Libros del crepúsculo

Libros del crepúsculo

lunes, 28 de marzo de 2022

El mal de la rusofobia



Uno de los mensajes más estremecedores de la obra de Svetlana Alexiévich, especialmente en libros ambientados en conflictos bélicos, como la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer) o la invasión soviética de Afganistán (Los muchachos de zinc), es la fuerza de la cultura rusa, tradicional y moderna, en la mentalidad de los soldados que intervinieron en esas contiendas. ¿Qué tan diferentes son a aquellos soldados los de hoy? 

 Narraba Alexiévich que, a pesar de la represión y la censura estalinista, del realismo socialista de Zhdanov y Suslov, las mujeres soldados de la Gran Guerra Patria y los invasores de Afganistán estaban íntegramente hechos de cultura rusa. Habían crecido escuchando a Tchaikovsky, Rachmaninov y Prokofiev, leyendo a Tolstoi, Dostoievski y Chéjov y viendo cuadros de Repin, Chagall y Deyneka. 

 En Los muchachos de zinc (2016), la cronista preguntaba a los jóvenes tiznados del polvo de Kabul, qué habían leído en la paz y qué leían en la guerra. Las respuestas eran muy disímiles y atestiguaban tanto el arraigado hábito de leer entre los jóvenes soviéticos –cualquiera que haya viajado a Moscú o a Leningrado en aquella época, recordará el metro, el tranvía o el trolebús repletos de lectores-, como sus diversas aproximaciones a la literatura rusa. 

 Una muchacha bibliotecaria, que sirvió como enfermera en la guerra de Afganistán, contó a Alexiévich que en su casa se leía tanto que su hijo sabía de memoria pasajes enteros de Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, novela que contaba la entrega de un joven a la causa comunista durante la guerra civil que siguió a la Revolución bolchevique. Ahora la madre, en los desiertos de Afganistán, prefería leer a Pushkin o a Lérmontov. 

 A un consejero militar, que se llevaba sus libros a todas partes, le sucedía algo parecido. Adoraba a escritores como Turguénev o Dostoievski, pero éste último le parecía demasiado “lúgubre” para la guerra. Prefería a Ray Bradbury y las novelas de ciencia ficción porque “¿quién quiere vivir eternamente? Nadie”. La ciencia ficción, muy leída en la URSS, reforzaba el culto al saber en el socialismo y rescataba una tradición utópica, negada, en buena medida, por la ideología oficial. 

 Otros soldados eran aficionados a escritores norteamericanos como Mark Twain y Ernest Hemingway. Y algunos habían adaptado, como rusa, la novela El tábano, que escribió la escritora irlandesa Ethel Voynich, que fascinó a los soviéticos durante buena parte del siglo XX, al punto de lograr 122 ediciones en la URSS. La novela de Voynich, que como Así se templó el acero de Ostrovski contaba la vida de un joven revolucionario, pero en la Italia de principios del siglo XIX, llegó a ser más conocida por los jóvenes soviéticos que por los irlandeses o los ingleses. 

 En otro de sus libros entrañables, El fin del homo sovieticus (2015), Alexiévich recuerda la “Leyenda del Gran Inquisidor”, conocido pasaje de la novela Los hermanos Karamasov, donde se habla de la pesaba carga del camino de la libertad y la mayoritaria elección de la ruta cómoda de la seguridad. La escritora bielorrusa releía a Dostoievski como profeta, tanto del totalitarismo del siglo XX como de su reflujo en el siglo XXI. Los rusos, en el siglo XXI, parecían personajes de Chéjov, divorciados de su pasado y abiertos a una nueva experiencia despótica. 

 Lo que ha sucedido en esta semana da la razón a Alexiévich. La opción autoritaria, que en Rusia siempre va de la mano de la forma imperial, está a la vista del mundo. Pero esa deriva, como advertía la escritora, arrastra también una generosa y sofisticada cultura, que hoy sufre la dañina indistinción entre un régimen y un pueblo por medio de vetos, censuras, boicots y cancelaciones absurdas. Evitar el mal de la rusofobia es prueba de salud en nuestros días, si se quiere construir un mundo verdaderamente multipolar, que asegure el lugar que Rusia merece por su historia.

viernes, 11 de marzo de 2022

El joven González Casanova






Pablo González Casanova cumplió cien años y algunos medios, no muchos, lo destacaron. Los que lo hicieron enfatizan el perfil más ideológico del importante pensador mexicano. Recuerdan su admiración por Fidel Castro y Hugo Chávez o su respaldo consistente al EZLN en Chiapas. Ese González Casanova, referente de un sector de la izquierda latinoamericana, corresponde a las últimas décadas del historiador y sociólogo y se circunscribe al mundo de sus compromisos y lealtades políticas.
 
Pero hay un González Casanova anterior: el de su producción académica e intelectual de mayor rigor. Entre los años 40 y 60, el joven académico escribió los libros fundamentales de su carrera. Tras culminar sus estudios en la segunda generación de la Maestría en Historia del Centro de Estudios Históricos del Colmex, en 1946, publicó un ensayo sobre el obispo Juan de Palafox y Mendoza en la Revista de Historia de América y tres brillantes libros de historia de las ideas, rescatados no hace mucho por Andrés Lira. 

 El primero fue El misoneísmo y la modernidad cristiana en el siglo XVIII (1948), el segundo Una utopía de América (1953) y el tercero La literatura perseguida en la crisis de la colonia (1958). En los tres, editados por El Colegio de México, González Casanova reinterpretó temas de sus maestros Silvio Zavala y José Gaos, como la aversión a lo nuevo en el imperio borbónico, la literatura censurada por la Inquisición en la Nueva España y la biografía intelectual del utopista mexicano del siglo XIX, Juan Nepomuceno Adorno. 

 Como algunos de sus compañeros de generación, el mexicano Gonzalo Obregón, la costarricense Sol Arguedas, la puertorriqueña Monelisa Pérez Marchán y los cubanos Julio Le Riverend y Manuel Moreno Fraginals, González Casanova tuvo una óptima formación tanto en historia económica como en historia de las ideas. Sin embargo, luego de su paso por la investigación histórica, optó por doctorarse en sociología en La Sorbona. La reorientación hacia la sociología y su experiencia al frente de la escuela de Ciencias Sociales y Políticas, en años de la Revolución Cubana y el MLN cardenista, decidieron la nueva fase de la obra intelectual de González Casanova que se plasma en el clásico La democracia en México (1965), editado por Era. 

El autor parecía una persona diferente al de los ensayos históricos de los 50, pero algunas preocupaciones eran las mismas. Antes de Dependencia y desarrollo en América Latina (1967) de Cardoso y Faletto, el libro de González Casanova vislumbró el enfoque estructuralista que divulgaría la Teoría de la Dependencia. El sociólogo sostenía que la democracia en México no podía entenderse únicamente a través de sus instituciones ejecutivas y legislativas, federales y estatales, sino por medio de la reconstrucción de la “estructura del poder” (caciques y caudillos regionales y locales, Iglesia, Ejército, hacendados y empresarios) y la “estructura social” (estratificación, movilidad, analfabetismo, pobreza, desigualdad, marginalidad y colonialismo interno). 

 En un enfoque que mezclaba el marxismo y la sociología, donde convivían Tocqueville, Marx y Weber, Lipset, Dahrendorf y Germani, González Casanova reiteraba la tesis central del MLN cardenista: en México no había condiciones para una revolución socialista, por lo que era preciso llegar al socialismo por medio de una estrategia económica en función del desarrollo y una apertura democrática. No sin ironía, Rafael Segovia lo reseñó elogiosamente en la revista Foro Internacional

Reconoció el legendario profesor del Colmex que La democracia en México era el primer ejercicio de teoría política, después de los ensayos ineludibles de Daniel Cosío Villegas. Pero observaba que su autor no proponía una “liberalización” o democratización del sistema sino una reforma interna del PRI: una suerte de “despotismo ilustrado”, como el que González Casanova había cuestionado en sus estudios sobre la Nueva España borbónica.

No era del todo preciso Rafael Segovia sobre la influyente obra de González Casanova. Aquel libro proponía algo más que una reforma interna del sistema político mexicano. La apuesta de La democracia en México era tanto alentar políticas públicas encaminadas a fomentar el desarrollo y la igualdad como a instalar en el debate público del país una idea de democracia no divorciada de la esfera de los derechos sociales. No era ajeno, aquel González Casanova, a la democracia propiamente política, pero era claramente partidario de que sin derechos económicos y sociales amplios eran inconcebibles las libertades públicas.