida tradición política que iba de Diego Portales a Manuel Montt y la no menos sólida tradición historiográfica iniciada por Andrés Bello y continuada por Diego Barros Arana.
Algunos libros de Vicuña Mackenna, como sus estudios sobre los “ostracismos” de próceres chilenos como Bernardo O’Higgins y los hermanos Carrera, o las historias críticas sobre las administraciones de Portales y Montt, lo colocaban abiertamente en una suerte de disidencia historiográfica que tuvo consecuencias políticas. Cuando, en 1876, debió declinar su candidatura presidencial por falta de apoyo y por la manipulación de la corriente conservadora, aquella rareza de Vicuña Mackenna se hizo evidente. Una rareza que, como recuerda el joven historiador, tenía su lado pintoresco, ya que el viejo liberal, además de historiador y político, encontró tiempo para afiliarse a la Compañía de Bomberos de Santiago, a la que dedicó el libro ingeniosamente titulado La cuna del cuerpo.
Como Domingo Faustino Sarmiento y José Martí, Benjamín Vicuña Mackenna fue uno de esos letrados y políticos peregrinos, cuyas visiones sobre Europa y Estados Unidos permean toda su obra escrita. Entre los tantos libros de Vicuña Mackenna hay uno, el titulado Diez meses de misión a los Estados Unidos de Norte América como agente confidencial de Chile (1867), que tiene particular relevancia para la historia mexicana y cubana. En los dos volúmenes de esa obra, se narraba el apoyo que el gobierno de Chile, entonces en guerra con España, brindó a los liberales mexicanos que luchaban contra el imperio de Maximiliano y a los anexionistas y separatistas cubanos que, desde Nueva York, Washington y Nueva Orleans, intentaban derrocar el régimen colonial en la isla.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Sobre la democracia deliberativa



Tal vez porque escribió Una introducción a Marx en los años 80, porque admira a Rousseau y porque es crítico de la economía neoclásica y de la teoría de la elección racional, el filósofo noruego, Jon Elster, profesor de la Universidad de Columbia, es percibido, con frecuencia, como un crítico también de la democracia electoral y representativa. En una visita reciente a México, donde impartió una conferencia magistral sobre el tema, en el CIDE, Elster dejó claro que entiende los procesos deliberativos de una esfera pública abierta como complemento y no como ruptura con las instituciones electorales y representativas de la democracia.
En algunos de sus libros, como Juicios salomónicos y Ulises desatado, Elster ha cuestionado seriamente los límites de la racionalidad que los teóricos del liberalismo atribuyen a la democracia. Siguiendo a Joseph Bessette, que fue quien acuñó el concepto a principios de los 80, y al Habermas de Facticidad y validez, Elster no cree que las instituciones actuales de la democracia sean suficientes para garantizar la “imparcialidad” de las decisiones jurídicas y políticas. Pero Elster, que con frecuencia toma como modelos la democracia ateniense y el sistema cantonal suizo, insiste en que sin representación legislativa permanente, sin división de poderes, sin sistema de partidos y sin elecciones competidas y regulares tampoco es posible la deliberación política.
El tema aparece expuesto en los ensayos de Diego Gambetta, Susan Stokes, Joshua Cohen y, sobre todo, Roberto Gargarella, que Elster compiló en la antología, La democracia deliberativa, a principios de esta década. La gran democratización de la esfera pública generada por el Internet, piensa ahora Elster, a casi diez años de la aparición de aquella antología, comienza a generar por sí misma esos procesos de deliberación ciudadana. Pero allí donde no exista una esfera pública abierta y donde la expresión de la sociedad civil siga estando controlada por el Estado, no hay “acción comunicativa” ni proceso deliberativo capaz de equilibrar la racionalidad del poder.

¿Es gobernable la memoria?



En El País Semanal del pasado domingo Javier Marías defendía la oposición de las sobrinas de Federico García Lorca a que los restos del poeta fueran exhumados en la fosa común del barranco de Víznar. Reclamaba Marías que era necesario comprender la voluntad de una parte de la familia Lorca de no prestarse a ese “folklore de los huesos insignes” y que en esa actitud podía, incluso, destacarse una mayor fidelidad a la injusta muerte del poeta: “la indigna sepultura de Lorca es un recordatorio necesario de la indigna muerte que sufrió, y no respetarla sería, a la larga, poco menos que blanquear a sus verdugos”.
Sin embargo, como sabemos, quienes más interesados están en la exhumación y la posterior consagración de un santuario para Lorca son aquellos que no quieren olvidar los crímenes de Franco y quienes se oponen a todo “lavado” de la memoria sobre la guerra civil. El pasado 20 de noviembre se pudo constatar, en el Valle de los Caídos, que, más allá de esa relación digna con los muertos célebres, que con razón defiende Marías, la memoria es ingobernable. A pesar de que la Ley de la Memoria Histórica de 2007 establece que en ese lugar no pueden celebrarse “actos exaltadores del franquismo”, la abadía ofició una misa en recuerdo del caudillo y un grupo de franquistas se congregó en el lugar y, con el brazo en alto, cantó “Cara al sol”.
Es sabido que cuando Franco inauguró el monumento de Cuelgamuros, en 1959, varios miles de cadáveres de republicanos habían sido enterrados junto a los muertos del bando nacionalista. Antes de la inauguración, el régimen de Franco intentó realizar un censo de “sus muertos” y, naturalmente, sólo exhumó a los “caídos” en la “gloriosa cruzada”. Según la historiadora catalana Queralt Solé, la tumba del dictador fue inaugurada con republicanos dentro, sin identificación siquiera. La mezcla de los muertos no era la vindicación de las dos mitades de España desgarradas en la guerra civil sino un ritual de vencedor que conserva el osario del vencido.

martes, 24 de noviembre de 2009

El discreto encanto del realismo



Las vanguardias del siglo pasado -especialmente, las de los años 20 y 60- la emprendieron contra las narrativas realistas por su supuesta herencia de la cultura burguesa decimonónica. Ahora James Wood (Durham, 1965), el polémico crítico inglés, profesor de Harvard y colaborador de The New Yorker, ha escogido la primera década del siglo XXI –que, a su juicio, marca la decadencia de la estética postmoderna- para vindicar la gran tradición de la novela realista. Su libro, Los mecanismos de la ficción, acaba de ser editado en castellano por la editorial Gredos, en Madrid.
Wood, como muchos, se remonta a Flaubert como padre de la novela moderna. Pero lo interesante no es tanto el origen o el desenlace, sino el trayecto de su genealogía, sobre todo, cuando se interna en el siglo XX: Balzac, Stendhal, Tolstoi, Dostoievski, Proust, James, Conrad, Woolf, Bellow, Roth… Luego de cruzar el medio siglo, Wood se inclina más y más a la narrativa norteamericana, pero no a toda. Así como la novela metafísica, a lo Mann, o la novela mítica, a lo Joyce, no le interesan demasiado, tampoco siente una especial fascinación por fetichistas del estilo, como podrían ser –cada cual a su manera- Hemingway o Nabokov.
Cuando llega a la narrativa contemporánea, los juicios de Wood se vuelven acres. Como Harold Bloom, a quien sigue bastante, pero no del todo, abomina de los experimentos postmodernos, multiculturalistas y mediáticos de buena parte de la novela actual. Le interesa V. S. Naipaul, pero despacha la literatura “postcolonial” como “cosa loca” o “funky” y cataloga a algunos escritores norteamericanos –Don DeLillo, Thomas Pynchon, David Foster Wallace- como “realistas histéricos”. Lo que Wood rechaza en ellos es, naturalmente, la “histeria” y no el realismo, ya que le incomodan los abandonos deliberados de la gran tradición decimonónica.
La aproximación de Wood a la literatura hispanoamericana no deja de ser curiosa. Le gustan Javier Marías y Roberto Bolaño, pero es muy enfático en señalar que prefiere del primero breves novelas como Mañana en la batalla piensa en mí antes que grandes proyectos históricos como Tu rostro mañana. En cuanto al segundo, se queda con una noveleta como Estrella distante en lugar de 2666 o, incluso, Los detectives salvajes. Es en esos relatos donde Wood encuentra la marca de Flaubert, a su entender, santo y seña de la novela moderna.
Si la defensa del realismo de Wood llegara a tener buena recepción en Hispanoamérica, sus efectos sobre una literatura todavía bastante atada al mito refundacional del boom serían saludables. Tal vez, entonces, los argentinos leerían más a Echeverría, a Mármol y a Güiraldes, los mexicanos a Payno, a Azuela y a Guzmán, los colombianos a Isaacs y a Rivera, los peruanos a Palma, Alegría y Arguedas, los venezolanos a Uslar y a Gallegos y los cubanos a Villaverde, Meza, Carrión y Loveira.

lunes, 23 de noviembre de 2009

La memoria inconsolable



Duanel Díaz (1978), autor de un par de libros imprescindibles de la nueva historia intelectual cubana –Mañach o la República (2003) y Límites del origenismo (2005)- acaba de publicar, en la editorial Colibrí que dirige Víctor Batista en Madrid, un tercer volumen, Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana (2009), donde retoma algunas ideas plasmadas en los anteriores, pero desde un formato menos académico, más cercano a la intervención pública de un ensayista. Se trata, como los otros, de un libro ineludible en el debate intelectual cubano contemporáneo.
El tono del volumen tal vez proviene del origen de los textos: varios de ellos aparecieron en el blog La memoria inconsolable, que Díaz publicó entre el 2006 y el 2007. El libro posee la velocidad en la argumentación y la contundencia discursiva que caracterizan las réplicas del polemista, más que las pesquisas del historiador. Esas cualidades hacen de Palabras del trasfondo un genuino ensayo del siglo XXI, escrito para ser leído a la velocidad de estos tiempos. Un texto que va de la pantalla al libro, como la invención de Abelardo Morell.
Su tema son los intelectuales, la ideología y la literatura, pero, en buena medida, su énfasis está puesto en historiar la literatura cubana producida entre los años 60 y 90 y las posiciones públicas de decenas de intelectuales (Cintio Vitier, Eliseo Diego, Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero, Edmundo Desnoes, Ambrosio Fornet, Antonio Benítez Rojo, Miguel Cossío Woodward, Manuel Cofiño, César López, Pablo Armando Fernández, Antón Arrufat, Norberto Fuentes, Eduardo Heras León, Jesús Díaz, Senel Paz, Arturo Arango, Leonardo Padura…) como suscripciones de la ideología oficial.
Díaz comienza aceptando la distinción del politólogo Juan Linz entre la “doctrina de régimen” de un autoritarismo y la “ideología de Estado” de un totalitarismo y asociando, naturalmente, el sistema cubano al segundo caso. Es evidente que bajo el socialismo, la literatura y la mayoría de los escritores han formado parte del aparato de legitimación oficial o han servido de caja de resonancia a este último. La pregunta que queda después de leer el ensayo, convincente en más de un sentido, es si bajo los regímenes totalitarios toda la literatura escrita por autores que respaldan a su gobierno carece de calidad o de formas sutiles de escape o resistencia al lenguaje del poder.
A veces se tiene la impresión de que Díaz, al concentrarse en los momentos en que esos escritores exponen su “complicidad”, elude la mayor parte de la obra de los mismos, antes y después de la Revolución, y la evolución crítica de algunos en las últimas décadas. Tampoco le interesa a Díaz destacar las diferencias –tenues para un contexto democrático, pero decisivas para uno totalitario- que se manifiestan en el posicionamiento público de muchos escritores autorizados por el gobierno cubano.
Con varios pasajes de este libro sucede -aunque en un sentido ideológicamente inverso- lo que en la lectura de los capítulos que J. M. Coetzee dedica a Mandelshtam y Solzhenitsin en Contra la censura (2007). A Coetzee le interesa desmitificar el heroísmo disidente en la URSS y Europa del Este y fija su mirada en la Oda a Stalin de Mandelshtam y en la autocensura que se impuso Solzhenitsin tras la edición de Un día de la vida de Iván Denísovich. En ambos casos, Coetzee encuentra que esos héroes también respetaron las reglas del juego totalitario.
Coetzee subestima las ambigüedades e ironías que definen la subsistencia bajo ese tipo de regímenes y aplica al disidente de un comunismo la moralidad transparente del opositor en una democracia ¿Por qué no leer también Coloquio de Voronezh de Mandelshtam o Archipiélago Gulag de Solzhenitsin? Algo similar se siente en la lectura que Díaz hace de la llamada “literatura de la violencia” (Fuentes, Heras León, Díaz…) como una reproducción sin fisura del lenguaje del poder –sin muchas diferencias, por ejemplo, con el mimetismo ideológico de Cofiño, Valdés Vivó o Navarro- y de la autocrítica de Heberto Padilla como texto inculpatorio u “oficial”.
Como bien ha sugerido Jorge Edwards, cuando Padilla, en su autocrítica, implica a otros escritores (José Lezama Lima, César López, Manuel Díaz Martínez, Norberto Fuentes…) también está tratando de hacer visible, por medio de la parodia del lenguaje del poder, un estado de malestar en la intelectualidad del país. Es, precisamente, Norberto Fuentes, a quien Díaz lee, casi, como autor del “realismo socialista”, el que en su intervención ante la UNEAC, luego de la autocrítica de Padilla, no se retracta: “yo tengo opiniones, tendré opiniones mientras no se me demuestre lo contrario de mis opiniones”.
Las denuncias de Duanel Díaz al acoplamiento de literatura e ideología son tan claras, tan tajantes que, por momentos, producen una disolución de matices que merma la persuasión del texto. En varios momentos del libro se tiene la impresión de que, para él, el valor literario de una novela o un poemario está determinado por su mayor o menor anticastrismo. Desde esa perspectiva, los estudios de Roberto González Echevarría sobre Carpentier o de Antonio Benítez Rojo sobre Guillén, dos escritores comunistas y castristas, no tendrían el menor sentido.
Esta vehemencia daña aún más el ensayo cuando se adentra en temas históricos. Díaz no establece distinciones entre el marxismo cubano antes y después de la Revolución, ni entre la visión histórica de Carlos Rafael Rodríguez y la de Sergio Aguirre. El “nacionalismo revolucionario” de 1968, en el que se enmarcan el discurso de Castro Porque en Cuba sólo ha habido una Revolución, los estudios de Jorge Ibarra y Ramón de Armas y Ese sol del mundo moral de Vitier, se presenta como “continuación” del marxismo prerrevolucionario, cuando en realidad fue una ruptura con éste ¿Qué tiene que ver el marxismo de historiadores como Raúl Cepero Bonilla, Manuel Moreno Fraginals y Julio le Riverend, que no estigmatizaron la tradición reformista y autonomista, antes 1959, con la idea antimarxista de “una sola revolución”?
Duanel Díaz reitera el juicio, ya formulado en Límites del origenismo, de que la ideología histórica de José Lezama Lima, Eliseo Diego y Cintio Vitier era, esencialmente, la misma ¿Por qué? ¿No hay diferencias en la historia cubana que cada uno de ellos, antes y después de la Revolución, representaron en sus poemas y ensayos? ¿No hay diferencias, incluso, en la manera en que cada uno de ellos se relacionó con el poder de la isla? ¿Por qué Díaz atribuye al poema “Cuba”, de Eliseo Diego, editado por primera vez en el cuaderno póstumo En otro reino frágil (1999), el mismo sentido de “Pequeña historia de Cuba”, tal vez, su poema más oficialista de principios de los 70?
Podría pensarse, en cambio, que el “sufrimiento”, el “dolor” y la “sangre” a los que se refiere Diego en ese poema no son sólo los del lado “revolucionario” de la teleología vitierista. Aunque más osada, una lectura similar, atenta a las desconexiones, deliberadas o no, que se producen entre ideología y literatura, bajo un régimen totalitario, podría hacerse del poema “Playa Girón” de Antón Arrufat, escrito en abril de 1961. Cuando Arrufat habla de “hermanos suyos”, sus “compatriotas”, “los que murieron viendo un sol diferente”, las “cabezas voladas y deshechas”, la “carne hecha trizas”, las “entrañas volando en el aire”, “porque allí había un corazón violento”, ¿a quiénes se refiere? ¿Únicamente a los milicianos?
Esta última fue, seguramente, la lectura del poder cuando el poema de Arrufat fue publicado. El poder, sobre todo bajo un régimen totalitario, confunde siempre literatura e ideología. La crítica de ese poder, si quiere ser eficaz, no debería hacer lo mismo. ¿Son idénticas las posiciones públicas de intelectuales como el propio Arrufat o Leonardo Padura, por un lado, y Abel Prieto y Miguel Barnet, por otro? ¿Por qué Jesús Díaz es, únicamente, el represor de El Puente y el autor de Los años duros y Las iniciales de la tierra? ¿Es ese el único o el más significativo momento de su biografía intelectual?
Dice Díaz que “el hecho de que Pequeña Historia de Cuba no sea un poema demasiado referencial o explícito no lo salva en modo alguno de su contexto político” ¿Cómo? ¿Acaso no es importante que Diego o Arrufat, entre las miles de páginas de sus obras, sólo hayan dedicado una o dos a establecer contacto con la ideología oficial? Esa elección racional no puede ser soslayada por la crítica, ni debería ser pensada en términos de “salvación” o “condena”, ya que es la que marca la diferencia entre Diego y Arrufat, por ejemplo, y Guillén u Otero, dos escritores que, aunque mucho más comprometidos, tampoco dejaron una obra carente de calidad.
No se trata de “olvido”, “consolación” o “lavado”: se trata de otra manera de ejercer la memoria crítica, capaz de distinguir entre historia y derecho y de evitar la criminalización de las ideologías. La obra intelectual de escritores e historiadores, bajo un totalitarismo, no se puede reducir al testimonio de adhesión al régimen. Ese testimonio no debe ser ocultado a conveniencia, pero sí podría colocarse junto a las distancias que, en dado caso, asume un escritor. Si no quiere caer en la misma confusión totalitaria entre literatura e ideología, la crítica debe estar tan atenta a la conexión como a la desconexión entre ambas esferas.
Como se puede observar, son muchas mis discrepancias con este libro de Duanel Díaz. Reitero, sin embargo, que se trata de un libro imprescindible, como su anterior Límites del origenismo, con el que tengo aún mayores divergencias. Ambos deberían estar en el centro del debate intelectual cubano contemporáneo porque encaran un tema que la crítica literaria académica casi siempre posterga: el de la responsabilidad moral de los escritores bajo una dictadura.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Mercader en la Habana



Leonardo Padura ha demostrado ser uno de los escritores más profesionales de la literatura cubana contemporánea. Su disciplina de trabajo, su destreza narrativa y su privilegiada condición de autor editado dentro y fuera de la isla, le han ganado una fiel comunidad de lectores iberoamericanos en las dos últimas décadas. Pocos escritores cubanos actuales han logrado lo que él: construir un público.
Padura admira a Carpentier y a Piñera, a quienes ha dedicado ensayos, pero su prosa tiene pocas conexiones con el primero o el segundo. En sus libros hay frecuentes alusiones a los grandes maestros de la novela cubana de los dos últimos siglos –Villaverde, Meza, Carrión, Novás Calvo, Montenegro, Labrador…-, pero tampoco es ese el origen de su escritura. Padura proviene directamente del realismo de la narrativa y el periodismo revolucionarios de los años 60 y 70: José Soler Puig, Lisandro Otero, Jesús Díaz. El principal crítico literario de esa corriente estética, Ambrosio Fornet, fue una figura central en la formación estilística de Padura.
La prosa de Padura no es tan moderna como la de Pedro Juan Gutiérrez, Jorge Ángel Pérez o Ena Lucía Portela, ni tan refinada como la de Abilio Estévez, Antonio José Ponte o José Manuel Prieto. Esa prosa posee, sin embargo, una eficacia comunicativa que no habría que relacionar tanto con la estética como con la política. El creador del detective postrevolucionario Mario Conde es un escritor político que ha transformado el género policíaco en Cuba. Con Padura, la novela policíaca deja de ser un panfleto de exaltación de la Seguridad del Estado y el Ministerio del Interior y se convierte en una modalidad de la crónica y la crítica social.
La política de Padura podría resumirse en la suscripción de un socialismo reformista, que todavía reclama para sí buena parte del legado de la Revolución y sus máximos líderes y que, sin proponer un cambio de régimen, defiende la necesidad de una moderada apertura económica y política del sistema cubano. Esa política no sólo ha sido expuesta en declaraciones y artículos del escritor sino que es legible, también, en su serie negra sobre Mario Conde y hasta en sus dos ficciones más ambiciosas: La novela de mi vida (2002) y El hombre que amaba a los perros (2009).
Si en la primera Padura articulaba la narración en tres momentos históricos –la vida José María Heredia en el México de la Primera República Federal (1824-1836), la del hijo del poeta, el masón José de Jesús de Heredia, en La Habana de principios del siglo XX, y el regreso a Cuba del exiliado Fernando Terry en los años 90 del pasado siglo- en esta segunda novela se cuentan, nuevamente, tres historias paralelas: la de los exilios de León Trotski, hasta su asesinato por órdenes de Stalin en Coyoacán, en 1940, la del asesino de Trotski, Ramón Mercader del Río, y la del veterinario y escritor Iván, que intenta reconstruir la historia de aquel crimen y el paradero del asesino en La Habana de la primera década del siglo XXI.
Ambas novelas son profundamente políticas. Los temas de la primera son la lealtad y la traición, el exilio y el regreso que caracterizan a un sistema cerrado, rígidamente codificado desde una moral y una ideología estatales, como el cubano. El tema de la segunda es nuevamente la lealtad y la traición, el exilio y el crimen que rodearon la herejía de Trotski y su fanática persecución y descalificación por parte de la ortodoxia comunista del siglo XX. En su valoración de la experiencia comunista, no sólo del estalinismo, sino de todo el periodo soviético, Padura se aparta abiertamente de la posición oficial del partido y los líderes que han gobernado Cuba en el último medio siglo:

“Con la glasnost, primero, y con la desaparición inevitable de la URSS, después, y la ventilación de muchos detalles de su historia pervertida, sepultada, escamoteada, escrita y vuelta reescribir, se obtenía una imagen coherente y más o menos real de lo que había sido la existencia oscura de un país que había durado, justamente, lo que la vida de un hombre normal: setenta y cuatro años”.

Y agrega:

“Todos aquellos años habían sido vividos en vano desde el instante en que la Utopía fue traicionada y, peor aún, convertida en la estafa de los mejores anhelos de los humanos. El sueño estrictamente teórico y tan atractivo de la igualdad posible se había trocado en la peor pesadilla autoritaria de la historia, cuando se aplicó a la realidad, entendida, con razón (más en este caso), como el único criterio de la verdad. Marx dixit”.

Sin embargo, la crítica de Padura no rebasa ciertos límites. La novela recuenta la historia -ya contada por los historiadores y por José Luis López Linares y Javier Rioyo en el documental Asaltar los cielos- de los itinerarios de Trotski y Mercader hasta el crimen de Coyoacán y luego sigue la pista del asesino, encarcelado en Lecumberri, liberado en 1960 por el gobierno de Adolfo López Mateos, a solicitud de Moscú, repatriado a la URSS y finalmente protegido por el gobierno de Fidel Castro en La Habana de los 70, donde murió. En la perspectiva cubana, desde la que escribe Padura, el final habanero de Mercader era el asunto de mayor interés y, sin embargo, el novelista sólo dedica al mismo un par de páginas (492 y 493) cuando la novela está a punto de concluir.
La interdicción que se autoimpone Padura es tan evidente que por sí misma constituye todo un argumento literario. Un escritor “socialista” puede criticar apasionadamente el crimen de Trotski y cuestionar sin ambages el “autoritarismo” soviético –el término que usa Padura-, pero no puede responsabilizar a Fidel Castro y a su gobierno por haber dado refugio a un homicida estalinista. A pesar de sus límites, es mucho lo que esta novela avanza en la dirección de una historia crítica del totalitarismo comunista del siglo XX. Una historia que, por desgracia, todavía no es pasado en la isla.

sábado, 21 de noviembre de 2009

El socialismo de Tejera



La historia oficial cubana del último medio siglo se relaciona de dos maneras con los actores políticos e intelectuales del pasado: o los estigmatiza, como antecedentes de los opositores actuales, o los canoniza como precursores del gobierno de Fidel y Raúl Castro. Las dos vías son distorsionantes, ya que asimilan los sujetos históricos a rígidas genealogías ideológicas, construidas a partir de las demandas de legitimación del Estado.
En dicha historia, el poeta y político cubano, Diego Vicente Tejera (1848-1903), figura siempre como un precursor del comunismo insular. Los comunistas cubanos anteriores a la Revolución de 1959 así lo asumieron y el Partido Comunista actual, refundado en 1965, coloca al socialista Tejera, junto al republicano José Martí, en el origen de su linaje ideológico. Sin embargo, a diferencia de Carlos Baliño (1848-1926), otro socialista que sí vivió el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia e intervino en la creación del primer partido comunista cubano, en 1925, Tejera murió en el segundo año de la República, cuando no había surgido el comunismo insular.
En una antología de los escritos de Tejera, prologada y compilada por su biznieto Eduardo J. Tejera, Diego Vicente Tejera. Patriota, poeta y pensador cubano (Madrid, Compañía de Impresores Reunidos, 1981), se puede leer el tipo de socialismo que defendía Tejera. Como su amigo Martí, Tejera era, ante todo, un republicano que rechazaba con la misma vehemencia las opciones autonomistas y anexionistas de la soberanía cubana. Tras la muerte de Martí, Tejera, radicado en Key West, concibió intelectualmente las bases del primer partido socialista cubano, cuyo manifiesto se dio a conocer a la ciudadanía de la isla, en febrero de 1899, tras la caída del régimen colonial español.
Tejera comenzó leyendo a Marx, pero terminó leyendo a George Sorel, a Louis Blanc, a Henry George y comulgando con un socialismo que él adjetivaba “liberal, democrático y republicano”. Ese socialismo, decía Tejera, se “diferencia del comunismo” porque “admite los estados de holgura, riqueza y opulencia”, porque “salva el arte y el lujo, flores exquisitas de la civilización”, porque rechaza la “preponderancia del Estado” y porque “busca emancipar al obrero sin destruir al ciudadano”. “Si algo grande realizó la Revolución Francesa, escribió, fue la creación, digámoslo así, y la consagración de la individualidad”.
El socialismo “liberal, republicano y democrático” de Tejera se proponía entrelazar las nociones de libertad política, propia del liberalismo, y de “bien común”, propia de la tradición republicana. Pero Tejera, a diferencia de muchos liberales y republicanos de su generación hispanoamericana, no tenía dudas acerca de la conveniencia de la democracia como régimen político. En su conferencia “Los futuros partidos políticos de la República Cubana”, pronunciada el 3 de octubre de 1897 en el teatro San Carlos de Cayo Hueso, sostendrá que el sistema de partidos más conveniente para la nueva república sería uno tripartito que permitiera la competencia electoral entre una corriente liberal, otra conservadora y otra socialista.
Tanto el Partido Socialista, como el Partido Popular, creados por Tejera, tenían como dos premisas fundamentales la “paz” y la “evolución”. En nombre del republicanismo martiano, Tejera defendía la vida parlamentaria y la alianza entre clases: “seguro de la bondad de su causa y confiado en la honradez de principios en que viviremos el Partido Socialista Cubano no empleará más medios que la propaganda, la discusión y la fuerza moral de las inmensas masas que moverá y dirigirá, esto es, la palabra libre, la pluma libre y el voto en el Parlamento. No queremos, no iniciaremos la guerra de clases, convencidos de que la violencia no da triunfos tan complejos y duraderos como los de la razón y el amor”.
No fue por tanto, Tejera, un precursor del comunismo cubano sino uno de los primeros partidarios de la socialdemocracia o del socialismo democrático en la isla. En el obituario que le dedicó Manuel Márquez Sterling, en El Fígaro, el 3 de noviembre de 1903, se resumían las fuentes doctrinales de su pensamiento político: además de Marx, Sorel, Blanc y George, Grave, Hauptmann, Kropotkin y el anarcosindicalismo finisecular. De aquellas teorías de la izquierda del siglo XIX salió Diego Vicente Tejera convertido, según Márquez Sterling, en un “realista soñador”.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Poetas a caballo


Comentábamos que Alfonso Reyes identificó a su padre, don Bernardo, con José Martí, y que llamó a ambos “poetas a caballo”. La frase se encuentra en Charlas de la siesta, donde recuerda que en algún momento sugirió al general que abandonara la política y se concentrara en escribir sus memorias. Decía entonces Reyes que siempre “había sentido a su padre poeta, poeta en la sensibilidad y en la acción; poeta en los versos que solía dedicarme, en las comedias que componíamos juntos durante las vacaciones por las Sierras del Norte; poeta en el despego con que siempre lo sacrificaba todo a una idea, poeta en su genial penetración del sentido de la vida; y en su instantánea adivinación de los hombres; poeta en el perfil quijotesco; poeta lanzado a la guerra como otro Martí, por exceso de corazón. Poeta, poeta a caballo”.
En El deslinde, Reyes menciona nuevamente a Martí y encuentra en su descripción del rostro de la actriz Jane Hading –“cara dramática, ojos húmedos, nariz ancha y agitada, boca blanda y fina, vasta y temible cuenca del ojo, pómulos de voluntad…, el rostro todo, una desolación de amor, un pastel de La Tour”- lo que él llama “la palabra única de la literatura”, ese “rayo de unicidad intuitiva que casi produce escalofrío”. En otro texto de Reyes, Sobre la tumba de Graca Aranha, reaparece Martí, quien, a su juicio, “ofreció a la patria el sacrificio del mejor temperamento de escritor nacido en América, y pasa por el cielo de Cuba metamorfoseado en relámpago”. Aquí Reyes, prácticamente, repite los versos que Justo Sierra dedicó a Martí en un soneto publicado en la Revista Azul, el 2 de junio de 1895.
La frase “poeta a caballo” recuerda el título que Jean Lacouture utilizó en su biografía de Michel de Montaigne, Montaigne a cheval (1996), que fuera reeditada, en 1999, por la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica. Pero a Lacouture no le interesaba la dimensión sacrificial del poeta sino el lado mundano del ensayista: el bios tanto como la grafía. Cuando Montaigne descendía del cerro de Montravel en su yegua no era para inmolarse frente a las tropas enemigas: era para perseguir muchachas en las orillas del Lidoire o del Léchou, del lado de Montpeyroux o del molino de Pombazet, sobre todo en Mussidan, donde, según su biógrafo, era "muy esperado" por las doncellas de la comarca.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Alfonso Reyes y su padre

El historiador mexicano Javier Garciadiego, presidente de El Colegio de México, ha escrito una breve biografía de Alfonso Reyes, editada este año por la editorial Planeta. Garciadiego se ha dedicado, fundamentalmente, a la historia intelectual y política: es un gran conocedor de la Revolución Mexicana y ha investigado las pugnas intelectuales durante el Porfiriato y los orígenes de la Universidad Nacional Autónoma de México. Su mirada sobre la vida de Alfonso Reyes está más cerca, por tanto, de la biografía política que de la crítica literaria.
Garciadiego le da mucha importancia al origen de Reyes: hijo de Bernardo Reyes, militar liberal y porfirista, gobernador del estado de Nuevo León, Secretario de Guerra por un breve periodo, aspirante a la vicepresidencia con Díaz, rival de José Yves Limantour y el grupo de los “científicos”, candidato a las primeras elecciones presidenciales democráticas de México, en 1911, frente a la popular opción que encabezaba el líder revolucionario, Francisco I. Madero. El final de don Bernardo, derribado por la metralla mientras galopaba contra las tropas de Victoriano Huerta, frente a Palacio Nacional, marcó a Reyes para toda la vida.
El padre de Reyes no era un revolucionario, era un político del antiguo régimen, que se inmoló por la Revolución. El propio Reyes, como intelectual, sería algo parecido: un escritor clásico arrastrado por la vorágine de las vanguardias iberoamericanas. En sus exilios y sus misiones diplomáticas en Madrid y París, en Buenos Aires y Río de Janeiro, Reyes sería, de algún modo, el representante de ambos Méxicos: el porfirista y el revolucionario, el viejo y el nuevo. Cuando regresó definitivamente a su patria, en 1939, ya la Revolución comenzaba a ser asunto del pasado. La erudición y el refinamiento de Reyes tendrían entonces oportunidad de poner a prueba su vocación fundacional, con la creación de la Casa de España y El Colegio de México, y su inagotable voluntad de estilo en poesía y prosa.
Como el propio Reyes diría en la Oración del 9 de febrero, una prosa donde narraba la muerte de don Bernardo, su vida y su obra serían la constante interrogación sobre el sacrificio de su padre. Reyes no olvidaba que el general porfirista había sido quien primero le puso un libro de Rubén Darío en las manos e insistía en considerar a su padre “poeta” y “romántico”. “Poeta a caballo”, lo llamará alguna vez, equiparándolo, por cierto, con José Martí, que también murió inmolado frente al fuego enemigo:




“Tronaron otra vez los cañones. Y resucitado el instinto de la soldadesca, la guardia misma rompió la prisión. ¿Qué haría el romántico? ¿Qué haría, oh, cielos, pase lo que pase y caiga quien caiga (¡y qué mexicano verdadero dejaría de entenderlo!) sino saltar sobre el caballo otra vez y ponerse al frente de la aventura, único sitio del poeta? Aquí morí yo y volví a nacer, y el que quiera saber quién soy que lo pregunte a los hados de febrero. Todo lo que salga de mí, en bien o en mal, será imputable a ese amargo día. Cuando la ametralladora acabó de vaciar su entraña, entre el montón de hombres y de caballos a media plaza y frente a la puerta de Palacio, en una mañana de domingo, el mayor romántico mexicano había muerto”.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Querencia americana

Bajo este título, Javier Fornieles Ten y Juan Pedro Cañonero han reunido la correspondencia entre Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima, las principales colaboraciones de Jiménez en las revistas creadas por Lezama (Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y Orígenes) y los varios ensayos de Lezama sobre Jiménez, incluido el famoso “coloquio”, de 1938, aparecido, inicialmente, en la Revista Cubana, y luego editado por la Secretaría de Educación de la isla. La extraordinaria editorial sevillana Espuela de Plata es la responsable de este volumen imprescindible.
Es interesante seguir la correspondencia entre ambos poetas a través de las múltiples residencias del de Moguer (Miami, Nueva York, Washington, San Juan) y el mismo remitente del poeta habanero: Trocadero 129. En las primeras cartas desde Estados Unidos, del 38 y el 39, Juan Ramón lamenta la pérdida de la luz de la Habana en su exilio newyorkino: “¡qué cambios de color y de luz! Sin duda, lo que diferencia a los hombres es, principalmente, la suma de luz y color”.
Hay una carta curiosa, del 22 de septiembre de 1939, en la que Lezama agradece a Jiménez las gestiones que ha hecho para que el joven poeta habanero pueda trasladarse, con una beca, a estudiar en la Universidad de Gainesville, en la Florida. Lezama imagina Gainesville como un “pueblecito” que podría estar cerca de Miami y, por tanto, cerca de Juan Ramón, “a quien podría ver con frecuencia”.
El contenido fundamental de las cartas versa, sin embargo, sobre las solicitudes de colaboración en sus revistas que Lezama hizo a Jiménez durante casi veinte años. El mayor vacío en la comunicación se produce entre 1950 y 1953, años en los que Jiménez y su esposa, Zenobia Camprubí, se trasladan de Washington a San Juan, Puerto Rico. Cuando Lezama está preparando el número de Orígenes dedicado al centenario de Martí, escribe a Juan Ramón, pidiéndole alguna colaboración. Entonces lo siente “cerca de Cuba” y le pide que “vuelva a la salita del Hotel Vedado y vuelva a descender por el elevador lentísimo”.
Es entonces que Jiménez responde entusiasmado a Lezama, asegurándole que posee “centenares de inéditos” y se reinicia una colaboración que, en menos de un año, provocará, en buena medida, el célebre cisma de Orígenes. Para entonces las tensiones entre Jiménez y algunos poetas de la generación del 27, como Vicente Aleixandre y Jorge Guillén, habían llegado a esa zona de envilecimiento, a la que llegan casi todas las amistades intelectuales cuando son ganadas por la rivalidad y el celo.
Es probable que Jiménez, al constatar la creciente presencia de aquellos poetas en Orígenes, decidiera escoger esta revista como destino de su texto “Crítica paralela”, una miscelánea de aforismos, reflexiones, comentarios, poemas y cartas en los que respondía a críticas de Aleixandre y Guillén y que decidieron la ruptura entre Lezama y Rodríguez Feo. El exquisito Jiménez se volvió entonces despiadado e injusto:



“V.A. es un existencialista de butaca permanente; y que escribe imaginaciones por serie, en álbumes de fantasmas sucesivos. La escritura de V.A., verso o prosa, no es más que una serie de estampas forzadas, sin vida verdadera; un friso decorativo de una biblioteca particular secreta. Nada grandioso, nada grandioso, nada fabuloso, nada sagrado, nada profano, nada divino, nada humano. Calcomanía, manía de calco. Simulo y disimulo, en forma amarga”.

“Poemas y más poemas en un verso libre sin calidad ni individualidad alguna de duración, que, en realidad, parecen como los de Luis Cernuda, traducciones de poemas mejores no comprendidos del todo ¿Qué puede dar esa escritura a los jóvenes? Nada. (Como la de Guillén y Salinas, es vía muerta). Los más jóvenes poetas españoles que tienen voz, un José María Valverde, un José Hierro, un José García Nieto, una Juana García Noroña) no pueden turiferarle”.

martes, 17 de noviembre de 2009

Juan Ramón habla con los árboles en Miami

El Miami hipermoderno, de los vertiginosos expressways y los edificios inteligentes del Downtown, parece ajeno a la lírica concentrada de algunos poetas de la generación del 27. Hubo y hay otro Miami, sin embargo, el de los canales y los árboles, el del mar y el río, las calles de “solisombra” y las esquinas resplandecientes, que fue inmortalizado por Juan Ramón Jiménez en los poemas que escribió durante su estancia en esa ciudad entre 1939 y 1942.
La editorial Artes de México y el Centro Cultural Español de Miami han reeditado el cuaderno Romances de Coral Gables (1948), de Juan Ramón Jiménez, que fuera publicado por vez primera en México, por la editorial Stylo, en una colección significativamente titulada “Nueva floresta”. Como bien señala Alfonso Alegre Heitzmann, en el prólogo, la obra de Jiménez, entre su salida de España, en 1936, y su muerte en Puerto Rico, en 1958, gira obsesivamente en torno a la condición del exilio.
Jiménez identificaba el sentido de sus exilios con el lugar de los mismos -La Habana, San Juan, Miami, Nueva York-, como si cada una de estas ciudades fuera una estación distinta del mismo itinerario. Con la estética del pintor, Jiménez abrió su poesía al paisaje de Miami: “las costas oscuras de honda presencia”, las palmas y los pinos, el “oro del sol”, la “Anadena de Bocaratón”, la “calle de solisombra”, que perfectamente podría ser la arbolada Coral Way: “cuando la calle termina/ en las dos esquinas otras,/ sigue una calle de luz,/ dos paredones de sombra”.
Juan Ramón establece una contraposición entre el “errante” y el “residente”, dos tipos de hombres, que él hermana en la relación con los árboles. El residente, dice, “tiene raíz adentro”, pero desde su lugar en la tierra “también se va a la eternidad sin patria”. El errante, lo mismo que el residente, tiene la facultad de conversar con los árboles, pero su falta de raíz lo lleva inevitablemente al viaje, al abandono, a la traición:


Ayer tarde,
volvía yo con las nubes
que entraban bajos rosales
(grande ternura redonda)
entre los troncos constantes.

La soledad era eterna
y el silencio inacabable.
Me detuve como un árbol
y oí hablar a los árboles.

Los árboles se olvidaron
de mi forma de hombre errante,
y, con mi forma olvidada,
oí hablar a los árboles.

Cuando yo ya me salía,
vi a los árboles mirarme.
Se daban cuenta de todo
y me apenaba dejarles.

Y yo los oía hablar,
entre el nublado de nácares,
con blando rumor, de mí.
Y ¿cómo desengañarles?

¿Cómo decirles que no,
que yo era sólo el paseante,
que no me hablaran a mí?
No quería traicionarles.

jueves, 12 de noviembre de 2009

El hombre vigilado



Vesko Branev, escritor y cineasta búlgaro exiliado en Canadá, ha repetido la hazaña de Timothy Garton Ash: consultar el expediente que sobre él redactó la policía política de Bulgaria entre 1958 y 1974. Branev intentó fugarse a la Alemania occidental antes de la construcción del Muro de Berlín, pero fue capturado e interrogado por la naciente Stasi. Tras su deportación a Sofía, el joven cineasta y escritor llevó la vida de la mayoría de los intelectuales bajo un régimen totalitario.
Como en La vida de los otros, el film de Florian Henckel-Donnersmarck, Branev fue vigilado por el servicio secreto, delatado por su cuñado y traicionado por sus amigos. Él mismo mantuvo una permanente interlocución con la burocracia cultural e ideológica de Bulgaria y un ineludible contacto con agentes de la Seguridad del Estado, en el que, según su propio testimonio, actuó con cobardía. Su casa era registrada con frecuencia y varios oficiales de contrainteligencia lo “atendieron” durante quince años.
Ahora Branev ha releído su expediente y ha puesto en orden sus recuerdos, en El hombre vigilado, editado por Galaxia Gutenberg/ Círculo de Lectores, que aparece con prólogo de su compatriota, el filósofo búlgaro Tzvetan Todorov. Muchos intelectuales bajo el comunismo, sugiere Todorov, no son disidentes ni oficialistas, víctimas o verdugos. Entre una y otra condición se asienta un buen número de escritores y artistas que intenta subsistir por medio de la negociación.
¿Son cómplices? ¿son responsables?, preguntan Branev y Todorov. Tal vez, pero también sufren la vigilancia y el castigo del poder. No hay autocompasión en estos escritores búlgaros, pero sí una mirada menos maniquea sobre la vida intelectual bajo un orden totalitario. No hay aquí masificación de la culpa ni victimización del cómplice: los roles que se juegan en la rutina del terror están claros. Pero ambos, Branev y Todorov, saben que la mayoría de los escritores y policías, en el totalitarismo, no son Mandelshtam y Beria.

martes, 10 de noviembre de 2009

Hito incomprendido


Las celebraciones de ayer en Berlín y el cúmulo de mensajes que suscitó en el mundo demuestran lo lejos que estamos de una verdadera comprensión de ese hito de la historia global. Slavoj Zizek dijo en The New York Times que había que recomenzar la revolución y purgar a las élites eurorientales por excomunistas y neocapitalistas. Adam Michnik, más prudente, dijo en The Wall Street Journal que aunque el espíritu cívico del 89 había desaparecido no era como para renegar de las libertades alcanzadas.
Mijaíl Gorbachov lamentó que se asociara la caída del Muro de Berlín, sólo, al “colapso del comunismo”, sin reconocer lo que la Unión Soviética había aportado al equilibrio mundial. Lech Walesa reprochó a Gorbachov su timidez y aseguró que “el 50% de la caída del muro corresponde a Juan Pablo II, el 30% a Solidaridad y el 20% al resto del mundo”. La disputa por el crédito de un acontecimiento tan complejo, como advirtiera días antes Timothy Garton Ash, empaña la comprensión del mismo.
Si conmemorar no es lo mismo que celebrar, el silencio de Moscú y la Habana dice mucho del trauma que el 89 representa, todavía, para ambos poderes. Medvedev asistió a la fiesta de Berlín y días antes declaró que, aunque se ponderara el papel de la Unión Soviética en la caída del nazismo, los crímenes de Stalin no podían ser desconocidos ni justificados. Pero la plana mayor mediática y política de Rusia, como la de Cuba, no se posicionó ante al vigésimo aniversario de la caída del Muro de Berlín.
En el caso de Rusia, tal vez, por diferencias de percepción sobre el pasado comunista entre Putin y Medvedev. Pero en el caso de Cuba por el amplio consenso de las élites de ese país en torno a la idea de que el colapso del bloque soviético es una tragedia para la causa del comunismo mundial. En el único artículo publicado en medios oficiales cubanos, “¿Qué se festeja en Berlín?”, firmado por Oliver Zamora Oria, y aparecido en Cubadebate, portal del Partido Comunista de Cuba, se presentan los últimos veinte años como un retraso histórico y se habla de la “humillación del vencido por el vencedor”.
Esa percepción, afín a la minoría comunista que queda en el planeta, converge, una vez más, con las derechas anticomunistas que todavía presentan la caída del Muro de Berlín como un triunfo de Occidente sobre el Este o de Estados Unidos sobre la Unión Soviética. Ambos enfoques parten de la falsa premisa de que la democracia -fin del partido único, de la ideología marxista-leninista y del control del Estado sobre la economía, la sociedad civil y los medios de comunicación- fue una idea importada, sin verdadero arraigo en la población del antiguo bloque soviético.
Unos y otros prefieren imaginar aquel proceso como una conjura del Vaticano y Washington, en la que quedó entrampado un ingenuo Gorbachov, antes que como una revolución civil protagonizada por disidentes y reformistas, que puso en jaque a las nomenclaturas y las obligó a negociar la transición. En el fondo, unos y otros siguen pensando que los totalitarismos son capaces de extirpar de raíz la idea democrática y que los cambios en un régimen de ese tipo sólo pueden llegar desde afuera.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Michnik y el sentido perdido

El intelectual polaco Adam Michnik personifica la idea de que los cambios políticos y económicos que transformaron la Unión Soviética y Europa del Este, en los años 80, y que desembocaron en la caída del Muro de Berlín y las transiciones de los 90, fueron obra, fundamentalmente, de la presión de las disidencias, las sociedades civiles y los líderes reformistas de los países del bloque soviético.
Quienes insisten en subestimar esos cambios prefieren poner el énfasis en la autodestrucción –el “suicidio”, dicen - de las nomenclaturas o la “mano del imperialismo”, los manejos de Roma, Reagan, la Thatcher y Wojtyla. Michnik, en cambio, que lo vivió, asegura que aquello fue una revolución civil que derivó en una serie de pactos políticos entre las disidencias y las nomenclaturas.
Veinte años después, Michnik lamenta que el sentido de aquella revolución se ha perdido, en la propia realidad política de Europa del Este y, sobre todo, en la memoria de sus protagonistas. En un artículo recogido por el último número de Letras Libres (Año IX, Núm. 98, noviembre, 2009), Michnik observa, con tristeza, una fuerte  e inevitable tendencia a la desmitificación de Solidaridad, donde predomina el cuestionamiento de las credenciales opositoras de sus líderes y el curioseo por los archivos de la policía secreta:




“En agosto de 1980 Polonia respiró aire fresco y limpio. Hoy mancillar la revolución de Solidaridad y a sus héroes, partiendo de los archivos del Servicio de Seguridad, es para unos un acto heroico, y para otros, como tirar una granada en una sentina: a algunos los mata, a otros los hiere y a todos los impregna del hedor. Y ahora todos –los heridos, los salpicados- vamos a festejar el vigésimo aniversario ¿Será posible que aprendamos a hablar con sensatez de lo que nos atrevimos a hacer?”

domingo, 8 de noviembre de 2009

Nuevo 89




Mañana 9 de noviembre se cumplen veinte años de la caída del Muro de Berlín. En todos los países del mundo se celebrará la fecha. Incluso en los cuatro países que gobierna un partido comunista -China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba- habrá quienes, desafiando las efemérides oficiales, festejen ese hito global. En recientes artículos para The New York Review of Books, The Guardian y El País, Timothy Garton Ash lo ha escrito de manera rotunda: “1989 fue el mejor año de la historia contemporánea”.
La caída del muro y la transición a la democracia en la Unión Soviética y Europa del Este inauguraron, en ese simbólico 89, otro tipo de revolución: aquella que de manera pacífica y a través de las pequeñas grietas de una esfera pública cerrada produce una gran movilización civil contra un régimen totalitario. Esa revolución no sólo transformó el mapa europeo, al decidir la integración alemana y el regreso del Este a la comunidad europea, sino que cambió las reglas del juego político dentro y fuera de casi todas las naciones del planeta.
Las transiciones a la democracia en América Latina, África y Asia, el ascenso de potencias emergentes como Brasil e India, la consolidación económica de China, el poder de las nuevas izquierdas latinoamericanas y hasta un fenómeno como Barack Obama son inexplicables sin el 89. Como toda revolución, aquella produjo su propia contrarrevolución, en la que podrían ubicarse Osama Bin Laden y George W. Bush, Fidel Castro y Hugo Chávez, el talibán y la guerra preventiva, el derribo de las Torres Gemelas y la carrera armamentista iraní, la derecha neocomunista rusa y los nacionalismos neofascistas europeos.
A pesar del terrorismo y el unilateralismo de la última década, el mundo posterior a la caída del Muro de Berlín está más cerca de una democratización de las políticas domésticas e internacionales que el anterior. La bipolaridad de la Guerra Fría, además de garantizar la existencia de una comunidad de regímenes totalitarios, produjo, en Estados Unidos, América Latina y Europa, el secuestro del liberalismo y la democracia por las derechas anticomunistas. Ese binarismo retrasó la modernización de las izquierdas y las derechas occidentales.
Quienes no festejan el 89 son aquellos que, como el Partido Comunista cubano, se resisten a admitir los crímenes de Stalin o aquellos que, como el Partido Comunista chino, inauguraron en 1989, no un nuevo tipo de revolución, sino un nuevo tipo de represión: la masacre de Tiananmen. Un gobierno como el cubano, que detiene y golpea a jóvenes blogueros, por asistir a una manifestación en favor de la no violencia, es emblemático de la reacción contrarrevolucionaria de las dos últimas décadas.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Mann apolítico




Son días de Alemania y se piensa en Thomas Mann. Casi siempre que aparece el tema de las relaciones de Mann con la política se pone el énfasis en el período antifascista del autor de La montaña mágica (1924). Ese Mann que se exilia desde el triunfo electoral nazi, en 1933, primero en Suiza y luego en Estados Unidos, desde donde trasmite sus famosas alocuciones radiofónicas “Oíd, alemanes” contra Hitler.
Pero antes de ese Mann hubo otro, que ha rescatado recientemente Rob Riemen en su ensayo Nobleza de espíritu (México D.F., DGE Ediciones, 2008), prologado por George Steiner. Se trata del Thomas Mann que escribe Consideraciones de un apolítico, durante el último año de la Primera Guerra Mundial. El nacionalismo, que luego le parecerá un componente esencial de la barbarie hitleriana, entonces le parecía un elemento patrimonial de la bildung de un escritor.
El joven Mann entendía el nacionalismo, no como una ideología, sino como un sentido emocional de pertenencia a una tradición, sin el cual el arte y la moral serían inconcebibles. La idea de que el arte debía desembarazarse de toda ideología no era nueva, pero la comprensión de la moral como un conjunto de valores no regidos por la noción de “virtud”, tan central en la ética o en la religión, seguía siendo audaz para la época, a pesar de Nietzsche.
El arte y la moral que le interesaban a ese Mann debían estar abiertos a representaciones del mal, la perversión y el pecado. La religión civil, la moral pública y las ideologías políticas, en cambio, imponían visiones idílicas de la sociedad y el hombre, sobre las que se edificaban quimeras peligrosas. La bildung era la epopeya personal de formación de un escritor, enfrentada al mundo de los “literatos de la civilización moderna”.
Ese mundo en que literatura se confunde con ideología, según Mann, había producido dos entelequias: la democracia liberal –“uniforme, tosca, estúpida”- y la dictadura del proletariado, que en algún momento llama “dictadura de la barbarie”. La doble crítica, al comunismo y la democracia, colocaba a Mann muy cerca de las fuentes intelectuales del nazismo que, pocos años después, comenzarían a atacar la República de Weimar con argumentos similares.
Pero como sugiere Riemen, ese Mann apolítico, que nunca, ni siquiera en los momentos de mayor militancia “humanista”, desapareció del todo, estaba muy cerca de una concepción individual o, más bien, personal de la soberanía que a principios del siglo XXI recobra fuerza. No sólo son soberanos el Estado y la ciudadanía, el pueblo o el gobierno: existe una soberanía previa e inviolable, que es la de la persona humana.

jueves, 5 de noviembre de 2009

El festín de Esopo

El martes falleció a los 101 años el antropólogo francés Claude Lévi-Strauss. Más de un siglo vivió el estudioso de las estructuras elementales del parentesco. Una larga vida para un pensador de la vida. Este último aspecto, el del pensamiento de la vida, fue el que más llamó la atención del poeta mexicano Octavio Paz, quien en 1967 dedicó al autor de Tristes trópicos (1955) y El pensamiento salvaje (1962), un ensayo titulado Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, reeditado el año pasado con motivo del centenario del antropólogo.
Paz contaba que había conocido la obra de Lévi-Strauss a través de George Bataille. El interés del mexicano por la antropología francesa era un hábito heredado de las vanguardias, especialmente, del surrealismo, al que estuvo vinculado en su juventud. México, por otro lado, era un tema ineludible de la antropología y del surrealismo, por lo que la lectura de Lévi-Strauss por Paz estaba predestinada. Sólo que Paz leía como poeta: pocos, antes que él, leyeron la prosa de Lévi-Strauss como una marca de Bergson, Proust y Breton y pocos habían colocado al antropólogo en la tradición del “moralismo” francés.
Aunque Paz suscribía entonces la “crítica de las instituciones occidentales” que proponía Lévi-Strauss, no entendía ésta, únicamente, a partir de sus conexiones con el estructuralismo de Saussure sino de una mixtura entre Marx y Freud que, por momentos, recuerda algunas ideas de Deleuze y Guattari. Paz vendría siendo un postestructuralista avant la lettre, para quien la antropología era literatura y el estudio de las comunidades primitivas formaba parte de una reubicación del sujeto en la naturaleza, similar a la que trasmitían las fábulas de Esopo.
Cuando Paz insiste en colocar a Lévi-Strauss en las tradiciones de la filosofía fenomenológica y del moralismo francés está tratando de rebasar la tensión entre “civilización” y “barbarie”, planteada por la antropología, e intentado reconciliar esa forma del saber con la tradición ilustrada. Paz ve al antropólogo del siglo XX como un descendiente del viajero y el naturalista ilustrado del siglo XVIII. Pero el “moralismo” del antropólogo, a diferencia del de los naturalistas, no le parece “imperial” sino dialógico.


“Lévi-Strauss desconfía de la filosofía pero sus libros son un diálogo permanente, casi siempre crítico, con el pensamiento filosófico y, especialmente, con la fenomenología. Por otra parte, su concepción de la antropología como parte de una futura semiología o teoría general de los signos y sus reflexiones sobre el pensamiento (salvaje o domesticado) son en cierto modo una filosofía: su tema es el lugar del hombre en el sistema de la naturaleza. En un sentido más reducido, aunque menos estimulante, su obra de “moralista” tiene un interés filosófico: Lévi-Strauss continúa la tradición de Rousseau y Diderot, Montaigne y Montesquieu”.

martes, 3 de noviembre de 2009

El tiempo multiplicado por la ausencia

En El hombre desplazado (Taurus, 2008), Tzvetan Todorov recuerda su poco conocido viaje a Bulgaria en 1981. Todorov había nacido en Sofía en 1939 y había vivido en esa capital comunista de Europa del Este hasta 1963, cuando, a sus 24 años, se fue a estudiar a París. En Francia se convirtió en una de las figuras centrales del pensamiento estructuralista y postestructuralista, alternando ensayos sobre teoría literaria (Teoría de los géneros literarios), antropología (La vida en común), filosofía e historia (Frágil felicidad, su estudio sobre Rousseau, o Pasión por la democracia, su extraordinaria biografía de Constant).
Luego de sus primeros dieciocho años de exilio, Todorov viajó a la Bulgaria comunista de Todor Zhivkov. Y no en un viaje privado, a visitar a su madre, sino para asistir a una conferencia sobre las ciencias sociales búlgaras. Todorov relata que escribió una ponencia en que criticaba el nacionalismo como una ideología asfixiante, pero al imaginar el auditorio que lo esperaría en su ciudad natal, pensó que era mejor matizar algunas frases, ya que en la vida intelectual búlgara, antes de la caída del Muro de Berlín, el nacionalismo era una corriente intelectual antisoviética y potencialmente antitotalitaria.
El viaje de Todorov a Sofía, en 1981, habla de algunas diferencias entre los comunismos del siglo XX. El totalitarismo búlgaro era más rígido aún que el checo o el húngaro, pero más flexible, por ejemplo, que el cubano. En la Habana de los años 80 habría sido inconcebible que el Ministerio de Cultura o la Universidad de la Habana invitaran a Severo Sarduy a impartir una conferencia sobre el neobarroco cubano. Seguramente el propio Sarduy no habría aceptado una invitación de esas instituciones.
Podría imaginarse que el gesto de Todorov de viajar a su patria comunista va acompañado de una visión relativista o académicamente “neutral” sobre Europa del Este. No es así. En el capítulo “La experiencia totalitaria”, Todorov ofrece una de las visiones más críticas de aquellos regímenes que se han escrito en los últimos años. Según él, las tres características de esos sistemas son “la ideología de Estado”, el “uso del terror para orientar la conducta de la población” y la “mezcla de la defensa del interés particular y el reino ilimitado de la voluntad de poder”.
En este último aspecto, el del “reino del interés particular y el poder ilimitado”, Todorov incluye una pertinente reflexión sobre las formas de exclusión y odio hacia el que vive y piensa de manera diferente, que, a su juicio, acercan el comunismo al fascismo. El comunismo vendría siendo, según Todorov, una curiosa síntesis entre el materialismo de Helvetio y la “servidumbre voluntaria” de La Boetie, bajo condiciones de una precariedad económica que impone al ciudadano la prioridad de la subsistencia diaria.
Y sin embargo, este hombre, con esas ideas, viajó a la Bulgaria de Zhivkov. Aquella experiencia le enseñó a Todorov que era un sujeto "duplicado" o “desplazado”. Las frecuentes pesadillas kafkianas en las que aparecía en Sofía, no en París, sin poder salir de la ciudad, se le quitaron después del viaje. El encuentro con su madre le demostró que el tiempo, en el exilio, no se mide cronológicamente. 15, 20, 40, 50 años de exilio son mucho más que quince, veinte, cuarenta o cincuenta años de vida. El tiempo del exiliado, como decía Max Aub, se multiplica con la ausencia.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Ideología y pereza



En su última entrega semanal a Babelia, Antonio Muñoz Molina se queja de que no exista una buena biografía de Santiago Carrillo. Encuentra la razón en que sobre un personaje así, ubicado en el centro de la Guerra Fría, se superponen las visiones más ideológicas de la historia. Los biógrafos comunistas no le perdonan su distancia de Moscú en los años 70. Los biógrafos anticomunistas no le perdonan que se haya opuesto a Franco desde el estalinismo. “La ideología, dice Muñoz Molina, es una forma de pereza, una coartada para no molestarse en aprender”.
Por eso es tan frecuente que unos y otros se acusen mutuamente de olvido. Quienes confunden la historia con el derecho y practican la memoria para “hacer justicia” piensan que recordar la parte criminal o cercana al crimen del pasado de una figura pública es recordarlo todo. Quienes evocan el otro lado, aunque sea para compensar un estereotipo histórico, terminan siendo acusados de “olvidadizos”. Esas guerras de la memoria abortan, entonces, la posibilidad de biografiar a Carrillo como un estalinista que tuvo el coraje de cambiar y convertirse en uno de los fundadores de la democracia española.
En una biografía ideal, dice Muñoz Molina, no podría ocultarse la “tenebrosa historia” de que, consumada la derrota frente a Franco, Carrillo se viera “viviendo en Moscú, en otro mundo, el de los funcionarios comunistas que tenían que aprender los mecanismos tortuosos de la supervivencia en la Unión Soviética, bajo la sombra homicida de Stalin”. Pero en esa misma biografía tampoco debería “desdibujarse la grandeza que los comunistas españoles tuvieron: elegir muy pronto la concordia y la reconciliación, desprenderse de la esclerosis soviética para contribuir con tanta inteligencia y generosidad a la conquista de la democracia”.