Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

jueves, 28 de enero de 2016

Svetlana Aleksiévich enseña a hablar del comunismo

Comienzo a leer por estos días el libro El fin del "Homo sovieticus" (Acantilado, 2015), en la espléndida traducción de Jorge Ferrer. Volveré sobre este volumen en las próximas semanas, pero me gustaría reproducir los primeros párrafos de la Introducción, titulada "Apuntes de una cómplice", tan sólo para ilustrar la precisión del lenguaje que utiliza la autora. La prosa de Aleksiévich se forma de un entramado de testimonios de cientos de personas que vivieron o sufrieron, como víctimas como cómplices o como ninguna de esas dos cosas, el régimen soviético. De ahí que lo primero que distingue esa prosa es la lealtad a una lengua ciudadana, que fue, por decirlo así, la básica transcripción de la experiencia cotidiana bajo aquel sistema.
Obsérvese que Aleksiévich habla de "socialismo" y "comunismo" indistintamente, pero esa indistinción, propia del habla común del sujeto soviético, implica una clarísima distinción: el socialismo al que siempre se refiere es el socialismo comunista, no cualquier otro. También obsérvese, sobre todo entre cubanos, que cuando aparece el concepto de "dictadura" pareciera que está más referido a los regímenes de Yeltsin y Putin, que al prolongado régimen comunista. Aleksiévich, como antes Hannah Arendt o María Zambrano, es de esas pensadoras políticas, nada perezosas, que advierte que el comunismo, como cualquier otro totalitarismo, es un proyecto civilizatorio y adánico, que nada o poco tiene que ver con las dictaduras o los regímenes autoritarios:

"Nos estamos despidiendo de la época soviética, de esa vida que era la nuestra. Yo intento escuchar honestamente a todos los actores del drama del socialismo...
El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre "antiguo", al viejo Adán. Y lo consiguió. Tal vez fuera su único logro. En setenta y pocos años, el laboratorio del marxismo-leninismo creó un singular tipo de hombre: el Homo sovieticus. Algunos consideran que se trata de un personaje trágico; otros lo llaman sencillamente sovok (pobre soviet anticuado). Tengo la impresión de conocer bien a ese género de hombre. Hemos pasado muchos años viviendo juntos, codo con codo. Ese hombre soy yo. Ese hombre son mis conocidos, mis amigos, mis padres. Durante años viajé recogiendo testimonios por toda la antigua Unión Soviética, porque a la categoría de Homo sovieticus no sólo pertenecen los rusos, sino también los bielorrusos, los turkmenos, los ucranianos y los kazajos... Ahora vivimos en Estados distintos y hablamos lenguas distintas, pero seguimos siendo inconfundibles ¡Se nos distingue a la primera! Todos los que venimos del socialismo nos parecemos al resto del mundo tanto como nos diferenciamos de él: tenemos un léxico propio, nuestra propia concepción del bien y del mal, de los héroes y los mártires. También tenemos una relación particular con la muerte. En los testimonios que recojo aparecen constanmente palabras y expresiones que hieren el oído: disparar, fusilar, liquidar, mandar al paredón, y otras que constituyen las variantes soviéticas de la desaparición: arresto, diez años de condena sin derecho a correspondencia, emigración ¿Qué valor puede tener la vida humana, si llevamos grabado en nuestra memoria que millones de personas morían hace muy pocos años? Estamos llenos de odio y prejuicios. Los hemos heredado del Gulag y la guerra horrible que libramos. De la colectivización, la eliminación de los kulaks, las deportaciones de pueblos enteros.
Así fue el socialismo y ésa la vida que tuvimos. No solíamos hablar de ella antes. Pero ahora que el mundo ha mutado incontrovertiblemente, aquellas vidas nuestras interesan a todos, no importa cómo fueran, eran las vidas que nos tocó vivir. Yo escribo, reúno las briznas, las migas de la historia del socialismo "doméstico", del socialismo "interior"... Estudio el modo en que consiguió habitar en el espíritu de la gente. Siempre me ha atraído ese espacio minúsculo, el espacio que ocupa un solo ser humano, uno solo... Porque, en verdad, es ahí donde ocurre todo".

miércoles, 27 de enero de 2016

La ficción y el momento estelar de la historia

Stefan Zweig hablaba de momentos estelares de la historia de la humanidad que fácilmente encontrarían su equivalente en las historias nacionales: el asesinato de Julio César, la caída de Bizancio, el descubrimiento del Pacífico, la batalla de Waterloo, el hallazgo de El Dorado o el arribo de Lenin a la estación de Finlandia... Mezclaba Zweig esos eventos con otros que tenían que ver, más bien, con la biografía del espíritu universal, como un día de la vida de Goethe u otro de la de Dostoyevski. Especialmente los magnicidios, el de Cánovas del Castillo o el de Francisco Ferdinando, el de Lincoln o el de Kennedy, el de Madero o el suicidio de Allende, califican en esa condición de hitos de una historia local o global.
Durante mucho tiempo, cuando la historia estuvo más cerca de la biografía y la literatura, esos eventos que parecían condensar el drama del pasado, eran tópicos codiciados por los historiadores. En las últimas décadas, al menos en la literatura iberoamericana, son narradores o novelistas los que mejor aprovechan tales tramas. Y lo hacen no desde la narrativa o la novela histórica tradicionales, pensadas por Lukács o Ricoeur, como suponen algunos críticos trasnochados, sino en busca de un "relato real" o de una "historia ficción", a la manera de Emmanuel Carrére o Javier Cercas.
En esa vertiente se ubica con soltura la última novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973), La forma de las ruinas (2015). Todo magnicidio es un misterio, como bien sabía Shakespeare, que narró el de Julio César y el del Rey Hamlet, porque haya sido obra de uno o varios asesinos solitarios o de una conjura, es igualmente intrigante. La mente del asesino es una cavidad tan rentable para la ficción como las penumbras en que se planea un crimen de Estado. En esa misma fascinación se dan la mano dos novelistas tan disímiles como Truman Capote y Don DeLillo.
Vásquez vuelve sobre un hito de la historia política del siglo XX colombiano, el "Bogotazo", y lo hace desafiando de entrada el relato oficial. Le interesan los sucesos del 9 de abril de 1948, cuando asesinan al popular líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, favorito a las próximas elecciones colombianas, y una multitud de seguidores se lanzan a las calles, linchan al asesino, Juan Roa Sierra, y son masacrados por la policía del gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. A Vásquez no le interesa tanto "el Bogotazo" de los anales del populismo, contado por Fidel Castro, Gabriel García Márquez o Arturo Aldape, como "el 9 de abril", ese día entero.
Para narrarlo se sirve de un personaje ficticio, Carlos Carballo, hijo de uno de los gaitanistas que murieron aquel día y que habría visto al misterioso "hombre elegante" de las crónicas, que supuestamente acarreó a la muchedumbre para que linchara a Roa y llevara su cadáver a palacio. Convertido en coleccionista y ladrón de huesos y reliquias de muertos célebres colombianos, Carballo, precisamente por ser un huérfano del 9 de abril, es también un admirador del personaje histórico Marco Tulio Anzola, quien investigó el otro magnicidio del siglo XX colombiano, el del también liberal Rafael Uribe Uribe en 1914, ultimado a hachazos, a plena luz del día, en el centro de Bogotá, por los artesanos Galarza y Carvajal. Carballo piensa que ambos magnicidios, el de Uribe y el de Gaitán, fueron crímenes de Estado perfectamente camuflados de asesinatos solitarios.
La novela expone el choque entre la visión racional y jurídica de la historia del narrador, Vásquez, en este caso, y la suspicacia inagotable de un teórico de las conspiraciones y los acertijos del poder, el personaje Carballo. La historia que pondera la intervención del azar y la historia de la "causalidad diabólica", de la que escribió con brillantez el historiador ruso León Poliakov. O, en palabras de Vásquez, la visión del pasado "como un caos sin remisión que los seres humanos tratamos desesperadamente de ordenar" y "la visión conspirativa, el escenario de sombras y manos invisibles y ojos que espían y voces que susurran en las esquinas, un teatro en el que todo ocurre por una razón". El mensaje final de la novela, sin embargo, no se inclina claramente por una u otra idea de la historia sino por la duda.

sábado, 23 de enero de 2016

Duelo, gueto y demagogia

Todo exilio se funda en un sentimiento de duelo. Pero los exilios demasiado prolongados, como el ruso que en más de 70 años generó el sistema soviético, el español que provocaron las cuatro décadas de franquismo o el cubano, que ya va para 57 años, tienden a constituirse en guetos. Es natural que comunidades de víctimas, que se articulan en torno a la experiencia del dolor y la pérdida, tengan dificultades para reproducirse después de tanto tiempo. Las nuevas generaciones de exiliados no han sufrido lo mismo, o no de la misma manera, y su movilización afectiva y política a favor de "la causa" no tiene la misma gravedad o el mismo tono.
Edward Said decía que de un exilio no puede salir un verdadero humanismo. Pensaba Said en la tragedia que entrañaba todo exilio, en la inhumanidad de un desplazamiento forzoso, que a la vez que propiciaba sublimaciones exquisitas como la de Conrad, la de Ionesco o la de Nabokov, cargaba con un origen monstruoso, que no podía sustentar un mito fundacional. Pero la tesis de Said podría complementarse con la del filósofo asturiano José Gaos, discípulo de José Ortega y Gasset y traductor de Hegel, Heidegger, Kierkegaard y Husserl al español. Gaos, como ha observado recientemente su biógrafa Aurelia Valero Pie, rechazaba el concepto de exilio, al que contrapuso el de "transtierro", porque aborrecía el espíritu de gueto y el lenguaje demagógico en que degeneraba todo duelo prolongado.
Gaos se decía "transterrado", no exiliado ni desterrado. México no era el país al que había llegado a refugiarse, en espera del regreso a la República reconquistada, sino el país en el que se había trasplantado. Como recuerda Valero Pie en José Gaos en México (Colmex, 2015), la idea no fue bien recibida por la colonia española de México. Varios exiliados republicanos consideraron el concepto de "transtierro" un eufemismo. Desde los exiliados de primera generación, como León Felipe, hasta los más jóvenes, como Adolfo Sánchez Vázquez, hubo resistencias al término. El marxista Sánchez Vázquez, por ejemplo, reprochaba al republicano Gaos querer desdramatizar el exilio, una experiencia, a su juicio, equivalente a un "desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que parece abrirse y nunca se abre".
El debate entre Gaos y Sánchez Vázquez es un antecedente poco conocido de las polémicas entre los exiliados cubanos en las últimas décadas. Desde los 90, en el exilio cubano se discute la transformación de la experiencia migratoria, pero la mayoría de las veces esas discusiones son ahogadas en gritos o en silencios. Lo interesante del paralelo con el exilio republicano español en México es que aquí eran los viejos liberales, tipo Gaos, los que llamaban a abandonar el pathos, el duelo, la demagogia y el odio al enemigo como base de una identidad exiliada, mientras los jóvenes marxistas, tipo Sánchez Vázquez, se aferraban al mástil de la causa y llamaban a mantener vivo el fuego de la pasión política contra un régimen autoritario.  

jueves, 14 de enero de 2016

Los constructivistas soviéticos y el faro de Colón en Santo Domingo

Uno de los varios momentos estelares de la muestra Vanguardia rusa. El vértigo del futuro, que se expone en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México, es la sala dedicada a la arquitectura y, dentro de ésta, la exposición de los proyectos presentados por varios arquitectos soviéticos al concurso del monumento-faro a Cristóbal Colón en Santo Domingo, entre 1928 y 1930, que convocó la Unión Panamericana. Curiosa intervención aquella de los arquitectos de la URSS en un memorial del panamericanismo en el Caribe posterior al imperio español.
Los historiadores de la arquitectura -Roberto Segre, por ejemplo- siempre destacan las obras que presentaron a ese certamen, K. Mélnikov (en la imagen), I. Leonidov y N. Ledovski, que fueron tres de los principales líderes del Taller de Arquitectura Experimental, creado por los constructivistas luego del triunfo de la Revolución bolchevique. Son esos los nombres más autorizados en una historia de la arquitectura que, en buena medida, sigue siendo leal a la narrativa oficial soviética sobre la cultura rusa del siglo XX.
La muestra de Bellas Artes, sin embargo, destaca más otros proyectos menos conocidos, que también presentaron los soviéticos al concurso del faro de Colón, en Santo Domingo, como el de Viacheslav Oltarzhevski y el de Alexei Schúsev. El primero era un hemiciclo art déco, con un enorme faro, parecido al Empire State Building, con una estatua modernista de Colón en la base. El segundo, seguía el modelo de los planetarios y observatorios astronómicos, con una bóveda en la base y una delgada torre lumínica, que proyectaba resplandores a una noche surcada por aviones y zepelines. A Schúsev le interesaba el mensaje de que la hazaña marinera de Colón en el siglo XV era equivalente a la de la aeronáutica en el siglo XX.
Como se sabe, el jurado, en el que intervino Frank Lloyd Wright, prefirió premiar, entre más de 400 concursantes, el proyecto neoclásico de un estudiante británico de arquitectura, llamado J. L. Gleave. La conclusión de Irina Korobina en las palabras del catálogo de Vanguardia rusa sigue siendo válida: "las imágenes de los constructivistas iban tan adelante del mainstream que quedaron fuera del concurso... Sin embargo, la participación de los arquitectos soviéticos, al presentar ideas adelantadas a su tiempo, que arrebataban la imaginación, hizo del concurso un verdadero suceso y a los ojos del mundo mostró el progreso del pensamiento arquitectónico y los nuevos horizontes para el desarrollo de la arquitectura". Como bien dice el título de la muestra: vértigo, más que miedo al futuro, fue lo que provocaron aquellos arquitectos soviéticos en el Caribe.

sábado, 9 de enero de 2016

Claude François - Comme d'habitude

Poetas desaparecidas

Comentábamos, alguna vez, sobre la desaparición de algunos escritores, algunas poetas específicamente, de las antologías canónicas del siglo XX cubano. Habría que decir, sin embargo, que hay casos más graves. Por ejemplo, el de poetas que no aparecieron en ninguna de esas dos antologías, la de Juan Ramón Jiménez y la de Cintio Vitier, y que fueron borradas de las historias literarias y los diccionarios de autores desde mucho antes de la Revolución Cubana.
Es el caso de la poeta Isa Caraballo, de quien sabemos muy poco.
Caraballo ganó alguna notoriedad entre los años 30 y 50, como periodista y escritora política, cercana a la inexplorada corriente comunista-batistiana y a las fuertes conexiones del propio Batista con el México de Lázaro Cárdenas en adelante. En su libro, El exilio republicano español en Cuba (Madrid, Siglo XXI, 2009), el investigador Jorge Domingo Cuadriello la menciona como una de las escritoras cubanas que dio la bienvenida a las mujeres antifranquistas en Cuba a principios de los 40. Otros autores y autoras la mencionan como concejal de Bolondrón o como delegada a la Asamblea Constituyente de 1940, pero esto último es un error, ya que en aquella célebre convención intervinieron sólo tres mujeres: María Esther Villoch, Esperanza Sánchez Mastrapa y Alicia Hernández de la Barca.
Una antología de sus composiciones a partir de 1934 había aparecido en La Habana, en ediciones Alfa, con el título de Vendimia de huracanes (1939). Luego, en 1942, apareció otro cuaderno, Celebración de los sentidos, también en La Habana, aunque ya con muchas alusiones a México, especialmente a Oaxaca, la frontera norte, los volcanes y el valle de Anáhuac. Los dos libros que la consolidarían en México, por un tiempo, fueron México. Preludio poético, publicado en el D.F. por Ediciones Iberoamericana, la misma editorial que daría a conocer ese mismo año su biografía Batista. Una vida sin tregua (1945), visión sumamente positiva del papel de Batista en la Revolución de 1933 y su trayectoria política hasta el fin de su primer mandato en 1944.
El reconocimiento de Isa Caraballo como "poeta cubana" en México continuó hasta los años 50, por lo menos, a pesar de los vaivenes de la política cubana. En 1952, por ejemplo, la importante revista Poesía de América, dirigida por el poeta yucateco Honorato Ignacio Magaloni, y editada y distribuida por la prestigiosa publicación Cuadernos americanos, que dirigía Jesús Silva Herzog, incluyó su poema homoerótico "Loa al luminoso vientre", dedicado a su amiga, la socialista rusa-argentina Ethel Kurlat. Poesía de América era una revista que publicaba poetas por países de América Latina, más una sección de "España en el destierro". En el apartado de Cuba, a diferencia del de Argentina, México, Perú o "España en el destierro", donde eran publicados tres y hasta cuatro poetas, sólo aparecía uno por número. En diversos números de los 50 aparecieron Nicolás Guillén, Aldo Menéndez y Cintio Vitier. En el de la primavera del 52, apareció el largo poema de Isa Caraballo, del que reproduzco sólo algunos versos:

En deleitosa calidad de miembros
los signos acumula de la rosa completa
y pregona su sombra lo más fuerte y dispuesto
a la ternura cósmica con que se lleva en brazos
para la infancia calidad de reino...

Aquí en la rada más secreta y honda
aquí en la viva cuna los años de silencio
dialogan acatando la voluntad más dulce
que un poco de infinito pone a andar en el cuerpo...

Arco en que se asegura la eternidad del mundo,
país de los cantares de lenguaje diverso:
por él late mi sangre, mis hormonas, mi médula,
porque él asume el recto
sentido del gimnástico alegato
en que se embargan vidas aún no comenzadas...

No mucho más sabemos de Isa Caraballo, borrada de antologías, diccionarios e historias de la literatura cubana, en la isla o en el exilio. Se dice que fue senadora, pero no la encuentro en los libros de Mario Riera Hernández. Lo que sí sabemos es que nada menos que Gabriela Mistral la admiró mucho y que luego de leer Vendimia de huracanes (1939) escribió a su amiga Chela Reyes comentándole que, en la aparición de poetas como Dulce María Loynaz e Isa Caraballo en Cuba y de María Luisa Bombal y la propia Reyes en Chile, observaba "un signo impresionante e indudable de la creación despierta y valiente de la mujer americana que ya no tiene miedo y que tampoco tiene ignorancia de técnicas, porque ya posee el idioma en abundancia".



lunes, 4 de enero de 2016

Exilio y traducción

Los poetas cubanos Vicente Echerri (Trinidad, 1948) y Manuel Santayana (Camagüey, 1953), exiliados en Estados Unidos, son sólo dos de los penúltimos, siempre penúltimos, escritores de la isla que proponen una idea de la poesía en lengua inglesa a través de un puñado de traducciones. Antes que ellos lo hicieron José María Heredia, que tradujo a Lord Byron, o José Martí, que transcribió a Whitman y a Emerson, o Eliseo Diego, que tradujo a Marwell, Browning, Kipling, La Mare, Yeats y Hughes, puros ingleses y algún que otro irlandés, o Eugenio Florit, que concibió una de las primeras antologías orgánicas de la poesía norteamericana en castellano, un poco posterior a la de Salvador Novo y anterior a la de Agustí Bartra, pero con inocultables coincidencias, o Heberto Padilla, que tradujo a William Blake y a los románticos británicos.
En Pronunciamientos. Poemas en lengua inglesa (siglos XIX y XX) (México D.F., Vaso Roto, 2015), Echerri y Santayana, a diferencia de Florit o Diego, decidieron integrar a norteamericanos y británicos en algo que no llaman poesía inglesa o poesía en inglés sino, literalmente, "poemas en lengua inglesa". Es inevitable, sin embargo, intentar leer una idea de la poesía en inglés, de los dos últimos siglos, en estos cuarenta poetas reunidos entre Lord Tennyson, nacido en 1809, y Mark Strand, fallecido en 2014. Una idea un tanto escurridiza o ecléctica, en la que no sólo se borran las fronteras entre lo inglés y lo americano -son varios los poetas que vivieron entre ambos espacios: Pound, Eliot, Thomas, Levertov, Auden, Gunn...-  sino que se eligen autores de acuerdo con un criterio estrictamente subordinado a la textura y la sonoridad del gusto de cada antologador.
Santayana se inclinó por los poemas breves, aforísticos, descriptivos o melancólicos de Emily Dickinson, Christina G. Rossetti, Roy Campbell, May Sarton, Charles Tomlinson, Walter La Mare y W. B. Yeats. Echerri prefirió la lírica de largo aliento, dramática, hímnica, cívica o religiosa de Tennyson, Whitman, Levertov, Kunitz, Eliot, Sitwell, Walker o Bishop. Aunque rige en esta selección la soberanía del gusto, me atrevería a decir que ambos traductores privilegiaron el oído: "si el texto que debe traducir es un poema, dice Echerri, el traductor ha de tener en cuenta la estructura estrófica y métrica del original, así como la rima si la hubiera... y, sobre todo, el ritmo del poema, su música interna, sin la cual mal se puede explicar la partición versal".
Esa soberanía del gusto produce algunos desafíos al canon y a la tradición de antologías y traducciones de la poesía inglesa en Hispanoamérica, que tienen que ver con los poetas y poemas que se incluyen o se excluyen. Ninguno de los antologadores lo explica, pero se entiende que si arrancan con Tennyson y Whitman, no tenga mucho sentido la inclusión de Bryant, Poe o Longfellow. Más difícil de entender es la ausencia de Carl Sandburg, Wallace Stevens, E. E. Cummings o Robert Lowell, tan importantes para la mayoría de los traductores de poesía norteamericana al español. Un acierto evidente, en cambio, es llamar la atención sobre la poesía de escritores que trascendieron, sobre todo, por su obra narrativa, como Thomas Hardy, James Joyce, D. H. Lawrence o Robert Graves.
No puedo concluir esta nota sin dejar de señalar que tanto las inclusiones como las exclusiones provienen de la libertad con que estos poetas -"lealtad" y "fidelidad a una visión personal" de la poesía en lengua inglesa, le llama Manuel Santayana- cumplen su labor de traductores. Una libertad que, probablemente, tenga su raíz en la experiencia del exilio que ambos han vivido en Estados Unidos. Traducción y exilio están siempre encadenados en ese relato de viajes que es la historia cultural atlántica. Traducir y exiliarse son dos formas de desplazamiento: de una nación a la otra, de una lengua a la otra. Dos formas, también, de pronunciar la otra lengua y de pronunciarse, el traductor, ante su origen y ante su destino. No por gusto este libro se titula Pronunciamientos.