Libros del crepúsculo

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martes, 13 de mayo de 2025

Homero latinoamericano





Marta Traba, la poeta, narradora, conductora de televisión y crítica de arte argentina, que falleció en aquel terrible accidente aéreo en Barajas, Madrid, en 1983, donde también perdieron la vida el crítico uruguayo Ángel Rama y el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia, escribió una crónica de la historia cultural y artística de las ciudades latinoamericanas, titulada Homérica latina (1979). 

 El tema ha sido abordado por historiadores de la cultura de nuestro continente como José Luis Romero y Adrián Gorelik. Los dos, argentinos, como la propia Traba, aunque ésta, como su esposo Rama, tuvo una experiencia directa y prolongada de la vida cultural en otras capitales latinoamericanas, más allá de Montevideo y Buenos Aires, como Bogotá o Caracas entre los años 60 y 70, que sería central en su obra crítica. 

 El ensayo de Traba, al igual que La ciudad letrada (1983), que ya por entonces, 1979, escribía Rama poco a poco, es un experimento de historia cultural de América Latina, fundamentalmente, aunque no sólo, desde las artes visuales. Más allá de la conexión tan fuerte de Traba con artistas plásticos de mediados del siglo XX, como el mexicano José Luis Cuevas o el colombiano Fernando Botero, la intuición de aquel ensayo rebasa con mucho la idea de que la obra de la escritora argentina-colombiana está únicamente ligada a la crítica artística. 

 Traba partía, sí, de las ciudades como centros de la modernidad latinoamericana, pero agregaba un elemento sustancial: la idea de la guerra en las obras clásicas de Homero, La Ilíada y La Odisea. Las guerras habían sido constitutivas de la ronda de las generaciones artísticas en América Latina desde las décadas de las independencias. Luego de aquellas gestas del periodo de Bolívar, San Martín y Sucre, habían seguido las guerras civiles entre liberales y conservadores en el siglo XIX y, finalmente, los conflictos de las revoluciones y dictaduras del siglo XX. 

 En su exilio en Colombia, durante los años finales del peronismo y la dictadura siguiente, Traba conoció de primera mano el peso de los exilios en la cultura de la región. Como en los textos de Homero, las guerras se imponían a los ciudadanos de las repúblicas y los éxodos artísticos e intelectuales se sucedían en oleadas a París o a Nueva York, donde se creaban círculos decisivos para la renovación de la expresión latinoamericana. 

 La Latinoamérica homérica de Traba era también un mundo en que los héroes de la región, como Héctor, Aquiles, Patroclo, Odiseo y Penélope, tenían atributos precisos y conversaban de tú a tú con los dioses. Los intelectuales guerreaban por sus ciudades, morían o se exiliaban en el intento y, a veces, regresaban para construir las instituciones que refundaban sus patrias. 

La historia de Traba y Rama está hecha de exilios y regresos. No de otra manera podría interpretarse el periodo en que Traba y su pareja, el crítico uruguayo Ángel Rama, se establecieron en Venezuela y echaron a andar el gran proyecto editorial de Biblioteca Ayacucho. Caracas era entonces, durante los primeros gobiernos de Rafael Caldera y Carlos Andrés Pérez, un oasis democrático rodeado de todo tipo de dictaduras. Y Rama y Traba aprovecharon aquella plataforma para lanzar uno de los proyectos intelectuales latinoamericanos más ambiciosos e incluyentes de la Guerra Fría regional. 

 El homerismo latinoamericano de Traba, que de pronto recuerda a Reinaldo Arenas, el escritor cubano admirador del poeta griego, que no por casualidad fue muy cercano a Rama, adquiere una vigencia inusitada en nuestros días. La guerra, la violencia y la muerte se esparcen a gran velocidad en nuestros países. Y lo hacen cuando las naciones ya no son, no pueden ser, los proyectos aglutinadores que eran a principios del siglo XIX. Las naciones latinoamericanas ya se hicieron y se deshicieron y la causa común tendrá que ser una paz social que no implique exclusiones de ningún tipo.

martes, 6 de mayo de 2025

Galería letrada de Rosario Castellanos






Se acerca el centenario de Rosario Castellanos y hay que releer los ensayos reunidos en Mujer que sabe latín (1973), originalmente, artículos aparecidos en el periódico Excelsior. Resulta ejemplar la forma en que la escritora traza ahí una galería de mujeres letradas, en la que busca colocar su propia figura. Una galería que es un linaje intelectual y, a la vez, una tribu donde cobijar su proyección pública como escritora mexicana. 

 Es fascinante recorrer esa galería de retratos femeninos, que Castellanos dedicó, en la edición del Fondo Cultura Económica, al filósofo Luis Villoro. Ahí están Sor Juana Inés de la Cruz y la “Portuguesa”, en alusión a Mariana Alcoforado, la monja de las clarisas de Beja, que escribió cartas de amor al conde de Saint-Léger. Las definía Castellanos como “monjas que derribaron las paredes de su celda” y las emparentaba con grandes personajes literarios de mujeres como Melibea, Dorotea o Amelia, Ana Ozores, Ana Karenina o Hedda Gabler. 

Celebraba la escritora en ellas, reales o ficticias, la “hazaña de convertirse en lo se es”. A lo largo de la historia, mujeres letradas se habían rebelado contra el mito de Pigmalión, que en su versión moderna no radicaba en el impulso del hombre de convertir a una estatua en mujer sino en hacer de una mujer real una estatua museable. Buscaba Castellanos en esas mujeres la antítesis del “hada del hogar”. 

 En Virginia Woolf encontraba ese desafío explícito cuando la escritora inglesa llamaba a las mujeres a no “instalarse en el sitio preciso donde atraviesa una corriente de aire”, como si intentaran situar su cuerpo en una escena de pintura romántica. La conquista del cuarto propio de Woolf era una actualización de aquella salida de la celda de Sor Juana. 

 También aparece en la galería de Castellanos, Simone de Beauvoir, que hace de la escritura una vía de afirmación de su personalidad en el mundo. La escritora francesa ofrece a la mexicana un antecedente de desestabilización y rebasamiento de un perfil “formal”, de presión sobre el límite de un glamour burgués, siempre expuesto a la aprobación del hombre. 

 A Elena Croce, hija del filósofo Bedenetto Croce, escritora y traductora italiana, dedica Castellanos páginas brillantes, que avanzan en el mismo sentido. En la autora de La infancia dorada (1966) lee un tipo de memoria que se rebela contra el designio de una letrada liberal católica, que debe sobrevivir al fascismo. En la deriva ecologista de Croce, en años posteriores a la segunda Guerra Mundial, detecta Castellanos una ruptura con aquel linaje predestinado. 

 Hay otros perfiles bien trazados en Mujer que sabe latín. Por ejemplo, el de la escritora chilena María Luisa Bombal. De ésta dice Castellanos que había inventado el nouveau roman antes de Robbe Grillet y que se las había agenciado para que sus personajes femeninos, en La última niebla, La amortajada o El árbol, siempre aparecieran solas en los eventos decisivos de sus vidas. 

 Esa vocación de permanecer en el umbral, no como una relegación sino como una elección, es decir, como la búsqueda deliberada de un punto lateral de observación, la percibe también en Simone Weil, la filósofa francesa que formó parte de la Columna Durruti durante la Guerra Civil española. En el estoicismo de Weil habría una vuelta a los orígenes monásticos de la cultura letrada femenina, pero, esta vez, en medio de la Revolución o, por lo menos, de la resistencia antifascista. 

 Otro perfil entrañable, el de la escritora italiana Natalia Ginzburg, otra testigo y víctima del fascismo. Celebraba, con razón, Rosario Castellanos, la traducción de Las pequeñas virtudes (1962) que hizo José Emilio Pacheco. La lección de Ginzburg que más valoraba la escritora mexicana era la de una rebelión contra el mito de Pigmalión por medio de la práctica constante y depurada de la escritura. Escribir y escribir, hasta entregar los ojos, sin aspirar a cualquier equívoca trascendencia.